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No a la Guerra

11 de marzo del 2003

Las hipócritas oraciones de Bush

Higinio Polo

Los frenéticos preparativos de guerra en el desierto kuwaití, servidos al mundo por las grandes cadenas de televisión norteamericanas, se acompañan también de muestras de fervor religioso, que sugieren escenas semejantes del general fascista Franco rezando en su capilla del Pardo, y que hacen aún más repulsivos los planes del gobierno de Bush. Hace unos días, los periódicos traían una fotografía de una reunión del gabinete norteamericano en la que sus principales miembros se recogían en oración antes de iniciar las deliberaciones. Esa obscena fotografía trae a la memoria las palabras del vizconde de Chateaubriand, aquel escritor conservador de tiempos napoleónicos que, en visita a Roma, confesaba: "El cristianismo empezó en un sepulcro; de la lámpara de la muerte brotó la luz que ha iluminado al mundo." A despecho de los deseos del Vaticano, cuya diplomacia también ha apostado por la paz, el presidente norteamericano y su gobierno preparan la guerra pero quieren contar con el favor de Dios, de ese dios vengativo y asesino que guía sus pasos. La ira de ese Dios cristiano con el que amenazan a los iraquíes acompaña su soberbia, y no hay duda de que, si conocieran a Chateaubriand, harían suyas sus palabras, porque ese Dios tenebroso sigue reinando sobre los sepulcros que ahora quieren construir. No hay duda: Bush y Cheney, Powell y Rumsfeld están seguros de que Dios está con los Estados Unidos.

No es la preocupación por extender la libertad lo que mueve a estos piadosos hombres de Washington, sino la obsesión por globalizar el poder norteamericano, por apoderarse de riquezas que no son suyas, por adueñarse de materias primas, por privatizar las tierras, el agua, por imponer gobiernos autoritarios y serviles ante la autoridad del imperio, como han conseguido hacer en Europa del Este, aun a riesgo de que las medidas provoquen revueltas populares, como en Argentina, como en la India, como ahora mismo en Bolivia. La globalización liberal y el poder de Dios están en la punta de las bayonetas que abrillantan los eficaces asesinos de Washington. Detrás, está la corrupción de los grandes conglomerados industriales del capitalismo piadoso. ¿ Alguien puede creer que Washington está preocupado por la falta de libertad de los iraquíes? ¿Alguien puede creer que Bush está indignado por incumplimientos iraquíes de las resoluciones de Naciones Unidas, cuando Israel ha incumplido muchas más?

Ahora que sabemos que no retroceden ante nada, que están ejecutando un plan de espionaje sobre los propios miembros del Consejo de Seguridad de la ONU; ahora que sabemos que el propio Mohamed el-Baradei ha denunciado la falsedad de la documentación que les fue entregada y que supuestamente demostraba la compra de uranio en Níger por parte de Bagdad; ahora que los militares norteamericanos ya han destruido una parte de la verja electrificada levantada por funcionarios de la ONU en la frontera entre Iraq y Kuwait, incumpliendo así las disposiciones del Consejo de Seguridad; ahora que vemos que están bombardeando de nuevo el sur de Iraq para preparar la invasión, y que resulta evidente ante el mundo que no han podido probar la relación entre Al Qaeda y Saddam Hussein; ahora, que continúan con la preparación de mercenarios en diferentes países, y que han infiltrado tropas especiales en el norte de Iraq, Bush y su gobierno rezan, mientras siguen añadiendo exigencias al pueblo iraquí. Ahora que Bagdad ha accedido a que aviones espías rastreen el territorio del país, y que pese a los sofisticados estudios con radares especiales para el subsuelo no se han encontrado rastros de producción ni de almacenamiento de armas químicas o biológicas; cuando sabemos que preparan un masivo bombardeo sobre el país, que lanzará miles de toneladas de bombas en los dos primeros días, causando una nueva matanza cuyas proporciones intentarán ocultar; ahora que sabemos que han mentido, de nuevo, como ha reconocido implícitamente el propio jefe de los inspectores, Hans Blix, diciendo que no le constaba la existencia de los laboratorios móviles de armamento químico que Colin Powell se entretuvo en mostrar en el Consejo de Seguridad, con dibujos hechos por miembros de sus servicios secretos; ahora que se ha revelado que los tubos de aluminio, supuestamente destinados a la producción de armas nucleares, simplemente no tienen ninguna relación con ello, y que el programa nuclear que, según la Casa Blanca, ocultaba Bagdad, simplemente no existe; ahora que sabemos que Washington está chantajeando a 60 países para que expulsen a diplomáticos iraquíes, con la acusación de que son espías, y que llegan al extremo, como hizo Colin Powell, de afirmar que para evitar las comprobaciones de los aviones espía U-2, Bagdad había ocultado armas en los barrios pobres de la capital; ahora, Bush y su gabinete rezan, como si hubieran perdido cualquier atisbo de razón.

El poder norteamericano no se reduce a esa imagen de hombres piadosos, puesto que está bien cimentado en las grandes corporaciones y entidades financieras, en las instituciones de análisis y en las fundaciones, pero es revelador que el fanatismo religioso haya llegado a imponer sus formas en las propias reuniones del gabinete norteamericano. ¿Qué diferencia a esos hombres del fanatismo religioso de los mulláhs iraníes, del fundamentalismo de los piadosos guerreros de Ben Laden, o del siniestro temor de Dios que muestran los telepredicadores de la extrema derecha cristiana que hablan a sus compatriotas desde las cadenas de televisión norteamericanas? La única diferencia es que Washington es más temible, porque su poder de destrucción es mucho mayor. Esa fotografía de Donald Rumsfeld contrito, con los ojos cerrados, orando al Dios que protege a los Estados Unidos, es una de las más siniestras de las que nos han servido en los últimos meses: un hombre que tiene las manos manchadas de sangre, y cuya ferocidad se ha mostrado en distintos países, se recoge para hablar con su Dios, mientras supervisa la maquinaria de la muerte, desplegada en el desierto kuwaití.

Esos hombres piadosos, que rezan a su Dios, no temen vestirse con las mentiras con las que están bombardeando al mundo, ni temen ofender a Dios, porque ese Dios es uno de los suyos. Están rezando por ellos mismos, aunque los propios cardenales de Roma les hayan abandonado. Mintiendo, han conseguido hacer creer a una parte importante de los ciudadanos norteamericanos que Iraq dispone de armamento nuclear, y que Bagdad está implicado en los ataques a las Torres gemelas, y ya empiezan a decir que la democracia se extiende con los fusiles. Apenas queda rastro de decencia en ese gabinete que reza: algún representante suyo, como el consejero político de la embajada norteamericana en Grecia, John Brady Klesling, ha dimitido recientemente, en desacuerdo con los preparativos de guerra de su gobierno.

El cinismo de Bush le lleva a afirmar que no necesita el permiso de nadie para defenderse, como si el mundo ignorara que no es precisamente Iraq quien está preparando la invasión de los Estados Unidos. Ahora, Bush acusa a las Naciones Unidas de irrelevancia si no accede a sus deseos. Para ellos, la ONU sólo es útil si está dispuesta a secundar las matanzas del imperio. Las hipócritas oraciones de Bush no nos traen la piedad de los creyentes, sino la crueldad de los guerreros de la muerte. Los que pudieron ver Basora tras la destrucción de 1991 afirmaban que la ciudad parecía haber sufrido un ataque nuclear: ahora, en el gran desorden del mundo, Washington se propone comenzar de nuevo, en Bagdad o en Basora, desde los sepulcros que citaba Chateaubriand. Dios es uno de los suyos. Rezan, mientras preparan la matanza.