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NO A LA GUERRA
REFLEXIONES DE UN BOMBARDEO

El monopolio de la violencia

Es muy probable que el control social llegue hasta fronteras inéditas
Luis Asensio, CCS

El nuevo orden mundial está ya trazado; con compás y tiralíneas. Tras los atentados cometidos en suelo estadounidense, el terrorismo se ha convertido en el objetivo por excelencia de las diez mil cruzadas que se avecinan. Con independencia de las represalias que se lleven a cabo contra los países que cobijen a los fundamentalistas islámicos a los que se les adjudica los atentados con el concurso intelectual y financiero de Osama Bin Laden, la batalla contra el terrorismo tendrá a partir de ahora timoneles de máxima graduación y un carácter integral, porque se desarrollará en los ámbitos económico, político, diplomático, policial y militar, sin escatimar recursos ni energías en cada uno de estos frentes. Ningún enemigo civil, ni siquiera el imponente comunismo de posguerra, había logrado antes tamaña distinción. Afganistán es el objetivo prioritario; pero no el único. Además de los países non gratos incluidos en la lista negra de los servicios de inteligencia estadounidenses ("rogue states") como Corea del Norte, Sudán, Irak, Libia y Siria entre otros, la campaña contra el terrorismo afectará también a todos aquellos grupos e individuos que practiquen la violencia, armada o política, con independencia de las latitudes en las que ejerzan y las proclamas que defiendan. Hablamos de las guerrillas, de los movimientos de resistencia, de los que militan en la antiglobalización, de los disidentes irredentos y de todos aquellos que le plantan cara al sistema fuera de los cafetines de turno, ya sean musulmanes, cristianos, judíos, agnósticos o ateos. La disidencia será mucho más incorrecta a partir de ahora; y los que se empeñen en refrendarla al margen de los circuitos establecidos, engrosarán sin más las filas de una subversión que, en muchos casos, será perseguible de oficio. En nombre de las libertades de una civilización cada vez más endogámica se restringirán esas mismas libertades en los países amenazados mediante la revitalización de los aparatos de seguridad del Estado, desde las fuerzas policiales hasta las más sofisticadas redes de inteligencia que gozarán de patente de corso con tal de mantener a raya a los modernos filibusteros. La búsqueda a ultranza de la efectividad no admite miramientos, tal como el sistema nos enseña una y otra vez. Por ello es muy probable que el control social llegue hasta fronteras inéditas; y que los Estados, con el beneplácito de una mayoría confundida y temerosa, se adjudiquen de manera ahora sí incontestable el monopolio de la violencia.
La definición de "acto de guerra" con la que se enmarcó el ataque a las Torres Gemelas y al Pentágono, fue cuidadosamente elegida por los patrocinadores del nuevo orden mundial. Porque tiene empaque. Sólo las amenazas a la nación en su conjunto permiten al ejecutivo adoptar medidas excepcionales con el consentimiento, tácito o expreso, de los poderes legislativo y judicial. Y de ahí que los atentados se convirtieran en "causa bélica" a las veinticuatro horas de haberse producido. Y de ahí que el presidente George W. Bush esté en condiciones de anunciar públicamente, con una arrogancia inquietante, la censura de cualquier información que comprometa el éxito de la cruzada sin que le hagan mella las críticas que en otras circunstancias actuarían de torpedos. Materia clasificada que, por supuesto, abarcará muy especialmente las actividades de las distintas agencias encargadas de velar por la seguridad nacional y cuyos desmanes descubriremos con el debido pasmo al término de la cuarentena que las protege; en el mejor de los casos, demasiado tarde.
La declaración de guerra promulgada por Estados Unidos contra un enemigo difuso, embozado, también le permite al equipo de la Casa Blanca orillar aún más la legislación internacional para ampararse en otras convenciones mucho menos comprometedoras, más laxas, que sólo sirven para endulzar la matanza ya que en ellas toma asiento el hecho consumado, la degradación humana que arrastra cualquier conflicto bélico por lo que sale sobrando cualquier llamada aclaratoria a pie de página. Tampoco procede aquí la mediación del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. La disputa en esta ocasión es inclasificable. No existe un Estado enfrente al que achacarle el uso de la fuerza. El agresor carece de personalidad jurídica lo que estimulará sin duda el aprovechamiento de ese vacío legal por parte de quienes claman por la venganza como si el castigo, lejos de deshumanizar, trajera siempre consigo la recompensa. Cuando el ardor guerrero prende en una sociedad, el empobrecimiento está garantizado. Todos los gremios lo resienten. Es lo que está ocurriendo en buena parte de Occidente al socaire de unos atentados cuyo trasfondo huelga, como huelga cualquier complejidad cuando se decide vivir para la represalia tras haber sacado punta a todas las emociones colectivas que se activaron con la masacre de las Torres Gemelas. El mismo Bush que firmó penas de muerte mientras repasaba candorosamente la Biblia, el mismo Bush que abochorna a los demás cuando improvisa, el mismo Bush del que desconfían en privado los que le lisonjean en público, el mismo Bush que se pone a dios por montera y reivindica a los más implacables alguaciles de la historia, es el que encabeza la cruzada contra el mal ante la dejación de funciones de ciertos líderes planetarios que, sin duda, podrían aportar al recital de Washington otras lecturas mucho más promisorias. Como viene sucediendo con alevosa frecuencia, se vocean en todas las esquinas los efectos del terrorismo internacional mientras se callan las múltiples causas que lo alimentan con excepción del fundamentalismo religioso, porque se trata precisamente de divulgar sin reparos la irracionalidad de sus protagonistas para que huyamos de cualquier diván y los matices salgan sobrando ante la contundencia de la barbarie. Adiós a los reflectores; regresamos a la era de las bombillas.

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