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Libros sí, Alpargatas también

2 de enero de 2003

Malraux, el mejor imitador de sí mismo

Antonio José Quesada Sánchez
Rebelión

Francia ha dado en el siglo XX una serie de intelectuales ante los que hay que quitarse el sombrero, si lo llevásemos, que ya no lo lleva nadie. También los dio en el siglo XIX, pero no estamos ahora con ellos. Genios de la talla de Camus, el moralista guapo que, además de escribir una serie de buenas obras y varias obras maestras, sabía bailar y conquistar mujeres con ese estilo de Sam Spade de la Resistencia que nunca le abandonó. Como Sartre, con el que discrepo más, pero con el que me identifico con mayor profundidad, sobre todo por feo y porque escribió algunas cosas míticas que meten el dedo en el ojo a más de uno arriba. O como la Beauvoir, que en cuanto le dabas dos hojas en blanco y un bolígrafo del color que fuera ya te había comenzado a escribir sobre algún aspecto de su vida, ya se encargaba ella de encontrar algo (no la critico, que "Los Mandarines" bien merece quitarse otra vez el inexistente sombrero). Y tantos otros que olvido: el viajero Gide, por ejemplo, demasiado tardío para ser un maldito, pero que de alguna forma lo era. Pero hoy creo interesante dedicarnos a Malraux, ese genio que dedicó su vida a ser Malraux. No era necesario más. Él era su mejor obra. Aventurero: pateó Asia en busca de obras de arte y se trajo una condena y varias de sus mejores obras literarias: "La condición humana", magistral, "Los conquistadores", que dicen que gustó a Trotski cuando la leyó seguramente huyendo de algo o hacia algo, o "La vía real", que nos acerca a sus aventuras artísticas. Después se sube al tren de los compañeros de viaje comunistas. Conoce la URSS y a sus élites, dice algunas cosas y calla otras, escribe "El tiempo del desprecio" y luego la desprecia, y llega la guerra de España, donde se hace coronel del aire, estorba jugando a ser Malraux y, de paso, escribe "La esperanza". Inmediatamente la lleva al cine con el nombre de "Sierra de Teruel". La República perdió la guerra, y era previsible, porque no se puede ganar una guerra cuando se hace como guerrilleros y con escritores como aviadores. Sobre todo si enfrente se tiene una maquinaria de la fuerza de la que existía, con el aire italo-alemán insuflado en los pulmones del tabardo caqui autóctono. Como siempre, Malraux hacía de Malraux, con el pelo para un lado y las ideas políticas para el lado contrario. Genio en todo caso. Hitler decidió que merecía la pena probar el buen vino y subir a la Torre Effiel y para ello conquistó Francia. Malraux pasó por un campo alemán un tiempo o algo así (no sé qué decía Todd sobre esto). Tras la guerra, cambia de peinado y de ideas, y se cobija bajo el ala cálida de De Gaulle. Héroe, dictador blando, demócrata autoritario, salvador de Francia. Casi nada: el brillo deslumbra a Malraux, no podía ser de otra forma. Con él, Malraux llegará a ministro de cultura. Conocerá a Kennedy y a Jacqueline, a Mao (como la entrevista fue algo insípida, la re-escribió en sus "Antimemorias") y a tantos otros que yo no recuerdo pero él seguro que sí. Escribe otras cosas, de arte y así, pero me interesan menos. Las "Antimemorias" son un ajuste de cuentas, no sé bien a qué. Obras para tener siempre presentes. Una vida intensa y contradictoria: lo malo de tener flequillo es que el viento te despeina, lo malo de tener ideas políticas es que la vida te las despeina también. Le explotó en su cara avejentada mayo del 68, y era parte del orden a criticar, era el Excelentísimo Señor Ministro. Bebía más de la cuenta, dicen algunos. Recuerdo una anécdota de esos días: un anciano pretendía ser admitido para no se qué acto con asistencia restringida en las universidades alternativas que fue el mayo de los adoquines y las playas subterráneas, y ante la pasividad del estudiante, le dice "oiga, que yo combatí en España contra los fascistas", ante lo que el chico, con un cinismo lúcido impropio de un joven, le contestó "sí, como Malraux". No sé cómo terminó la situación ni nos importa ahora. Moraleja: Malraux seguía jugando a ser Malraux. Ahora como Excelentísimo Señor Ministro. En España tuvimos nuestro Malraux ibérico, que fue Jorge Semprún/Federico Sánchez, también con flequillo y con ideas. Pero no es Malraux, pese a haberse jugado el tipo en una vida aventurera y a haber cambiado de peinado ideológico, y con furia. No es el genio que fue Malraux: es un tipo muy interesante que cree serlo todavía más de lo mucho que ya es. Sólo me interesa cuando habla de los campos de concentración. El resto no. Bueno, cuando fustiga comunistas o guerristas también hay que leerle, aunque cansa. Cualquier día confesará haber matado a Nin, como ya le dijo magistralmente Vázquez Montalbán, "no se preocupe, don Jorge, que usted no mató a Nin". También fue ministro de cultura pero en España, pese a su afrancesamiento, e hizo algo de cine con Gavras y algún otro. Semprún, ese mal guionista francés del que hablara Umbral, no traducía al español sus novelas. Semprún, otro hombre interesante. Pero menos. Demasiada bilis en según qué temas, y eso a veces no es bueno. Único Malraux, por tanto. El mejor imitador de sí mismo. Sin duda. El resto se queda lejos, literaria y vitalmente