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No a la Guerra

Carta a un disidente iraquí anónimo

Ariel Dorfman

Tu nombre no lo sé y eso ya es significativo. Tal vez seas uno de los miles de miles que sobrevivieron la tortura a mano de los agentes de Saddam Hussein, tal vez tuviste que mirar cómo pulverizaban los genitales de tu hijo para que cooperaras. O por ahí hace años que miras cada día al padre tuyo que retornó, silencioso y destrozado, de alguna prisión infernal, quizás eres una de las madres que recuerda al amanecer a la hija secuestrada una noche por fuerzas de seguridad y que puede que esté viva, o puede que no, puede que no. O tal vez me dirijo a uno de los kurdos envenenado con gases en el norte de Irak, a un árabe del sur al que le demolieron el hogar, a un imán shiíta perseguido implacablemente por el Partido Baath, a un comunista que ya lleva décadas luchando contra la dictadura.
No tendrás para mí ni rostro ni nombre, pero de lo que no me cabe duda es que desde hace muchos años has estado esperando que este reino de terror se acabe. Y ahora, por fin, se acerca el momento de tu desagravio, cuando el dictador que se construyó monumentales palacios y recitaba loas a Hitler y Stalin parece estar a punto de perder el poder.
¿Qué derecho tiene alguien de negarte a ti y a tu pueblo aquella liberación? ¿Qué derecho tenemos de oponernos a una guerra que los norteamericanos se encuentran a punto de desatar sobre tu nación, y que puede liquidar a Saddam Hussein? ¿Podemos nosotros, los incontables activistas de los derechos humanos que, hace sólo unos años atrás, celebramos como una victoria de todas las víctimas de la Tierra el juicio en Londres al general Augusto Pinochet escamotearle ahora al mundo la alegría de ver al facineroso que malgobierna Irak procesado por crímenes contra la humanidad? No es fortuito que yo haya mencionado al execrable general Pinochet. Son los largos diecisiete años de lucha contra la vasta tiranía de ese general los que me ayudan a comprender la angustia y urgencia que compartes hoy con tantos iraquíes de adentro y afuera de tu país. Cada día que se posterga la caída de Saddam Hussein, cada semana, cada mes, hace más difícil la transición posterior. Cómo no entender ese apremio, si mi Chile, trece años después de que Pinochet tuvo que abandonar el poder, todavía sigue envilecido por el lento legado de la dictadura.
Tal simpatía por tu causa no me exime, sin embargo, de formular una pregunta imprescindible: ¿se justifica una guerra para poner término a ese sufrimiento de ustedes? Es una pregunta crucial, puesto que, como tantos otros ciudadanos en el mundo entero, no estoy convencido de que tu dictador disponga de armas de destrucción masiva que amenacen la seguridad de otros países ni tampoco he visto pruebas fehacientes de lazos suyos con grupos terroristas, lo que significa que la única razón válida que queda para secundar un ataque contra Irak vendría a ser la certidumbre de que tal acción bélica terminara siendo una paradójica bonanza para el pueblo atacado, ofreciéndole democracia y prosperidad.
Aunque durante la mayor parte de mi vida he sido un antiintervencionista tenaz que protestó las agresiones norteamericanas en América latina y Asia y condenó las invasiones soviéticas de Europa del Este y Afganistán, gradualmente llegué a sentir durante la década que siguió a la caída del muro de Berlín que habían ocasiones en que podían ser, en efecto, legítimas algunas intervenciones de naciones extranjeras en los asuntos de países soberanos. Con considerable desconfianza aprobé la expedición militar norteamericana de 1993 en Haití para restaurar al presidente legalmente elegido; me pareció deplorable la indiferencia internacional ante los genocidios de Bosnia y Rwanda; aplaudí a los australianos cuando desembarcaron en Timor Oriental; y, frente a Kosovo, aunque hubiese preferido que la acción militar sucediese bajo los auspicios de las Naciones Unidas, llegué con alguna zozobra a la conclusión de que no podía tolerarse una limpieza étnica de tal magnitud.
Me temo que no siento lo mismo ante Irak. Para empezar, no hay garantía de que esta aventura militar conducirá, en efecto, a un cambio verdadero de régimen ni a la paz o la estabilidad para tu región. Y es desafortunadamente necesario también que la presente tragedia que padecen tus hombres y mujeres y niños sea medida y comparada en forma perversa con las inmensas pérdidas humanas que la campaña de los Estados Unidos va a causar. No se trata tan sólo de calcular los muertos y mutilados de Irak (y de las fuerzas invasoras), sino de algo más peligroso e intangible: la posibilidad demasiado probable de que una tal agresión "preventiva" tenga efectos desestabilizadores para el mundo entero, llevando a otros déspotas a armarse con todo tipo de armas apocalípticas, arrastrando al planeta, tal vez, a una conflagración nuclear final. Para qué mencionar cómo los grupos terroristas se están ya regocijando ante una invasión que les permitirá reclutar a más fanáticos para sus filas y combates clandestinos. Tengo que oponerme resueltamente a esta guerra.
No es fácil para mí escribirte estas palabras. Las escribo, después de todo, desde la holgura y la seguridad de mi propia existencia. Te las mando sabiendo que nunca hice mucho por la disidencia iraquí, apenas registrando tu existencia y la de otros disidentes, enviando un par de libros a bibliotecas y académicos en Bagdad que me los solicitaron, respondiendo dos cartas, creo, de mujeres iraquíes que habían sido torturadas y que encontraron en una de mis obras teatrales algún consuelo.
Te escribo, entonces, con la sospecha de que si me hubiera preocupado más, si todos lo hubiéramos hecho, tal vez no existiría hoy una tiranía en Irak. Y te escribo con la claridad meridiana de que no hay la menor posibilidad de que Washington pudiese fortalecer tu lucha y la de tus compañeros remitiéndoles a ustedes los doscientos billones, trescientos billones de dólares que esta guerra va a costar, la certeza de que tus supuestos liberadores prefieren usar esa suma prodigiosa para bombardear tu país.
Pero también escribo sabiendo esto: si un emisario norteamericano me hubiera propuesto, digamos en el año 1975, cuando el general Pinochet estaba en el apogeo de su dominio fratricida en Chile, que el gobierno de los Estados Unidos (¡el gobierno del mismo país que había conspirado para instalar a Pinochet en el poder!) estaba interesado en usar la fuerza militar para derrocar a esa dictadura, creo que mi respuesta hubiera sido, espero que hubiera sido: No, gracias. Es nuestro monstruo y nos toca a nosotros terminar con él a nuestra manera.
Por cierto que jamás se me otorgó tal oportunidad: los norteamericanos nunca hubiesen querido deshacerse, en medio de la Guerra Fría, de un cliente tan obsecuente.
Tal como apoyaron a Saddam Hussein en sus peores momentos asesinos porque lo veían como un baluarte contra los ayatolas iraníes.
Pero este ejercicio de política ficción (¿invadir Chile para deponer a Pinochet?) me permite, por lo menos, compartir la agonía creada por mi propia oposición a la guerra, me fuerza a reconocer el dolor que persiste hoy en algún hogar de Basra, un sótano en Bagdad, una escuela en Tarmiyah. Aunque nada puedo hacer para impedir que los matones de Saddam de nuevo vengan a buscarte hoy o mañana o pasado mañana, de nuevo vengan esos hombres a tocar a tu puerta.
Que el Dios en que no creo se apiade de mí, lo que te estoy diciendo es que si se me hubiera brindado la ocasión hace muchos años atrás de salvar la vida de tantos amigos entrañables en Chile, brindado la posibilidad de terminar con mi exilio y aliviar la tribulación de millones de mis compatriotas, la hubiera rechazado si el precio que tuviéramos que pagarfuese los racimos de bombas matando a los inocentes, el precio fuese años de ocupación extranjera, el precio fuese la pérdida de control sobre nuestro propio destino. Lo que te estoy diciendo es que me importa más, me tiene que importar más, el futuro de nuestro mundo tan triste que el futuro de tus hijos desamparados.