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Juan Gelman


Llorar sin lágrimas

Por Juan Gelman

La elección de gobernador de la provincia de Buenos Aires que el peronista Andrés Framini ganó limpiamente en 1962 tuvo no pequeñas consecuencias. Algunas de las principales fueron, desde luego, la anulación de los comicios y la caída del presidente radical Arturo Frondizi el 29 de marzo de ese año. En su lugar los militares instalaron al vicepresidente, Dr. José María Guido, a quien las malas lenguas apodaban “Barón de Río Negro”. No tenía títulos nobiliarios, ésa era la marca de un vino. El 23 de setiembre el general Juan Carlos Onganía, entonces jefe de la guarnición de Campo de Mayo, impugna al comandante en jefe del Ejército y afirma que éste tiene prisionero a Guido, cosa por lo demás perfecta y políticamente cierta. Autocoloreándose de “azul”, Onganía enfrenta y derrota al sector “colorado” del Ejército y se proclama comandante en jefe. Eran otras épocas y unas fuerzas armadas algo diferentes: los tanques que avanzaban por la avenida Santa Fe de Buenos Aires respetaban la luz roja de los semáforos.

Por esos días visitaba la capital argentina el gran poeta estadounidense Robert Lowell. Su viaje, que auspiciaba el Congreso por la Libertad de la Cultura –organismo, dicen, apoyado por la CIA–, había comenzado tres meses antes en Brasil, donde por enésima vez declaró su amor a Elizabeth Bishop, esa otra gran poeta y compatriota, que no se inclinaba precisamente por el sexo masculino. Padecedor de crisis depresivas agudas, Lowell bebía ya mucho cuando partió de Río de Janeiro para aterrizar en Buenos Aires el 4 de setiembre. Su misión era vaga: conceder entrevistas periodísticas, reunirse con escritores argentinos, dictar tal vez alguna conferencia. Lowell –Cal para los amigos– se dedicó al alcohol y a la lectura de los diarios. Seis martinis dobles lo ayudaban a llegar al mediodía.

Keith Botsford lo acompañó en el viaje y sólo en 1981, cuatro años después de la muerte de Lowell, se animó a contar algunos episodios de la estadía en Buenos Aires. Ambos fueron invitados a un almuerzo en la Casa Rosada, donde se adensaban los aires golpistas, y Cal no tardó en calificar de analfabeto al agregado cultural de la embajada yanqui allí presente. El próximo insulto fue para “el general que sería luego presidente de la República”: Onganía. Los militares sentados a la mesa, “serios y distinguidos” –dijo Botsford– no ocultaban la irritación provocada por un Lowell sin corbata y con un saco a cuadros muy chillones. Terminado el almuerzo, Lowell pidió que le mostraran cada estatua de la ciudad y en alguna se trepó en paños menores a la grupa del caballo de bronce montado por algún militar histórico. Allí se proclamó “César de la Argentina”. Botsford pudo a duras penas arrastrarlo al hotel.

Golpes de estado, militares y estatuas planean en el poema “Buenos Aires”, del volumen titulado For the Union Dead que Lowell publicó en 1964. Dice: “En mi habitación del Hotel Continental,/a mil millas de ninguna parte,/escuché/la pesada, musculosa respiración de los rebaños./El ganado proporcionó mis ropas nuevas:/mi abrigo de blanda gamuza color castaño,/mis zapatos puntiagudos/que me lastiman los dedos de los pies./Un falso decoro fin de siecle/como ronquido sobre Buenos Aires/perdido en las pampas/y corrido por los cuarteles./Todo el tiempo leía sobre golpes de Estado periodísticos/de grises generales que se aniquilan mutuamente/figuritas de masa sobre el tablero de ajedrez- y nunca vi/la contramarcha de sus tanques./A lo largo de los senderos con cipreses iluminados por el sol/del cementerio de los mártires de la República,/centenares de templos romanos de un solo ámbito/aferraban a sus catafalcos./Pátinas color rana preservaban/bustos conmemorativos prosaicos/y las frentes ornadas de arrugas/de esos militares burócratas./Por sus puertas de latón,/cien diosas de mármol/lloraban como sauces. Descansé/pasando suavemente la palma por cada uno de sus duros pechos./Yo era el más marchito/y mirespiración blanqueó el aire invernal/a la mañana siguiente, cuando Buenos Aires se llenó/de muchedumbres de rostro amargo y cuello almidonado”. Cualquier similitud con el presente corre por cuenta del lector.

Lowell anticipó como pocos el mundo que hoy vivimos. “En nuestra época, más que en otras, la espada pende sobre nosotros y nuestros hijos y ninguna voz se eleva”, supo advertir. En 1965, cuando empezaba a desatarse la invasión yanqui a Vietnam, se negó a participar en el Festival de las Artes organizado en la Casa Blanca y le escribió al presidente Lyndon B. Johnson: “Sólo puedo seguir el curso de nuestra política exterior con gran consternación y desconfianza... Corremos el peligro de convertirnos imperceptiblemente en una nación chauvinista, lo que puede incluso arrastrarnos a la catástrofe final”. Eran los años más gélidos de la Guerra Fría y en su poema “Otoño 1961” Lowell registra “la irritación y el chillido/de la guerra nuclear... la luna se levanta/radiante de terror... Un padre no es escudo/para su hijo./Somos como un montón de arañas/salvajes que lloran juntas/pero sin lágrimas”.