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Opiniones

23 de septiembre de 2003

 

Las izquierdas latinoamericanas: Observaciones a una trayectoria

Nils Castro

La Jiribilla

En la evolución de las izquierdas latinoamericanas, los sucesivos aportes llegados de ultramar han interactuado, en diversas formas, con los intentos locales de explicar nuestra propia realidad y procurarle alternativas.

Sin embargo, ni esos legados ni estos esfuerzos han sido homogéneos ni pasivos. Aparte de las grandes contribuciones recibidas —como las ideas de la Ilustración, de la república liberal o el socialismo—, igualmente hemos recibido pautas que reflejan controversias y endosan actitudes ajenas a nuestras circunstancias. Así, unas veces la síntesis de la experiencia foránea con los interrogantes locales ha sido provechosa y otras equívoca y hasta nociva, y en ocasiones la sagacidad nativa ha debido remplazar al talento importado.

¿Cómo incide eso sobre la actual decantación de las perspectivas latinoamericanas de izquierda?

Tempranas advertencias y viejas disyuntivas

El tema dista de ser nuevo. Ya en Nuestra América —un breve y enjundioso ensayo de 1891— José Martí afirmaba que "con los oprimidos [hay] que hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores", apuntando que para cumplir ese objetivo es preciso "conocer el país, y gobernarlo conforme al conocimiento", puesto que ese es el "único modo de librarlo de tiranías". Pero, para eso "la universidad europea ha de ceder a la universidad americana", pues "los estadistas naturales surgen del estudio directo de la naturaleza y no de copiar postulados foráneos".

En consecuencia, concluye Martí, nuestra realidad "de los incas a acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia", puesto que el pensamiento latinoamericano debe reemplazar al conocimiento exótico, así que "injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas".

Martí impulsó el pensamiento latinoamericano contemporáneo al poner lo mejor del liberalismo democrático radical de su tiempo a resolver las demandas del siglo XX. Para hacer causa "con los oprimidos" postuló la necesidad de organizar un partido político encaminado a alcanzar no una sino dos emancipaciones: ante el régimen colonial español y la previsible hegemonía norteamericana, y ante las injusticias del orden social existente en las repúblicas americanas. Por eso no le bastó crear un partido independentista sino que fundó el Partido Revolucionario Cubano, dirigido a establecer "el sistema opuesto" al interés de los colonialistas y de los opresores locales.

Las disyuntivas entre hacer la guerra de independencia y hacer la revolución social venían de antiguo. Había significado una importante diferencia, por ejemplo, entre los dos principales protagonistas de la insurgencia mexicana: el cura independista Miguel Hidalgo y el cura revolucionario José María Morelos. Convocar a los criollos ricos en apoyo a la independencia implicaba respetarles el orden social establecido por la administración colonial. Convocar a las masas para integrar al ejército liberador requería asumir sus aspiraciones de emancipación social. Simón Bolívar también conoció ese dilema.

A estos dos ejes —independencia nacional y liberación social— enseguida se le agregaría un tercero, para acompañarnos hasta el día de hoy: el de la cuestión democrática: ¿qué tanto de concentración o descentralización de la autoridad y el poder, de persuasión o de fuerza, de pluralidad del debate o de verticalismo decisorio se debe disponer —y por cuánto tiempo— para garantizar que los cambios se hagan sin que sus adversarios lo impidan?

Con las ideas, llegaron los temas

A mediados del siglo XIX, en el liberalismo latinoamericano chocaban dos corrientes: un ala demócrata radical ilustrada, luego seducida por el positivismo, y el ala popular, portavoz de aquel anhelo social. En algunos países —como Colombia y Honduras— esa disyuntiva siguió viva entre los liberales del siglo XX, atrapados entre promesas de reformas cada día más tímidas, y prácticas clientelistas cada vez más dominantes. Mas esto no sólo causó decepciones, sino también intercambio de ideas y personas a lo largo del empalme del liberalismo popular con las propuestas socialistas que seguirían viniendo.

Las ideas socialistas arribaron a América Latina desde mediados del siglo XIX. Las trajeron inmigrantes con experiencia política, así como una intelectualidad criolla que difundía las ideas y acontecimientos de Europa, tales como los de la Comuna de París. Naturalmente, al inicio primó la difusión de esas ideas, y sólo más tarde comenzaron los primeros intentos de aplicarlas a nuestras realidades.1

Los grupos de inmigrados crearon organizaciones y periódicos socialistas y anarquistas que se ocupaban de las disputas políticas de sus países de origen. Las agrupaciones latinoamericanas reflejaban las divergencias entre las distintas corrientes del socialismo y sus controversias con los anarquistas, y después las confrontaciones entre la II y la III internacionales. Ello ayudó a esclarecer ideas y reflejó la vocación internacionalista de las izquierdas. Pero la materia de muchas de esas polémicas no eran los respectivos problemas nacionales, sino disputas distantes de la situación real que nuestros pueblos vivían.

Junto con las buenas ideas, vinieron temas y disputas ajenos. Muchas veces eso impidió reconocer realidades, dispersó fuerzas, dificultó concertar alianzas y contribuyó a enfrentar entre sí a los integrantes de las izquierdas latinoamericanas. Ante la preeminencia ideológica de las internacionales europeas, el cubano Julio Antonio Mella alertó sobre la necesidad de basarse en las particularidades latinoamericanas, y abordar con criterio propio lo que tocaba hacer en nuestros países. Pero aún así la conducta de Mella se ajustó a las orientaciones de la III Internacional y su corta vida no alcanzó para verlo resolver el dilema.

No obstante, en los primeros 30 años del siglo no faltaban acontecimientos y temas propios que merecían examinarse. En el Sur, Uruguay tuvo las reformas de José Batlle; Chile vivió notables progresos de organización sindical y política, y la experiencia de su primer Frente Popular; Argentina, el estallido de Córdoba y una reforma que se propagó a gran parte de las universidades de América Latina.

En el Norte, el hecho cimero fue la Revolución mexicana y el largo proceso de decantación de sus opciones, sobre todo de 1913 hasta el final de los años 30. Sin embargo, en esa época la influencia mexicana en el pensamiento político latinoamericano más derivó de los afanes de sus líderes populares y de las acciones de los gobiernos revolucionarios —en particular el de Lázaro Cárdenas— que del discurso de sus ideólogos. La excepción fue La raza cósmica de José Vasconcelos, cuya visión global de los problemas latinoamericanos influyó sobre las concepciones nacional revo­lucionarias.

Una instancia foránea

Por otro lado, en Europa había estallado el proceso que más estimuló la conciencia política de la época: la Revolución rusa y los desarrollos y definiciones que ella desató desde 1917 hasta que el estalinismo diezmó al liderazgo originario de la Revolución. Modelo y fuente de inspiración, en América Latina la hazaña bolchevique estimuló el nacimiento de nuevos partidos de izquierda y la conversión de organizaciones socialistas en comunistas, profundizó la diferenciación de ambas vertientes e incrementó su activismo, dejando en el pasado a las antiguas influencias anarquistas.

Lo que comenzaba en Rusia y parecía próximo a contagiar a Alemania y buena parte de Europa del Este, dio origen a la III Internacional y precipitó la crisis de la II. Además de los debates sobre las nuevas tareas revolucionarias, también se discutieron las alternativas de los países coloniales y semicoloniales o atrasados. Por breve tiempo, el tema incluyó la posibilidad de impulsar allí la opción nacional revolucionaria, que en América Latina ya tenía el referente mexicano.

Pero lo que al inicio se pensó como un ámbito para intercambiar ideas, experiencias y solidaridades entre los revolucionarios del mundo, pronto tomó otro curso. En parte a solicitud de algunos partidos miembros, la Internacional pasó de orientar a tutelar las posiciones de sus integrantes, y a fijar los términos de su diferenciación frente a las demás vertientes de la izquierda. En los años 20 esto se concretó en la consigna de privilegiar la lucha de "clase contra clase", rechazándose la cooperación con las organizaciones que no adoptaran el papel de destacamento de la vanguardia obrera y el objetivo de instaurar la dictadura del proletariado.

A la postre, la Internacional constituyó una instancia de calificación que valoraba las conductas de sus miembros conforme a parámetros doctrinarios ajenos a las realidades de América Latina. Y, más tarde, subordinaría sus actividades a la prioridad de defender el interés de la asediada República soviética, aún en desmedro de los requerimientos y las oportunidades de los pueblos y partidos latinoamericanos.

En busca de protagonista

Algunos partidos socialistas, sin caracterizarse necesariamente como antisoviéticos, prefirieron conservar su independencia conceptual y organizativa, pese a que la desaparición de la II Internacional los dejó en cierto aislamiento. Aún así, en unos pocos casos, como el chileno, estos partidos lograron cierta fortaleza, pero las más de las veces la bifurcación entre comunistas y socialistas mermó los éxitos de ambas opciones, y asimismo restringió la posibilidad de formular concepciones socialistas o socialdemócratas originales, como lo reclamaba la originalidad de las circunstancias americanas.

Entre las particularidades que exigían examinarse para explicar la realidad de muchos países latinoamericanos, sobresalían las relativas a la situación agraria y la cuestión indígena, así como la presencia de otros grupos humanos no previstos en el legado teórico socialista sobre las clases sociales. Igualmente, las referidas a la heterogeneidad de las estructuras socioeconómicas coexistentes y superpuestas en esas naciones, agravada por la implantación de enclaves económicos extranjeros desarticulados de los demás componentes de cada país.

La importancia social de la economía rural, la precariedad de la industria y del movimiento obrero, la endeble existencia de burguesías nacionales, así como el relevante activismo de la clase media y de sus expresiones estudiantiles y gremiales, causaban dudas sobre la posibilidad de que la realización de los cambios revolucionarios necesariamente correspondiera a la clase obrera y su vanguardia política. No obstante, así lo prescribía la simplificación ideológica que la Internacional adoptó como visión del mundo.

En Perú, esas cuestiones fueron tempranamente abordadas por el liberalismo radical, sin que el pensamiento marxista tuviera respuestas que brindar hasta que José Carlos Mariátegui asumió el tema. El más poderoso creador de pensamiento político en la América Latina de su época, Mariátegui entre otras cosas rechazó el determinismo que entonces prevalecía, así como "la reducción del proceso histórico a una pura mecánica económica", afirmando que la revolución sólo puede realizarse movilizando los sujetos humanos efectivamente capaces de cambiar el orden existente.

Por ello, señaló, es preciso que esos sujetos desarrollen "la conciencia previa de su interés de clase", para lo cual los revolucionarios cuentan con dos recursos distintos: el marxismo como método de interpretación histórica de la sociedad, y la mística propia de la misión de luchar por la regeneración no sólo de la clase oprimida sino de toda la sociedad. Pero en la realidad peruana, ¿dónde encontrar dichos sujetos?

Las llamadas "condiciones objetivas" de la revolución socialista no estaban presentes: la economía capitalista no se había desarrollado con amplitud, faltaba una burguesía capitalista "patrona de la economía nacional", y se carecía de una clase obrera con suficiente presencia socioeconómica y cultural. En el marco presidido por la sociedad tradicional y los enclaves de capitalismo colonialista, no había una nación integrada, sino una superposición de sistemas socioeconómicos, agregados a lo largo de una secuencia histórica distinta de la que los teóricos europeos habían descrito.

El país estaba dividido por fronteras interiores, históricas, geográficas, económicas, étnicas y culturales. En particular, se desarticulaba en tres zonas económicas: la costa, con cierto desarrollo agrícola e industrial, la andina, que conservaba impronta feudal y, entremezclado con ellas, el colectivismo indígena. A lo que se agregaba la selva amazónica, que existía al margen de la civilización. Pero cada componente de esa superposición se había sumado sin eliminar los sistemas preexistentes, así que bajo todo ese andamiaje perduraban las extendidas raíces del colectivismo indígena precolonial. Por lo tanto, dedujo, el protagonista de la revolución podía ser el pueblo indígena.

Tal como había sostenido el liberal Manuel González Prada —de quien tanto Mariátegui como Víctor Raúl Haya de la Torre fueron discípulos—, la cuestión indígena no era cultural o filantrópica, sino la cuestión económica y agraria del reparto de la tierra. A lo que Mariátegui añadió la conclusión de que para crear otra realidad mejor "sus realizadores deben ser los propios indios".

El tema involucraba más que el solo problema indígena, pues igualmente aludía a la identidad y el papel sociopolítico de los demás grupos sociales americanos que tampoco figuran en el inventario europeo. Sin embargo, la pronta muerte de Mariátegui no le dio tiempo para llevar su tesis a la práctica en el partido comunista que él fundo para ello. Esa tesis, empero, todavía tiñe el debate ideológico peruano, aunque en vida de su autor la III Internacional la desechó.

Un capitalismo socialista

El principal contrincante teórico de Mariátegui fue su ex compañero Víctor Raúl Haya de la Torre. Luego de destacarse en el movimiento estudiantil y las universidades populares, fue exiliado y temporalmente radicó en México, de cuyas experiencias fue testigo y donde fundó la Alianza Popular Revolucionaria Americana (apra)2. Si bien no logró el propósito de crear una organización política continental, sí le dio a Perú un partido de nuevo tipo.

Haya de la Torre perseveró en hacer del Partido Aprista Peruano una organización disciplinada, pero concebida como una alianza de trabajadores urbanos, campesinos, clase media e intelectuales, así como de elementos de la burguesía nacional, y destinada a luchar contra la aristocracia terrateniente, el capital extranjero y el imperialismo. Su concepto de quiénes deberían integrar el partido disentía del modelo prohijado por la III Internacional y adoptado por Mariátegui, pero en lo que toca a su estructura organizativa, Haya escogió el sistema de dirección y el tejido celular característicos del modelo bolchevique, idóneos para actuar en clandestinidad.

De primer intento, Haya planteó su propuesta como una revisión del marxismo esquemático, señalando que no cabía "inventarle" un ambiente europeo a la realidad americana, sino "descubrir" las verdades de esta realidad en sus propios espacio y tiempo históricos. Por ejemplo, acerca del imperialismo, que para los países que habían transitado todas las etapas del desarrollo figuraba como la última etapa del capitalismo cuando, en su lugar, para las naciones más atrasadas el capitalismo había llegado por primera vez bajo la forma imperialista, por lo cual ésta había sido su primera forma de manifestación.

Mientras Mariátegui se centró en los factores internos del atraso y la dependencia peruanos, Haya de la Torre observó sus causas externas. Ambos coincidieron en lo que toca a la heterogénea composición socioeconómica del país —la superposición de realidades propias correspondientes a distintas etapas del desarrollo europeo—. A lo cual Haya agregó que ante la penetración del imperialismo algunos de esos componentes superpuestos ejercen papeles cómplices, como el feudalismo tradicionalista que funciona al servicio de imperialismo a la vez que éste feudaliza el ámbito social de las inversiones capitalistas.

Ante eso, Haya de la Torre propuso impulsar un capitalismo nacionalista, autónomo y con proyección social, similar al que él había observado en México. Su enemigo principal era la oligarquía, que domina al Estado y vincula sus intereses a los extranjeros; en consecuencia, ese capitalismo debía acometer la nacionalización progresiva de la riqueza, arrebatándola al imperialismo para entregarla a quienes la trabajen en provecho del bien colectivo, a través de corporaciones de fomento. Como etapa previa al socialismo, ese nacionalismo capitalista respetaría la riqueza individual, ofreciendo ancho campo a la iniciativa privada que promoviera la desfeudalización y el progreso de los pueblos indoamericanos.

Desde el primer momento el aprismo fue blanco de un decidido rechazo de los partidos de la III Internacional. Pese a coincidir —durante los primeros lustros— en la prédica antioligárquica y antimperialista, y enfrentar las mismas dictaduras de derecha, prevaleció la consigna de "clase contra clase" y se descartó toda posibilidad de cooperación política. Lo que, por supuesto, en nada contribuyó a mejorar la suerte, la organización ni la educación política de los trabajadores ni de los indígenas peruanos, como tampoco de los demás latinoamericanos.

La propuesta aprista captó la cultura política de gran parte de la sociedad peruana. Aunque por años Haya de la Torre dirigió su partido desde el exterior, cuando en 1931 pudo volver a Perú enseguida fue electo presidente de la República, pero inmediatamente lo derrocaron y el aprismo fue proscrito. En su larga clandestinidad, el aprismo siguió reivindicando la democracia parlamentaria, y rechazó tomar las armas o aceptar cualquier tipo de dictadura, incluida la proletaria.

Cuando ante la creciente amenaza fascista en Europa, en 1935 la Internacional decidió promover la política de articular Frentes Populares con las demás izquierdas, era demasiado tarde. Los apristas replicaron que ellos ya constituían un frente en el que los trabajadores, campesinos, estudiantes e intelectuales participaban por igual, sin requerir la dirección proletaria que se les proponía.

Con los años, Haya de la Torre y su partido fueron distanciándose de su posición antimperialista y socializante, y adoptaron una política crecientemente conciliadora con la oligarquía peruana y los gobiernos de Washington. Muchas de las críticas que en los años 20 y 30 eran excesivas, en los 50 se volvieron enteramente correctas. Pero, medio siglo más tarde cabe preguntarse si ese deterioro fue totalmente endógeno, o si al mismo también contribuyó la hostilidad que los partidos comunistas le mantuvieron a escala mundial.

Del antifascismo al extremismo

Durante el gobierno de Lázaro Cárdenas en México hubo algunas políticas socializantes. Se impulsó la reforma agraria y se estimuló la sindicalización. Vicente Lombardo Toledano organizó la Confederación de Trabajadores de México (ctm) y la Confederación de Trabajadores de América Latina que por unos años tuvo influencia regional. Con todo, a Lombardo se le criticó que su política se orientaba a respaldar un desarrollo capitalista autónomo, que él conceptuó como condición previa para pasar al socialismo.

Pero enseguida de concluir el mandato de Cárdenas empezó el reflujo. Sintomáticamente, su Partido Nacional Revolucionario (pnr) pasó a denominarse Revolucionario Institucional (pri) y no mucho después, Lombardo Toledano perdió el control de la ctm. Más tarde fundó el Partido Popular, concebido como una organización de masas con ideología marxista y objetivos socialistas, pero con una vocación democrático electoral diferente al modelo leninista de partido de vanguardia. No obstante, se ató a la política defender la anterior orientación del país, y su escasa independencia crítica frente a los gobiernos postcardenistas le mermó el crecimiento esperado.3

El gobierno de Cárdenas sostuvo una política decidida de solidaridad con la República española, gesta que movilizó a las izquierdas latinoamericanas y fortaleció la política antifascista de crear alianzas policlasistas. Terminada la Guerra Civil, México dio refugio a millares de familias republicanas, incluyendo una importante proporción de la intelectualidad antifranquista.4

Cárdenas asimismo dio refugio a León Trotsky, quien en México fundó la IV Internacional. Formalmente, las divergencias de concepción estratégica que dieron argumentos para explicar su expulsión interesaban al movimiento comunista mundial. Y, sobre todo, a los partidos a cuyas naciones la revolución iba a extenderse si se decidía no limitarla a un solo país, y a los partidos de las naciones que serían más afectadas por la "revolución permanente", si es que dichas dos propuestas de Trotsky hubieran prevalecido en Moscú.

Sin embargo, la cuestión medular no habían sido las divergencias teóricas planteadas por Trotsky, sino la lucha por el control del poder y su denuncia de la excesiva autoridad acumulada por José Stalin. En realidad, el grueso de la argumentación que a la larga ambas partes llegaron a desplegar se escribió después de la expulsión de Trotsky y de la persecución a sus simpatizantes. Sin demérito de su valor teórico, esa polémica no fue el motivo básico de la ruptura, sino la forma en que las partes luego legitimaron sus respectivas posiciones. De haberse tratado sólo de un conflicto ideológico, quizás no hubiera alcanzado de inmediato esos extremos represivos, de tan enormes costos políticos.

Así, al menos al comienzo, la controversia entre los comunistas y trotskistas latinoamericanos —en las diversas formas que ella tomaría—, una vez más fue un reflejo local de conflictos de ultramar. Una confrontación que no atañía a los temas latinoamericanos, pero que vino a fraccionar a las izquierdas nativas por razones ajenas al interés de sus pueblos.

Luego, posteriores eventos le fueron agregando otras leñas a la divergencia inicial, pues con el tiempo a las discrepancias y resentimientos se les añaden estilos y culturas políticas que siguen reciclándose. La paradoja está en que algunos viejos reflejos aún subsisten cuando sus motivos originarios hace mucho desaparecieron —así fueran ellos la revolución permanente o la puja por el poder—, e incluso cuando la bandera roja ya ni siquiera ondea en el Kremlin.

Esto no niega que la controversia tuvo diferentes consecuencias intelectuales de interés. Añadió ocasiones de rediscutir la naturaleza y las alternativas del socialismo y de sus relaciones con las demás corrientes. Generó ámbitos adicionales de pluralidad reflexiva, no sólo entre quienes evitaron alinearse con la III o con la IV internacionales —se incrementó la pluralidad ideológica del socialismo—, e incluso entre algunos de los partidos leales al liderazgo soviético.

Al cabo, eso fortaleció el campo del marxismo independiente y del marxismo académico, que tendrían creciente influencia en las ciencias sociales, lo que propició nuevos desarrollos y aplicaciones del pensamiento de izquierda no subordinadas al interés y control partidistas. Con el tiempo, además, aunque las filas de la corriente trotskista mermaron, ésta se instaló a la izquierda del espectro adjudicándose una función de vigilante crítica de las demás corrientes y conductas de izquierda, incluso con olvido de la crítica a las derechas. Pero, como el tábano que pica incluso cuando no hay motivo, estimuló al toro a seguir moviéndose.

De la guerra caliente a la fría

Ante la Gran Depresión, el crecimiento de la amenaza fascista y la II Guerra Mundial, la estrategia de aliar las fuerzas democráticas suavizó antagonismos. Quienes debían contribuir a la derrota del enemigo principal se concedieron una tregua, desde el gobierno de Franklin D. Roosvelt hasta las izquierdas latinoamericanas. La política del Buen Vecino no sólo suavizó relaciones, sino que al cabo facilitó el abandono del discurso antimperialista y socializante de algunos grandes partidos reformistas, como el apra y la venezolana Acción Democrática, que se acogieron a la excusa de que era el imperialismo quien había cambiado.

Entre los albores de la II Guerra Mundial e inicios de los años 50, en Sudamérica surgieron dos grandes movimientos nacionalistas de origen militar, con respaldo popular u obrero y participación de segmentos de la clase media y el empresariado, los cuales alcanzaron cierta proyección social: en Argentina el peronismo y en Bolivia el Movimiento Nacionalista Revolucionario (mnr). A su manera, en Brasil el obrerismo o trabalhismo encabezado por Getulio Vargas tuvo similitudes con esos movimientos, aunque siempre bajo liderazgo civil.

En los tres casos se trató de procesos y dirigencias sociopolíticas de perfil antioligárquico, populista, corporativo y estatizante, que usaron métodos autoritarios para introducir reformas institucionales y robustecer la soberanía nacional. Además, de procesos que ganaron la adhesión de la mayoría popular y obrera en detrimento de las izquierdas reconocidas, y que mantuvieron una heterogeneidad social y una ambigüedad político ideológica que le ocasionó dificultades y errores a dichas izquierdas para identificar su carácter y adoptar una adecuada posición respecto a los mismos.

Más allá de eso, dentro de cada uno de estos movimientos se formó una corriente de nacionalismo populista o izquierda nacional que asimiló retazos de la cultura socialista, aunque al margen de los partidos de esa filiación y de los partidos comunistas. En Brasil y Bolivia eso aún tiene huellas en la forma de partidos sucesores de aquellos movimientos, y en Argentina a través de la izquierda peronista.

Al cabo de la II Guerra Mundial, la victoria antifascista renovó el prestigio soviético, a lo que se sumó la aparición del llamado campo socialista y poco después, el surgimiento de la Revolución en China. Stalin hizo suprimir formalmente la III Internacional y en Europa occidental se constituyó la Internacional Socialista, que con perfil socialdemócrata remplazó a la fenecida II Internacional.5

No obstante, tras un breve período de optimismo pacifista en el mundo se entronizó la Guerra Fría, en Estados Unidos el macartismo y, en América Latina una generalizada persecución a los aliados de ayer. Bajo la obsesión anticomunista, Washington prohijó a viejos y nuevos dictadores, particularmente en los países de la Cuenca del Caribe. Durante el subsiguiente período, en esa región descollaron las luchas para recuperar la democracia representativa.

En América Latina, la Guerra Fría impuso un forzoso alineamiento de todos o casi todos los gobiernos y movimientos políticos con una u otra de las superpotencias y su campo de influencia, casi siempre el de Estados Unidos. Los contados esfuerzos temporales de adhesión al Movimiento de los Países No Alineados expresaron una aspiración simbólica más que una ejecutoria real. Lejos de la relativa efectividad que el neutralismo alcanzó en el ámbito afroasiático, en el ambiente de la Guerra Fría cada proceso o régimen político más pronto que tarde fue calificado y tratado según su supuesta o su efectiva adscripción a uno u otro de esos dos campos de influencia.

Aún así, pese a la atmósfera anticomunista dominante, repetidas veces los esfuerzos por recuperar la democracia formal dieron lugar a coincidencias temporales entre las izquierdas y algunos segmentos de los partidos reformistas y liberales. Además, promovió una cultura política de defensa de la democracia frente a cualquier autoritarismo, pese a las deficiencias que esa democracia pudiera tener. Aunque las izquierdas de la época no atinaron a hacer la Revolución que anunciaban, el mérito de sus luchas por defender o recuperar la democracia es indiscutible. La caída de cada uno de aquellos dictadores se propició a través del clima de movilización social articulado por las izquierdas, aunque ellas no fueran las beneficiarias de su éxito.

Al Sur, en la primera parte de los años 50, la experiencia más sobresaliente fue la Revolución boliviana, por las transformaciones que logró y por sus consecuencias teóricas. Significativamente, comunistas y trotskistas coincidían en calificar al Movimiento Nacionalista Revolucionario (mnr) de fascista6 y en desconocerlo como una opción de izquierda, por lo que ambos vieron a la Revolución pasar sin influir sobre su curso. Esto a su vez contribuyó a empantanarla y a que el proceso luego retrocediera, enseguida de que el propio mnr sintió que había desatado algo que desbordaba las intenciones de sus iniciadores, y procuró frenarlo.

Agregándose tardíamente a un proceso que había ocurrido sin ellos, comunistas y trotskistas apoyaron el golpe del general René Barrientos, quien en lugar de reanudar el proceso poco después reprimiría a los mineros y estudiantes revolucionarios. Tales desencuentros entre el proyecto nacional, el proyecto social y el proyecto democrático acabarían incrementando las inestabilidades propias de una revolución inconclusa. Aún así, derrotada la oligarquía, nacionalizadas las minas y hecha la reforma agraria, el país ya no volvió a ser el mismo.

En el área centroamericana y caribeña, conviene recordar otras cuatro experiencias de ese entonces. Una, el dramático final del esfuerzo de Jorge Eliécer Gaitán, en Colombia, por reformar las causas estructurales del atraso y la violencia sociopolíticos desde las posiciones de un liberalismo popular de vocación socialista. Líder indiscutido del partido mayoritario, Gaitán fue asesinado poco antes de las elecciones, lo que desató una enorme y desordenada sublevación popular. Cerradas las puertas a toda expectativa reformadora, ello derivó en un movimiento guerrillero que, pasando por distintas formas y liderazgos, 55 años después aún prosigue.

Otra, el derrocamiento del gobierno democrático del coronel Jacobo Árbenz, en Guatemala por medio de una invasión mercenaria, que el gobierno de Estados Unidos auspició sin disimulos, pese a que la Revolución guatemalteca apenas se había propuesto una prudente política de apertura democrática y de discreta independencia diplomática, así como una moderada reforma agraria que, sin embargo, podía afectar intereses de una poderosa empresa bananera norteamericana. La sospecha de que tales pasos, más el apoyo que los comunistas guatemaltecos les declararon, pudieran orientarse hacia un alineamiento anti estadunidense, bastaron para disparar ese desenlace. La frustración provocada dio lugar a sucesivos movimientos guerrilleros y a una abrumadora estrategia represiva. Aunque la guerrilla cesó, la violencia extrajudicial de derecha continúa y el país vio frustrarse su mejor oportunidad de modernización.

Asimismo, la cautelosa Revolución costarricense liderizada por José Figueres, que impulsó significativas reformas socialmente progresistas pero evitó entrar en colisión con la política norteamericana de la Guerra Fría. En un país pequeño y de escaso interés estratégico para Estados Unidos, la combinación de un desarrollo socialdemócrata con una política exterior acoplada a las preferencias de Washington le permitió al proceso desenvolverse sin ruido pero con relativa tranquilidad.

Y finalmente, en Venezuela, tras rebeliones en dos cuarteles, la articulación de un amplia protesta civil derrocó la dictadura de Pérez Jiménez. Su éxito fue posible combinando recursos de los partidos tradicionales y del movimiento popular inspirado, principalmente, por el Partido Comunista de aquella época. Pero acto seguido los partidos socialdemócrata y socialcristiano, junto con los partidos tradicionales, suscribieron del pacto de Punto Fijo, por cuyo medio institucionalizaron una democracia cupular que excluyó tanto a las izquierdas como a los cambios estructurales.

Telón de fondo, en el XX Congreso del pcus la Unión Soviética hizo la denuncia pública de los errores y atrocidades del régimen estalinista y anunció un proceso de reformas, que luego infortunadamente se estancó, aunque en esa época el país alcanzaba sus mejores tasas de crecimiento. Ese deshielo inició una dramática ruptura de la concertación política con la China de Mao Zedong y tuvo efectos latinoamericanos cruzados: unos militantes lo asimilaron y siguieron adelante, otros se trasladaron a organizaciones socialistas desvinculadas de la urss, y algunos desistieron7. Sin embargo, en la generación más joven la urss iba a recuperar simpatías a través de decisiones como la defensa de la nacionalización del canal de Suez —y más tarde con el respaldo a Cuba—, que mostraron a un poder capaz de contener la hegemonía estadunidense y solidarizarse con las causas del Tercer Mundo.

La crítica de las políticas del estalinismo abrió las puertas a la revisión de sus secuelas ideológicas, lo que en el período subsiguiente estimuló el marxismo académico y la renovación de la sociología y la filosofía marxistas, con notable participación de autores latinoamericanos. En particular, en los temas relativos a la obra del joven Marx, el humanismo marxista, la periodización histórica y otras particularidades de las realidades latinoamericanas, así como la teoría de la dependencia.8

La Revolución cubana

Sin duda, durante largo tiempo el estímulo que más contribuyó a impulsar nuevos desarrollos de la investigación y la creación en el pensamiento de las izquierdas latinoamericanas fue la Revolución cubana.

Al final de los años 50, durante el ciclo de las luchas contra las dictaduras implantadas en el área de la Cuenca del Caribe, el siguiente tirano en caer fue Fulgencio Batista, derrotado por una combinación de resistencia popular urbana y guerrilla rural. Al respecto, es preciso puntualizar determinadas características de ese acontecimiento, pues durante el siguiente decenio determinaqdas malinterpretaciones dieron base a teorías equívocas, que contribuyeron a tergiversar sus proyecciones latinoamericanas.

En primer lugar, a Batista lo derribó una rebelión de amplia base ciudadana, surgida de una resistencia urbana de inspiración cívica, asentada principalmente en la clase media. La generación que en los años 50 se iniciaba en la política tenía abuelos que narraban la zaga de la insurgencia mambisa9 y padres que recordaban su resistencia contra la dictadura de Gerardo Machado, un general mambí renegado. La historia aún estaba viva y venía en la voz de José Martí, cuyos poemas eran familiares a cada estudiante.

Una de las primeras formas de la rebelión fue el Movimiento, nombre informal de varios grupos espontáneos, sin conexión mutua, donde los jóvenes antibatistianos discutían la situación e ideaban formas de resistencia. De esos grupos, el dotado de más fuerte liderazgo y visión fue sin duda el que un 26 de julio, al mando de Fidel Castro hace 50 años asaltó el cuartel Moncada. Esto le dio referente, nombre y líder comunes a todos esos grupos, y poco después también les proporcionó un ideario, contenido en La historia me absolverá, el discurso con que Fidel sustentó frente al tribunal la acción realizada.

Como el Programa del Moncada, ese discurso ofreció una propuesta de amplia aceptabilidad social. Para caracterizarlo ahora habría que llamarlo socialdemócrata o progresista; sus páginas no insinúan intenciones socialistas. De otro modo, no hubiera convocado la adhesión que enseguida concitó, en uno de los países más codiciados, vigilados y penetrados por los intereses norteamericanos, donde los prejuicios anticomunistas habían sido intensamente sembrados.

Lo que en otras palabras significa que desde el primer momento Fidel aplicó una de sus máximas fundamentales, aunque no siempre una de las más citadas: ser revolucionario es hacer en cada momento lo más revolucionario que en ese momento sea posible hacer.

Cuando Fidel salió al exilio la resistencia urbana prosiguió y, además, lo hizo con mayor coherencia y efectividad a escala nacional, pues ya tenía nombre, líder, programa y método de acción: los cubanos leales al legado martiano volvían a la lucha armada. Cuando los expedicionarios del Granma desembarcaron en Cuba el Movimiento tenía articulación nacional, se había tomado a tiros la ciudad de Santiago de Cuba y los estaba esperando.

Cierto es que en los primero días esos expedicionarios fueron diezmados y sólo un frágil puñado logró reagruparse en la Sierra Maestra. Sin embargo a los pocos días una columna de 50 jóvenes, con sus armas, subió a reforzarlos. En los siguientes dos años, el Llano sostuvo a la Sierra, pese a que los combatientes urbanos eran más vulnerables que quienes estaban en la montaña. Sólo en los últimos 10 meses la guerrilla se hizo autosostenible y nunca contó con más de mil quinientos efectivos. Cuando sus columnas entraron a Santiago y La Habana, éstas ya se habían sublevado.

El método de lucha adoptado no había sido previsto ni compartido por los comunistas. Pero eso no significa que Fidel y el pequeño círculo de sus más íntimos actuaban a ciegas. Fidel leía a Lenin y en algún momento le recomendó su lectura a Abel Santamaría; después reclutó al Ché Guevara, quien tenía cierto conocimiento del marxismo. Una joven y original interpretación marxista de las posibilidades cubanas ayudó a concebir aquella estrategia de lucha, pero no se habló del asunto más que lo indispensable. Por ejemplo, Vilma Espín, heroína que fue una de las primeras dirigentes nacionales del Movimiento, no escuchó hablar de marxismo hasta después de haberse ganado la guerra.10

El primer Programa del Movimiento 26 de Julio, redactado entre otros por José Pazos y Regino Boti durante el primer año de la Revolución, adaptó a aquel momento de la realidad cubana la estrategia de desarrollo que el grupo liderizado por Raúl Prebisch había elaborado en la cepal. De hecho, las primeras iniciativas de la Revolución cubana coincidieron con lo que ese organismo regional a la sazón recomendaba.

Las grandes nacionalizaciones y reformas emprendidas en los dos primeros años se adoptaron con base en su propia lógica y en la fuerza de la aceptación social que el momento propiciaba. Sólo después de la victoria de Playa Girón ellas fueron explicadas en términos socialistas.-

A finales de la guerra contra Batista, todavía en algunos partidos comunistas latinoamericanos se calificaba a los integrantes del Movimiento 26 de Julio como "aventureros pequeño burgueses". En 1960, Blas Roca —uno de los dirigentes comunistas cubanos más prominentes— dictaminó que lo que estaba sucediendo en Cuba correspondía a "lo que se ha definido como una revolución democrático burguesa en los países coloniales, semicoloniales o dependientes, o sea, una revolución agraria y antiimperialista".11

Con menos perspicacia, en 1961 un folleto mimeografiado por la célula trotskista de los trabajadores ferroviarios cubanos todavía denunciaba a Ernesto Ché Guevara como un aventurero pequeño burgués opuesto a que la Revolución tomase rumbo socialista.

Las simpatías provocadas por la Revolución cubana enseguida despertaron un enorme caudal de solidaridades, que atrajeron a millones de latinoamericanos —como a millones de cubanos— hacia una original y palpable izquierda "fidelista" que no requería demasiadas precisiones doctrinales. Muchos latinoamericanos desearon un futuro similar para sus países, sin que esto necesariamente significara estar en disposición a alzarse en armas, aunque no pocos jóvenes sintieron tentaciones guerrilleras. Como, también, algunos cubanos se sintieron intuitivamente atraídos por la idea de proseguir la gesta en cualquier país hermano. Las Cien preguntas a un guerrillero, de Armando Bayo12, así como los Pasajes de la guerra revolucionaria, de Ernesto Che Guevara, fueron copiosamente reeditados.

A la izquierda de la verdad

El hecho de que una generosa revolución socialista latinoamericana surgiera al margen de los cánones preestablecidos abrió un parteaguas entre una parte de la izquierda tradicional y las nuevas izquierdas atraídas o promovidas por esa revolución. Pero más allá del sano debate, al poco tiempo algunas tergiversaciones elaboradas a la izquierda de la verdad se tomaron la escena.

Lo cierto es que la experiencia cubana nunca probó que un pequeño foco guerrillero puede atraer a un pueblo a la guerra revolucionaria; en Cuba la rebelión empezó antes que la guerrilla y el Llano amamantó largamente a la Sierra. Tampoco probó que fuera posible convocar a las masas, y ni siquiera al proletariado, a nombre de un proyecto socialista y antimperialista radical. En Cuba la gente se rebeló porque repudiaba los abusos de la tiranía y porque un joven dispuesto a dar la vida —como Fidel lo demostró tanto en el Moncada como en el Granma y en Playa Girón— les ofreció un proyecto cívico, socialmente generoso y creíble dentro de la cultura política de su país y su tiempo: lo más revolucionario que aquel momento podía aceptar.13

¿Por qué la tenaz solidez del proyecto cubano? En primer lugar por ser insospechablemente endógeno. Ninguna internacional política, ni ninguna tradición ni asesoría foránea lo tuteló. Además, porque a la reivindicación democrática y de equidad social anunciada en el Programa del Moncada se le sumó un fogoso carácter patriótico. Sus motivaciones populares desahogaron los viejos agravios íntimos que databan de la intervención norteamericana del 98, la frustración del proyecto martiano y la tutela imperial, así como la corrupción de la democracia y las dictaduras así inducidas. Que este sentimiento pudiera conceptuarse como antimperialismo es algo que la mayoría de los cubanos aprendió más tarde.

Lo que nos lleva a dar vuelta a la medalla y preguntarnos: ¿qué le sucedió a los siguientes intentos insurreccionales en América Latina? A mi juicio, esos proyectos no siempre se basaron en un efectivo conocimiento de la realidad donde iban a operar, comparable al conocimiento que Fidel tenía de la sociedad cubana de los años 50. En alguna medida, las ideologizaciones distorsionaron el examen de la realidad. Eso significa que dichos intentos no siempre se correspondieron con las demandas y posibilidades de las sociedades nacionales a las cuales fueron propuestos, aunque sí se inscribieran en los ideales de una vanguardia. Es decir, había desencuentros entre el "método de conocimiento" y la "utopía" movilizadora, de los que hablaba Mariátegui. O lo que es lo mismo, no siempre el voluntarismo revolucionario fue consecuente con la máxima de hacer en cada caso lo más que el momento permita.

El papel de un conocimiento efectivo se vio desbordado por determinadas concepciones y prejuicios polémicos. Por ejemplo, la insondable discusión entre el criterio —que prevaleció en las dirigencias comunistas tradicionales— de que la Revolución cubana era una experiencia irrepetible, o el de que ella aportaba un modelo inmediatamente generalizable a los países latinoamericanos —enarbolado por la nueva izquierda radicalizada—; incrementada esta última, enseguida, por la adhesión de quienes secundaron las tesis maoístas, que reivindicaron para el Tercer Mundo la vía campesina y la guerra revolucionaria del campo a la ciudad.

Aquí se superponen cosas distintas y hasta incompatibles. Por un lado, qué es lo que se cree posible hacer ante determinada realidad, con los recursos disponibles (sobre todo considerando que esa es una realidad social, dotada de componentes culturales que se figuran sus propias expectativas). Por otro, cómo las organizaciones y tendencias políticas que rivalizan entre sí generan argumentaciones y buscan aliados —tanto en el país como en el exterior— no sólo para actuar sino para prevalecer unas sobre las otras, a veces incluso por medios violentos. Y también, cómo los aliados y las polémicas de ultramar influyen dentro del curso del debate y, en particular, sobre la toma e instrumentación de decisiones locales.

Por lo menos en cierta etapa, la dirigencia soviética desaprobó la idea de promover la organización de guerrillas. En su óptica, eso introducía elementos de disturbio en el equilibrio del sistema mundial, que era su prioridad. Así pues, se argumentó contra esa opción, aunque alegando otras razones. A su vez, en su propia etapa, la dirigencia cubana —como a su turno la de la China maoísta— vieron en esa alternativa la posibilidad de desgastar al imperialismo fomentándole "muchos Vietnams". Como asimismo, hubo quien vio la promoción de insurrecciones y guerrillas como una forma de defender al país sede de la Revolución, llevando la zona de conflicto hacia países más remotos.

Es decir, la toma de decisiones no siempre se fundamentó en las efectivas posibilidades locales y endógenas. Al asumirse la teoría pro guerrillera como una tesis de validez general, su aplicación naturalmente tuvo efectos distintos en las diferentes realidades nacionales. En Colombia, por ejemplo, las condiciones estaban dadas desde antes de la Revolución cubana. En Nicaragua se logró derrotar a la dictadura, aunque no darle autosostenibilidad y permanencia a la Revolución. En El Salvador, pese a la falta de consenso entre los grupos insurgentes, el terreno fue propicio y hasta constituyó una reanudación del movimiento revolucionario de 1932. En Bolivia como en Venezuela, las mejores intenciones y hombres no bastaron para cambiar el estado de cosas existente, al menos no por esos medios.

Aún faltan las fuentes y la distancia histórica suficientes para ahondar en el tema y sus consecuencias teóricas. Sin embargo, hay evidencia suficiente para volver sobre un punto de vista recurrente en estas páginas. El de que las teorías generales son necesarias —aunque las tutelas globales ejercidas a su nombre resulten indeseables—, pero que dichas teorías no bastan para tomar decisiones nacionales.

Cambios de método: el reformismo militar

Al final de los años 60 e inicios de los 70, la intervención soviética contra la Primavera de Praga, el revés sufrido por la zafra azucarera cubana de 1970, y el inicio de los gobiernos de Velasco Alvarado y Salvador Allende fueron aportando elementos para reevaluar la política del gobierno cubano, por un lado, y la visión de las posibles alternativas de las izquierdas latinoamericanas, por el otro.

El Estado cubano amplió y diversificó el caudal de sus vinculaciones con la urss y el llamado campo socialista, incrementándose la colaboración y la dependencia económica y técnica, y el campo de sus coincidencias interpretativas. A la vez, en América Latina se avizoró la posibilidad de lograr cambios estructurales por la vía nacional revolucionaria, o por medio de una transición democrática y gradual orientada al socialismo. Junto a su falta de éxitos visibles, esas novedades le restaron protagonismo a la estrategia de la guerra de guerrillas y brindaron una opción diferente.

Significativamente, los regímenes nacional revolucionarios, encabezados por las fuerzas armadas, aparecieron en algunos de los países donde antes se habían dado brotes guerrilleros. Particularmente, el Perú de Juan Velasco Alvarado, el breve gobierno de Juan José Torres en Bolivia y el gobierno de Omar Torrijos en Panamá. Esos regímenes, que se presentaron a la par de la experiencia civil de Salvador Allende, abrieron otras tantas discusiones y parteaguas entre las izquierdas.

A diferencia de sus antiguos precedentes mexicano y aprista, el nacionalismo revolucionario militar partió de la premisa de que para resolver las causas sociales de las guerrillas y del apoyo social a las mismas, era indispensable realizar reformas estructurales en el ámbito socioeconómico. La joven oficialidad militar asumía esta misión sacando del poder a los tradicionales partidos oligárquicos, que usaban los instrumentos del Estado para perpetuar la vieja situación. Era, pues, una contrapropuesta a la doctrina de seguridad nacional, dotándola de sentido popular y contenido social progresista.

El esquema era factible en países donde la oficialidad del mayor componente de las fuerzas armadas —el ejército— procedía de la clase media baja y las capas populares, en las cuales conservaba raíces y afinidades, pero no lo era donde esa oficialidad provenía de la clase alta o había sido asimilada por la ella. El origen popular no sólo le proporcionaba una óptica antioligárquica y nacionalista a esos mandos reformistas, sino también la posibilidad de concitarles apoyo social.

Una vez más, el programa aplicado fue básicamente el de las estrategias desarrollistas diseñadas por la cepal. Luego de echar a los políticos tradicionales de las posiciones de mando gubernamental, se nacionalizaron los medios de producción fundamentales y el sector productivo estratégico pasó al control del Estado. Se creó un área mixta y un área social de la economía, se acometió la reforma agraria, se incrementaron las inversiones en infraestructura para el desarrollo y se practicó una política exterior independiente y propensa al neutralismo activo.14

Una franja de las izquierdas, que esta vez incluyó a los partidos comunistas, apoyó a esos regímenes, los que por su parte cooptaron a no pocos intelectuales de izquierda. No obstante, las decisiones políticas fundamentales quedaron en manos militares, no siempre las más aptas y con frecuencia proclives a imponer soluciones de facto. Esto alimentaría dos polos de resistencia civil: uno oligárquico, que reclamaba el retorno de la institucionalidad democrática tradicional (abierta o encubiertamente apoyado por los intereses estadunidenses y los grandes medios de comunicación privados), y otro representativo de la izquierda más radical que coincidía con el primero en denunciar la naturaleza autoritaria del régimen, así como su carácter presuntamente contrarrevolucionario y pro imperialista, aunque generalmente sin ofrecer alternativas más atrayentes ni factibles que una quimérica insurrección revolucionaria.

Al cabo, en Bolivia, en poco tiempo el gobierno del general Juan José Torres fue derribado por sus colegas de derecha. En Ecuador, un intento similar pronto se degradó en una vulgar dictadura. El proceso peruano, más radical y completo, luego de la enfermedad de Juan Velasco Alvarado se vio finalmente revertido por medio de un relevo de mandos basado en el escalafón militar, en beneficio de oficiales más conservadores que devolvieron la autoridad política a los partidos tradicionales. Esto daría paso expedito a un par de decepcionantes gobiernos civiles seguidos de la funesta emersión del terrorismo de Sendero Luminoso.

En Panamá, logrados los nuevos tratados del Canal, Omar Torrijos previó que era oportuno iniciar lo que llamó "el repliegue": crear un partido popular del proceso nacional revolucionario, reabrir el juego democrático electoral y continuar el proyecto por medios políticos civiles, articulándolos a través de dicho partido. Sin embargo, Torrijos falleció en un sospechoso accidente aéreo sin haber podido completar este propósito, y sus sucesores militares fueron renuentes a entregar las funciones políticas que retenían, lo que al cabo fue uno de los factores de la crisis que más tarde culminó en la violenta invasión estadunidense de la Navidad de 1989 y la reposición de la política oligárquica en el gobierno del país.

En resumen, Bolivia, Perú y Panamá obtuvieron importantes transformaciones que, según el caso, fueron desde la nacionalización de la minería hasta la reforma agraria, y de la creación de un fuerte sector estatal de la economía a la eliminación del monopolio oligárquico de la vida política. Sin embargo, por su propia naturaleza el reformismo militar fue un reformismo autolimitado, carente de capacidad para generar un sistema político —esto es, un sistema cuyo arraigo en la sociedad civil lo hace autosostenible— apto para garantizar la preservación y continuidad de sus logros. En consecuencia, poco más tarde muchos de sus resultados se degradaron o revirtieron a la situación anterior y, aunque durante un período la promoción social mejoró con el concurso de nuevas fuentes y protagonistas del desarrollo, a la postre la inequidad social y la pobreza volvieron a incrementarse.

En América Latina, donde ya existía una veterana cultura política de resistencia al autoritarismo militar, este final renovó la convicción de que la lucha por los cambios y el progreso sociales no justifica aceptar el empleo de esa alternativa como el instrumento idóneo para lograrlos.

Hermoso sueño, sangriento desenlace

Paralelamente, Chile vivió la hermosa pero trágica experiencia de la Unidad Popular. Una coalición de las izquierdas que incluyó a los socialistas, los comunistas, un ala del Partido Radical y a la izquierda cristiana, logró la elección presidencial de Salvador Allende. Se instaló un gobierno constitucional de inspiración socialista y democrática que, desde los primeros días, fue obstruido y acosado por la derecha económica y política, que retuvo el control del Congreso y de la Corte Suprema de Justicia.

Por un lado, el gobierno de Washington interpretó el acontecimiento en los términos de la Guerra Fría y no en los de la voluntad democrática del pueblo chileno. Por otro, los prejuicios anticomunistas arraigados en la mayoría de la democracia cristiana cerraron la posibilidad de concertar con ella un proyecto común, con lo cual la derecha más conservadora logró amplia libertad para impulsar una escalada desestabilizadora que en poco más de un año corroyó y desmintió la alegada institucionalidad constitucional del ejército chileno.

Se llevó a cabo la nacionalización del cobre, la reforma agraria y un conjunto de reivindicaciones sociales. No obstante, mientras las medidas populares incrementaron rápidamente el poder adquisitivo de la población, la economía fue estrangulada por el boicot empresarial, la agitación política reaccionaria y provocadora, la hostilidad norteamericana y la desinformación periodística, agravándose la crispación social, así como la escasez, inflación y recesión. El consenso entre los dirigentes de la Unidad Popular sobre la ruta a seguir —moderar o radicalizar el proceso, apelar a los métodos tradicionales del poder revolucionario o innovar— se hizo cada vez más difícil y, finalmente, el gobierno popular fue violentamente remplazado por una prolongada dictadura militar.

La experiencia chilena —en un país dotado de una veterana cultura de concertación política— frustró las esperanzas latinoamericanas de contar con una vía pacífica de acceso al gobierno y de transición gradual a un socialismo democrático. Dejó en el desconcierto a quienes la habían propuesto y pareció acreditar el discurso de sus críticos más radicales —los sustentadores doctrinarios de la violencia revolucionaria y la dictadura del proletariado—, sin que éstos a su vez pudieran ofrecer otra opción más convincente y factible para ese país ni para la región sudamericana.

Cabe pensar que, en las circunstancias de la Guerra Fría y de la duda de las izquierdas chilenas entre la posibilidad teórica de la vía democrática y las certidumbres del modelo cubano —frente a una derecha alarmada pero arrogante y respaldada—, el gobierno de Allende hizo más de lo que en tales condiciones se podía. Lo que a la postre ha mediatizado tanto los alcances del liderazgo y la cultura política del país que, 30 años después, el gobierno de Ricardo Lagos ha dejado sin completar la recuperación de la democracia y se ha contentado con hacer menos de lo que se debe y es factible realizar.

Durante el resto de los años 70 y en los 80 el principal escenario de las izquierdas estuvo en Centroamérica, donde a la postre los sandinistas perdieron el poder por la vía electoral, el fmln salvadoreño negoció la paz y se convirtió en un importante partido político, y las guerrillas guatemaltecas se desmovilizaron a cambio de unos acuerdos que continúan sin cumplirse.

En el Sur, primaron los esfuerzos por recuperar la democracia tradicional en Argentina, Brasil y Uruguay. En el primer caso esto se acompañó de la degeneración menemista del peronismo, así como de una crónica insuficiencia de los intentos por aglutinar una alianza estable de las izquierdas —ya de por sí diezmadas por la dictadura—. En los otros dos países, dichos esfuerzos se enriquecieron con la gradual estructuración de un nuevo tipo de grandes partidos o coaliciones de izquierda —el Partido de los Trabajadores y el Frente Amplio— que, en interacción con sus nuevas realidades nacionales, están construyendo alternativas políticas originales.

La vertiente cristiana

Desde el siglo XIX, las grandes causas sociales latinoamericanas contaron con la participación de activistas católicos. Más particularmente, en los años que siguieron a la ola de simpatías despertada por la Revolución cubana, y a sus repercusiones en el trabajo de las ciencias sociales latinoamericanas, esto se expresó a través de los postulados humanistas y la práctica social de la teología de la liberación. Las nuevas ideas que las izquierdas independientes y el marxismo académico pusieron en circulación —en especial las de la teoría de la dependencia— calaron entre los religiosos y laicos preocupados por la dramática situación de los desposeídos latinoamericanos.

Como secuela del renovador Concilio Vaticano II, en 1968 se celebró en la ciudad colombiana de Medellín la Conferencia General del Episcopado, cuyos pronunciamientos dieron mayor autoridad y vuelo a esa tendencia. Luego, la vertiente progresista de la Iglesia continuó promoviendo múltiples encuentros y una rica producción doctrinal, que tuvo su siguiente hito en la Conferencia de Puebla, México, en 1976, continuando un proceso que siguió desarrollándose pese a la resistencia de las autoridades y sectores eclesiásticos más conservadores.

Este movimiento se ha expandido por la mayor parte de América Latina en escasa interacción con los partidos de las izquierdas tradicionales. Como proyecto solidario cuya característica es de naturaleza más social y moral que política, esa Teología arraiga en las comunidades de población pobre y marginada combinando la labor evangelizadora con la de organización comunitaria destinada a que los pobres se hagan cargo de mejorar sus condiciones de vida, haciéndolo por sí mismos y al margen de los partidos políticos.

Desde la declaración de Medellín, dicha Teología dictaminó que el episcopado latinoamericano no puede ser indiferente a las injusticias sociales, ni sordo al clamor de millones de personas que esperan de sus pastores "una liberación que no les llega de ninguna [otra] parte". Como lo dice la misma declaración, esa pobreza no es casual, sino que es un efecto de las estructuras económicas, sociales y políticas propias "del sistema que padecemos". Allí los obispos advierten que la brecha que sigue creciendo entre ricos y pobres contradice el plan del Creador y constituye un pecado social. De donde ellos desprenden un compromiso con los pobres conforme al cual amar a Dios exige reclamar justicia para los oprimidos y la liberación de quienes más la necesitan. Esto implica una dimensión política de la misión apostólica que, al modo de la caridad de Jesús, es subversiva frente al orden social criticado y la injusticia institucionalizada.

Esa definición facilitó un fecundo diálogo de los teóricos de la teología de la liberación y el marxismo académico, particularmente en los ámbitos del humanismo y de la teoría de la dependencia. Aún así, los pronunciamientos de esa izquierda cristiana, que son parte de un planteamiento esencialmente ético, expresan acertados análisis y denuncias acerca de la realidad existente, pero suelen quedarse cortos en la construcción de una propuesta política y económica alternativa.

No obstante, reuniendo propósitos, sensibilidades y experiencias, esa limitación puede superarse. Porque ese proceso de renovación teológica con sentido social, y de organización comunitaria de las poblaciones afectadas, permite renovadas oportunidades de diálogo y cooperación entre las izquierdas laicas y la Iglesia abocada a redimir a los pobres aquí en la tierra.

Sin embargo, estas son oportunidades que las izquierdas tradicionales generalmente desaprovechan. Entre ambas partes aún perdura la huella de antiguas desconfianzas, que se remontan a la Iglesia cómplice de concepciones y gobiernos reaccionarios, así como al anticlericalismo liberal y el ateísmo de la III Internacional. Pero donde ha cristalizado un reencuentro con sentido social progresista, los resultados son más que promisorios, como lo demuestra la experiencia del PT brasileño.

Cada cambio incuba nuevas demandas

El período final del siglo XX fue marcado por el torbellino de la perestroika y el colapso de la Unión Soviética, en contraste con la exitosa reconversión de la política económica de la República Popular China y el correspondiente reemplazo de la política internacional que caracterizó al maoísmo. En ambos casos —y por causas muy diferentes—, dos potencias que antes ejercieron importante influencia externa sobre importantes segmentos de la izquierda latinoamericana, de pronto dejaron de hacerse sentir.

Los grupos que dependían de una u otra de esas fuentes de orientación quedaron en el vacío. El cambio de la estrategia china y, sobre todo, la debacle soviética afectaron asimismo a las demás corrientes de la izquierda, que también resintieron la desaparición de aquellos referentes.

Sin duda, el sistema soviético había desconocido la tesis que Carlos Marx resumió en el célebre cuarto párrafo del Prólogo a su Contribución a la crítica de la economía política. En efecto, con el tiempo las relaciones de producción creadas en la urss dejaron de ser "formas de desarrollo de las fuerzas productivas", tornándose en trabas a ese desarrollo, una contradicción que luego del XX y el XXII Congreso del pcus se dejó sin resolver, lo que a la postre estremeció toda la "inmensa superestructura" erigida sobre ella.15

A contrapelo de la dogmática preestablecida, lo acontecido en la Rusia soviética y su enorme periferia demostró, una vez más, que la Revolución no es irreversible, y que incluso puede morir sin haber perdido el poder —luego de degradarse las motivaciones humanas indispensables para realimentarla y renovarle soluciones de continuidad—.

De esa reversibilidad se desprenden varias observaciones. Entre ellas, que cada momento de la historia abre diferentes opciones u oportunidades y que, en las respectivas circunstancias y condiciones, son las personas y pueblos quienes disciernen tales alternativas y deciden cursar esta o aquella, según sus respectivas posibilidades y objetivos.

Además, que ninguno de esos caminos está históricamente determinado de antemano, y que sólo las luces, iniciativas y voluntades de esas personas y pueblos le dan y renuevan sentido a dichos cambios y revoluciones sociales, y a sus objetivos. Sólo esas personas y pueblos —y no ninguna ley rectora del quehacer histórico— podrán darle y renovarle autosustentabilidad, mantenimiento y rectificación de rumbos a esos logros, e impedir que perezcan, lo que harán mientras los consideren preferibles a sus eventuales alternativas.

Y, finalmente, que los propios cambios y revoluciones sociales, al realizarse, modifican a las personas y pueblos que les dieron origen, así como a las condiciones nacionales y las circunstancias externas en que los acontecimientos han tenido lugar. Si el programa se ha cumplido, la realidad que lo justificaba dejó de ser la que era, lo que a acto seguido dará pie al reclamo de subsiguientes renovaciones adicionales.

Por consiguiente, tales cambios y revoluciones, y los gobiernos que los introducen y administran —como le sucede a la mayoría de los humanos—, nunca llegan a disponer de un capital definitivo, conquistado de una vez y para siempre. En su lugar, cada día, en cada coyuntura, deben volver a la calle a ganarse de nueva cuenta la legitimidad, la autosubsistencia, la renovación y continuidad que por sus resultados merezcan, en consonancia con el desarrollo de las demandas y expectativas de los pueblos que les dan sustento, y de las circunstancias en que eso tiene lugar.

El objetivo o los métodos

¿Acaso tras la debacle soviética desaparecieron las razones para plantearse objetivos de izquierda? En realidad, si comparamos los actuales índices latinoamericanos de pobreza y marginación, de desempleo e informalidad, de explotación y abuso, de desamparo, desnutrición e insalubridad, con aquellos que se padecían cuando la posguerra, o a inicios de la Revolución cubana, o en tiempos de la gesta del Ché en Bolivia, enseguida salta a la vista que la situación de los pueblos de este rico Continente ha seguido cayendo, sin misericordia, de mal en peor.

Todas las estadísticas confirman que la situación continúa empeorando o, para decirlo con mayor exactitud, que la condición humana sigue agravándose más allá de todas esas cifras. Por consiguiente, que es ahora cuando esos pueblos más necesitan transformaciones revolucionarias capaces de demostrar que otro mundo es posible.

¿Pero qué transformaciones son éstas y cómo deberán emprenderse, a través de qué instrumentos y acciones? Quien haya recorrido estas páginas habrá visto que, por cerca de un siglo, las izquierdas latinoamericanas han discutido principalmente acerca de las formas o el método para realizar ese cambio revolucionario. No obstante, ante las demandas y circunstancias de la actual situación, lo que se hace indispensable discutir son sus objetivos.

Más de un siglo de trayectoria de las izquierdas latinoamericanas no puede seguir resumiéndose en otros tantos relatos y explicaciones sobre ensayos y errores, donde a nombre del método se debaten y prueban diferentes derroteros sin que la utopía vuelva a cumplirse. Sin embargo, para contestarnos qué hacer, y cómo hacerlo, es preciso discutir adónde es factible y deseable llegar, qué es lo que se quiere conseguir, en nuestros propios tiempos y condiciones.

Por decenios, el debate acerca de los métodos prevaleció sobre la cuestión del objetivo simplemente porque se daba por sentada la existencia de un modelo que resplandecía más allá del horizonte. Así como a inicios del siglo XX América Latina recibió ideas socialistas que tomaron tiempo en aclimatarse, igualmente recibió ejemplos de cómo otros pueblos habían logrado liberarse de la opresión y pobreza. Tales ejemplos vendrían a constituir modelos que presuntamente bastaba reproducir. Y al asumirlos como los objetivos por alcanzar, la discusión se centraba en los métodos para reeditarlos a este lado del mundo. Si el qué hacer ya estaba aclarado, bastaba discernir el cómo hacerlo.

En sus respectivos tiempos, tres modelos fueron fundamentales. En el primer cuarto del siglo XX, el pueblo mexicano peleó una revolución sangrienta y de resultados inciertos, mientras que el pueblo ruso culminó otra que, con pulso seguro, configuró un modelo que en Europa obtuvo mejor consideración. Eso suscitó un conjunto de interrogantes: ¿Cómo alcanzar algo similar en América Latina? ¿Con qué proletariado o cuáles masas populares o indígenas hacerlo? ¿Tomando de una vez por todas el cielo por asalto o cursando algún proceso intermedio? ¿Instalando una dictadura popular o a través de determinada evolución democrática? Y, en consecuencia, ¿qué tipo de partido y estrategia crear de acuerdo con la opción escogida?

Más tarde, en Asia —veinte años después de que el partido comunista chino cambiara de táctica tras el aplastamiento de la insurrección obrera de Shangai—, otro pueblo emergió victorioso de una larga guerra nacional liberadora y social revolucionaria, gracias a un ejército campesino. Lo cual implicó que, a falta del debido proletariado industrial, el objetivo podía conquistarse levantando las fuerzas rurales. Para la izquierda latinoamericana más desapegada del paradigma soviético, la experiencia china pareció ajustarse mejor a la realidad y las posibilidades de esta parte del mundo. Al extremo de que hubo quienes no sólo proclamaron su preferencia por el modelo asiático, sino alegadas similitudes entre las condiciones chinas y latinoamericanas16.

Finalmente, al iniciarse los años 60 resplandeció la victoria del pueblo cubano, tan cercana y cálida. En breve tiempo, problemas que por siglos habían agobiado a los latinoamericanos empezaron a resolverse de formas no sólo atrayentes, sino asequibles, y a costos notablemente menores que los pagados por los remotos pueblos de Rusia y de China. Lo que así emplazó un tercer modelo, de una autóctona originalidad, surgido de la entraña de un pueblo hermano. Una vez más, resuelto el qué hacer tocaba resolver el cómo.

Los modelos preestablecidos salen de escena

Ya antes observamos la discusión acerca de si este último modelo —o mejor dicho, si cierta interpretación de la victoria fidelista— era o no generalizable a otras naciones. En los años 60, la Revolución despertó inmensas simpatías latinoamericanas, que dieron vida al ideal de alcanzar transformaciones similares en otros países, aunque no necesariamente por la vía armada. Más tarde, tras la caída del Ché en Bolivia, la frustración de las revoluciones del 68 y de la Primavera de Praga, las disyuntivas impuestas por la controversia chino soviética y el revés del proyecto de la zafra azucarera de 1970, las dificultades económicas finalmente obstruyeron el sueño cubano de lograr por medios propios un rápido desarrollo.

Férrea y tozudamente bloqueada y amenazada por Estados Unidos, y forzada con­tra su voluntad a tomar posición en la controversia chino soviética17, Cuba fue impelida a restringir su política de multilateralidad de relaciones y vincularse en creciente grado al sistema económico encabezado por la urss, y a asumir sus condiciones y criterios funcionales18. A la postre eso se extendió a las formas de encauzar las decisiones políticas y el debate ideológico y, al cabo, algunas de las diferencias que en los primeros años iluminaron al modelo fidelista fueron atemperándose en mayor o menor grado al modelo soviético de los tiempos de Breznev. Y aunque se consolidó el reconocimiento latinoamericano a los grandes logros sociales de la Revolución, así como al derecho de Cuba a tomar sus propias determinaciones, declinó uno de los principales atractivos que antes le habían prestado a las a la esperanza de reproducirla en otras latitudes del Continente.

Pese a todos los sueños, esfuerzos y vidas consagrados al ideal de la lucha armada revolucionaria, lo cierto es que al cabo de los años la Revolución cubana quedó como el único acontecimiento de su género en América Latina. Si bien la guerrilla sandinista más tarde tomó el poder en Nicaragua, ello demostraría que en las condiciones socioeconómicas y culturales de ese otro país, y en sus circunstancias internacionales, la permanencia de los ex guerrilleros en el gobierno —la habilidad de su proyecto para reproducir su propia continuidad— fueron políticamente insostenibles, pese al auxilio externo que se les proporcionó. Hoy por hoy, la propuesta sandinista sólo puede ser viable por vía de otros medios y proyectos, diferentes de su modelo originario.19

Finalmente, el cierre de los años 80 registró dos cambios sustantivos: China reconsideró el modelo de desarrollo que antes preconizara, y emprendió una audaz pero compleja transición que pasar la dramática crisis de Tiananmen. A su vez, la urss reconoció que el modelo que ella antes entronizó se había tornado causa del estancamiento de sus fuerzas productivas y creciente inconformidad social, y en poco tiempo se desintegró durante un errático intento de reformarlo. En consecuencia Cuba, que había reformulado su modelo inicial para acoplarlo al soviético, debió enfrentar un período "especial" de reajuste que, en las condiciones de la política estadunidense de bloqueo económico, hostigamiento diplomático y amenaza militar fue doblemente difícil.

Al comenzar los años 90 aquellos tres modelos iniciales habían salido de escena. Lo que pone sobre la mesa una conclusión que ya habíamos anticipado: la de que durante la mayor parte del siglo XX las izquierdas latinoamericanas debatieron con ahínco sobre los métodos para realizar su misión histórica, pero lo que ellas generalmente cuestionaban no eran los objetivos por alcanzar, sino las formas de lucha presumiblemente eficaces para lograrlo. Dándolos por sabidos, esos objetivos se resumían en la misión de reproducir en América Latina lo antes se había logrado en Rusia, en China o, en el mejor de los casos, en Cuba.

Pero, a inicios del siguiente siglo y considerando estos modelos caso por caso, aspecto por aspecto, ¿ constituye alguno de ellos lo que ahora proponemos? Y si no es el caso, entonces ¿qué sí lo es?

Entre la liberación o el martirio

Al asumir dichos modelos las izquierdas adoptaban un paradigma, el de la revolución y la construcción socialistas entendidas como la derrota al capitalismo, asumida conforme a determinado patrón conceptual: el del salto de un estadio histórico al siguiente, según el esquema que los simplificadores del marxismo habían reiterado. Un esquema que, asimismo, demandaba instaurar cierta modalidad de la dictadura del proletariado —o más exactamente, la concepción soviética de esa dictadura20—, a fin de derrotar a la burguesía y sus aliados21. Lo que, por otra parte, incluía la exigencia de enfrentar al imperialismo, condición que reclamaba realinear al país respecto al esquema bipolar que las superpotencias le habían impuesto al mundo —esto es, adscribirse al otro campo de influencia—, bajo la forma de adherirse al Movimiento No Alineado y/o de alinearse directamente con el llamado Campo Socialista.

Acatar y cumplir en mayor o menor grado esas premisas, o dejar de hacerlo, daba la pauta para calificar al partido, proceso o régimen del que pudiera tratarse.22

Sin embargo, cada una de esas premisas tenía determinadas sustentaciones teóricas, de ninguna manera injustificadas o gratuitas. Todas ellas condensaban una importante experiencia histórica y cierta proyección política. Pero más allá de la consistencia teórica y práctica de dichas sustentaciones, lo que aquí cabe observar es que hoy por hoy cada componente de esa argumentación teórica ha vuelto a ser materia por rediscutirse. Entre otras razones, porque en las nuevas circunstancias es indispensable diferenciar, por una parte, lo que en aquel cuerpo de doctrina puede haberse introducido respondiendo al interés estratégico de una superpotencia que ya desapareció, o respondiendo a condiciones históricas que actualmente han adquirido otros parámetros. Y, por otra, aquello que ahora es preciso reanalizar y desarrollar conforme a los efectivos intereses de nuestras propias naciones, en sus circunstancias actuales.

Por supuesto, el imperialismo sigue ahí, incluso desplegando una belicosidad que desconoce al derecho internacional y pone en peligro al equilibrio del planeta. Pero la estructura del sistema mundial, y su funcionamiento, han experimentado cambios de gran magnitud, y el teatro de los acontecimientos donde las izquierdas latinoamericanas deben defender a sus pueblos y ofrecerles nuevas rutas para darse otro futuro, ya no es el mismo. Hay que operar con otros instrumentos. En consecuencia, las formas, procedimientos y lenguajes habituales —esos que en el pasado ya dejaron de ser suficientemente eficaces— tampoco pueden permanecer iguales. Por ejemplo: puesto que no cabe proteger las expectativas de estos pueblos apelando a la protección y los recursos de potencias lejanas, toca organizar otras solidaridades, en primer lugar las que ellos deben darse entre sí.

En su tiempo, aquellas premisas y sus respetivas sustentaciones hicieron parecer innecesaria la tarea de reconsiderar lo que siempre debió ser el primer tema de toda izquierda: esclarecer sus propios fines, puesto que los mejores modelos importados no pueden remplazar los objetivos y motivaciones endógenas. Porque, aparte de las aportaciones que esos modelos nos ofrezcan, ellos también son portadores de visiones y pautas que plasman experiencias, intereses y tiempos, ajenas a nuestros propósitos. Y éstos son, en última instancia, los de que nuestra gente pueda vivir mejor, sin que al recibir estas aportaciones el proyecto quede intrincado en cuestiones que dificulten definir y alcanzar nuestras propias expectativas.

¿De qué objetivos hablamos?

Esclarecer nuestros objetivos es indispensable para determinar por qué esos u otros modelos y métodos han sido o dejado de ser idóneos, es decir, si son eficaces para que los pueblos latinoamericanos puedan liberarse de sus penurias y darse una realidad más humana donde alcanzar la felicidad que merecen, en el menor plazo y al menor costo posibles. Pero, como en su oportunidad dichos modelos no bastaron para cumplir esa meta, la cuestión de los objetivos salta a primer plano, donde deberá permanecer.

Porque el papel de las izquierdas no es el de reeditar heroicos martirios, ni el de permanecer explicando una reiterada posposición de utopías, sino encaminar sin más demoras la transformación de este mundo en otro mejor. Seguramente, muchos de los 53 millones de brasileños que votaron por Lula saben de lo que ocurrió en Chile en 1973 y enaltecen los méritos de Salvador Allende. Sin embargo, no votaron aspirando al honor de repetir su glorioso martirio, sino con la finalidad práctica de obtener una vida decente. Aunque miles estén dispuestos a sacrificarse por la redención de su pueblo, el objetivo de las izquierdas es hacer realidad un mundo mejor, no el de morir por ese ideal, ni mucho menos el de padecer y morir sin que esa finalidad llegue a cumplirse.

En América Latina, la cuestión de los objetivo de las izquierdas deberá abarcar por lo menos tres ejes: el nacional, relativo tanto al requerimiento de completar la efectiva integración mutua de las poblaciones componentes de cada país —sin dejar comunidades ni regiones excluidas—, como a la exigencia de recuperar autodeterminación y soberanía nacionales para que, en las actuales circunstancias de globalización e integración internacional, cada pueblo pueda ampliar sus respetivos derechos y oportunidades, y preservar su legítima personalidad cultural, y cada gobierno pueda decidir y actuar conforme a los legítimos intereses de sus ciudadanos.

El eje social, relativo a la exigencia de erradicar la opresión y el abuso, de satisfacer las exigencias populares de justicia, solidaridad, inclusión y equidad sociales, así como las de formación, trabajo productivo y salario decentes, servicios sociales básicos, y similitud de oportunidades y expectativas de desarrollo personal, para reducir y cerrar la brecha de las desigualdades socioeconómicas, y de las marginaciones y discriminaciones sociales y regionales, corrigiendo tanto sus causas estructurales y materiales como sus expresiones psicológicas y culturales.

Y el eje democrático, relativo a la necesidad de garantizar la representación y la participación de la pluralidad sociopolítica, ideológica y etnocultural del país —y la de cada ciudadano— en las deliberaciones y decisiones de interés colectivo, así como la de garantizar la fiscalización y control de las organizaciones populares y cívicas sobre la gestión pública, y la fiscalización estatal sobre toda forma de gestión que pueda afectar el interés de las colectividades sociales que integran la nación.

A lo cual debe agregarse la urgencia de elaborar nuevas propuestas de la izquierda en el campo de la economía y del desarrollo de las fuerzas productivas con equidad social, dirigidas, sobre todo, a manejar las condiciones y oportunidades de la revolución científico técnica y de la globalización en formas aptas para salvaguardar y mejorar las condiciones de vida de nuestros pueblos. Pero esas nuevas propuestas en el campo de la economía deberán trascender la usual repetición de prejuicios ideológicos, y la apología de pasados esquemas proteccionistas, que en su ineficacia práctica demuestran escasa capacidad innovadora y resultan demasiado conservadores.

Acerca de cada uno de esos ejes y propuestas, y sobre una amplia diversidad de otros temas, queda mucho más por abordar. Sin embargo, estas líneas no pretenden un inventario exhaustivo ni remplazar debates mayores, sino señalar que la consideración de esos tres ejes y de sus interacciones es indispensable, sin excluir otros asuntos.

Crear es la palabra

Como lo resumió la Conferencia Episcopal de Medellín, "América Latina se encuentra, en muchas partes, en una situación de injusticia que puede llamarse de violencia institucionalizada [...] Tal situación exige transformaciones globales, audaces, urgentes y profundamente renovadoras."

Hacerlas —y lograrlo con éxito—, corresponde a las izquierdas. Por supuesto, no es fácil. Porque, por principio, nada para las izquierdas tiene por qué ser fácil. En esencia, el papel de las derechas es reproducir el pasado, mientras que el de las izquierdas es producir el futuro. Los reaccionarios conocen todo lo necesario para regenerar privilegios e inequidades, y hasta para perfeccionar su reproducción, y para ello conservan el inventario de casi todas las respuestas. En cambio, el papel de las izquierdas es el de cambiar las cosas, concebir nuevas hipótesis y debatir los consensos necesarios para juntar fuerzas y construir alternativas de mejor proyección social. Suyas son todas las preguntas, porque su campo no es el de repetir sino el de transformar, no es el recuadro conocido sino el ancho espectro de la aventura, rebosante de alternativas inexploradas, donde nadie sobra porque todos podemos aportar.

Por lo mismo, igualmente está a la vista otra conclusión. La de que sólo los propios latinoamericanos —desde sus respectivas particularidades nacionales— pueden determinar cuáles han de ser los objetivos a buscar y los métodos para hacerlos realidad. Al cabo de un siglo de lidiar con modelos foráneos que al cabo no fueron los más idóneos desde el punto de vista de los resultados obtenidos, lo que el nuevo estado de cosas nos entrega debe asumirse como oportunidad y como emancipación, pues a nadie le toca velar por nosotros y somos los responsables por todos los actos realizadores de nuestro futuro.

Por eso mismo, debemos discutir no para disgregar, sino para reunir. Porque la hora de emprender los cambios necesarios, tal como Martí lo advirtió en Nuestra América, "es la hora del recuento, y de la marcha unida, y hemos de andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes".

Puesto que no hay determinación previa de la historia, ni potencias providenciales que la hagan por nosotros, ni mucho menos a nuestra medida, es a nosotros a quienes corresponde definir, concertar y construir. Ante la gravedad y urgencia de las necesidades de los pueblos latinoamericanos, sólo nuestra imaginación, solidaridad y empeño podrán proponer las soluciones que estos pueblos y realidades exigen.

A un siglo de distancia, al hablarnos de ese mismo imperativo, ya Martí nos dijo que, por eso, a esta hora "los jóvenes de América se ponen la camisa a codo, hunden las manos en la masa, y la levantan con la levadura del sudor. Entienden que se imita demasiado, y que la salvación está en crear. Crear es la palabra de pase de esta generación".

1. El romántico argentino Esteban Echeverría escribió su Dogma socialista en 1846. En Colombia se fundó un Club Socialista en 1849. El publicista chileno Francisco Bilbao fundó en 1850 una Sociedad de la Igualdad. Durante la primera guerra cubana de independencia (1868 78) surgieron los primeros grupos anarquistas, y la primera organización sindical de los trabajadores tabacaleros. En esos años, en México aparecieron círculos obreros, una liga anarquista y el periódico El socialista, y en 1884, el mexicano Juan Mata Rivera tradujo el Manifiesto comunista. En 1887, en Chile se fundó un partido socialista, que en 1890 organizó la primera huelga de los trabajadores salitreros. En 1895 se constituyó el Partido Socialista argentino, que se afilió a la II Internacional; su mentor, Juan Bautista Justo, tradujo El capital, congregó a importantes intelectuales de la época e incursionó en la explicación marxista del papel de la ciencia y la técnica en el desarrollo social.

2. Mariátegui era uno de sus miembros iniciales, pero fue progresivamente crítico de sus postulados y se separó para fundar el Partido Comunista peruano, un denodado contrincante del aprismo.

3. Durante varios lustros, supuestas conspiraciones de la derecha sirvieron para paralizar a las izquierdas ante la continua descomposición moral y derechización de los subsiguientes gobiernos "revolucionarios".

4. Durante los siguientes decenios esa inmigración tuvo hondo impacto en el desarrollo de la vida académica y la industria mexicanas.

5. Vale anotar que, además, en 1948 se creó la Comisión Económica para América Latina (cepal), de la onu, que aportaría la plataforma conceptual y técnica, de espíritu tercermundista, que Raúl Prebisch y otros inspiraron para los países latinoamericanos, la cual más tarde orientaría la política socioeconómica de los regímenes nacional revolucionarios de los años 60 y 70.

6. De la misma forma en que el Partido Comunista argentino descalificó al peronismo, lo que le impidió un adecuado comportamiento frente a ese fenómeno. El trotskismo argentino evaluó más apropiadamente el fenómeno peronista.

7. Lo cierto es que la militancia latinoamericana estuvo lejos de saber o sospechar que aquellos horrores existían y que la mayor parte de la misma confió en que éstos enseguida serían definitivamente subsanados.

8. Sin pretender una lista exhaustiva, puede mencionarse a Héctor Agosti, Clodomiro Almeida, José Aricó, Rodney Arismendy, Sergio Bagú, Longino Becerra, Agustín Cueva, Orlando Fals Borda, Pablo González Casanova, Rodolfo Mondolfo, Diego Montaña Cuellar, Anibal Quijano, José Revueltas, Darcy Ribeiro, Emir Sader, Adolfo Sánchez Vázquez, Enrique Semo, Ludovico Silva, Ricaurte Soler, Nelson Werneck Sodré y René Zavaleta Mercado, entre varios más.

9. Mambises eran los insurgentes cubanos y sus ejércitos, alzados en las dos guerras contra el yugo colonial español, en 1868 78 y 1895 98, la segunda de ellas convocada por Martí, quien allí murió en combate.

10. Ver varios testimonios sobre estos temas en la revista Santiago, Universidad de Oriente, Santiago de Cuba, número 11 de junio de 1973 y número 18 19 de junio y septiembre de 1975.

11. En 29 artículos sobre la Revolución cubana, Publicaciones del Comité Municipal de la Habana del Partido Socialista Popular, 1960, p. 20.

12. El ex general de la República española que entrenó en México a los combatientes del Granma.

13. No tengo la menor duda de los extraordinarios méritos morales y políticos, del enorme talento, la incomparable honestidad de principios, la ejemplar modestia y la ilimitada valentía del Ché Guevara. Sin embargo, cabe recordar que el Ché llegó directamente a la Sierra y no conoció la mayor parte de la vida cubana sino después de la guerra.

14. En Panamá, esa política ayudó a crear condiciones más propicias para renegociar la desaparición de la Zona del Canal y de las bases militares extranjeras, y alcanzar la propiedad y control de la vía interoceánica.

15. Lo que contrasta con la estrategia de desarrollo adoptada en China y Vietnam donde, a partir de las llamadas reformas, las medidas destinadas a garantizar el desarrollo competitivo de las fuerzas productivas pasaron a primar sobre la conservación de las relaciones de producción —de modelo soviético— anteriormente instauradas por la Revolución.

16. Quedando por aclarar si llegaban hasta a esa conclusión por desconocimiento de las realidades y de evolución de Rusia, de China, de América Latina o, como es más probable, por ignorar parejamente a las tres.

17. En nombre del no alineamiento, de la unidad del movimiento revolucionario mundial, y en su propio interés, Cuba evitaba adherirse a una de las partes. Sin embargo la perentoria exigencia maoísta de que cada país y partido definiera una posición —la que además habría de ser hostil a la otra parte— contribuyó a que Cuba optara por la opción más realista.

18. Lo que incluyó la incorporación de Cuba al Consejo de Ayuda Mutua Económica (came) —el bloque económico encabezado por la urss—, que conllevaba la asignación de los roles que a cada Estado miembro le correspondían en la producción y el intercambio de productos entre los integrantes del grupo, así como la uniformación de sus respectivas estructuras y métodos de administración y control.

19. Por otra parte, las únicas otras guerrillas que han perdurado en América Latina son las colombianas, cuyos orígenes y comportamientos han sido ajenos al modelo cubano y sólo pueden explicarse en el contexto histórico y sociocultural de su propio país.

20. Definición que generalmente suponía, al plazo más perentorio, eliminar los instrumentos del mercado como medios idóneos para impulsar el desarrollo económico requerido para satisfacer las demandas sociales correspondientes a las nuevas relaciones socialistas.

21. La cuestión de la dictadura del proletariado —o de una "dictadura con cariño popular" como prefirió designarla el dominicano Juan Bosch— merece una consideración más detenida, que excede el propósito de estas páginas. Sin embargo, debe señalarse que la práctica soviética vició el concepto, al remplazar la idea de una autoridad revolucionaria temporal para realizar y defender las transformaciones, por la de un régimen vertical, burocrático e inmovilista de naturaleza permanente, así como al remplazar el principio del pluralismo revolucionario por un monolitismo que sofoca la creatividad intelectual y laboral, y la riqueza de la vida cívica.

22. En la práctica, para algunos incluso cabía pasar por alto otras características, de modo que eventualmente Albania, Vietnam, Etiopía, Yugoslavia, Cuba, la República Democrática Alemana o la República Popular Democrática de Corea podían caber o dejar de caber en el mismo saco calificatorio.