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No a la Guerra

1 de abril del 2003

Bombas, mentiras y rapiña
Higinio Polo

La sangrienta invasión militar de Iraq está dejando al descubierto el rostro de Washington, el impasible, feroz y despiadado rostro del imperialismo que, hoy como ayer, recurre a matanzas de personas inocentes para conseguir sus propósitos. Sabemos que no es la primera vez que Washington lo hace, aunque hoy la oposición mundial a esos crímenes de guerra no ha abandonado ni por un minuto la denuncia y la movilización para combatir la barbarie de las bombas. Pero la matanza de Bagdad, donde las bombas norteamericanas asesinaron el día 28 de marzo a 58 personas, de las que 20 eran niños, y dejaron a más de 300 personas heridas, arroja a la cara del mundo el inhumano propósito de aterrorizar a la población civil, ahogando la vida entre la ceniza y las ruinas. También en Basora, donde las fuerzas invasoras norteamericanas y británicas iniciaron el cerco a la ciudad destruyendo las centrales eléctricas y las instalaciones de suministro de agua, y donde, según la Cruz Roja, 100.000 niños están en peligro por la falta de agua y por las diarreas, la saña de Washington se complace en sembrar la muerte.

La humanidad de los Estados Unidos suele expresarse así. En julio de 2002, un feroz bombardeo norteamericano en los alrededores de Kakrak, en Afganistán, causó 54 muertos, casi todos mujeres y niños. No pudo ocultarse. Así, Washington aseguró que había sido un error y anunció la apertura de una investigación. Nueve meses después todavía se esperan los resultados: nunca los ofrecerán al mundo. Algo parecido sucedió con la matanza de miles de prisioneros afganos en la cárcel de Mazar-i-Sharif, también en Afganistán, o con la matanza de Miazi Jala. Los hombres de Washington tienen costumbres arraigadas, siempre con el mismo patrón de comportamiento: cuando cometen una matanza, si no pueden ocultarla ante la sorpresa horrorizada del mundo, hablan de error lamentable; después, esperan que el mundo olvide. Ahora han vuelto a hacer lo mismo con la matanza de Bagdad, cometiendo la ignominia de sugerir que tal vez hayan sido los propios iraquíes los responsables. Sin embargo, son demasiados errores, demasiadas matanzas perpetradas contra poblaciones civiles, para que puedan creerse las palabras de estos mensajeros de la muerte. Porque la matanza del 28 de marzo, como la anterior en otro mercado de Bagdad, no es un error: son siniestras, implacables y deliberadas operaciones de castigo, lanzadas para quebrar la resistencia del pueblo iraquí, haciéndole ver que Washington está dispuesto a todo para vencer.

Ni tan siquiera respetan sus propias palabras: ahora sabemos que, antes de que finalizase el ultimátum que Bush había lanzado con arrogancia contra Iraq, ya habían penetrado en el país sus asesinos profesionales de los grupos de operaciones especiales. Esa arrogancia, esa soberbia infantil de Bush, que apenas esconde sus criminales propósitos, tampoco oculta el designio de vencer aún a costa de una Bagdad calcinada y una Basora moribunda, y no puede ocultar sus mentiras: el propio Rumsfeld se traicionaba cuando, para defenderse de las críticas recibidas por la paralización del avance de sus tropas hacia Bagdad, argüía que llevaban preparando la operación de invasión de Iraq desde hacía varios meses, y que en su definición habían participado todos los organismos relevantes del ejército norteamericano, de manera que los que criticaban lo hacían sin fundamentos. Sin darse cuenta, revelaba ante el mundo que llevaban meses preparando la guerra y que sus negociaciones diplomáticas apenas eran el manto que ocultaba su codicia y sus mentiras.

Bombas, mentiras y rapiña, a ese enunciado se reduce la política de Washington. Las abyectas mentiras con las que tratan de intoxicar a la opinión pública mundial son el reflejo de ese torvo poder, que acusa a los iraquíes que defienden a su país de utilizar el engaño; que encubre sus propias matanzas de ciudadanos inocentes con el expediente de que son soldados iraquíes disfrazados con ropas civiles, que enarbolan banderas blancas para después disparar; que miente, como ha hecho Tony Blair afirmando que dos pilotos británicos habían sido fusilados, acusación falsa que, ante las evidencias, el propio mando británico ha tenido que reconocer después. No se han detenido ahí. El Pentágono ha difundido informaciones según las cuales soldados norteamericanos habrían sido torturados en el hospital de Nasiriya, porque -según sus portavoces- encontraron allí uniformes manchados de sangre, pretendiendo hacer creer que los iraquíes llevan a los prisioneros norteamericanos a los hospitales no para atenderlos sino para torturarlos, y que sus médicos no combaten las heridas y el horror sino que cierran los ojos ante las torturas.

Las mentiras de Washington sorprenden a los más curtidos corresponsales de guerra: mientras las tropas norteamericanas y británicas mantienen el cerco medieval de Basora, bombardeando la ciudad con los B-52 y con la artillería, el Pentágono ha llegado a acusar al gobierno iraquí Ąde no permitir la entrada de ayuda humanitaria a la ciudad!, como si los que resisten luchasen contra sí mismos, como si prefirieran soportar además de las bombas, el hambre y la sed. Washington se cubre así ante la evidencia de que su tenaza sobre Basora ha hecho que miles de personas estén en peligro de muerte, y avisa al mundo de que los muertos que se produzcan entre la población civil, por las bombas, el hambre, la sed o las enfermedades, serán responsabilidad de quienes resisten y no de los invasores. Mentiras y más mentiras. Esos son los métodos de unos invasores que, además de imponer una guerra criminal, de imponer un cerco medieval a Basora para intentar rendir por hambre y sed a la ciudad, no dudan tampoco en recurrir al terrorismo que tanto dicen combatir: grupos de la CIA están ya haciendo explosionar coches-bomba en distintas ciudades con el propósito de asesinar a dirigentes iraquíes, y sus francotiradores infiltrados preparan ejecuciones con frialdad.

Con la guerra en marcha, Bush y su gobierno apenas dan ya cuenta del peligro de las armas de destrucción masiva que supuestamente tenía Iraq, aunque no puede descartarse que los militares norteamericanos presenten pruebas amañadas: Washington lo ha hecho en muchas ocasiones en otros escenarios. Puede decirse que ya lo han intentado, con el anuncio del hallazgo de máscaras de gas y de una supuesta fábrica de armas químicas en Iraq, aunque su descubrimiento ha sido impugnado por Hans Blix, quien ha resaltado que lo que ha presentado Estados Unidos "no constituye ninguna prueba". Tampoco hablan los portavoces de Washington, como reiteradamente hacían antes de la invasión, del supuesto apoyo popular que sus tropas encontrarían en el país, y tal vez eso explique la escenificación del vergonzoso reparto de agua y provisiones en Um Qasr, hecha con el propósito de humillar, de quebrar la dignidad de la población iraquí. El Pentágono tampoco ha dudado en acusar a los soldados iraquíes de utilizar como escudos humanos a sus propios compatriotas, aunque su apresuramiento en la difusión de las mentiras les ha impedido caer en la cuenta de que esas palabras recuerdan demasiado a las que pronunciaban los nazis cuando los partisanos franceses o italianos defendían a su país de la ocupación de la Werhmacht.

Hay que detener la guerra, detener el sufrimiento del pueblo iraquí, porque, además, la sangrienta invasión militar de Iraq está inscrita en un alarmante cuadro belicista en el que Washington ya está recurriendo a las amenazas contra otros países: ahora a Siria e Irán. Sin olvidar que, a principios del mes de marzo de este mismo año, Washington hacía público un documento en el que declaraba la posible utilización de pequeñas bombas atómicas contra diversos países: Iraq, Irán, Siria, Libia, Corea del norte y China. Bombas, otra vez las bombas. Bombas, mentiras y rapiña, que ponen de manifiesto que el resentimiento contra los Estados Unidos de América está justificado: porque tras sus palabras falsarias de defensa de la libertad en Iraq, las gentes recuerdan su apoyo a las más sangrientas dictaduras en cuatro continentes; al lado de sus alarmas por el terrorismo, cualquier persona constata los crímenes de guerra contra la población civil iraquí; con las sonrisas de Bush, hasta los niños observan los dientes y las garras de acero de sus soldados; junto a su insistencia en la peligrosidad de las armas de destrucción masiva, los ciudadanos reparan en las matanzas perpetradas ahora, no por Bagdad sino por Washington; porque al lado de su pregonada humanidad, los ojos del mundo apenas pueden contemplar las piernas de una niña iraquí convertidas en un amasijo sangriento.