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No a la Guerra

Los planes de Washington Dominar el mundo para postergar la decadencia imperial

Raúl Zibechi ALAI-AMLATINA

Perdida la hegemonía económica y cultural que mantuvo durante más de medio siglo y que la elevó al rango de primera superpotencia, Estados Unidos se apoya en el crudo dominio militar del mundo para mantener sus privilegios y estirar lo más posible su irreversible decadencia.
Estamos ante el mayor intento realizado en mucho tiempo para remodelar el mundo. Pero en esta ocasión, como sucediera con el dominio de Roma, se trata de un esfuerzo solitario encarnado por una sola nación para adecuar el tablero mundial a sus necesidades y apetencias, sin contar siquiera con el mínimo consenso de las principales naciones del planeta. Esto marca las enormes diferencias con el remodelamiento anterior, el que se prefiguró en la Conferencia de Yalta en 1945, cuando las tres principales potencias del momento, representadas por Winston Churchill, José Stalin y Franklin Roosevelt, negociaron el reparto del globo. Y marca, por tanto, el volumen del desafío que se plantean los halcones de Washington, que no están dispuestos a hacer la menor concesión al resto de la humanidad. Desafío que muestra la debilidad de Estados Unidos, que en medio siglo perdió la superioridad económica y cultural que le había permitido pasar de una nación de tercera fila, durante el siglo XIX, a convertirse en la gran potencia que emergió de la Segunda Guerra Mundial.
Los ecos de Yalta Ciertamente, Yalta remodeló el mundo. En el pequeño balneario de Crimea, a orillas del Mar Negro, se oficializó el relevo de Gran Bretaña como potencia colonial por Estados Unidos, mientras la Unión Soviética ascendía al rango de nueva gran potencia. Los tres mandatarios sellaron, parcialmente, la suerte de los países que habían formado el Eje y se repartieron toda Europa oriental. La conferencia, a la que asistieron 700 funcionarios británicos y estadounidenses, trasladados en 25 aviones, duró del 4 al 11 de febrero de 1945.
Cuatro meses antes, el 10 de octubre de 1944, Churchill y Stalin se habían reunido en Moscú. El primer ministro británico, tal como reconoció en sus memorias, le espetó a Stalin: "Vamos a arreglar nuestros problemas en los Balcanes; no merece la pena que regañemos por pequeñeces". Y escribió en un trozo de papel el célebre "reparto de las zonas de influencia": "Rumania: los soviéticos 90 por ciento, los demás 10 por ciento; Grecia: Gran Bretaña 90, por ciento, URSS, 10 por ciento; Yugoslavia: mitad y mitad; Hungría: mitad y mitad; Bulgaria: URSS, 75 por ciento, los otros, 25 por ciento". Al parecer Stalin se mantuvo en silencio; el meteórico avance de las tropas soviéticas en las semanas siguientes haría trizas los porcentajes a los que aspiraba el primer ministro británico. Aunque no el espíritu del reparto: esas "pequeñeces" eran nada menos que pueblos y naciones enteras. Ya en la Conferencia de Teherán, en diciembre de 1943, cuando aún las tropas aliadas no habían desembarcado en Normandía, Roosevelt había diseñado con precisión el reparto de Alemania ante sus pares británico y soviético. La evolución de la situación mundial ­léase el avance de los ejércitos y de la diplomacia de las cañoneras­ modificó en forma parcial los acuerdos. En la zona del Golfo, las potencias occidentales buscaron compensar la pérdida de casi toda Europa oriental y de la mitad de Alemania en manos de la URSS o de regímenes aliados a ella. Salvo en los casos de Yugoslavia y Albania ­donde se impusieron regímenes comunistas disidentes de Moscú­, y de Grecia ­donde Stalin decidió sacrificar la poderosa insurgencia comunista para evitar una segura confrontación con Gran Bretaña y Estados Unidos­, el verdadero vencedor de la gran guerra fue la Unión Soviética.
En el viaje de retorno desde Yalta, Roosevelt se detuvo en El Cairo y se embarcó en el USS Quincy, anclado en el canal de Suez. Otro barco de guerra estadounidense, el USS Murphy, trasladaba al rey saudita Ibn Saud hasta la nave que ocupaba Roosevelt. Conversaron durante cinco horas. Roosevelt le planteó al rey tres temas íntimamente entrelazados y vitales para el futuro de su país: encontrar en Palestina un lugar para los judíos, el petróleo y la configuración de Oriente Medio en la posguerra.(1) Son los mismos temas que dominan el escenario medio siglo después, con la diferencia de que en aquel momento se trataba de desplazar al colonialismo británico, que aún era hegemónico en la región. La otra notable diferencia, que suele pasar inadvertida, es que medio siglo atrás Estados Unidos producía las dos terceras partes del petróleo mundial; hoy ese país es el primer importador de crudo, consume el 26 por ciento del petróleo mundial, produce apenas el 10 por ciento del petróleo que se produce en el mundo y sus reservas representan apenas el 2,9 por ciento de las mundiales.(2) El ocaso del mundo de Yalta No todo lo explica el petróleo. La hegemonía económica y cultural de Estados Unidos, así como la decadencia británica, hay que buscarlas en el seno de esas sociedades. Estados Unidos sentó las bases que le permitieron erigirse en la mayor economía del mundo antes de la Segunda Guerra. Así como la hegemonía británica tuvo su pilar en la temprana y solitaria revolución industrial en la isla, la de Estados Unidos se asentó en su capacidad para construir la más potente industria del planeta. Su poderío económico tiene, básicamente, dos nombres: Frederick Taylor y Henry Ford.
Fue la aplicación de la "organización científica del trabajo", el estudio y cronometraje de los movimientos de los obreros (taylorismo) y de la cadena de montaje y ensamblaje (fordismo), los que le permitieron a ese país multiplicar la producción de sus fábricas y dar el salto a la producción en masa mucho antes que sus competidores. Dicho de otro modo, fue Estados Unidos el primer país del mundo en derrotar de forma completa al viejo movimiento obrero y liberar al capital ­durante cierto tiempo­ de los límites que le imponían los trabajadores organizados. Con la producción en masa apareció el consumismo, a tal punto que en Estados Unidos, mucho antes que en el resto del mundo occidental, "lo que en otro tiempo había sido un lujo se convirtió en un indicador de bienestar habitual".(3) Fue su enorme superioridad económica la que le permitió a Roosevelt ayudar a sus aliados en Europa, derrotar a Japón y sentarse a esperar cómo la hegemonía productiva se convertía rápidamente en hegemonía política: los países de Europa debieron aceptar que no podían reconstruirse sin el apoyo de la nueva potencia, y a ella se subordinaron.