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No a la Guerra

¡Gea, Gea! ¿Por qué me has abandonado?

Carlos Powell ALAI-AMLATINA

Por supuesto que me duelen las siete vidas humanas que se esfumaron en la atmósfera a 20 mil kilómetros por hora. Sin embargo, pasados la pena y el estupor inicial, y mirando repetidamente la imagen del bólido estelar consumiéndose en pocos segundos como una vulgar cerilla, empecé a relativizar la primera impresión, y terminé haciéndola volar -como la nave espacial- en muchos pedazos. Esos pedazos cayeron sobre mi escritorio, y los estoy analizando. No creo que la NASA tome en cuenta el fruto de mi esfuerzo. Tampoco los ultraconservadores que rodean al presidente Bush se detendrán a considerarlas. Ni siquiera están escuchando el clamor mundial que se opone a su proyecto de guerra. En realidad, sólo aceptan la opinión de su bolsillo, que está pegajoso de petróleo y bordado con mentiras.
Relativicemos pues. En primer lugar, alivia pensar que las siete personas fallecidas a bordo del Columbia sufrieron muy poco. Imagínese usted el escaso segundo que tiene el ocupante de un vehículo terrestre que circula a la ridícula velocidad de 100 kilómetros por hora, antes de percatarse de que va derecho a un accidente. Dice ay, y después se apaga la luz. Muchos ni siquiera tienen tiempo de decir ay.
Entonces, a 20 mil kms/hora... Por otra parte, fíjese, por ejemplo, lo que tarda una persona en morirse de hambre. Es un sufrimiento lento, prolongado, doloroso y consciente. Y no son siete los que mueren por día de esta manera, son decenas de miles. En determinadas regiones de África y de América latina, la vida es como una paciente espera de la muerte, o una vida en cotidiana agonía. No es vida vivida, sino muerte esperada.
Entonces, a 66 kilómetros de la superficie terrestre, muerte súbita, inesperada, ilógica, sin dolor, con gloria mediatizada y cincelada en el mármol de la Historia y en los libros escolares, memoria garantizada por los siglos de los siglos, amén. Se invertirán muchos millones para entender lo que pasó allá arriba. Muertes bursátiles también, que serán explotadas comercialmente en el país donde no sólo el tiempo es dinero. En cambio aquí abajo, en el sur del mapamundi, a nivel del suelo, millones de muertes lentas pero seguras, esperadas, lógicas, dolorosas, y con la garantía de una inmediata caída en la fosa común sin límites del horrendo anonimato, como anónimas fueron las vidas de esos muertos en vida. Son como personajes de aquél páramo desértico y olvidado creado por el mexicano Juan Rulfo en su novela Pedro Páramo, hombres y mujeres durmiendo en camas-ataúdes, sepultados en el olvido social y gubernamental. La pregunta que lanza Rulfo: ¿es eso la vida? Pero, ¿qué relación hay entre el desastre del Columbia y la posible guerra en Irak? Una metáfora múltiple "Los grandes problemas de la vida de los pueblos se resuelven solamente por la fuerza.
Aunque resulta difícil creerlo, esto no lo dijo Condolezza Rice en su última comparecencia pública, ni Donald Rumsfeld, ni Colin Powell y tampoco es parte de la plegaria con la que el presidente George Washington Bush inicia sus abluciones matinales. Esto lo dijo, en 1905, un personaje del que todos ellos abominan con fruición, pública y privadamente: Vladimir Illich Lenin. La ironía es que cualquiera de ellos podría llevarla estampada, con el pecho henchido, en las solapas de sus trajes, a modo de consigna.
Lo más probable es que George W. Bush y sus asesores no vean otra cosa en el accidente de la nave Columbia que la posibilidad de utilizarlo -hasta la saciedad- para sus fines políticos. Pero al pueblo estadounidense, tan creyente y bíblico, hay que hablarle en su lenguaje, y recordarle que la descripción del cataclismo final que hace el Apocalipsis incluye imágenes como "bolas de fuego" enloquecidas atravesando el cielo, desplomándose sobre la tierra, vaciando mares e incendiando los bosques (Apocalipsis, capítulo 8). ¿No resuena en sus oídos algún eco premonitorio, algo que pudiera estar conectado con la política exterior de su gobierno? Quizá les ocurre lo que a muchos miopes, que buscan por horas sus gafas cuando las tienen puestas sobre las narices.
Y entre quienes somos menos creyentes, la imagen también merece atención. Esa nave incandescente que avanza descontrolada por el espacio bien puede ser, sencillamente, una metáfora especular del fin del mundo, algo así como mirarnos en un espejo que tuviera la virtud de reflejarnos no como somos en el momento, sino como seremos más adelante: nuestro planeta como un simple ataúd aerodinámico colectivo, que arderá quizá en la próxima Gran Guerra Terminal, la cual bien podría desatarse pronto en Irak. La tierra, una cascarilla de 13 millones de kms de diámetro, tan diminuta en el universo como la nave Columbia en nuestro sistema solar, pero no con siete, sino con 6 mil millones de minúsculos astronautas a bordo... Y en los mandos, un comandante paranoico y con muy pocas horas de vuelo, secundado por una tripulación hipócrita, obsecuente y mafiosa.
Si al leer estas últimas líneas usted pensó que el comandante de la metáfora es George Washington Bush y que los tripulantes mafiosos son sus asesores ultraconservadores, cuyo fenomenal menosprecio por el buen sentido de las multitudes está siendo expuesto ahora ante los ojos de todo el mundo, entonces acertó, pero le advierto que también, como yo, es un terrorista según la doctrina del Consenso de Washington.
Alguna vez un dirigente estadounidense dijo, para justificar su política intervencionista y con el habitual desprecio que caracteriza a los secretarios de Estado de ese país cuando ostentan el cetro de procónsules en América latina, que ellos no podían permitir que por la irresponsabilidad de los electores cualquier individuo se sentara en la silla de la presidencia de uno de nuestros países. Es muy improbable que el estadounidense medio recuerde esta expresión, si es que alguna vez la escuchó o leyó.
En cambio, sí conocieron las repercusiones implacables de esta doctrina los ex presidentes Jacobo Arbenz en Guatemala, Salvador Allende en Chile, Antonio Noriega en Panamá, Maurice Bishop en Grenada, Daniel Ortega en Nicaragua, entre otros. ¿Y qué pasará con Chávez en Venezuela, Lucio Gutiérrez en Ecuador y Lula en Brasil? Ya veremos. Por el momento los muchachos de Bush están ocupados con Irak y Corea del Norte. Pero no tardarán en venir a la carga otra vez por aquí, porque así como la oposición a la guerra crece en estos días en todo el mundo, la oposición a los programas neoliberales comienza a desbordar las calles -y las clases- en América latina. La prepotencia de Rumsfeld lo llevó a asegurar en días pasados que ellos pueden luchar en varios frentes bélicos a la vez.
Pero, ¿podrán abrir frentes en cada calle, en cada esquina del planeta? Y más allá de esto, ¿No tienen los norteamericanos nada que reprocharse, como electores? ¿Tiene buenos recuerdos el mundo de un personaje tan inculto e incapaz como Ronald Reagan? ¿Se olvidaron ya de los muertos que les costó la estéril guerra de Vietnam? ¿Y de un tal Nixon alcohólico y prepotente que terminó su mandato en un marasmo de vicios y fraudes? Y hoy, ¿tendrían algo que decir sobre un cierto George W. Bush, capaz de lanzar al mundo a un desastre sin precedentes con tal de enderezar sus finanzas, detener la recesión de su país, levantar al dólar frente al euro y aspirar a una reelección? Enorme desdicha para el mundo contemporáneo -unipolar hasta más no poder- tener a la cabeza del país más fuertemente pertrechado con armas nucleares y químicas un presidente que no solamente se ha negado a firmar acuerdos internacionales de reducción multilateral de armamento o de protección ambiental planetaria, sino que quintuplicó el presupuesto bélico. Y si nadie lo detiene, lo incrementará en el 2004. Un hombre, además, rodeado de asesores acunados en los corredores bursátiles y en las capillas del poder incondicional. Entre éstos, Condolezza Rice y Colin Powell, de alguna manera me hacen pensar en Michael Jackson: hacen lo indecible para ser más blancos que sus blancos jefes. El uno epidérmicamente, los otros, doctrinariamente, no vaya a ser que alguien se confunda.
A todos ellos, que invocan sin cesar el nombre de Dios, les ofrezco estas últimas conexiones metafóricas, también inspiradas en un pasaje bíblico: Supongamos que George W.
Bush y Saddam Hussein, son dos padres que reclaman la potestad sobre un mismo niño. Por la manera en que ellos se comportan con el mundo, vamos a decir que ese niño es el mundo. La querella no se resuelve y son entonces convocados ante el rey Salomón, el cual les ofrece la siguiente solución: cortar al niño-mundo en dos pedazos y entregarles una mitad a cada uno. Tanto en el caso de un ser humano, como en el caso del planeta tierra, esto significaría el fin de la vida. Por lo tanto, los "padres" regresarían a casa con un pedazo de cadáver en los brazos.
La administración Bush afirma y dice tener las pruebas de que Hussein posee armamento nuclear en cantidades peligrosísimas para el resto del mundo. Es más, aseguran que Irak utilizará su potencial nuclear en el caso de un conflicto (como también lo anuncia ya Corea del Norte).
Esto ha sido corroborado por altos mandos militares. Los dos "padres" saben que su empecinamiento provocará un desastre irreversible, un fuego artificial incontrolable. Y a pesar de ello, ambos están dispuestos a transformar el objeto de su codicia en un cadáver. Así, la historia salomónica, aún con la adaptación libre que me he permitido, nos muestra contundentemente que ninguno de los dos hombres es el "padre" legítimo, porque ambos están dispuestos a despedazarlo.
Desde hace mucho tiempo y muy por encima del punto en el que estalló la nave Columbia, resuena en todo el espacio sideral el grito desesperado de ese niño-mundo huérfano, que padres ilegítimos se disputan: ¡¿Dónde está mi mamá?! ¡¿Gea, Gea, por qué me has abandonado?!

Carlos Powell, escritor y periodista argentino, residente en Nicaragua.