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Libros sí, Alpargatas también

28 de febrero de 2003

Fragmento de la novela
Los fosos de Santa Elena

Higinio Polo
Rebelión
Vientre de nácar, Barcelona, 2003, Editorial Montesinos.
Fragmento de la novela
Por la Rambla bajaban coches de caballos y tranvías, cortando el frío y alejándose de los transeúntes que arrastraban muletas o escondían muñones en abrigos raídos y capas extrañas. Habían salido los trabajadores con el rostro endurecido por la miseria, los niños pelones que iban a la escuela a cantar el himno de la patria, las mujerucas con las cartillas de racionamiento, los milagreros del estraperlo. Y, por todas partes, gentes que miraban aparatos para herniados, jóvenes con abrigo al que habían dado la vuelta, multitudes de tullidos en busca de guijas o algarrobas, hijos temblorosos de la almorta. Por las iglesias iban señoras tocadas con mantilla, tan española, y vestiditas de negro, se dirigían a honrar a los sagrarios, sagrarios del jueves y viernes santo, sonrientes en la fe, fortalecidas por la victoria de las armas de Dios, amparadas por aquel papa Pacelli tan amigo del Caudillo y de España, y que hasta sabía hablar por la radio para extender la fe. La tuberculosis y el piojo verde mirando respetuosos a las damas sensibles que de vez en cuando escuchaban interesadas conciertos en el Liceo: condesas de Godó, duquesas de Santángelo, marquesas de Monsolís, baronesas de Ovilvar, vizcondesas de Belloch, títulos del Amparo y Sentmenat, apellidos ilustres que, tanto tiempo perseguidos durante la tiranía roja, ahora podían pasear la fe de Cristo. De nuevo los grandes apellidos, Ribas y Bonet, Fábregas y Bertrand, Orgaz y Masnou, Daya y Monistrol, Güell y Marfá, Fabra y Mateu, familias devotas, feligresas conmovidas por las reliquias de los santos, el pie de San José de Calasanz o la costilla de San Francisco de Regis, y el brazo incorrupto de Santa Teresa, madre amada. Marta iba andando hasta la cárcel Modelo, incluso se acercaba a veces hasta la Exposición, allí tan lejos, en la montaña de Montjuich, pensando en su padre o en el Pere, que sabe Dios dónde estaría. Al Pere lo había ido a buscar algunas veces al Poble Sec, durante la guerra. Allí vivía con sus padres, hasta que se marchó al frente para defender a la república. Pero ahora Marta pasaba por la calle donde vivió el Pere sin atreverse a entrar, de vuelta de la Modelo; bajando por el Paralelo hasta el barrio, iba leyendo los anuncios y los letreros, fábrica de toallas y demás géneros rusos, al lado de la puerta de la empresa; qué raro eso de géneros rusos, hasta daba miedo. O leía algunos papelitos en los cristales, se precisan planchadoras, y entonces le asaltaba el temor de la miseria y del hambre, la ponzoña y el miedo a ser pobre, la angustia interminable; "pero qué tonta eres si todo aquello ya pasó", se decía, "y hay que vivir como sea". "Una radio le tengo que pedir a Lorenzo, que una radio nos vendría muy bien, de esas con todos los adelantos, botones de sintonía automática y mandos y ojos mágicos, para oír las canciones". Marta soñaba con butacas y bargueños, cómodas y lámparas de lágrimas, y hasta despacho y librería, "bueno, eso no, dónde lo íbamos a meter, si tuviéramos un piso más grande, pero igual Lorenzo se enfada si se lo digo, tiene que mirar por tantos". "Que tengamos salud y podamos comer, con eso me conformo, salud sobre todo"; pero volvía a ilusionarse y daba vueltas por los Almacenes Alemanes, traje pescadora azul treinta y seis pesetas, y los monos azules más baratos, veintiocho, y, mira, un pantalón marrón diecisiete pesetas, al Francesc le hace falta uno. Y los domingos a misa, a la plaza de San Agustín, con los dos hermanos, a rezar por el padre, que salga pronto de la cárcel, que no le pase nada, las misas son buenas para eso, como las que hacen los primeros domingos de cada mes en los fosos de Santa Elena, en el castillo de Monjuich. Preces en sufragio por los caídos por Dios y por España, también allí daban los gritos de rigor, algún militar en medio de las familias conmovidas y llorosas, sin apenas poder contestar a los vivas a la patria y al Caudillo que daban al final, en el mar de gorras y correajes, lutos y mantillas. Marta mirando al sacerdote mientras levanta la hostia, con el monaguillo sujetando la casulla, de rodillas, con la campanita en la mano derecha, intentando fijarse en la sagrada hostia. El confesor se lo había dicho, "niño, si en el momento de la elevación miras la hostia con fe, piedad y amor, y dices Señor mío y Dios mío, ganarás una indulgencia de siete años y siete cuarentenas, pero lo has de hacer con recogimiento: si no, no vale". "Y recuerda también que has de saber el padrenuestro, el credo, los mandamientos de la ley de Dios, los preceptos de la Iglesia, los sacramentos, sobre todo el bautismo, la penitencia y la eucaristía: si te los sabes todos, mejor, pero éstos por lo menos, que te olvidas y esas cosas no le gustan a Nuestro Señor". El sonido de la campanilla avisando a los fieles, y el último Evangelio y el Salve Regina, y la calle, con la dolorosa sensación del perdón de los pecados. Cuando volvían a casa Marta saludaba a aquel señor que vendía tripas para embutidos, las compraba en Vich, aunque también vendía cocaína a cien pesetas el gramo, se lo había dicho Cipriano, el cerrajero. Bueno, todos lo sabían, cocaína para aquellos señores bien vestidos que aparecían por ahí de vez en cuando; Marta ni siquiera conocía el nombre del señor de las tripas de embutido, pero él siempre la saludaba sonriente y le decía "qué guapa estás, si tú quisieras". Y procuraba retenerla con cualquier excusa, "¿qué tal la misa?", "parece que vuelve a hacer frío", mientras Marta cogía a sus hermanos y le decía "sí", "bien", "adiós"; y aquel hombre insistía, "no tengas tanta prisa que es domingo", "sí, adiós". Allí, cerca de la plaza, vivía un hermano de la Conchita, la vecina de nuestro rellano. Al hermano lo habían detenido no hacía mucho por dedicarse a la venta clandestina de tabaco, aunque a veces detenían a gente por otras cosas, delitos de la época roja, como decía Roberto el de Falange, quien hasta conocía a una mujer que estaba en la cárcel de Las Corts porque había colaborado con los miembros de las patrullas de control. Roberto decía: "fíjate les lavaba la ropa después de todos aquellos asesinatos que cometían, y se la lavaba tan tranquila, le está bien empleado, ahora tendrá que matar con las uñas los piojos de la cárcel, y cuando se le gasten las uñas que los mate con piedras". A Roberto no debía importarle que también el padre de Marta estuviera en la cárcel Modelo, pero no, pensándolo bien, no debía ser así, porque a veces le preguntaba cómo estaba y si saldría pronto. A Roberto se le iluminaba la cara cuando hablaba de María Mercader, decía que era la artista más guapa de todas las que había en España y casi en el mundo, con aquellas pestañas tan largas que daban gloria, y por lo menos la había visto dos o tres veces en La mayor aventura. María Mercader y el Caudillo eran los dos amores de Roberto, que, aunque era falangista, nunca levantaba el brazo si no era necesario, tampoco hay que exagerar; si estaba en el cine sí, que entonces era otra cosa, porque sólo los recalcitrantes y los rojos emboscados, gentes no adictas, se negaban a hacerlo si podían, pero eran pocos. Marta vio una vez, cuando estaba en el teatro con Lorenzo, cómo los guardias se llevaban a dos hombres que se habían negado a saludar con el brazo en alto mientras tocaban el himno nacional, la autoridad competente daría con ellos; "faltaría más", pensaba en voz alta Roberto, cuando oía contar los incidentes, "que ya vale lo bueno, y si el Caudillo se descuidase otra vez tendríamos a los rojos encima". Pero no había nada que temer, el general Millán Astray avisaba de que los hombres del glorioso movimiento nacional estaban haciendo guardias eternas en los luceros, iluminados por el ejemplo de las epopeyas inolvidables, que eran la luz de la historia, como la del almirante Vierna y los marinos del Baleares, recios espíritus que esperaron la muerte con el temple bizarro de los hombres de Castilla, unidos en el heroísmo abnegado del amor a la patria, en embajada insigne de disciplina y sacrificio ante Dios y ante el Caudillo. Los domingos eran aburridos, pues Lorenzo no la citaba nunca, "visitas y amistades, ya sabes, obligaciones", le decía. Marta pasaba las horas con Vicenta, la señora del piso de arriba que tenía tantos niños, hablando de las cosas que oían por la calle o en la radio, mientras remendaba pantalones o bastillaba pedazos. "Parece que van a meter mano a los estraperlistas, están poniendo multas y dicen que sólo es el principio", "no sé, no sé", decía Vicenta y preguntaba por Jacinto, "cómo está tu padre". "Y dicen que van a dar plazas gratuitas en las escuelas para los hijos de los obreros, se lo he oído decir a una señora que está muy enterada, habrá que preguntar, igual Roberto sabe algo." Y Roberto se lo traía apuntado en un papel desde la sede de Falange, "es verdad, Vicenta, es verdad, aquí lo tengo, primero se adjudicarán las plazas a los huérfanos de guerra, después a los hijos de asesinados por los rojos, después a los hijos de mutilados inútiles, por riguroso orden". Y muchos ratos las dos permanecían calladas hasta que el domingo terminaba, mirando por última vez aquella estampa con la silueta negra, comprobando que era cierto, que lo veías, como proclamaba satisfecho Roberto leyendo las instrucciones: "fije usted la vista durante treinta o cuarenta segundos en la postal y volviendo la mirada hacia el espacio verá reproducida la efigie de nuestro Invicto y Glorioso Caudillo Franco, y debajo: saludo a Franco, arriba España". Nosotros éramos muy niños todavía para saberlo, envueltos en un mundo de trueques y estraperlo, de acaparadores de monedas de cobre, de celebraciones del día del Papa con concurridas comuniones a la salud del Sumo Pontífice, un mundo de depurativos para las úlceras varicosas de las piernas: son para la sangre viciada, ya lo decían. Un mundo de registros para encontrar armas y objetos procedentes de saqueos de la época roja, de propietarios alborozados recibiendo de nuevo sus fincas rústicas, extinguido ya el nefasto Instituto de Reforma Agraria de los rojos; de negativas de certificados por antecedentes de pésima conducta. Éramos muy niños todavía, cuando Marta salía de la casa para llevarle un paquete a su padre a la cárcel Modelo y volvía andando por el Paralelo, pasando cerca de donde vivió el Pere; mientras allá arriba, en la montaña, rogaban a Dios por los caídos, en los fosos de Santa Elena.