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Libros sí, Alpargatas también

12 de diciembre del 2003

Volodia Teitelboim contra el olvido

Fernando Quilodrán
El Siglo

Entrega Volodia Teitelboim el tomo tercero de su saga "Antes del olvido", titulado éste "La vida, una suma de historias". Fiel a su propósito inicial ("Un muchacho del siglo XX" y "Un hombre de edad media", los anteriores), Teitelboim nos instala en la complejidad doble de su tiempo y de su vida. Y lo primero que debemos decir es que se trata de 360 páginas de difícil abandono. No son muchos los libros que se leen, como suele decirse, "de una sentada". Para que ello suceda, se precisan así la maestría del autor como lo atractivo de la materia tratada. Y en este caso, la materia es el tiempo de un auto asumido "viejo de la tribu" que divaga por casi un siglo de historia. Y ni siquiera de los aconteceres de su aldea estricta, sino del vasto mundo, que ha recorrido intensamente y cuya textura, en ocasiones amarga y jubilosa en otras, ha probado hasta la lucidez y, aun, la desesperanza. Y entonces, vale la pena detenerse en lo que suele llamarse "la forma". Esto es, el estilo, el fraseo del memorialista. Porque emplea el autor un lenguaje ceñido a su objetivo, pero no puede eludir los relámpagos frecuentes de una prosa que se hace poesía y, es sobre todo, una prosa cordial.

Ante la imposibilidad de una reseña prolija de esta obra, tomaré algunos ejemplos para mejor ubicar al lector en esta "suma de historias".

Nos detenemos en la tercera parte, "Autos y actos de fe". Se trata de una evocación de Gabriela Mistral su gran biografiada. Ella, como otros escritores, artistas de todas las épocas, amigas y amigos notorios o anónimos, humildes y sencillos la mayor parte de ellos, forman parte del moblaje espiritual del escritor Volodia, de ese mundo interior riquísimo y poblado como un censo que nos convida en estas páginas.

Aprovecha el autor para, al amparo de nuevas experiencias y revisiones de su propia obra, pagar lo que tal vez estime deudas pendientes hacia algunos escritores que se le quedaron enredados en su gestión de biógrafo-crítico y recreador de autores y tiempos. Es el caso, privilegiadamente, con García Márquez, el frecuentado Neruda, el Dante o Faulkner, entre varios otros.

Y entre ellos, Kafka. Veamos las reflexiones que le motivan tanto la obra como la vida del autor de "El castillo", "El proceso" y "La metamorfosis": "Si se suman los dolores del mundo, creo que son infinitos. (...) El Infierno no tiene puertas. El hombre siempre esperará a las puertas del Paraíso". Y es a propósito de ese mismo Kafka que leemos: "(el hombre) trata de ingresar a los castillos que bordean el camino. No consigue entrar a ninguno. Sabe que la vida es un viaje en que se choca con la palabra 'no'". Pero a renglón anterior nos ha dicho, porque no se trata de un espíritu desesperanzado, que "Todas estas peregrinaciones por las calles y los libros del mundo también forman parte de la búsqueda del paraíso perdido, de la utopía, de la porfía de un hombre que quiere decir algo y se niega a aceptar la puerta cerrada".

Otro personaje que le dicta frases estremecidas de cordialidad y poesía es Violeta Parra. Vale la pena citar uno de sus párrafos: "No podíamos sacarnos de la cabeza el porqué de ese suicidio. No podíamos sacarnos de la cabeza el 'Maldigo el vocablo amor con toda su porquería/ cuánto será mi dolor'. Sí. Sus dolores eran muchos. No sé cuántos. Pero ella sabía cuántos eran: 'Veintiuno son mis dolores'. Quiso 'Volver a los 17', y era tarde".

En este tomo tercero de sus Memorias, dibuja Volodia Teitelboim un mural de la vida cotidiana, con todos sus colores, los estridentes y los íntimos; con los hombres y mujeres que frecuentó o encontró en su vida. Son las evocaciones de un humanista a jornada completa, que no puede quejarse de las imprudencias de la política ni de los pedigüeños de prólogos y presentaciones, o conferencias y comparecencias ante los públicos más diversos y en escenarios de altos coturnos o de humildes barriadas, porque, y eso lo sabe muy bien y lo asume sin dobleces, de esos materiales está hecha su obra y son esas frecuentaciones las que imponen a su prosa la urgencia de contenerlos a todos, incluso a ese niño que con la impertinencia de sus dulces 3 ó 4 años le pregunta en una tarde de Ñuñoa: "A dónde vai?". Y ante su respuesta: "Voy a mi casa", le replica en voz alta "¿Vai a ver a tu mamá?", y el anciano de la tribu le responde simplemente, y porque es cierto de verdad absoluta: "Sí, voy a ver a mi mamá".

Como lo que vivimos es un tiempo de tragedia, y como el memorialista lo es también a partir de su propia vida, no se puede pasar por alto la escena en que su madre, esa Sara Volosky por la que sin saberlo le ha preguntado el niño, debe "atender" a los militares que allanan su casa a pocas horas del golpe de Estado. Le pregunta un teniente: "¿Usted es rusa?". Responde La Madre, y para comentarlo sobran las palabras: "Llegué a este país muy joven, siendo una niña. No sabía a qué país venía. No conocía una palabra del idioma, pero fui a la escuela porque quería aprender el castellano, a leer y escribir, y aquí he pasado toda mi vida. Ahora tengo 75 años. Mis hijos, nietos y bisnietos son chilenos. Usted me va a decir entonces ¿qué soy?".

Nos instala el escritor en escenarios muy antiguos, desde los primeros albores de la materia y de la humanidad. Y pareciera sugerirnos, o simplemente lo afirma, que lo característico de este habitante problemático, el hombre, la humanidad, sea aquel "ya saben que van a morir", expresión tal vez la más lúcida de una condición de quien, aun sabiéndose efímero, se empecina en la verdad y la justicia, en la solidaridad y en el amor, en el más libérrimo ejercicio de su condición humana, "porque quieren dejar huella de su paso".

Nos presenta este ejercicio memorialístico otra característica, que no es muy común: la de quien reflexiona ese oficio y, aun transformado en "otra persona" por los imperativos de la historia -el retorno clandestino al Chile de la dictadura- se vale del diálogo -monólogo interior contradictorio- para mejor cumplir la tarea que se ha impuesto.

Dice, casi al finalizar: "Todavía tengo que hablar de muchas cosas. Son tantas que nunca podré dar abato. Lo sé de antemano. Así que tendré que transformar la trilogía en tetralogía".

Tomamos estas palabras como una promesa.