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Noam Chomsky

6 de marzo de 2004

Mientras Saddam espera su destino

Noam Chomsky
La Jornada

La larga y tortuosa relación entre Saddam Hussein y Occidente planteará preguntas sobre cuestiones -y vergüenzas- que podrían emerger ante un tribunal. Durante un juicio medianamente justo contra Saddam (lo cual es prácticamente inimaginable), un abogado defensor tendría justificación suficiente para llamar a declarar a Colin Powell, Dick Cheney y Donald Rumsfeld, y a Bush I y a otros altos funcionarios de la administración Reagan-Bush, quienes otorgaron considerable apoyo al dictador, aun mientras éste perpetraba sus peores atrocidades.

Un juicio justo cuando menos admitiría el elemental principio moral de la universalidad: el acusado y los acusadores deben estar sujetos a los mismos estándares. En los que respecta a tribunales creados para juzgar crímenes de guerra, los precedentes son turbios. Incluso en Nuremberg, el menos de-fectuoso de éstos (y que ostentaba la peor colección de gángsters jamás reunida), la definición operativa de "crimen" era: algo que los alemanes cometen y los aliados no.

"Hussein, al igual que Milosevic, tratará de avergonzar a Occidente hablando del apoyo que alguna vez dio a su régimen, lo cual es legalmente irrelevante, pero que provocará muecas de mortificación tanto en Jacques Chirac como en Rumsfeld", sostuvo recientemente, en el Boston Globe, Gary J. Bass, profesor de la Universidad de Princeton y autor del libro Seguir siendo la mano de la venganza: las políticas en los tribunales de crímenes de guerra.

Para que haya un juicio realmente justo, desde luego que será relevante el hecho de que, como lo demuestra abundante información de archivo del Congreso y de otros organismos, Washington mantuvo una relación impía con Saddam durante los años 80. El pretexto inicial era que Irak mantenía bajo control a Irán, país al que atacó con ayuda estadunidense. Ese apoyo continuó aun después de que terminó la guerra entre las naciones vecinas. Los mismos que llevaron a cabo esa política conciliadora son los que quieren llevar a Saddam ante la justicia.

Rumsfeld, como enviado especial de Ronald Reagan en Medio Oriente, visitó Irak de diciembre de 1987 a enero de 1989, y meses después Powell se convirtió en presidente del estado mayor conjunto. Cheney, en ese tiempo, era secretario de Defensa de Bush I. De esta forma, Powell y Cheney estaban en posiciones que se hallaban en la cima del poder en cuanto a la toma de decisiones durante el periodo en que Saddam cometió sus peores atrocidades: la matanza y el ataque con gases contra los kurdos en 1988 y la represión de la rebelión chiíta en 1991, que bien hubiera podido derrocarlo.

Hoy, bajo Bush II, Powell, Cheney y otros que constantemente sacan a colación esas atrocidades para justificar que el diablo te-nía que ser derrotado, y con toda razón. Sin embargo, omiten el elemento crucial del apoyo a Saddam Hussein en ese periodo.

En octubre de 1989, Bush I emitió una directiva de seguridad nacional en que afirmaba que "las relaciones normales entre Estados Unidos e Irak servirán a nuestros intereses a largo plazo y promoverá la estabilidad en la región del golfo Pérsico y en Medio Oriente". Estados Unidos ofreció subsidiar las importaciones de alimentos que el régimen de Saddam necesitaba urgentemente, después de haber destruido toda la producción agrícola de los kurdos. Washington también le ofreció a Bagdad tecnología avanzada y agentes biológicos que podían a integrarse a armas de destrucción masiva.

Después de que Saddam se salió de la raya e invadió Kuwait, en agosto de 1990, las políticas y los pretextos cambiaron, pero un elemento se mantuvo constante: el pueblo iraquí no debe controlar su país. En 1990, la Organización de Naciones Unidas (ONU) impuso sanciones económicas a Irak, las que fueron administradas principalmente por Estados Unidos y Gran Bretaña. Estas sanciones, que continuaron durante el mandato del presidente Bill Clinton hasta Bush II, son posiblemente el legado más penoso de la política estadunidense hacia Irak.

Ningún occidental conoce Irak mejor que Denis Halliday y Hans Von Sponeck, quienes fueron sucesivamente coordinadores de la labor humanitaria de la ONU en esa nación, de 1997 a 2000. Ambos renunciaron al cargo en protesta por las sanciones contra el régimen, que Halliday calificó de "genocidas". Como lo han señalado Halliday, Von Sponeck y otros durante años, las sanciones devastaron a la población iraquí mientras fortalecían a Saddam y su pandilla, haciendo que el pueblo dependiera cada vez más del tirano para sobrevivir.

"Hemos dado respaldo (al régimen de Saddam) y le hemos negado al país oportunidades para cambiar", dijo Halliday en 2002. "Estoy convencido de que si a los iraquíes se les devolviera su economía y sus vidas, ellos restaurarían sus medios de subsistencia, se encargarían de conseguir el tipo de gobierno que quieren y creen es el que conviene a su país". Independientemente de si se permite o no que esta historia salga a la luz ante un tribunal, el asunto de quién va a estar a cargo en Irak en el futuro aún es crucial, y muy discutible en este momento.

Aparte de este tema crucial, a aquellos que les preocupa la tragedia en Irak tenían tres objetivos básicos: 1) Derrocar a la tiranía. 2) Poner fin a las sanciones que castigaban a pueblos y no a los gobernantes. 3) Mantener una especie de orden mundial.

No hay desacuerdo, entre la gente decente, en cuanto a los dos primeros objetivos; el haberlos logrado es motivo de regocijo, especialmente en aquellos que protestaron contra el apoyo estadunidense a Saddam, y que después se opusieron a las asesinas sanciones contra el régimen. Pueden aplaudir esos cambios sin hipocresía. Pero el segundo objetivo de seguro pudo haberse logrado, y probablemente también el primero, sin socavar al tercero.

La administración Bush ha declarado abiertamente su intención de desmantelar lo que quedaba del sistema de orden mundial y de gobernar al mundo por la fuerza, e Irak fue su proyecto de demostración.

Esta intención ha provocado temor, y a menudo también odio en todo el mundo, así como desesperación entre aquellos que están preocupados por las posibles consecuencias de elegir permanecer como un cómplice de las actuales políticas estadunidenses que consisten en ejercer la agresión a voluntad. Esta, desde luego, es una posibilidad que, en gran medida, está en manos del pueblo estadunidense.

*Chomsky es activista político y profesor de lingüística en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, Cambridge. Es autor del best-seller internacional 9-11. Su nuevo libro es Hegemonía o so-brevivencia: la lucha de Estados Unidos por el dominio global