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Reportajes

7 de septiembre de 2003

Entrevista con el escritor español Manuel Talens

El buen sentido de la prosa
Héctor Pina
Librusa
El pasado mes de julio el periodista cubano Héctor Pina realizó una entrevista al escritor y traductor Manuel Talens, a cargo de la agencia de noticias literarias Librusa (www.librusa.com). Por motivos de espacio, Librusa sólo publicó una parte de la entrevista original. Rebelión la ofrece aquí en su totalidad.

Mi primer contacto con Manuel Talens fue a través de sus artículos periodísticos en diarios españoles. Me atrapó su forma de escribir o más bien de "gritar" contra todo lo que considera injusto tanto en la comunidad ibérica como en la internacional. Posteriormente, me interesé por sus relatos y novelas, como Rueda del tiempo y La parábola de Carmen la Reina, entre otros; y entonces me sorprendió el contraste entre su serio compromiso con los problemas mundiales y su a veces mordaz sentido del humor. No pude evitarlo, me enrolé en el círculo de sus lectores asiduos.
—Háblame un poco de tu último trabajo.
—Si te refieres a mi último trabajo publicado, el libro de relatos Rueda del tiempo, que apareció en octubre de 2001, repetiré aquí lo que ya dije en otros sitios en su momento, es decir, que se trata del inicio de un giro bastante pronunciado en mi manera de narrar. Yo soy andaluz y los andaluces tenemos fama de exagerados. El lenguaje formaría parte de dicha exageración, de ahí mi tendencia inicial a la desmesura, al barroquismo, en los primeros libros que publiqué. En Rueda del tiempo, por primera vez, abandoné las frases largas, alambicadas, con mucha adjetivación, a favor de un tratamiento sobrio, escueto del lenguaje, en el que se utilizan sólo las palabras estrictamente necesarias para la comprensión del lector. Y no sólo eso, sino que también eché mano con frecuencia de la elipsis para dejar huecos en las vidas de mis personajes, con vistas a que fuese el lector quien los colmara, lo cual es una manera de hacerlo participar en el acto de crear sentido. Algunos cuentos muy cortos, como "Odisea" o "Art is a gun", pretenden –y creo que logran– contar toda una vida en una página, con sólo unas cuantas pinceladas. En el último relato, "Fin de viaje", que es casi una novela corta, dejé incluso datos importantes del pasado del protagonista en la más pura ambigüedad, como recordatorio de que en la vida real nos solemos cruzar a diario con gente –incluso bastante íntima– de la que ignoramos casi todo, sin que esa ignorancia nos sorprenda o nos moleste, y suele ser en la literatura de ficción donde se da el artificio, totalmente falso, de saberlo todo, como si eso fuera posible.
Con el tiempo, lo he comentado con otros amigos novelistas, uno se va haciendo más parco, menos bocaza, y ése es el camino por donde pienso seguir. El libro gustó, incluso ganó el premio de la Crítica de Andalucía, lo cual me llenó de satisfacción.
Ahora, dentro de unos meses, sale otro libro de relatos, que ha tomado el título de uno de ellos, El retrato de Saskia y otras historias mínimas. Unos amigos de Granada, muy entusiastas, están tratando de sacar adelante un proyecto editorial y me pidieron algo, lo que fuera, para iniciarlo. No pude negarme, de manera que reuní diecisiete cuentos, algunos de ellos ya aparecidos en revistas o en internet, y monté un libro bastante unitario con historias sencillas de las que estoy muy contento.
Lo próximo, lo que todavía está cocinándose en el horno, es una novela de la que no quiero hablar, porque va cambiando conforme avanzo en la escritura y no sé en qué va a terminar.
—Además de haber escrito novelas, también escribes artículos periodísticos y has integrado la comisión de lectura de la editorial Tusquets. ¿Cuál de estos trabajos te satisface más y por qué?
—Una cosa me llevó a la otra y puedo afirmar que con bastante fortuna. Soy un mal poeta, pero creo tener un buen sentido de la prosa y, en un principio, canalicé mis esfuerzos hacia la ficción. Empecé a publicar novelas y relatos porque eso era lo que me salía mejor. No tuve que andar mendigando por las editoriales, ya que siempre me han aceptado los libros a la primera. Entonces, un día, hace ocho o nueve años, gracias a las buenas críticas que obtenían mis libros, recibí una llamada de El País para pedirme que escribiera columnas de opinión. Hasta aquel momento la prensa me había interesado únicamente como lector. Además, el ambiente no ayudaba para que yo diera el primer paso, porque mis amigos escritores solían quejarse de la actitud mezquina de los periódicos y revistas en general, siempre dispuestos a recibir colaboraciones espontáneas, pero no a retribuirlas o, como mucho, sólo a cambio de tarifas de miseria, como si el hecho de publicar sus textos fuera un favor que les hacían. En cambio, los de El País me dijeron que habían establecido desde el principio la política de pagar bien a sus colaboradores, lo cual me pareció que era un respeto inesperado hacia la figura del escritor, sobre todo si consideramos que la mayoría de la gente piensa que la escritura es una afición, un lujo de señoritos, y que no puede ser, de ninguna manera, un trabajo. El caso es que les dije que sí, sin saber muy bien dónde me metía. Para empezar, tuve que adaptarme a marchas forzadas a escribir con un límite estricto de pulsaciones de tecla. Esto, que parece una bobada, no lo es, pues cualquier escritor, fuera de la prensa, da rienda suelta a su imaginación y explica las cosas como mejor le parece, sin proponerse de antemano uno, dos o mil folios. En cambio, las páginas de un periódico tienen un espacio limitado, lo cual significa que si uno pone tres adjetivos de más, se pasa, mientras que si pone tres adjetivos de menos, se queda corto. La disciplina que la prensa le exige al escritor hizo que, por primera vez, me planteara la cuestión del lenguaje de una manera distinta a la habitual, como una herramienta a la que hay que sacarle el máximo provecho con el mínimo de palabras. A la prensa, sin duda alguna, le debo la parquedad del nuevo camino que he emprendido en mi escritura.
En Tusquets, la editorial donde publico, me ofrecieron luego formar parte del equipo de lectores, lo cual es algo habitual en este entorno. André Gide, Julio Cortázar, Juan Goytisolo o Severo Sarduy, por citar sólo a unos pocos, fueron también lectores, pues no hay nadie mejor que un escritor para juzgar sobre escritura. Cualquier editorial de prestigio recibe tantos manuscritos cada mes que por fuerza tiene que delegar la tarea de seleccionar lo que vale la pena. Y, además de los manuscritos en español que me corresponden, he de ocuparme también de algunos libros extranjeros ya publicados, con vistas a decidir si se traducen, y ello me obliga a leer cosas que, de otra forma, nunca hubieran caído en mis manos.
No sé cuál de esas actividades me da más satisfacción, porque todas ellas forman parte de la literatura y el tratar de separarlas me parece algo artificioso. La ficción permite interponer la figura del narrador entre mi persona y la del lector. Eso, de entrada, ofrece más posibilidades discursivas al escritor, que puede adoptar infinitos puntos de vista, esté o no de acuerdo con ellos. La prensa es más limitada en ese aspecto, ya que en una columna de opinión el narrador soy yo, con nombre y apellido, de manera que he de atenerme a lo que pienso realmente de las cosas. En cuanto a la lectura, ya sea por pura afición o para terceros, creo que Umberto Eco dio en el clavo con su Opera aperta, pues al considerar al lector como participante en la creación del sentido de cualquier texto, que únicamente empieza a existir cuando él lo "abre" e interpreta sus frases, elevó esta actividad a la categoría de creación. La literatura, sin lectores, no tiene sentido.
—¿Qué criterios utiliza una comisión de lectura para escoger el material que le interesa publicar?
—En primer lugar me gustaría deshacer un equívoco en cuanto a lo que denominas "comisión de lectura". El hecho de que yo forme parte de los lectores de una editorial no significa en absoluto que tenga voz a la hora de tomar la decisión final de publicar o no un libro. Lo único que a mí se me pide es que dé una opinión razonada del valor literario de una obra en un informe de ocho o diez folios, nada más, informe que incluye el resumen del argumento, el estudio del lenguaje y el análisis del texto. De las perspectivas económicas yo no me ocupo, pues no son de mi incumbencia. De hecho, puede suceder que a mí me guste un libro y, sin embargo, no se publique. El lector externo es una ayuda imprescindible para el control de calidad de toda editorial que se precie, incluso si admitimos que uno puede equivocarse, como sucedió en el célebre caso de André Gide, que rechazó en su informe nada menos que À la recherche du temps perdu, de Marcel Proust. Pero, a pesar de ser imprescindible, la opinión del lector es sólo un factor junto con otros que también se toman en cuenta, por ejemplo, los económicos.
—Pero un escritor novel podría sentirse muy frustrado con estos rechazos, en especial cuando tal vez cree haber escrito algo tan bueno como la novela de Proust. ¿Qué consejo darías en este caso?
—Es evidente que Proust no fue el primer gran escritor que sufrió en sus carnes una injusticia y que tampoco será el último. Carlos Barral le rechazó Cien años de soledad a García Márquez, quien tuvo entonces que acudir a Buenos Aires para que reconocieran su valía. Mi amigo Luis Landero recorrió varias editoriales antes de que Beatriz de Moura le publicase por fin los Juegos de la edad tardía. Es así, ni modo, como dicen los mexicanos. Las frustraciones forman parte de la cotidianidad de todo artista. Cervantes pasó la mayor parte de su vida siendo un don nadie, Van Gogh también. Yo no tengo ningún consejo que dar a quien cree ser un genio incomprendido, salvo quizá el de que olvide que lo es y siga aprendiendo y luchando contra viento y marea.
—¿Cómo va la promoción de tu trabajo literario en América Latina?
—Tusquets Editores tiene sucursales en casi todos los países de América Latina y yo sé que mis libros están en las librerías de allá. Ha habido críticas literarias de algún libro mío en periódicos argentinos pero, en general, si hacemos abstracción de los autores mediáticos, esos que funcionan de acuerdo con las bases de la sociedad del espectáculo, y de los consagrados a un lado u otro del charco, que son bastante pocos en relación con la masa de gente que se dedica a escribir, creo que existe un gran desconocimiento de lo que se cuece en literatura entre los diferentes países de habla hispana. Yo tengo asumido que no soy un escritor mayoritario, mi público es limitado, pero fiel. Por otra parte, debido a la espeluznante situación económica en que América Latina está enfangada, el público de allá tiene muy difícil comprar libros y eso no ayuda en absoluto a la difusión. Si tenemos en cuenta que en Argentina hay niños que se están muriendo de hambre, que en Perú, Ecuador, El Salvador o Venezuela el salario medio apenas llega para subsistir o que millones de familias de nuestra América tienen tan poco dinero que funcionan a diario a base del trueque, sería una frivolidad esperar que la literatura ocupase el primer plano de las preocupaciones de la gente. Lo admirable es que, a pesar de todo, haya tantos latinoamericanos que encuentran el medio de saltarse el obstáculo, por las buenas o por las malas. Me cuentan amigos de allá que existe el truco de fotocopiar los libros o incluso de escanearlos y difundirlos luego por correo electrónico, lo cual hace que con el precio de un libro haya cientos de lectores que sacian su sed. Y como internet se ha convertido en un patio de vecinos global, hace unos meses no me extrañó en absoluto cuando recibí un cuento corto mío desde México por correo electrónico. Me dio mucha risa, porque además circulaba como anónimo, que es lo que sucedía en la Edad Media, antes de la invención de la imprenta, invención que supuso, entre otras cosas, la ruptura con la propiedad colectiva y popular de la obra literaria y la canonización del autor como propietario privado de sus escritos. En este sentido preciso, internet representa una insurrección libertaria que se burla del copyright, rompe las cadenas y "libera" textos que mucha gente nunca hubiese podido leer por falta de dinero, todo ello limitado, claro está, por el hecho de que el número de internautas en el Tercer Mundo es escaso con relación a Europa o a América del Norte. Es como la pescadilla que se muerde la cola: los pobres no tienen acceso a la cultura y, sin cultura, son cada vez más pobres.
—¿Crees que las editoriales hacen lo suficiente para promocionar un libro o un escritor a escala internacional?
—En el mundo en que vivimos, una editorial es una empresa que fabrica productos de consumo denominados libros. Esos libros entran luego en el mercado en competición con los que fabrican las demás editoriales. Por otra parte, la globalización neoliberal ha hecho que, en unos pocos años, los peces grandes se coman a los chicos. Esto quiere decir que, incluso si en lo exterior sigue habiendo multitud de editoriales en cada país, que en apariencia compiten entre sí, en realidad buena parte de ellas pertenecen a uno o dos conglomerados gigantescos, son como los diferentes bolsillos de un solo traje. Además, tales conglomerados, auténticas multinacionales de la información, se han hecho con el control de periódicos, revistas y cadenas televisivas, que les sirven de caja de resonancia para publicitar con absoluta desfachatez sus propios productos, incluso bajo la forma de alabadoras críticas literarias. (Aclaro, entre paréntesis, que Tusquets Editores y Anagrama son las dos únicas editoriales españolas de importancia todavía independientes y ajenas a esta superchería.) Ni que decir tiene que el gran público ignora el vínculo económico de tal tejemaneje y suele comprar libros de acuerdo con la lógica publicitaria de la sociedad de consumo, que es un discurso vacío de contenido, basado no en la razón, sino en la persuasión. Dicho lo cual, dado que el ámbito editorial está más que saturado –en España, país que lee poco, se publican más de cincuenta mil títulos por año– y que es imposible gastar dinero en publicitarlos todos, ya que entonces costaría más el collar que el perro, la respuesta es no: las editoriales promocionan a escala internacional sólo aquello que ya ha destacado localmente por la razón que sea. Es, de nuevo, una pescadilla que se muerde la cola: si un libro no goza del respaldo de la publicidad, no existe, y si no existe nunca tendrá publicidad.
—Entonces, ¿crees que un fenómeno como el de la Rowlings con Harry Potter se deba más a la publicidad que a la calidad? ¿Por qué no abundan los éxitos arrasadores entre los autores hispanos ni se "crea" al escritor "estrella" como sucede en el mundo anglosajón? Y no se trata de un hecho moderno. Por ejemplo, hace unos 40 años, en los sesenta, Truman Capote se convirtió también en un autor "celebridad", o sea, que recibió tanta atención de la prensa y la televisión como si fuera un actor de cine o un cantante famoso.
—Si yo poseyera el secreto del éxito de un libro, los editores del mundo entero andarían como locos detrás de mí para contratarme. ¿Qué es lo que hace que un libro arrase en el mercado y que otro, considerado de equivalente calidad, pase inadvertido? No lo sé, y mi editora, Beatriz de Moura, que de este asunto sabe muchísimo más que yo, tampoco. Dicho lo cual, quizá deberíamos aclarar los conceptos, para saber de qué estamos hablando, porque el fenómeno del bestseller, con su tufo a dinero, puede cegar cualquier capacidad de análisis.
Los bestsellers, buenos y malos, han existido siempre. Con esto quiero decir que dicha palabra no debería tener esa connotación negativa que muchos le atribuyen. El Lazarillo de Tormes o el Quijote lo fueron en su época, es decir, vendieron los cientos o los miles de ejemplares que en aquel entonces se consideraban una enormidad. Pero junto a ellos hubo otros libros que vendieron igual o más, si bien luego cayeron en el olvido. La diferencia, a mi parecer, estriba en eso: la obra de arte, la que pone el mundo en entredicho, le da la vuelta y lo moldea a su antojo, puede triunfar o no triunfar pero, si lo hace, probablemente permanecerá en la imaginación de las generaciones posteriores. Cien años de soledad, además de ser una gran novela, personalísima de su autor, fue también, y sigue siéndolo, un bestseller.
Por otro lado, la connotación negativa de lo que se entiende por bestseller se debe a que los autores bestselleros no buscan imponerle al lector, a través del arte, una manera distinta de mirar el mundo, sino que siguen el camino inverso, el de los políticos profesionales: procuran enterarse de antemano de lo que el público desea y luego "fabrican" libros (o leyes, en el caso de los políticos) a la medida, que satisfacen tales expectativas, con el éxito casi asegurado. Son libros que siguen una receta: una cucharada de suspense; 50 gramos de sexo; 100 de corrección política; algo de magia; violencia, la que admita; se cuece todo a fuego lento en el disco duro del ordenador y, sobre todo, se evita despertar susceptibilidades en los grupos sociales que eventualmente podrían comprar el producto, no vaya a ser que lo boicoteen.
La promoción machacona, que más bien podríamos llamar propaganda, también cuenta: el premio literario de novela más mediático y publicitado de España, que una conocidísima editorial atribuye cada otoño al personaje famoso de turno, también vende un disparate. Sin embargo, te desafío a que me nombres algún título de su ya largo historial. Probablemente ninguno de ellos te suene. La conclusión que se desprende de lo anterior es que una obra escrita a medida de acuerdo con un patrón preestablecido, o una campaña bien orquestada, pueden crear un bestseller, sí, pero la permanencia en el tiempo es otra cosa y no suele aceptar tales manipulaciones.
Pasaré ahora a ocuparme de Harry Potter. Te diré de entrada que ese tipo de literatura no me interesa, lo cual de ninguna manera es un juicio de valor. No he leído nada del personaje y, por lo tanto, no puedo opinar de su calidad. Sin embargo, los traductores al español de varios libros de la serie –el novelista Adolfo Muñoz y su mujer, Nieves Martín– son viejos amigos míos y me han dicho que los Harry Potter están montados con suma inteligencia, son fáciles de digerir, atractivos y, en gran medida, previsibles, características todas ellas que han convertido a la autora en multimillonaria. No sé cómo empezó esta aventura ni lo que durará, pero qué duda cabe de que, hoy en día, cuenta con el apoyo inapreciable de uno de los montajes publicitarios más impresionantes de la historia editorial. Esto, como poco, es una ayudita.
Lo cual me lleva a la segunda parte de tu pregunta, el porqué de las diferencias entre el mundo hispano y el anglosajón en estas lides. Te diré de entrada que para tratar de responder a algo así probablemente haría falta un ejército de sociólogos que estudiasen los miles de matices que distinguen a los hispanos de los anglosajones y los pusieran luego en perspectiva. El mundo globalizado actual, con sus comunicaciones instantáneas, que son como una ventana abierta por la que uno mira el interior de la casa del vecino, crea el espejismo de que todos funcionamos de acuerdo con los mismos parámetros y que, por lo tanto, se nos debe medir con la misma vara, pero eso es un error. No entiendo sobre qué base lógica se podría equiparar la idiosincracia de un boliviano de Cochabamba con la de un estadounidense de Wisconsin o con la de un esquimal del norte de Ontario y, sin embargo, es lo que se suele hacer. El problema, a mi entender, no estriba en que los tres sean diferentes, cosa que me parece muy bien, sino en que a los tres se los mide y se los juzga con una sola vara economicista que, como por casualidad, es la vara del más rico. El tipo de Wisconsin tiene en su hogar tres aparatos de televisión, dos automóviles, un lavavajillas y un congelador; los otros dos carecen de todos esos bienes de consumo. Es probable que el tipo de Wisconsin le compre un Harry Potter a su hijo y también es probable que su mujer compre la última novela de Danielle Steel; los otros dos, el esquimal y el boliviano, bastante tienen con sobrevivir en un mundo donde a todo se le adjudica un valor de cambio. Tu pregunta sobre éxitos arrasadores y novelistas famosos es, pues, puramente economicista, no tiene nada que ver con los múltiples detalles que conforman una cultura –cohesión social, vida familiar, creencias ancestrales, grado de respeto por la tierra o el mar que nos alimentan, sentido de la existencia, etc.–, sino con las ventas, y por eso voy a situar mi respuesta en ese terreno.
El hecho de que una cultura favorezca los bestsellers no significa en absoluto que sea superior, sino, simplemente, que favorece los bestsellers. Todo esto tiene mucho que ver con las condiciones económicas, no con la calidad de los autores y, hoy por hoy, el mundo anglosajón es infinitamente más rico que el hispano. Llegados hasta este punto, deberíamos preguntarnos el porqué de tal diferencia.

¿Por qué el mundo anglosajón es más rico? ¿Son más listos los Williams, Ford o Smith que los Martínez, Atienza o García? Como la respuesta obvia es que no, habrá que buscar otra razón. Yo creo que esa razón es la cultura, pero entendida en este caso no como los conocimientos acumulados por una persona durante su vida, sino como la herencia consciente e inconsciente que le legaron sus antepasados, transmitida de generación en generación por esos genes culturales que el zoólogo Richard Dawkins denominó memes –los genes de la memoria– y que hacen que los "pueblos" se puedan individualizar a lo largo del tiempo.
Paso ya a continuación a ocuparme específicamente de tu pregunta. Quiero dejar claro que lo que voy a decir tiene carácter de opinión personal, nada más, sujeta a crítica por todo aquel que no esté de acuerdo. Asimismo, esta opinión mía no agota las múltiples posibilidades de respuesta. Yo creo que, en su origen, la enorme diferencia entre ambas culturas en lo relativo a éxitos librescos arrasadores y a novelistas que alcanzan el estrellato se debe a que el mundo hispano es de cultura católica y, el anglosajón, protestante. Los memes de la cultura católica –y recalco que no estoy hablando de religión ni de culto, sino de actitud ante la vida– transmiten un sentimiento de culpa relacionado con la gestión de los asuntos terrenales, pues el inconsciente de la persona de dicha cultura, incluso si es atea, agnóstica o no practica religión alguna, le repite constantemente las palabras del Evangelio de San Mateo: "¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?". Fue esa contradicción insoluble entre el deseo de prosperar, la norma represiva de Roma y la realidad de las riquezas que siempre acompañan al poder, lo que hizo surgir el protestantismo de Lutero, desviación doctrinaria que afirmó sin ambages que no hay nada de pecaminoso ni culpabilizador en la conquista del mundo terrenal. No olvidemos que el capitalismo moderno, con la industrialización, nació en Inglaterra –país protestante– y que ha sido su "hijo" –los Estados Unidos, país también en su mayoría protestante– quien lo ha llevado a las últimas consecuencias.
¿Qué tiene esto que ver con los bestsellers y los autores transformados en estrellas?

Es muy fácil: la lógica mercantilista del mundo no tiene empacho en convertir en producto vendible cualquier cosa –ya se trate de la madre o del sol que nos alumbra– y por eso a los Estados Unidos les va tan bien en ese aspecto. El estrellato, tal como lo conocemos hoy en día –con toda la parafernalia publicitaria acompañante, cuyos costos se recuperan luego junto con los beneficios de la operación y se deducen como pérdidas en la declaración de impuestos– es un refinado invento estadounidense. Se admita o no, todas esas estrellas esplendorosas, ya se trate de escritores, futbolistas, actores, cantantes, perfumes, libros, automóviles, películas o presidentes imperiales, son mercancías, productos de consumo –commodities, consumer goods– de una sociedad narcisista que sólo vive para adorar al Becerro de Oro. Truman Capote, en su vertiente de famoso, fue también una mercancía con un valor de cambio, sin que ello ponga en solfa su gran calidad de escritor. En el extremo opuesto, el de la seriedad y el rigor llevados al paroxismo, nos encontramos con otro novelista estadounidense, Thomas Pynchon, que se niega a que lo utilicen como producto comercial: nadie sabe dónde vive, quién es y, al parecer, sólo hay de él una foto que alguien le sacó por sorpresa en un supermercado. Pynchon es la excepción que confirma la regla.
En cambio la cultura hispana, la nuestra, por mucho que se haya descatolizado ya, conserva la ambivalencia pecaminosa ante las riquezas y su inconsciente sigue funcionando de acuerdo con el sentimiento de culpa, lo cual hace que pierda todas las batallas del éxito terrenal contra la cultura anglosajona, que es protestante. Si mi exposición es correcta, esto demostraría que los memes –al igual que los genes– no se reemplazan a voluntad. Cualquier persona puede cambiar de religión o de país, pero no de identidad ni de querencias. La corriente de uniformización del mundo –yo diría más bien de dysneificación– está haciendo que en unas pocas generaciones nuestros países adopten la ética luterana del comercio, pero el retraso acumulado es ya insalvable y, si algo no lo remedia y el planeta azul, en vez de un lugar apacible para vivir sigue siendo un inmenso mercado donde los ciudadanos son clientes, estaremos condenados a un papel subalterno hasta el final de los tiempos.
—Entonces, puesto que tú eres hispano, ¿tu ética es la de la cultura católica?
—No soy religioso ni creo en el más allá, pero, como acabo de decir, nadie es inmune al ambiente que lo rodea ni a su herencia cultural. La Biblia, con su Antiguo y Nuevo Testamentos, además de un conjunto de relatos extraordinarios, es el libro fundador de la cultura occidental, el que ha modelado nuestra manera de ser. Mi niñez coincidió con el nacionalcatolicismo del régimen franquista, que imponía la fe a base de tortazos. Luego, por supuesto, vino el movimiento pendular y buena parte de mi generación, tras haber crecido entre curas y monjas, abrazó el ateísmo. Mi novela La parábola de Carmen la Reina fue la manera particular con que expresé ese cambio, pues se trata de una Biblia invertida, blasfema, que utiliza una infinidad de referentes bíblicos –citas sacadas de contexto, personajes, paradigmas– para subvertirlos de manera rabelesiana y carnavalesca en el entorno de un minúsculo pueblecito de ficción, que denominé Artefa y que situé en las Alpujarras granadinas. Es una novela profundamente anticatólica, festiva, sensual, anticlerical, escatológica, terrenal, ajena a esa tristeza de la vida que Umberto Eco plasmó con tanto acierto en el personaje del benedictino Jorge de Burgos de su primer texto de ficción, El nombre de la rosa. Pero por muy anticatólica que sea, La parábola de Carmen la Reina sólo se puede entender en sus menores detalles si se pertenece a la cultura católica, de la misma manera que las novelas de Mordecai Ritchler, que arremeten contra el judaísmo rancio en que creció, sólo pueden entenderlas de verdad quienes pertenecen a la cultura judía. Mi ética, por lo tanto, está impregnada de catolicismo y mi inconsciente, supongo, no puede ser ajeno al sentimiento de culpa, qué le vamos a hacer. Como dicen los franceses, j’y suis pour rien.
—En una entrevista dijiste que te "gustan los libros que te machacan". Explícame un poco sobre esto.
—Es muy simple: por gusto personal y por formación considero que la literatura, o el arte en general, deben tener una finalidad, que no es otra que intentar la mejora del desastroso mundo en que vivimos. A nadie le amarga un dulce y, puestos a soñar, la humanidad siempre ha soñado con un lugar paradisíaco en el que todo fuese perfecto. El primer libro del Antiguo Testamento, el Génesis, muestra bien esto que digo. Su autor –o sus distintos autores– expresaron esa idea mítica con la ingeniosa metáfora del Jardín del Edén y la expulsión posterior de Adán y Eva. Fue justamente esa expulsión y la imposibilidad para el género humano de dar marcha atrás lo que, me parece, dio nacimiento al arte, como instrumento privilegiado para recrear la realidad y acercarla lo más posible a la imagen del paraíso perdido (y ello con independencia de que los paraísos no existen ni existieron nunca, pero ésa es otra historia). De ahí a considerar que en el mundo real, no en el de la ficción bíblica, el arte ha de ser un arma política va sólo un paso. Aclararé de inmediato que utilizo el término "política" en su sentido más noble, es decir, la búsqueda del buen funcionamiento de la polis, de la sociedad, de las relaciones entre gentes de bien, no los rifirrafes entre partidos de las democracias occidentales. Quizá pueda parecer muy presuntuoso, pero a mí el arte por el arte, la belleza fría y sin pasión humana, no me interesan en absoluto.
Tras esta premisa, te diré que el comentario que hice en aquella entrevista era una crítica implícita de toda esa literatura, apéndice del entretenimiento, que tanto vende hoy y que se ha dado en denominar de distintas maneras, light, kleenex, de leer y tirar, etc. Es, en pocas palabras, papel impreso que se consume para pasar el tiempo mientras se viaja en metro desde el hogar al trabajo o durante las vacaciones de verano, que no deja huella alguna y que se olvida tres minutos después de haberla consumido. Como no quiero que se me tome por elitista, añadiré que no tengo nada en contra de su existencia, pues cada uno debe leer lo que le apetezca, sino que simplemente a mí no me gusta. En cambio aprecio los libros que me dejan una huella, aquellos que, años después de haberlos leído, todavía evocan en mí las sensaciones que despertó su lectura, bien por la belleza estética con que pusieron el mundo patas por alto o porque machacaron alguna convicción absurda que yo hubiera podido tener hasta entonces y la sustituyeron por otra más noble; en suma, me gustan aquellos libros que buscan rehacer con palabras el Jardín del Edén y que, por eso mismo, cambiaron aspectos mi vida y la hicieron más rica al proveerme de alguna convicción, al indicarme un camino.
—¿Cómo ves la situación de la literatura latinoamericana en España y la española en América Latina? ¿Crees que hay simbiosis, divorcio o paralelismo entre ambas?
—Ya he respondido en parte a esta pregunta, pero me extenderé un poco más. Tradicionalmente, la industria editorial en lengua española tenía tres ejes: Barcelona-Madrid, el DF y Buenos Aires. Hubo un tiempo en que los autores españoles, la mayoría de ellos gente de izquierda y, por lo tanto, exilados a causa del franquismo, publicaban en América Latina. Yo recuerdo haber leído por primera vez, cuando era pequeño, muchos libros de aquellas preciosas ediciones de Losada, que entraban de contrabando en España. Dentro de lo que cabe, y si consideramos que la literatura no ha sido nunca algo mayoritario, había un buen contacto entre ambas orillas del Atlántico. Luego, en mi adolescencia, estalló el boom, que fue una hermosísima historia de amor entre España y América Latina y coincidió con el inicio del declive de la industria editorial latinoamericana. Con independencia de que el boom no fuera otra cosa que un montaje comercial del astuto editor catalán Carlos Barral, lo cierto es que sirvió para que a esta orilla del charco, y luego al mundo entero, llegasen autores deslumbrantes como García Márquez, Alejo Carpentier, Vargas Llosa, Carlos Fuentes, José Donoso o Julio Cortázar, amén de que Borges fuese definitivamente consagrado aquí como el gran maestro que siempre fue e incluso entrase en el imaginario popular. El problema es que del deslumbramiento se pasó al cansancio, a causa del exceso. Últimamente ha sucedido algo parecido con los troveros cubanos: España se enamoró de los abueletes del Buena Vista Social Club que Ray Cooder sacó del olvido, pero se enamoró porque los Compay Segundo, Omara Portuondo o Ibrahim Ferrer son unos artistazos. Luego, en el impulso de la ola, empezó a llegar aquí un montón de chatarreros que no les llegan ni a la suela del zapato y la gente se ha hartado. Pues bien, lo mismo pasó con buena parte de lo que nos llegó después del boom, es decir, que mucho aprendiz de escritor se creyó que bastaba con echar a alguien a volar o con hacer que llovieran hormigas para ser un García Márquez, lo cual, por supuesto, era un error. Durante los años ochenta y principios de los noventa, salvo los ya consagrados, que son como nuestros, los autores latinoamericanos lo tuvieron muy difícil en España. Si a esto añadimos que la situación política y económica ha dado un vuelco en estas décadas y que a la industria editorial latinoamericana se la llevó el viento de la deuda externa y de la globalización neoliberal, mientras que al mismo tiempo España tuvo la fortuna de engancharse al carro de oro de la Unión Europea por la única razón de su emplazamiento geográfico, nos encontramos hoy con una hegemonía editorial española que pone a los autores latinoamericanos en total situación de dependencia. A mí me parece injusto, pero es así. Y como al mismo tiempo los autores españoles aprovecharon la casi desaparición de los latinoamericanos en nuestro mercado para hacerse un sitio, ahora a estos últimos les resulta muy difícil introducirse. Algunos lo han logrado, como Roberto Bolaño, Abilio Estévez o Jorge Volpi, lo cual está muy bien. En lo relativo a autores individuales, yo no conozco sus estadísticas de ventas y lecturas en España, y mucho menos en América Latina, pero creo que, sin hablar de divorcio, la coyuntura actual se podría calificar de distanciamiento relativo.
—Durante la guerra liderada por Estados Unidos contra Irak, se puede decir que tus artículos periodísticos "gritaron" tu oposición a la invasión. ¿Qué efecto te causó el hecho de que el gobierno español apoyara a Washington en su empresa bélica? ¿Crees que esa posición beneficie a España en el futuro?
—No invento nada si digo que la actual administración de los Estados Unidos se sacó de la manga esta guerra de agresión contra Irak por motivos puramente hegemónicos y para adueñarse del petróleo. Las razones aducidas, el terrorismo y las armas de destrucción masiva, eran la retórica justificativa acompañante. Todos los imperios hacen lo mismo, en vez de partir de la realidad para crear el discurso, parten del discurso para crear la realidad. El resto sólo consiste en repetirlo una y otra vez hasta que la gente lo asimile y lo crea a pie juntillas, lo cual resulta fácil cuando se controlan los medios de comunicación de masas y se amordazan las voces disidentes. Noam Chomsky, por citar un ejemplo paradigmático, jamás aparecerá en la CNN o en el New York Times, que lo ningunean sin reparos, por lo que sólo tiene acceso a los medios alternativos de internet y es más conocido en el exterior que en su propio país. Entretanto, el ciudadano ordinario, preocupado por su propia supervivencia, adicto a las imágenes traficadas que le llegan por televisión y, en general, carente de sentido crítico, suele tragarse sin rechistar la dosis de patrañas desinformadoras que Big Brother le suministra día tras día. Y así, de la misma manera que aún quedan ingenuos convencidos de que la corona española colonizó su parte de América para evangelizar y salvar almas, hoy sigue habiendo muchos que creen que el gobierno de Washington defiende la libertad, la democracia, los derechos humanos y la paz universal. Por fortuna, tanto dentro como fuera de ese gran páramo informativo que son los Estados Unidos, cada vez está más claro que se trata de una falacia siniestra y la contestación global que tuvo lugar antes y durante la guerra de Irak es un signo de que algo está cambiando entre las masas del planeta, que no son necesariamente la izquierda, sino gente de cualquier tendencia que está harta de la desfachatez imperial.
En tales circunstancias, la implicación del gobierno de España en esta guerra prefabricada me llenó de indignación, pues como español no me hace ninguna gracia que mi país se involucre en cambalaches fascistas, más propios de la mafia que de un gobierno que se dice democrático. El País, donde escribo, y la mayor parte de la prensa española, salvo la más reaccionaria, se pusieron abiertamente en contra y mostraron con ello el sentir del 93 % de los españoles, pero no hubo nada que hacer, Aznar siguió en sus trece y afirmó, muy ufano, que con él España jugará a partir de ahora en primera división. A mí, esa estrategia me recuerda la torpeza de las diferentes tribus mayas que le prestaron ayuda a Hernán Cortés en su guerra contra los aztecas y que, una vez ganada ésta, fueron sometidas a esclavitud por el conquistador extremeño. La historia, cuando no se estudia con sentido común para poner remedio a los errores, se repite siempre. Este hombre parece ignorar que los imperios no son amigos de nadie y sólo buscan sus propios intereses, si es necesario enfrentando a los adversarios entre sí, fabricando pruebas o utilizando el terror, como cuando en 1898 los estadounidenses hundieron su propio barco en la bahía de La Habana, el Maine, para echarle la culpa a España, declararle la guerra, derrotarla y ocupar su lugar. Y también parece ignorar que, si algún día dejasen de necesitarlo, a él o al gobierno español, le darán una patada en el trasero y buscarán otro socio. Lo han repetido tantas veces –Noriega, los talibanes, Sadam Husein y el propio Ben Laden fueron productos típicos a sueldo de la CIA antes de convertirse en enemigos– que ya nos tienen acostumbrados.
Hoy el daño está hecho y la complicidad con las veleidades del imperio significa un cambio radical en la política exterior de España, país que hasta ayer mismo era tradicionalmente amigo del mundo árabe y que, a partir de ahora, está alineado sin matices con el gendarme del mundo y con su correveidile en el Oriente Próximo, el estado de Israel, lo cual no es para sentirse orgullosos. Ya nada será igual. Además, como en política estas cosas funcionan según la máxima evangélica de que "el enemigo de mi amigo es mi enemigo", resulta que, de rebote, los aparatos institucionales del estado español están obligados a apoyar –bajo cuerda o a las claras– las continuas agresiones del gendarme en América Latina, ya se llamen ALCA o Plan Colombia o Proyecto Puebla-Panamá o nuevo golpe de estado en Venezuela o guerra sucia contra Cuba o contra los campesinos bolivianos si por casualidad su líder, Evo Morales, consiguiese más votos de la cuenta en las próximas elecciones del país andino.
Esto, observado superficialmente, parece cosa de locos y no han faltado en España quienes han dicho que Aznar es un canalla o está mal de la cabeza, lo cual es una conclusión tan simplista como la del presidente Bush al dividir el mundo en buenos y malos tras el 11 de septiembre. Puede que Aznar sea un canalla, ni lo sé ni me importa, pero desde luego no está loco y sus maniobras hay que analizarlas desde un punto de vista diferente, que no tiene nada que ver con la moral cristiana y sí con el materialismo histórico. Procedamos: ¿A qué intereses sirven tanto él como su partido y a quién beneficia la implicación española en esta guerra? ¿Al pueblo español? No. Aznar y su partido no sirven los intereses del pueblo español, que no deseaba la guerra y se la impusieron por la fuerza, con calzador. Aznar y su partido están al servicio y son la correa de transmisión de los auténticos dueños de España: la banca y la elite capitalista, y esta guerra, tanto a corto como a largo plazo, beneficiará únicamente a las compañías globalizadoras españolas –Iberia y Telefónica, las más conocidas, son sólo la punta del iceberg–, que ahora compiten en el ámbito mundial con la ventaja añadida que les presta el venir de un país cuyo gobierno se ha hincado de rodillas frente al emperador. Si se mira desde este ángulo, lo que parecía sinrazón, canallada o rompecabezas imposible de resolver, adquiere un nuevo sentido y todas las piezas encajan: se trata de un plan maquiavélico para poner el aparato estatal y económico de España a las órdenes del imperio –en nombre de la libertad, eso sí, pues el discurso moralizador es imprescindible con vistas a engañar a los incautos– y, en su estela, sacar ventaja de su neocolonialismo y de sus guerras de conquista. Y, para terminar, dado que la política de los Estados Unidos es y ha sido siempre cualquier cosa menos favorable a los pueblos latinoamericanos, la conclusión que me veo obligado a proclamar, trágica hasta las lágrimas, es que el gobierno de mi país, hoy, es enemigo de América Latina.
—Háblame un poco de tus ilusiones y frustraciones, tanto personales como profesionales.
—A mis años ya he aprendido que la mejor manera de avanzar es una dosis equilibrada de ilusiones y frustraciones. Las primeras sirven para seguir trabajando y las segundas para no dormirse en los laureles. En estos momentos una parte de mis ilusiones se encuentra en la novela que estoy escribiendo. Otra, en un libro francés que he empezado a traducir, Politiques du pardon, que trata de cómo escapar de la violencia de Estado y utiliza como casos de estudio los regímenes de Pinochet y Videla, la Sudáfrica del apartheid o la guerra de Argelia. Como verás, las cosas que me ilusionan están relacionadas con los libros y son bastante simples, pero me ayudan a aprender y a resolver las muchas dudas que me va planteando la vida. En cuanto a las personales, no creo que se diferencien de las de cualquier ciudadano medianamente preocupado por su familia y su entorno inmediato.
—Ya que lo has mencionado, otro de tus grandes intereses es la traducción. ¿Dónde crees que hay más posibilidades de mercado, en las traducciones del inglés al español o vice versa? ¿Has traducido a escritores estadounidenses o británicos al castellano?
—El mercado es una entelequia capitalista cuyo secreto desconozco, pero que, en cualquier caso, me produce desconfianza, porque sólo busca beneficios y es ajeno al bien común. No sabría decirte, por lo tanto, si las posibilidades son mayores en un sentido o en otro, pero sí puedo dejar bien claro que ese aspecto me interesa poco. La traducción en España está muy mal pagada y, para un bicho raro como yo, lo único que compensa este trabajo de hormiguita es la calidad de lo que se traduce. Tengo la suerte de trabajar para editoriales cuyo programa se aproxima mucho a mi ideología, de manera que las obras que me encargan suelen ser una delicia. En el fondo, cuando traduzco ni siquiera considero que esté trabajando, porque me encanta. Además, cuento con la ventaja de conocer muy bien el inglés y el francés, de manera que soy capaz de sacar adelante un gran volumen de trabajo en un tiempo relativamente corto.
Y, sí, claro que he traducido a estadounidenses y británicos. Ambos países cuentan con pensadores, ensayistas y narradores extraordinarios. Te citaré a los que más me impresionaron mientras vertía sus textos al castellano: en novela, Edith Wharton y Jim Grimsley; en ensayo, Donna Haraway, Hillel Schwartz, Edward Herman y Robert W. McChesney. Entre los británicos, el novelista de origen húngaro Tibor Fischer es interesante y los filósofos Christopher Norris y Gordon Graham también. De todos ellos, quizá el libro que más me satisfizo fue La cultura de la copia, de Hillel Schwartz, una auténtica joya.
—¿Qué te falta lograr como escritor?
—Ésa es una pregunta digna de un triunfador de Hollywood, lo cual no es mi caso. Entré en el mundillo de la literatura oficial con suficiente edad como para considerar los aspectos de la gloria con suspicacia. Por eso no me planteo mi trabajo de escritor como una meta en la que se logra algo, sino más bien como un camino, el camino del resto de mi vida. Me falta, si acaso, escribir esa novela que logre despertar en algún lector la fidelidad a unos ideales o el deseo de luchar –que es el argumento de mi relato "Art is a gun"–, incluso si, en la práctica, son poco eficaces. Soy un nihilista, pero un nihilista activo: escribo y milito para que quede constancia de que otro mundo es posible, aún a sabiendas de que yo no lo veré. Y me falta, por supuesto, llegar un día a ser Cervantes, Macedonio Fernández o Pierre Menard, es decir, ese sueño inalcanzable que sirve, más que nada, para mantenerlo a uno en la brecha.