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La Izquierda debate

La batalla de ideas en la construcción de alternativas

Perry Anderson
Revista Memoria

Los dueños del mundo siguen siendo los propietarios de los medios materiales de producción, a escala nacional e internacional. Sin embargo, es igualmente claro que las formas de su dominación ideológica sí han cambiado significativamente.
Mi tema de esta noche es la batalla de ideas en la construcción de alternativas. ¿Cómo podemos comprender este campo de batalla? Es un terreno todavía dominado, obviamente, por las fuerzas que representan lo que desde nuestra perspectiva llamamos una nueva hegemonía mundial.

Pues bien, para abordar la cuestión de alternativas, es preciso primero considerar los componentes de esta nueva hegemonía. En nuestra visión ésta representa algo nuevo. ¿En qué consiste esta novedad? Si Marx tenía razón, diciendo que las ideas dominantes en el mundo son siempre las ideas de las clases dominantes, es muy claro que estas clases –en sí– no han cambiado nada en los últimos cien años. Los dueños del mundo siguen siendo los propietarios de los medios materiales de producción, a escala nacional e internacional. Sin embargo, es igualmente claro que las formas de su dominación ideológica sí han cambiado significativamente. Quiero comenzar mi intervención con algunas observaciones a propósito, tratando de focalizar más precisamente los tiempos y los contornos de esta mutación.
Si miramos la situación mundial después de la derrota del fascismo en 1945, con el inmediato comienzo de la Guerra Fría, que dividió a los antiguos aliados de la Segunda Guerra Mundial, el conflicto entre los dos bloques –el Occidente liderado por EU y el Oriente liderado por la Unión Soviética– este conflicto se configuraba, objetivamente, como una lucha entre el capitalismo y el comunismo y fue ésta proclamada como tal del lado oriental, es decir, por los soviéticos. En cuanto al sector occidental, los términos oficiales de la lucha eran completamente distintos. En occidente, la Guerra Fría era presentada como una batalla entre la "democracia" y el "totalitarismo". Para describir el bloque occidental, no se utilizaba el término de capitalismo, considerado básicamente un término del enemigo, un arma contra el sistema en vez de una descripción del mismo. Se hablaba de la "libre empresa" y –sobre todo– del "Mundo Libre", no del "Mundo Capitalista".
Ahora bien, en este sentido, el fin de la Guerra Fría produjo una configuración ideológica enteramente nueva. Por primera vez en la historia, el capitalismo comenzó a proclamarse como tal, con una ideología que anunciaba la llegada de un punto final del desarrollo social, con la construcción de un orden basado en mercados libres, mas allá del cual no se pueden imaginar mejoras sustanciales. Francis Fukuyama dio la expresión teórica más amplia y ambiciosa de esta visión del mundo en su libro El Fin de la Historia. Pero en otras expresiones más vagas y populares, también se difundió el mismo mensaje: el capitalismo es el destino universal y permanente de la humanidad. No hay nada fuera de este destino pleno. Aquí se encuentra el núcleo del neoliberalismo como doctrina económica, todavía masivamente dominante a nivel de los gobiernos en todo el mundo. Esta jactancia fanfarrona de un capitalismo desregulado, como el mejor posible de todos los mundos, es una novedad del sistema hegemónico actual. Ni siquiera en el siglo diecinueve, en los tiempos victorianos, se proclamabaN tan clamorosamente las virtudes y necesidades del reino del capital. Las raíces de este cambio histórico son claras: es un producto de la victoria cabal de occidente en la Guerra Fría, no simplemente de la derrota, sino mas bien de la desaparición total de su adversario soviético, y de la euforia consiguiente de las clases poseedoras, que ahora no necesitaban más eufemismos o circunlocuciones para disfrazar la naturaleza de su dominio.
Pero si la contradicción principal del periodo de la Guerra Fría había sido el conflicto entre capitalismo y comunismo, éste había estado siempre sobredeterminado por otra contradicción global: por la lucha entre los movimientos de liberación nacional del Tercer Mundo y las potencias coloniales e imperialistas del Primer Mundo. A veces, las dos luchas se fusionaron o entrecruzaron, como aquí en Cuba, en China y Vietnam.
El resultado de una larga historia de combates antimperialistas fue la emergencia en todo el mundo de Estados nacionales formalmente emancipados de la subyugación colonial y dotados de una independencia jurídica, gozando incluso de sede en las Naciones Unidas. El principio de la soberanía nacional –muchas veces violado en la práctica por las grandes potencias, pero jamás puesto en duda, esto es, siempre afirmado por el derecho internacional e inscrito solemnemente en la Carta de las Naciones Unidas– ha sido la gran conquista de esta ola de luchas en el Tercer Mundo.
En sus luchas contra el imperialismo, los movimientos de liberación nacional se vieron beneficiados –objetivamente– por la existencia y la fuerza del campo soviético. Digo objetivamente porque no siempre –aunque lo haya hecho en muchos casos– la Unión Soviética ayudó, subjetivamente, a los movimientos en cuestión.
Sin embargo, aun cuando le faltara un apoyo material o directo por parte la Unión Soviética, la simple existencia del campo comunista impedía a occidente y sobre todo a Estados Unidos, aplastar con todos los medios a su disposición y sin temor de resistencias o represalias, estas luchas. La correlación de fuerzas globales no permitía, después de la Segunda Guerra Mundial, el tipo de campañas de exterminio libremente practicados (por Francia en Marruecos o Inglaterra en Iraq) después de la Primera Guerra Mundial. Incluso Estados Unidos siempre trató de presentarse ante los países del Tercer Mundo como un país anticolonialista, como el producto de la primera revolución anticolonialista del continente americano. La competencia diplomática y política entre occidente y oriente en el Tercer Mundo favorecía a los movimientos de liberación nacional.
Ahora, con la desaparición del campo comunista, las inhibiciones tradicionales que condicionaban al Norte en sus relaciones con el Sur lógicamente se desvanecieron también. Este es el segundo gran cambio del último decenio. Su expresión en el campo de batalla de las ideas ha sido un creciente asalto contra el principio de la soberanía nacional. Aquí el momento decisivo ha sido la guerra de los Balcanes en 1999. La agresión militar contra Yugoslavia lanzada por la OTAN fue abiertamente justificada como una superación histórica del fetiche de la soberanía nacional, en nombre de valores más altos, o sea, en nombre del valor de los derechos humanos. Desde entonces, un ejército de juristas, filósofos e ideólogos han construido una nueva doctrina de "humanismo militar", buscando demostrar que la soberanía nacional es un anacronismo peligroso en esta época de globalización y que puede y debe pisotearse para universalizar los derechos humanos, tal como éstos son entendidos por los países mas avanzados y, por supuesto, ilustrados. Desde el punto de vista del primer ministro británico –el social-demócrata Blair– hasta el punto de vista de filósofos liberales célebres como John Rawls, Jürgen Habermas y/o Norberto Bobbio, se sostiene que existe una nueva "ley de los pueblos" –ése es el título exquisito del ultimo libro de Rawls– que está siendo preconizada para legitimar e incentivar intervenciones militares por parte de los "pueblos democráticos" –otra expresión espléndida de Rawls– y con el fin de llevar la libertad a los pueblos "no-democráticos". Hoy, en Iraq, vemos el fruto de esta "apoteosis" de los derechos humanos.
Así, puede decirse que, en el campo de ideas, la nueva hegemonía mundial está basada en dos mutaciones fundamentales del discurso dominante de la época de la Guerra Fría: primero, la promulgación del capitalismo, declarado como tal, no simplemente como un sistema socioeconómico preferible al socialismo, sino como el único modo de organizar la vida moderna concebible para la humanidad, para siempre; segundo, la anulación abierta de la soberanía nacional como clave de las relaciones internacionales entre los Estados, en nombre de los derechos humanos. Podemos dar cuenta de una conexión estructural entre estos dos cambios, pues un reino ilimitado del capital –es decir, de los mercados financieros contemporáneos– presupone una cancelación de hecho de muchas de las prerrogativas clásicas de un Estado nacional que pierde su capacidad de controlar la tasa de cambio, la tasa de interés, su política fiscal y, finalmente, la estructura misma de su presupuesto nacional. En este sentido, la anulación jurídica de la soberanía nacional –en provecho del humanismo militar– completa y formaliza un proceso de erosión ya bastante avanzado.
Hay un tercer cambio, el más inesperado, que se delinea hoy en día. Mientras el neoliberalismo ofrece un marco socioeconómico universal, el humanismo militar propone un marco político universal. Ahora bien, ¿son suficientes, estas dos transformaciones ideológicas, para constituir una nueva hegemonía mundial? No, porque una hegemonía exige algo más; exige la existencia de una potencia particular que organice y haga cumplir las reglas generales del sistema. En una palabra, no hay hegemonía internacional sin Estado hegemónico. Esto ha sido uno de los puntos fundamentales tanto de la teoría marxista de la hegemonía forjada por Antonio Gramsci, como de las teorías anteriores del realpolitik alemán, cuyo matiz político, en cambio, era conservador.
Una potencia hegemónica tiene que ser un Estado particular, con una serie de atributos que, por definición, no pueden ser compartidos por otros Estados, dado que son estas peculiaridades las que precisamente lo hacen una superpotencia por encima de los otros Estados. Es un Estado particular capaz, pues, de desempeñar un papel universal como garantía del "buen funcionamiento" del sistema.
Desde 1945, esta potencia ha sido EU; pero, con el colapso del bloque soviético, el ámbito de su hegemonía se ha extendido enormemente, volviéndose por primera vez verdaderamente global.
¿Cómo se articula, entonces, esta nueva prepotencia norteamericana con las innovaciones ideológicas del neoliberalismo y del humanismo militar? En la forma –que hubiera sido impensable solamente algunos años atrás– de una rehabilitación plena y cándida del imperialismo, como un régimen político de alto valor, modernizante y civilizador. Fue el consejero de Blair en materia de seguridad nacional, Robert Cooper, una especie de mini-Kissinger de Downing Street, quien inició esta transvaluación contemporánea del imperialismo, dando como ejemplo conmovedor el asalto de la OTAN contra Yugoslavia. Después, el nieto de Lyndon Johnson, el jurista constitucional y estratega nuclear Philip Bobbit (coordinador de los servicios de espionaje en el Consejo Nacional de Seguridad de Clinton), con su libro enorme El Escudo de Aquiles, predijo la teorización más radical y ambiciosa de la nueva hegemonía norteamericana. Hoy, artículos, ensayos y libros, celebrando el Impero Americano –típicamente embellecidos por largas comparaciones con el Impero Romano y su papel civilizador–, caen en cascadas de las imprentas en EU.
Debe subrayarse que esta euforia neoimperialista no es un exceso efímero de la derecha norteamericana; hay tanto demócratas como republicanos en el rango de sus próceres. Para cada Robert Kagan o Max Boot, por un lado, hay un Philip Bobbitt o Michael Ignatieff, por el otro. Sería un error grave ilusionarse en que solamente con Reagan o con los Bush estas ideas han crecido; no, también Carter y Clinton, con sus Zbigniew Brzezinskis y Samuel Bergers al lado, han jugado un papel igualmente fundamental en su desarrollo.
Si (dicho en paréntesis) tanto el neoliberalismo como el neoimperialismo han sido políticamente bipartidarios en EU, y también en su aliado más estrecho, el Reino Unido, no es que el papel de la centroderecha y de la centroizquierda hayan sido idénticos en su emergencia y consolidación. En ambos casos, hubo una breve pero significativa iniciación del fenómeno por la centroizquierda, seguida por su ampliación dinámica bajo la centroderecha y, finalmente, de su estabilización como sistema normal por la centroizquierda. Así, el monetarismo neoliberal se inició en el Norte bajo los gobiernos de Carter y Callaghan en los tardíos años setenta; fue dinamizado y ampliado enormemente bajo Reagan y Thatcher; y finalmente afianzado como rutina con Clinton y Blair. De modo análogo, las primeras iniciativas audazmente neoimperiales fueron conformadas en Afganistán por Brzezinski; extendidas a Nicaragua, Grenada, Libia y otros sitios bajo Casey y Weinberger; y fueron normalizadas como sistema en el Medio Oriente y en los Balcanes por Albright y Berger. Ahora, en un segundo turno, hay una ampliación y radicalización –más allá de los mandos de Clinton– bajo Bush. Podemos esperar, si fuera elegido un presidente demócrata en el año próximo, que las nuevas fronteras de las operaciones neoimperialistas establecidas por Rumsfeld serían consolidadas como los parámetros normales de la hegemonía norteamericana en el futuro, aunque con un retórica más mansa y llorosa que la republicana. Todo pasa como si cada vez que el sistema "se atasca" con la centroizquierda acelera a toda velocidad con la centroderecha y luego regresa a una velocidad estable, de crucero, una vez más con la centroizquierda.
Si tales son hoy en día los rasgos principales de la nueva hegemonía mundial en el campo de batalla de las ideas, ¿dónde se localizan los principales focos de resistencia a esta hegemonía y qué formas específicas toman? Si miramos el escenario político global, podemos distinguir tres zonas geográficas distintas donde aparecen reacciones adversas a la hegemonía norteamericana.

En los inicios de este año, Europa ha visto las manifestaciones callejeras más grandes de toda su historia contra la guerra que se preparaba en Medio Oriente. En España, Italia, Francia, Alemania, Inglaterra, millones de personas han expresado su oposición a la invasión de Iraq, como también muchos ciudadanos norteamericanos mismos. Pero el centro de gravedad del movimiento pacifista internacional ha sido innegablemente europeo. ¿Cuánta esperanza se puede tener en esta importante reacción de la opinión publica europea? No fue este un impulso inmediato o efímero, pues la hostilidad continua a la política de la Casa Blanca sigue apareciendo reflejada en todos los sondeos posteriores a la guerra, como también en un torrente de artículos, manifiestos e intervenciones en los medios masivos de comunicación de los principales países del continente. Un tema concreto de esta ola reciente de antiamericanismo es la afirmación de una identidad histórica, propia de las sociedades europeas y absolutamente distinta de la de EU. El filósofo Habermas y muchos otros intelectuales y políticos europeos teorizan esta diferencia como un contraste de valores: Europa sigue siendo socialmente más responsable con su Estado de bienestar, más humana con su negativa a sostener una legislación punitiva como la pena capital, más tolerante y menos religiosa en sus costumbres, más pacífica en sus relaciones exteriores, que América del Norte.
¿Cómo evaluar estas pretensiones? Es claro que el modelo capitalista europeo ha sido, desde la Segunda Guerra Mundial, más regulador e intervencionista que el norteamericano y que ningún Estado europeo, y aún menos la Unión Europea, y goza de un poder militar lejanamente comparable con el que está a disposición de Washington.
Pero hoy en día el neoliberalismo reina en todas las sociedades europeas con los mismos lemas que en el resto del mundo, en términos de reducción de los gastos del Estado, disminución de los beneficios sociales, desregulación de los mercados, privatización de las industrias y los servicios públicos.
En este sentido, las diferencias estructurales entre la Unión Europea y EU son cada vez menores. Lo que aparece es una vaga noción que da cuenta de la existencia de una distancia cultural entre dichas unidades políticas, aunque obviamente las sociedades europeas se encuentran cada año que pasa más subordinadas a los productos de Hollywood y de Sillicon Valley. Sin embargo, esta distancia o reacción cultural a la que hacíamos referencia anteriormente constituye una base muy débil en términos de una resistencia política duradera frente a EU. Eso se ve muy claramente en el hecho de que la mayoría abrumadora de los manifestantes contra la guerra de Iraq ha apoyado fervorosamente la guerra contra Yugoslavia, cuya justificación y modus operandi eran más o menos idénticas; la diferencia principal que se presenta es que entonces el presidente era Clinton, un demócrata suntuoso y efusivo con el que tantos europeos se identificaban, y no el republicano Bush, que les parece un vaquero inaceptablemente hosco y rústico. En otras palabras, no hay oposición de principio contra el neoimperialismo en estos medios europeos; solamente hay una aversión "de etiqueta" contra su mandatario actual. Por ello, no es casual que, después de la conquista de Iraq, el movimiento pacifista europeo se encuentre en una situación de reflujo, aceptando el hecho consumado y sin expresar algún tipo de manifestación significativa de solidaridad con la resistencia nacional a la ocupación. A esto se suma el hecho de que los gobiernos europeos que se opusieron inicialmente a la invasión de Iraq (como Alemania, Francia y Bélgica) rápidamente se han acomodado a la conquista, buscando reparar tímidamente sus relaciones con Washington.
Pasemos ahora al Medio Oriente mismo. Aquí, el escenario es totalmente distinto, pues se combate armas en mano contra la nueva hegemonía mundial. Tanto en Afganistán como en Iraq, a la conquista-relámpago norteamericana siguió una resistencia guerrillera tenaz en el espacio territorial, la cual sigue causando dificultades serias para EU. Además, no hay la más mínima duda del apoyo masivo de la opinión pública árabe de toda la región respecto a estas luchas de liberación nacional contra los ocupantes y sus títeres. Sería sorprendente si el mundo árabe no reaccionara de tal modo frente a las agresiones norteamericanas, dado que éstas se desarrollan en una zona excolonial que experimenta cada día, con la bendición de Washington, la expansión del colonialismo israelí en los territorios palestinos. Este trasfondo histórico separa desde el principio el modo en que se lleva a cabo la oposición árabe y la oposición europea en relación con la nueva hegemonía mundial y, para esto, hay que tener en cuenta que diversas potencias europeas fueron ellas mismas las colonizadoras originales de la región. Pero hay dos factores más que diferencian la resistencia árabe de la europea. Aquí también entra en juego un contraste cultural con la superpotencia, el cual es mucho más profundo porque se sostiene en una religión milenaria, el Islam. El islamismo contemporáneo, con toda la variedad de sus matices, es infinitamente más impermeable a la penetración de la cultura e ideología norteamericana que la vaga identidad bienestarista de la que se jactan lo europeos. Como lo hemos visto repetidamente, aquél es capaz de inspirar actos de contraataque de una ferocidad sin par.
Además, esta antigua fe religiosa se conjuga con un sentimiento absolutamente moderno de nacionalismo moderno, rebelándose contra las miserias y humillaciones de una zona regida durante decenios por regímenes feudales o títeres corruptos y brutales. La combinación de lo cultural-religioso y de lo nacional hace de la resistencia islamo-árabe contemporánea una fuerza que no se agotará fácilmente. Pero al mismo tiempo, ésta tiene sus límites. Le falta lo social, es decir, una visión creíble de una sociedad moderna alternativa a lo que busca imponer en el Medio Oriente la potencia hegemónica. La Sharia no es un idea capaz de enfrentar los retos del neoliberalismo. Mientras tanto, siguen oprimiendo sus pueblos los diversos regímenes tiránicos y atrasados de la región, todos –sin excepción alguna– prontos a colaborar con EU como ha demostrado ad libitum la Liga Árabe y la experiencia del la primera guerra del Golfo.
El tercer foco de resistencia se halla aquí, en América Latina. Tres rasgos decisivos distinguen esta zona de las anteriores. En primer lugar, en América Latina se encuentra una combinación de factores mucho más fuerte y prometedora que en Europa o en Medio Oriente, pues aquí, y solamente aquí, la resistencia al neoliberalismo y al neoimperialismo conjuga no solamente lo cultural sino lo social con lo nacional, es decir, comporta una visión emergente de otro tipo de organización de la sociedad y otro modelo de relaciones entre los Estados. En segundo lugar, América Latina –y esto es un hecho que a menudo se olvida– es la única área del mundo con una historia continua de trastornos revolucionarios y luchas políticas radicales desde hace un siglo. Ni en Asia ni en África ni en Europa, encontramos equivalentes a la cadena de revueltas y revoluciones que han marcado la específica experiencia latinoamericana, la cual, de aquí a un siglo atrás, viene dando cuenta de nuevas explosiones que se suceden a derrotas. El siglo XX ha empezado con la Revolución Mexicana que tuvo lugar antes de la Primera Guerra Mundial. Se trata de una revolución victoriosa, pero que también fue esterilizada en lo que hace a muchas de sus aspiraciones populares. Entre las dos guerras, hay una serie de levantamientos heroicos y experimentos políticos derrotados: el sandinismo en Nicaragua, la revuelta aprista en Perú, la insurrección en El Salvador, la revolución del 33 en Cuba, la intentona en Brasil, la breve república socialista y el frente popular en Chile. Pero con la Segunda Guerra Mundial comienza un nuevo ciclo, con el primer peronismo –en su fase jacobina– en Argentina, el bogotazo en Colombia y la revolución boliviana del 52. Al final del decenio estalla la revolución cubana. Sigue una ola de luchas guerrilleras a través del continente y la elección del gobierno de Salvador Allende en Chile.
Todas estas experiencias fueron aplastadas con el ciclo de dictaduras militares que comenzaron en Brasil en el 64 y luego allanaron el camino a Bolivia, Uruguay, Chile, Argentina, en los años setenta de plomo. A mediados del decenio, la reacción parecía victoriosa casi en todas partes. De nuevo, sin embargo, se encendió el fuego de la resistencia con el triunfo de la revolución sandinista, la lucha de los guerrilleros salvadoreños y la campaña masiva para elecciones directas en Brasil. También esta ola de insurgencia popular fue desmontada o destruida impiadosamente. A mediados de los años noventa, reinaban casi en todos los países latinoamericanas versiones criollas del neoliberalismo norteamericano, instaladas o apoyadas por Washington: los regímenes de Menem en Argentina, Fujimori en Perú, Cardoso en Brasil, Salinas en México, Sánchez Losada en Bolivia, etcétera. Finalmente, con una democracia estable restaurada y políticas económicas excelentes, según creía el Departamento de Estado, América Latina se había convertido en una retaguardia segura y tranquila del impero global. Hoy en día, el paisaje político ha cambiado de nuevo radicalmente. El ciclo popular más reciente, que comenzó con la revuelta zapatista en Chiapas, ya ha visto la llegada al poder de Chávez en Venezuela, las victorias de Lula y Kirchner en Brasil y Argentina, el derrumbe de Sánchez Losada en Bolivia y los estallidos sociales repetidos en Perú y Ecuador.

Respecto al tercer rasgo distintivo del escenario latinoamericano, aquí, y solamente aquí, encontramos coaliciones de gobiernos y de movimientos en una frente amplio de resistencia a la nueva hegemonía mundial. En Europa, el movimiento pacifista y alterglobalista ha sido mucho más extenso que la oposición diplomática de algunos gobiernos a la guerra de Iraq. Esta asimetría entre la calle y el palacio ha sido una de las características más significativas de la situación europea, donde la mayoría de los gobiernos –incluyendo no sólo a Gran Bretaña, sino España, Italia, Holanda, Portugal, Dinamarca y todos los nuevos satélites de Washington en Europa del Este– no solamente apoyó la agresión contra Iraq, sino que participó en la ocupación, mientras que la mayoría de sus poblaciones se opuso a la guerra. En Medio Oriente, esta asimetría entre la hostilidad casi unánime de la calle a la conquista de Iraq y la complicidad casi unánime de los regímenes con el agresor es aún más dramática o, en efecto, total. En América Latina, en contraste, se ve una serie de gobiernos que en grados –y campos– diversos trata de resistir a la voluntad de la potencia hegemónica, y un conjunto de movimientos sociales típicamente más radicales que luchan por un mundo diferente, sin inhibiciones diplomáticas o ideológicas; allí se encuentran desde los zapatistas en México y los Sem Terra en Brasil, hasta los cocaleros y mineros de Bolivia, los piqueteros de Argentina, los huelguistas de Perú, el bloque indígena en Ecuador y tantos otros. Esta constelación dota al frente de resistencia de una repertorio de tácticas y acciones, y de un potencial estratégico, superior a cualquier otra parte del mundo. En Asia, por ejemplo, puede haber gobiernos más firmes en su oposición a los mandos económicos y ideológicos norteamericanos –la Malasia de Mahathir es un caso obvio–, pero faltan poderosos movimientos sociales; y donde existen tales movimientos, los gobiernos típicamente se muestran más o menos serviles, como en Corea del Sur, cuyo presidente ahora promete tropas para ayudar a la ocupación de Iraq.
Entonces, es lógico que si miramos las dos iniciativas más impresionantes de resistencia internacional a la nueva hegemonía mundial, ambas se originaron aquí en América Latina. La primera, por supuesto, ha sido la emergencia del Foro Social Mundial, con sus raíz simbólica en Porto Alegre; y la segunda, la creación del G-22, en Cancún. En ambos casos, lo notable es un verdadero frente intercontinental de resistencia, que engloba de manera muy diversa movimientos en un caso y gobiernos en el otro.
Ahora bien, tanto el Foro Social como el G-22 han concentrado sus esfuerzos de resistencia en el sector neoliberal del frente enemigo, es decir, esencialmente en la agenda económica de la potencia hegemónica y sus aliados en los países ricos. Aquí, correctamente, los blancos centrales han sido el Fondo Monetario Internacional y la Organización Mundial del Comercio. En esta batalla de ideas, la noción de mercados libres –es decir, sistemas de intercambio de las mercancías, del trabajo y del capital puros y autónomos, sin interferencias políticas u otras– ha sido cada vez más claramente expuesta con una mitificación. Todos los mercados, en todos los tiempos, son construidos y regulados políticamente: la única cuestión pertinente es qué tipo de política los moldean y determinan. El neoliberalismo busca imponer su "Gran Transformación" (para usar la formula acuñada por Karl Polanyi) para el advenimiento del liberalismo clásico del laissez-faire en la época victoriana. Como su predecesor, este proyecto –a escala mundial– comporta la imposición de reglas de comercio que favorecen los intereses de los Estados y corporaciones metropolitanos en detrimento de los intereses de los países periféricos. El proteccionismo se vuelve un privilegio reservado al Norte, mientras que en el Sur es visto como una infracción a las leyes fundamentales de toda economía sana. Comparada con estas hipocresías, la noción medieval de un "precio justo" podría parecer un modelo de ilustración. El ataque que se llevó a cabo en Cancún contra las arrogancias ideológicas y abusos prácticos de la potencia hegemónica y sus aliados fue un acierto.
Sin embargo –y aquí las discrepancias entre gobiernos y movimientos se destacan,– resistir a las pretensiones hegemónicas en la área del comercio, defender por ejemplo el Mercosur contra el ALCA no puede conducir a resultados muy animadores, si al mismo tiempo se obedece dócilmente al Fondo Monetario Internacional y los "mercados financieros" en materias tan cruciales como la tasas de interés, el patrón fiscal, el sistema de pensiones, el así llamado superávit primario, para no hablar de respuestas a la exigencia popular de una redistribución igualitaria de tierras. Aquí, el rol de los movimientos sociales se vuelve decisivo. Sólo su capacidad de movilizar a las masas –campesinos, obreros, informales, empleados– y que combatan, si necesario sin treguas, gobiernos oscilantes u oportunistas, puede asegurar políticas sociales más igualitarias y justas. La democracia de la que se jactaban los gobiernos neoliberales del último decenio siempre ha sido un asunto restringido y elitista, con baja participación electoral y alta interferencia del poder del dinero. La democracia que necesita una resistencia efectiva a la nueva hegemonía mundial es algo distinto: requiere de un ejercicio del poder desde abajo, cuyas formas embrionarias van delineándose en los presupuestos populares de Porto Alegre, los comités de la insurgencia boliviana, la autoorganización de los ranchitos venezolanos, las ocupaciones de los Sem Terra.
Si bien es cierto que hay muchos brotes prometedores de resistencia regional e internacional contra el neoliberalismo, también cabe preguntarse: ¿cuál es la situación respecto al frente de combate contra el neoimperialismo? Aquí el escenario sigue siendo más sombrío. Los primeros Foros Sociales han evitado cuidadosamente el tópico –aparentemente demasiado candente– del nuevo belicismo norteamericano. En Europa, hubo no poca gente que engullendo la idea de un humanismo militar en defensa de los derechos humanos apoyaron el bombardeo de Belgrado. Entre los gobiernos, naturalmente, se ve aun menos apetito para enfrentar la potencia hegemónica en su terreno más fuerte, el campo militar. La reacción de los varios gobiernos latinoamericanos a la invasión de Iraq podría resumirse en el repudio inmediato del cual fue objeto el desgraciado embajador chileno en las Naciones Unidas por parte del presidente socialdemócrata Lagos, cuando en un momento distraído de una charla informal condenó la agresión angloamericana y por ello recibió una telegrama furioso por parte de la Moneda en donde se le ordenaba rectificar su lapsus. Chile no condenó la agresión; la "lamentó". Los otros gobiernos latinoamericanos no han demostrado mayor coraje: las únicas dos excepciones fueron Cuba y Venezuela.
Ahora bien, este frente de resistencia a la nueva hegemonía mundial exige una crítica consistente de sus conceptos clave. Aquí la batalla de ideas para la construcción de una alternativa tiene que concentrar sus miras en dos puntos decisivos: los derechos humanos y las Naciones Unidas, que se han vuelto hoy en día instrumentos de la estrategia global de la potencia hegemónica.
Tomemos primero los derechos humanos. Históricamente, la declaración que los introdujo al mundo, de 1789, ha sido una de las grandes proezas políticas de la revolución francesa. Pero, como era de esperarse, a esta noción –fruto de la ideología de una gran revolución burguesa– le faltaba una base filosófica que la sostuviera. El derecho no es un fenómeno antropológico: es un concepto jurídico, que no tiene significado fuera de un marco legal que instituye tal o cual derecho en un código de leyes. No puede haber derechos humanos en abstracto, es decir, trascendente respecto a cualquier estado concreto, sin la existencia de un código de leyes. Hablar de derechos humanos como si estos pudieran preexistir mas allá de las leyes que les darían vida –como es común– es una mitificación. Fue por eso que el pensador utilitarista clásico, Jeremy Bentham, las denominó "tonterías en zancos" y Marx, cuya opinión de Bentham no era muy alta, en este punto le dio toda la razón, sin dudar en citarlo a tal propósito.
El hecho obvio es que no puede haber derechos humanos como si fueran dados de una antropología universal, no solamente porque su idea es un fenómeno relativamente reciente, sino también porque no hay ningún consenso universal en la lista de tales derechos. De acuerdo con la ideología dominante, la propiedad privada –inclusive, naturalmente la que concierne los medios de producción– es considerada un derecho humano fundamental, proclamado como tal, por ejemplo, en la guerra contra Yugoslavia, cuando el ultimátum norteamericano a Rambouillet que deflagró el ataque de la OTAN exigió no solamente libertad y seguridad para la población de Kosovo, el libre movimiento de las tropas de la OTAN a través del territorio yugoslavo, sino también tranquilamente estipuló –cito– que "Kosovo tiene que ser una economía del mercado". Incluso, dentro de los parámetros de la ideología dominante en EU, se contrapone diariamente el derecho a decidir con el derecho a vivir respecto al tema del aborto. No hay ningún criterio racional para discriminar entre tales construcciones, pues los derechos son constitutivamente maleables y arbitrarios como toda noción política: cualquiera puede inventar uno a su propio antojo. Lo que normalmente representan son intereses y es el poder relativo de estos intereses lo que determina cuál de las diversas construcciones rivales predomina. El derecho al empleo, por ejemplo, no tiene ningún estatuto en las doctrinas constitucionales de los países del Norte; el derecho a la herencia, sí. Entender esto no implica ninguna postura nihilista. Si bien los derechos humanos (pero no los derechos legales) son una confusión filosófica, existen necesidades humanas que en efecto prescinden de cualquier marco jurídico y corresponden en parte a fenómenos antropológicos universales –tales como la necesidad de alimentación, de abrigo, de protección contra la tortura o el maltrato– y en parte corresponden a exigencias que son, hegelianamente, productos del desarrollo histórico –tales como las libertades de expresión, diversión, organización y otras–. En este sentido, en vez de derechos, es siempre preferible hablar de necesidades: una noción más materialista y menos equívoca.
Pasemos ahora a nuestro humanismo militar, escudo ilustrado de los derechos humanos en la nueva hegemonía mundial. He observado que el Foro Social y más generalmente los movimientos alterglobalistas han prestado poca atención al neoimperialismo, prefiriendo concentrar su fuego en el neoliberalismo. Sin embargo, hay un lema internacional movilizador muy sencillo que podrían adoptar. Este consiste en exigir el cierre de todas –repito todas– las bases militares extranjeras en todo el mundo. Actualmente, EU mantiene tales bases en más de cien –repito, cien– países alrededor del planeta. Debemos exigir que cada una de estas bases sea cerrada y evacuada, desde la más antigua e infame de todas, aquí en Guantánamo, hasta las más nuevas, en Kabul, Bishkek y Bagdad; lo mismo para las bases británicas, franceses, rusas y otras. ¿Qué justificación tienen estos tumores innumerables en el flanco de la soberanía nacional, si no es simplemente la raison d’etre del Imperio y sus aliados?
Las bases militares norteamericanas constituyen la infraestructura estratégica fundamental de la potencia hegemónica. Las Naciones Unidas, ellas, proveen una superestructura imprescindible de sus nuevas formas de dominación. Desde la primera Guerra del Golfo en adelante, la ONU ha funcionado como un instrumento dócil de sus sucesivas agresiones, manteniendo durante un decenio el bloqueo criminal de Iraq, que ha causado entre 300 y 500 mil muertos, la mayoría niños, consagrando el ataque de la OTAN contra Yugoslavia, donde propició y sigue propiciando servicios posventas a los agresores en Kosovo, y ahora colaborando con los ocupantes de Iraq para edificar un gobierno de marionetas norteamericanas en Bagdad y coleccionando fondos de otros países para financiar los costos de la conquista del país. Desde la desaparición de la Unión Soviética, el mando de Washington sobre la ONU se volvió casi ilimitado. La Casa Blanca escogió directamente, sin ningún pudor, al actual Secretario General como su mayordomo administrativo en Manhattan, descartando a su predecesor como insuficientemente servil a Estados Unidos. El FBI abiertamente escucha a escondidas a todas las delegaciones extranjeras en la Asamblea General. La CIA penetró sin siquiera desmentir sus actividades –del conocimiento publico– el cuerpo de los así llamados inspectores en Iraq, de pie a cabeza. No hay medida de soborno o chantaje que no utilice diariamente el Departamento de Estado para doblegar a los representantes de las naciones a su voluntad. Hay ocasiones, aunque cada vez más raras, cuando la ONU no aprueba explícitamente los proyectos y decisiones de EU en los que Washington toma la iniciativa unilateralmente y entonces la ONU lo autoriza posfacto, como un hecho consumado. Lo que jamás acontece ahora es que la ONU rechace o condene una acción estadounidense.
La raíz de esta situación es muy simple. La ONU fue construida en los tiempos de Roosevelt y Truman como una máquina de dominación de las grandes potencias sobre los demás países del mundo, con una fachada de igualdad y democracia en la Asamblea General y una concentración férrea del poder en manos de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad, arbitrariamente escogido entre los vítores de una guerra que no tiene ninguna relevancia hoy. Esta estructura profundamente oligárquica se presta a cualquier tipo de mando y manipulación diplomáticos. Es esto lo que ha conducido a la organización –que en principio debería ser un baluarte de la soberanía nacional de los países pobres del mundo– a su prostitución actual, convertida en una mera máscara para la demolición de esta soberanía en nombre de los derechos humanos, transformados a su vez –naturalmente– en el derecho de la potencia hegemónica de bloquear, bombardear, invadir y ocupar países menores, según le venga en gana.
¿Qué remedio es concebible a esta situación? Todos lo proyectos de reforma del Consejo de Seguridad se han hundido a partir del rechazo de los monopolistas del veto a renunciar a sus privilegios, que ellos tienen además el poder de proteger. Todos los reclamos de la Asamblea General para una democratización de la organización han sido, y serán, en vano. La única solución plausible a este impasse parecería ser el retiro de la organización de uno o varios países grandes del Tercer Mundo, que podrían deslegitimarla hasta que el Consejo de Seguridad sea forzado a aceptar su ampliación y una redistribución de poderes reales dentro de la Asamblea General. De la misma manera, además, la única esperanza de desarme nuclear serio es el retiro de uno o varios países del Tercer Mundo del infame Tratado de No Proliferación Nuclear –que debiera ser llamado el Tratado para la Preservación del Oligopolio Nuclear– para forzar a los verdaderos detectores arrogantes de los armamentos de destrucción masiva a renunciar a sus privilegios. Samir Amin ha hablado aquí de la necesidad de restaurar cualquier resistencia seria a la nueva hegemonía mundial. Estoy de acuerdo. Añadiré que los principios de tal igualdad tienen que ser no solamente económicos y sociales dentro las naciones, sino también políticos y militares entre las naciones.
Estamos lejos de esto hoy, tan lejos como puede verse en la última resolución del Consejo de Seguridad, votada en el pasado mes de octubre. En ésta, el órgano supremo de Naciones Unidas solemnemente ha dado su bienvenida al consejo títere de las fuerzas de ocupación de Iraq designándolo como la encarnación de la soberanía iraquí, condenado los actos de resistencia a la ocupación, llamado a todos los países a ayudar en la reconstrucción de Iraq bajo los designios de esas mismas fuerzas títeres y nombrado a Estados Unidos como el mandatario reconocido de una fuerza multinacional de ocupación del país. Esta resolución, que no es otra cosa que el acto de bendición de la ONU a la conquista de Iraq, fue aprobada unánimemente. La firmaron Francia, Rusia, China, Alemania, España, Bulgaria, México, Chile, Guinea, Camerún, Angola, Siria, Pakistán, Reino Unido y Estados Unidos. La Francia supuestamente gaullista, la China supuestamente popular, Alemania y Chile supuestamente socialdemócratas, Siria supuestamente baasista, Angola rescatada una vez por Cuba de su propia invasión, para no hablar de los demás clientes mas familiares de EU, todos cómplices de la recolonización de Iraq. Esta es la nueva hegemonía mundial. Combatámosla.
El autor es Editor de la revista New Left Review. El texto es la intervención en la Conferencia General del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO), La Habana, Cuba, 30 de octubre de 2003.