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        Argentina: La lucha continúa 
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Una lagrima para un recuerdo
Hugo Presman 
Argenpress 
Pasó hace más de cinco décadas. No me lo contaron. Yo estuve ahí. Fue el 18 
de julio de 1954. Fue en Colonia López, una de las tantas colonias judías de 
Entre Ríos. Recuerdo claramente la escena. Un chico delgado, pequeño, de ocho 
años, pegado a la vieja radio que funcionaba con una batería de auto. La 
electricidad era un avance desconocido. Faltaban horas para que jueguen River y 
Boca en la Bombonera. Pero el chico quiere saber como va a formar su equipo. 
Algo ha escuchado. Parece que no van a jugar ni Walter Gómez ni Labruna. El 
uruguayo por estar lesionado. Angelito porque creo ahora recordar había 
fallecido su padre. El chico delgado no puede entender que el máximo goleador 
contra Boca no juegue por esa desgracia familiar. El mismo que entraba a la 
cancha de su adversario histórico tapándose la nariz.
Lo recuerdo bien. Yo estuve ahí. En esa cocina de campo donde la abuela de ese 
chico, Teresa, estaba (esto no lo recuerdo, me lo imagino) haciendo los 
varenekes de quesillo. Todo casero. La masa, el quesillo y la crema. Pero al 
chiquilín le importan poco los varenekes. Lo importante es quienes jugarán por 
Walter Gómez y Labruna. Seguramente que por 'el feo' entrará Enrique Omar Sívori, 
que debutó en el primer partido del campeonato, el 4 de abril ganando River a 
Lanús por cinco a dos. En los primeros veintidós minutos, el excepcional botija 
Walter Gómez, el de la cintura de junco y la gambeta cortita, convirtió cuatro 
goles. El quinto lo hizo el debutante de San Nicolás, el cabezón Sívori. Tenía 
entonces dieciocho años. El chico que está al lado de la radio, ansioso, tiene 
10 años menos. Los primeros seis partidos de aquél campeonato jugó el debutante 
con la número 10. Tres partidos más tarde, contra Platense reemplazo a Prado 
jugando de entreala derecho. Luego no jugó contra Chacarita y llegó el ansiado 
partido con Boca. El chico continúa pegado a la radio mientras el abuelo Jacobo 
con su castellano enrevesado no entiendo esa locura de su nieto y recuerda algún 
pogrom de la lejana Odesa. Teresa sigue estirando la masa de los varenekes. 
Recuerda cuando un colono trajo la primera radio a ese lugar perdido de las 
cuchillas entrerrianas y no funcionó. Otro vecino convocado al evento exclamó 
sarcástico: 'Como podes ser tan ingenuo para pensar que de ese cajón va a salir 
una voz'. Rosita y Elías, los padres del chico, que no se despega de la radio, 
lo contemplan con mirada comprensiva. El chico no come los varenekes de Teresa. 
El tío Mote, con una burla, intenta hacerlo engranar al hincha inapetente. A las 
tres de la tarde dan la formación de los equipos. Transmite Fioravanti con los 
comentarios de Besio y Cané. Debuta un pibe de diecisiete años, en lugar del 
uruguayo. Se llama Norberto Menéndez. Escuchen. Es la magia de la radio. Ahí 
rodeado de campo y soledad, la voz cristalina del relator anuncia: River saldrá 
a la cancha con Carrizo, Pérez y Guastavino, Tesouro, Venini, y Sola, Vernazza, 
Prado, Menéndez, Sívori y Loustau. Boca lo hará con: Musimessi, Colman y Edwards, 
Lombardo, Mouriño y Pescia, Aguilar, Baiocco, Borello, Fernández y Herminio 
González.
Los nervios devoran al chico. El partido agoniza cuando a los 42 minutos del 
segundo tiempo, el odontólogo Eliseo Prado convierte el gol de la victoria. Aun 
recuerdo como el grito del chico tapó el relato del gol de Fioravanti. No me lo 
contaron. Yo estuve ahí. Y luego en los comentarios los generosos elogios para 
Sívori y Menéndez.
Era 1954. El chico delgado, que cumpliría nueve en agosto, no sabía, en ese 
hogar antiperonista que se empezaba a vivir el último año del gobierno de Perón. 
Si le habían enseñado en la escuela que ' los únicos privilegiados eran los 
niños'. Si sabía que en diciembre iba a dejar de ser hijo único porque nacería 
su hermana Graciela.
El chico creció con el rito de escuchar la radio y leer El Gráfico y El Mundo 
Deportivo. Y los domingos siguiendo la transmisión de los partidos. Festejó los 
campeonatos del 55,56 y 57. Enrique Omar Sívori ya era titular indiscutido. Fue 
estrella en el Sudamericano de Lima de 1957 integrando un de los equipos más 
extraordinarios de toda la historia. Aquel cuya delantera era Corbata, Maschio, 
Angelillo, Sívori y Cruz. Se le frunció el ceño cuando lo vendieron después de 
jugar el primer partido del campeonato de 1957. Diez millones de pesos. Los 
suficientes para que el estadio en forma de herradura se convirtiera en una 
circunferencia.
Pasaron los años. Sívori fue estrella en Italia. Su gambeta corta y endiablada, 
su pique formidable, su olfato goleador, lo pusieron apenas un escalón por 
debajo de Pelé, Alfredo Di Stéfano y Maradona. En el Juventus ganó tres ligas: 
57-58, 59-60, 60-61. y dos copas de Italia 59 y 60. Pasó como Maradona por el 
Napoli donde obtuvo un subcampeonato. En 1961, obtuvo el Balón de Oro al mejor 
jugador europeo.
El chico aquel de la historia, militó políticamente, terminó su carrera 
universitaria fue profesor de la mismas facultad donde se recibió, escribió 
cientos de artículos, se casó con Elsa después de un largo noviazgo y en 1978, 
el 24 de enero, a las 17,10, subieron a un avión de Aerolíneas que los llevaría 
a Europa.
Y entonces, la vida que es una excelente novelista, unió estas dos historias. En 
el asiento de al lado de un grupo de cinco butacas, estaba Enrique Omar Sívori. 
Mientras sobrevolaban el Océano, la conversación matizó el viaje entre Ezeiza y 
Barajas. El chico, entonces un hombre de 33 años le contó esta historia. Enrique 
saboreaba con fruición varios vasos de whisky con hielo. Su interlocutor sabía 
que la parca le había llevado un hijo adolescente al cabezón. Barajas 
interrumpió la conversación que nunca más se reanudó.
Hoy el diario trae la noticia de la muerte de Enrique Omar Sívori a los 69 años. 
El crack de las medias caídas y con el potrero exhibido en cada jugada.
Al chico aquél, hoy un hombre de 59 años, se le cayó más de una lágrima. Por 
Sívori y egoístamente por su infancia lejana. Por aquellos varenekes que no 
comió y que hoy daría cualquier cosa por saborearlo. Por la sonrisa cómplice de 
sus padres, y de aquellos abuelos que maltrataban el castellano pero no la 
ternura. Por aquel tío Mote que se alejó de ésta parte de la familia por 
conflictos económicos.
No me lo contaron. Yo estuve ahí. Porque soy aquél chico pegado a la radio y que 
al cabo de muchos años accedió a un micrófono. Para decirles sus opiniones, para 
comentarles las noticias, para intentar reflexionar junto con los escuchadores, 
para contarles esta historia. Para escribirla y distribuirla a través de la 
magia de Internet.
El día que Enrique Omar Sívori se fue a jugar en la cancha celestial 
seleccionado por ese marcador implacable que es la muerte. Pero la victoria de 
la parca es parcial. La memoria gambetea al olvido y el cariño sigue marcando 
goles en el arco de enfrente de los que se fueron, cada vez que se los recuerda. 
Este pretende ser un gol modesto garabateado para homenajearte. Hasta siempre 
Cabezón.