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Opiniones

10 de noviembre del 2002

Sobre Cambiar el mundo sin tomar el poder
Una crítica a Holloway

Octavio Rodríguez Araujo
La Jornada

Comencé a leer con seriedad y respeto el más reciente libro de mi amigo John Holloway hasta que llegué a las páginas 41 y 42. Me refiero a su libro titulado Cambiar el mundo sin tomar el poder, publicado por la Universidad Autónoma de Puebla y la revista Herramienta del Partido Autodeterminación y Libertad que dirige Luis Zamora en Argentina.
Al llegar a las páginas mencionadas me dije que tenía que escribir sobre el tema. No puede uno pasar por alto a un autor, aunque sea mi amigo, que se siente el sumo pontífice al decir, así, sin más, que "el desafío revolucionario de comienzos del siglo veintiuno" es "cambiar el mundo sin tomar el poder". No es una hipótesis, es una afirmación. Y su punto de partida, el dato importante es que el objetivo de la revolución es "crear una sociedad basada en el reconocimiento mutuo de la dignidad de las personas". Lo que no nos dice Holloway es cómo y a partir de qué y con quién se va a crear esa sociedad basada en el reconocimiento mutuo de la dignidad de las personas. ¿De qué personas está hablando el autor? ¿De las que vemos en la calle avasallando a otras? ¿De las que regatean en los mercados, incluso a los indios que venden con grandes dificultades sus artesanías? ¿De las que tratan de ganar la delantera en un crucero de calles o que no respetan la fila para abordar un autobús? ¿De qué personas y de dónde habla Holloway?
Las preguntas anteriores son a título de ejemplo, pero podría llenar cuartillas sobre personas, de todas las clases sociales y del mundo étnico, incluso del ámbito zapatista en Chiapas, que no toman o, en algún momento, no han tomado en cuenta la dignidad de las personas, ni siquiera en la vida cotidiana. Lo que John está suponiendo es que unas personas, no enajenadas por las relaciones de producción y de consumo del capitalismo, que no son influenciadas por la televisión, la radio, la escuela ni la familia, ni por tradiciones y usos y costumbres, crearán una sociedad basada en el reconocimiento mutuo de la dignidad. ¿Y de dónde saldrán esas personas? Es más, ¿dónde están? Quisiéramos conocer ese mundo ideal de personas buenas, honestas, altruistas, solidarias, sin ambiciones personales, desprendidas, bondadosas que crearán esa sociedad o, acaso, ¿serán esas personas comunes y corrientes, con mezquindades y egoísmos, competitivas y gandallas, las que crearán esa sociedad basada en el reconocimiento mutuo de la dignidad?
Usemos la misma dialéctica de Holloway. Si "lo que está en discusión en la transformación revolucionaria del mundo no es de quién es el poder sino la existencia misma del poder" (p. 36), ¿por qué no usamos la misma lógica para la sociedad? ¿Por qué no decimos también que lo que está en discusión en la transformación revolucionaria del mundo no es sólo quiénes conforman la sociedad sino la sociedad misma? La sociedad no es una abstracción, está compuesta por personas concretas con sus cualidades y con sus defectos; con unas enajenaciones o con otras; con sus influencias, asumidas conscientemente o no; con sus ambiciones, libres o enajenadas; con sus deseos, válidos o no para ellas y para otras personas; etcétera. Si la sociedad determina de alguna manera a los individuos, ¿éstos no determinan también a la sociedad? Cada ámbito social, incluso comunitario, tiene sus códigos y establece jerarquías, y con estos códigos y jerarquías se entienden y conviven, como se entienden con una lengua específica. Pero los códigos de unos pueden no ser compatibles con los de otros, de la misma manera que el idioma de unos no es comprensible para otros (y sirve, dicho sea de paso, para discriminar al otro). Pareciera que es un problema de autoconciencia y que se asumiera ésta como si todo mundo estuviera sicoanalizado o, para no meter una disciplina discutible para muchos, como si todo mundo estuviera en sus cabales y no fuera capaz de matar o robar por comida, agua o simplemente por defenderse de otros.
Holloway, como otros, magnifica Seattle, como uno de los puntos de partida en las luchas contra el neoliberalismo (y anticapitalistas, añade), y pasa por alto que el 30 de noviembre de 1999 en esa ciudad del estado de Washington también participaron varios sindicatos de la AFL-CIO que distan mucho de ser anticapitalistas y, peor aún, organizaciones neo-nazis como AGAN (Anti-Globalism Action Network), también contrarias a la globalización neoliberal, y que se han presentado como National Alliance (Alianza Nacional) cuya finalidad es atraer a jóvenes activistas anti-globalización no politizados. Es la diversidad-identidad de la sociedad en movimiento y, para citar a John, fuente de "importantes focos para el movimiento del antipoder" (p. 42, nota). ¿Todos o sólo unos?