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No a la Guerra

29 de enero del 2003

La noche de los locos

Higinio Polo.

Apenas podía creer lo que estaba leyendo. Tony Blair, un hombre que se ha presentado siempre como un decidido defensor de la paz, aseguraba ante la Cámara de los Comunes británica que no descartaba la utilización de armas atómicas contra Iraq. Cualquier persona sensata pensaría que su afirmación es un exceso verbal, tal vez un farol de jugador con ventaja, tal vez una poco sutil amenaza a Saddam Hussein para que entienda que la guerra se acerca y que no tiene ninguna posibilidad de resistir. Tal vez. Pero el solo hecho de que Tony Blair pronunciara esas palabras muestra la ferocidad de un primer ministro que no quiere ver las consecuencias de más de una década de sufrimiento padecido por el pueblo iraquí, y que, ahora, quiere acabar sepultando a Iraq en la noche de los locos. Pero el primer ministro británico no ha sido el único en hacer afirmaciones semejantes: pocos días después, el gobierno norteamericano filtraba a la prensa que "estudia usar armas nucleares contra Iraq"..
Mientras leía las noticias que daban cuenta de la locura del premier británico, no podía dejar de pensar en algunas escenas que acababa de ver hacía apenas unos días en Iraq. Recordé el bullicio de los zocos de Bagdad, donde la vida seguía pese al embargo, entre dificultades diarias. Recordé los fríos y pobres hospitales en los que los enfermos esperaban un alivio humanitario, que no llega porque ni siquiera disponen de medicinas. Pensé en los niños que corrían por las sucias calles de Basora, niños que reían, todavía ajenos a lo que un tipo como Blair afirmaba en el lejano Londres. Recordé a un joven que me paró en una calle de Bagdad, cuando yo salía de un hospital, en una ciudad que ya no está acostumbrada a ver extranjeros y que, sin preguntarme nada, apenas me dijo: Thank you, alejándose después. Supe que me estaba diciendo: "Gracias por estar aquí, gracias por acompañarnos". Mientras volvía a leer las palabras de Blair, pensé también en los amables comerciantes de los zocos de Bagdad, en el sastre a quien no compré nada y que me ofrecía tomar té en su tienda de apenas tres metros cuadrados. Recordé al pícaro taxista que procuraba sacarme algún dólar de más, y que tampoco podía ignorar que hombres como Tony Blair y George W. Bush estaban poniendo en marcha las divisiones acorazadas y los bombarderos, tal vez el armamento atómico..
Pensé también en una joven enfermera, seria, cuidadosa, en la que me fijé, que atendía a un niño moribundo, casi sin nada más que su propia humanidad: comprobé que en el hospital les faltaba de todo, y que no tenían más que sangre para combatir a las enfermedades. Recordé las palabras que había pronunciado el responsable de sanidad iraquí, o los médicos que atendían a los enfermos de cáncer en Basora, diciendo que no tenían dinero, divisas, y que la importación de medicamentos se ha detenido por las obstrucciones norteamericanas en la ONU. Me vino a la memoria, claro, la serena mujer que explicaba el horror de la matanza del refugio de Al-Ameriya en 1991, en Bagdad, donde unos sanguinarios pilotos norteamericanos lanzaron dos misiles, asesinando a 403 personas, todas ellas mujeres y niños. Aquella mujer iraquí explicaba la tragedia sin odio, porque apenas quería transmitirnos el sufrimiento absurdo de las víctimas, y volví a sentir el espeso silencio de rabia, de impotencia, que se apoderó de las decenas de personas que estábamos allí, viendo el agujero del misil que los anónimos pilotos norteamericanos que cumplían órdenes lanzaron en febrero de 1991, acabando con la vida de todos los que estaban en aquel refugio para civiles. Todos los que la escuchábamos quisimos creer -hace apenas unos días- que el mundo no tolerará nuevas matanzas como aquella..
Pensé también en las jóvenes trabajadoras que nos miraban con timidez en el edificio de Preparados Farmacéuticos de Tamuz, el mismo edificio en el que, según Tony Blair, se producían armas de destrucción masiva, y que fue visitado hace unas semanas por los inspectores de la ONU, comprobando que no era cierto. Recordé cómo las trabajadoras salían a mediodía, juntas, cogidas del brazo, con sus pañuelos en la cabeza, tal vez pensando en sus proyectos, en sus vidas, igual que hacemos nosotros, esperando escapar a la noche de los locos en que quieren sepultarlas. Recordé también al diplomático, un responsable del ministerio iraquí de Asuntos Exteriores, que porfiaba sobre el papel de las mujeres, sobre las obligaciones domésticas de los hombres, haciéndonos reír. Tampoco pude dejar de pensar en los niños que corrían por Basora, en las míseras calles en las que jugaban, ajenos a la maldición de las bombas de uranio empobrecido con que los norteamericanos han sembrado Shatt-al-Arab, como antes sembraron con napalm los arrozales de Vietnam. En los hospitales pude ver a algunos de ellos, moribundos, o a otros niños con monstruosas malformaciones que son consecuencia de ese uranio empobrecido. Después ya no pude mirar..
Pensé también en la mujer que nos miraba pasar, tras un ventanuco de Basora, y que nos dijo adiós con la mano, con una sonrisa triste. Bush y Blair deberían pasear por las pobres calles de Basora, para comprobar que las verdaderas armas de destrucción masiva son las que han hecho que en diez años hayan muerto más de un millón y medio de iraquíes, la mayoría niños. Mientras esperaba en el gélido vestíbulo del hospital de Basora, pensé que lo que más me impresionaba era la dignidad con la que el pueblo iraquí soporta el sufrimiento, y, también, la fuerza de la vida, el empeño de los ciudadanos por seguir con sus ocupaciones cotidianas, sabiendo que en cualquier momento puede descargarse sobre Iraq un infierno de bombas, ante la indiferencia de los gobernantes norteamericanos y británicos y el silencio de los cómplices que jalean la avaricia de los comerciantes de cañones y la codicia de los rufianes del petróleo..
Ahora, quieren hacernos creer que un pobre ejército, que fue casi destruido hace más de una década y que hoy ni siquiera representa una amenaza para sus vecinos, puede estar a un paso de poner en peligro al mundo. Atrapados en sus propias mentiras, Washington y Londres dicen que no puede descartarse la utilización de bombas atómicas, aunque el mundo sepa que Bagdad no dispone de armamento nuclear. Tony Blair, como George W. Bush, nos dice que quiere acabar con Saddam Hussein y con las armas de destrucción masiva, pero lo que sabemos es que un inhumano programa de sanciones ha acabado ya con la vida de más de un millón y medio de personas, y que ahora quieren terminar el trabajo arrasando el país para apoderarse de unas riquezas que no son suyas. Ni Bush ni Blair podrán quejarse si las calles del mundo los acusan de belicistas, de aventureros, de dementes, desde Tokio hasta Buenos Aires, desde París hasta Moscú; no podrán lamentarse si las embajadas norteamericanas son acosadas, si se rodean las empresas de Washington, si se sabotean sus productos..
Todas las personas que acababa de ver en Iraq confiaban en que, finalmente, la guerra no fuera impuesta a su país. Es difícil, pero hay que intentarlo. Ahora mismo se están preparando para viajar a Iraq personas que harán de escudos humanos, para oponer las manos limpias de los que luchan por la paz al odio insomne de los plutócratas de Washington y de los generales que supervisan los estadillos de la muerte y las estadísticas del horror. Muchos voluntarios van a ir a Bagdad o a Basora, a Mosul o a Samarra, para intentar detener la guerra, diciéndole a sus gobiernos y al mundo que compartirán la suerte que corra el pueblo iraquí..
Tony Blair sabe que el estruendo de las mentiras que han lanzado al mundo puede quedar silenciado por los gritos de la razón de millones de personas que en todo el planeta se están ya oponiendo a la guerra. ¿No hay más opción que bombardear? ¿Son tan locos incluso que no pueden descartar la utilización de armas atómicas? Washington y Londres nos enseñan las manos justicieras del invasor, pero el mundo ve la zarpa de quienes están dispuesto a todo para aplastar a Iraq, oye las mentiras con que quieren ocultar las garras de rapiña, comprueba la extrema crueldad de Bush y Blair, esos hombres justos que quieren hacer caer, otra vez, la noche de los locos sobre el pueblo iraquí.