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No a la Guerra

¿Por qué los iraquíes sospechan de sus libertadores?

Patrick Cockburn*

En 1915, un ejército británico encabezado por el general Charles Townsend avanzó desde Basora hacia el norte en lo que él esperaba fuera una campaña fácil para capturar Bagdad. Tuvo algunas victorias iniciales, pero posteriormente sufrió serias bajas en una batalla en las afueras de Bagdad, por lo que su ejército se replegó hacia Kut, que era entonces, como es ahora, una ciudad maloliente y en ruinas ubicada en un codo del río Tigris.
Después de un largo sitio, el ejército iraquí se rindió y en 1917 Bagdad pudo ser ocupada; 40 mil soldados británicos murieron y fueron sepultados en las planicies iraquíes. Yo solía visitar el pequeño y triste cementerio de Kut, que se había convertido en un pantano. Los nombres de los muertos eran apenas visibles en las lápidas que sobresalían de la cenagosa agua verde.
No debemos forzar una analogía con la actual guerra. Es cierto que el ejército del general Townsend, al igual que ahora las fuerzas angloestadunidenses, luchó al sur de Bagdad, y en ambos casos las dos fuerzas sufrieron por la incapacidad de comunicarse como necesitaban. Pero la superioridad militar que los británicos y estadunidenses tienen sobre Saddam Hussein es mucho mayor que la que tenían los británicos sobre los turcos durante la Primera Guerra Mundial.
Pero existe un paralelismo muy preciso entre lo que que ha ocurrido en el sur de Bagdad tanto en 1915 como en 2003. En ambos casos el ejército invasor y sus jefes políticos tenían una desproporcionada seguridad de que iban a lograr una victoria fácil. Hasta ahora esto no se ha cumplido, a pesar de que el ejército iraquí puede hundirse bajo el terrible castigo que le propina el poderío aéreo estadunidense. Las dificultades que enfrentan Londres y Wahington no son importantes únicamente en el contexto de la actual campaña, sino que son un presagio ominoso de los peligros que implicará establecer un acuerdo de posguerra.
Algunos mitos deben eliminarse de inmediato. Por un momento, casi fue una aseveración de sabiduría popular en Washington que el Irak pos Saddam sería lo que fueron Alemania y Japón después de su derrota de 1945, que se comportaron como naciones agradecidas y dispuestas a que sus sociedades fueran remodeladas por Estados Unidos (Gran Bretaña, por lo general, no se menciona en este aspecto).
Pero alemanes y japoneses apoyaron en gran medida los esfuerzos bélicos de sus gobiernos. La mayoría de los iraquíes no se identifica con Saddam Hussein, como el presidente Bush y Tony Blair nunca se cansan de afirmar; por tanto, no ven por qué su futuro deba ser decidido por conquistadores extranjeros que les pasarán por encima.
El pueblo iraquí no es un espectador pasivo de lo que ocurre a su alrededor. Por ejemplo, el mito que parece imposible de erradicar es que no tienen idea de qué está ocurriendo en esta guerra, ni saben de las maniobras políticas que la precedieron. Durante muchos años los iraquíes han sido escuchas obsesivos de la radio extranjera, como el servicio en árabe de la BBC, la estación Monte Carlo (emisora en francés y árabe), Voice of America y de todas las demás estaciones.
Hace unos años estuve en una aldea que vive del cultivo de fruta en la ribera del río Diyala, al noroeste de Bagdad. Los campesinos me preguntaron insistentemente sobre el reciente cambio en la postura de Canadá al votar ante la Organización de Naciones Unidas (ONU).
Hace unos días yo estaba en una aldea de contrabandistas cerca del río Zaab, apenas entrando al lado kurdo, donde los habitantes seguían paso a paso las discusiones en Turquía en torno a una posible invasión de sus tropas a territorio iraquí.
Existe un acendrado espíritu colonial, el cual hizo que durante su preparación para la guerra, estadunidenses y británicos actuaran como si los iraquíes que no pertenecen al régimen no tuvieran pensamientos o aspiraciones propios. Esta es una postura peligrosa, porque aunque la mayoría de los iraquíes no quiere a Saddam -están conscientes de que al lanzar dos guerras desastrosas contra Irán y Kuwait él arruino sus vidas y la vida del país-, no es a él a quien le echan toda la culpa de sus problemas.
Recuerdan que el partido Baaz llegó al poder mediante un golpe sangriento en el cual la CIA participó, algo que admitió después, abiertamente. En los años 80, Hussein recibió el apoyo de todo corazón de Estados Unidos y de buena parte del resto del mundo en la guerra que lanzó contra Irán. No es de extrañar que los iraquíes sospechen de los motivos de sus liberadores de hoy.
En los meses previos a la guerra, Washington hizo todo lo posible por conservar estas sospechas. Si se hubiera logrado una resolución del Consejo de Seguridad para avalar la guerra contra Irak, los iraquíes habrían sido más receptivos hacia una invasión con el auspicio de la ONU. Esto hubiera hecho mucho más difícil para Saddam presentar la invasión como una conquista imperial.
Hace poco más de un mes, en una reunión en Ankara, se le dijo abruptamente a líderes kurdos que Irak estaría bajo un gobierno militar estadunidense tras la caída de Saddam, y en él, tanto ellos como la oposición iraquí fungirían únicamente como asesores. Esta postura se eliminó más tarde de manera igualmente abrupta. (En privado líderes kurdos y opositores dicen que aunque la oposición parezca fragmentada, no es así si la comparamos con las divisiones que existen en Washington, donde cada parte de la burocracia tiene su propia política.)
Por mucho que a la mayoría de la población le desagrade Saddam Hussein, él está apelando al nacionalismo iraquí y al patriotismo. Estos elementos se encuentran muy lastimados tras sus desastrosos años en el poder, pero aún tienen resonancia. Alguien que ha sido opositor a su régimen durante mucho tiempo me dijo el pasado fin de semana que a pesar de que está a favor de la invasión, sintió un escalofrío de furia cuando vio imágenes de soldados estadunidenses izar la bandera de las barras y las estrellas cerca de Um Qasr.
Existen otras razones por las que Saddam Hussein ha logrado mantener el control sobre mucha de la población iraquí mientras las tropas angloestadunidenses arrasan lo que encuentran en su paso hacia Bagdad. Hussein aprendió las lecciones de los grandes levantamientos de musulmanes chiítas del sur de Irak y de kurdos en el norte, en 1991. Estos movimientos estuvieron a punto de derrocarlo debido a que el ejército iraquí había sido derrotado en Kuwait y sus fuerzas de seguridad fueron tomadas por sorpresa. El control central de Bagdad quedó paralizado.
Pero esto no ha vuelto a ocurrir en esta guerra. Mucho tiempo antes de la invasión, el líder iraquí formó comités con elementos de las fuerzas de seguridad y miembros del partido Baaz en cada aldea, poblado y en distritos de todas las ciudades. Sus órdenes fueron liquidar cualquier disidencia tan pronto apareciera, y por eso, ningún levantamiento llegó a despegar.
Saddam descentralizó la autoridad y la depositó en comandantes regionales para que no todas las órdenes partieran de él. Evidentemente, también ha logrado implementar un sistema alternativo de comunicaciones. Lo más notable de esos videos sedientos de sangre en que aparecen soldados estadunidenses y británicos muertos y capturados es que en cuestión de horas las emboscadas fueron filmadas y el video logró ser trasladado a Bagdad. De esta manera, el dirigente pudo hacer publicidad a pequeños éxitos cuando la invasión estaba en una etapa temprana y crítica.
Aún es posible un colapso del régimen, pero Saddam parece estar alcanzando su objetivo principal de lograr que la guerra continúe por lo menos otros 20 días. Si los bombardeos aéreos se usan como soporte táctico para un asalto a Bagdad el saldo de víctimas civiles será terrible. Al principio de la guerra, si Estados Unidos hubiera jugado sus cartas sabiamente, podía haberse encontrado con una población iraquí lo suficientemente desesperada como para aceptar un gobierno extranjero con tal de volver a la normalidad.
Pero prácticamente todas las declaraciones que han salido de Washington dan la impresión de que sus planes a largo plazo no son muy diferentes a los de Gran Bretaña en 1917. Incluso la muerte de Saddam provocaría una mayor y más amarga resistencia.
* Catedrático invitado en el Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales de Washington. Escribió, junto con Andrew Cockburn, el libro Saddam Hussein, an American Obssesion.


© The Independent
Traducción: Gabriela Fonseca