VOLVER A LA PAGINA  PRINCIPAL
Salvador Allende

Salvador Allende o la revolución más imposible

Alfonso Sastre
Gara
¿Un documento perdido? Mucho me lo temo porque, por más que lo busco, no lo encuentro entre mis papeles. Contiene, allí donde esté, si no se ha extraviado definitivamente y entonces quedará inédito para siempre, unas respuestas del Presidente Salvador Allende, en papel timbrado de la Presidencia y firmadas por él, a unas cuantas preguntas mías, que le hice en su residencia privada de Santiago de Chile en abril de 1971, en pleno proceso de trabajo social y político, después del triunfo de la Unidad Popular -una coalición de socialistas, comunistas, radicales y otras gentes de izquierda-, con motivo de una visita colectiva que hicimos a Chile un grupo de escritores y artistas europeos, invitados por aquel Gobierno para mostrarnos la realidad de lo que estaba sucediendo en Chile y tratar de contrarrestar así, según nuestras posibilidades, la gran propaganda de los "momios" chilenos y del imperialismo americano contra la esperanza de que en Chile se consolidara una nueva esperanza: la de una revolución socialista en términos estrictamente pacíficos. ¡La revolución más imposible! ¡La más increíble de las hazañas! ¡La más utópica: sin un solo disparo, sin una sola gota de sangre derramada, caminando por las vías de la pura "legalidad democrática"!

Recuerdo que mi querido compañero el crítico de arte José María Galván -compañero que lo fue también de aquella expedición- no cabía en sí de su gozo. Él, que había acuñado la frase de que Cuba era, desde el triunfo de su revolución, nuestra Madre Patria, se hallaba exultante ante este nuevo episodio político, el de una revolución que no tuviera que recurrir a ningún tipo de violencia. ¡Esto sí que era -que iba a ser- una verdadera revolución!, decía, pleno de entusiasmo; y yo trataba de creerme que aquello era posible, y pensaba que Fidel Castro había regalado a Salvador Allende un fusil, y que seguramente Allende lo había guardado en cualquier parte con la intención de olvidarlo.

Aquella entrevista, preparada en el marco de un vis à vis amistoso y prolongado, la revista Triunfo para la que la hice no me la publicó, pero yo la recuerdo bastante bien. Allende mostró en ella un optimismo desbordante sobre el éxito del proceso revolucionario que se había puesto en marcha, por medio de las urnas, en Chile. La clave del éxito se hallaba -como luego nos confirmó el Ministro de las Fuerzas Armadas, durante una cena privada en su Ministerio- en que el Ejército chileno no podía ser entendido con pautas españolas: ruido de sables, golpismo, cuarteladas, 18 de julio de 1936... No, no; el ejército chileno era inequívocamente constitucionalista, y ello era suficiente para garantizar el proceso, dado que el programa de la Unidad Popular se proponía así mismo respetar escrupulosamente la constitución chilena, que, como todas las constituciones, era "muy democrática" (hecha bajo el mandato de la democracia cristiana) y mostraba en su articulado, como todas, un gran despliegue de elevados propósitos y de garantías. Constituciones que resultaban ser siempre, "papel mojado", como le oí decir en una ocasión a Arnaldo Orfila, el que fue gran editor. Pero en Chile iba a ser muy diferente, según el propósito de Allende y lo demás líderes de la Unidad Popular.

-¿Y qué relación tienen ustedes con el MIR?- le pregunto a Salvador Allende en su casa. (El Movimiento de Izquierda Revolucionaria, es partidario de la lucha armada y no está integrado en la Unidad Popular). El Presidente me hace mirar por un ventanal. Allí abajo un grupo de jóvenes está jugando al fútbol. Pertenecen a su escolta, al GAP. A lo que la gentre llama el Grupo de Amigos del Presidente. Me entero entonces de que ellos son militantes del MIR. Más tarde, el PC reclamó y asumió esta responsabilidad.

Se trataba, pues, de algo tan sencillo como cumplir esta vez aquello que nunca se cumple en la práctica, y ello llevaría el proceso hasta un punto en el que la situación llegaría a estar debidamente consolidada y en el que se pudieran dar, sin ningún temor ya a los espadones, casi sin riesgo alguno, los siguientes pasos, estos sí revolucionarios, en la vía de un socialismo democrático, verdaderamente socialista y verdaderamente democrático (o sea, participativo). Estos pasos se harían ya, entonces, bajo la cobertura legal de una constitución democráticamente reformada.

Aquella entrevista se produjo, como vengo diciendo, en el curso del viaje a Chile -"Operación Verdad"- de un grupo de escritores y artistas europeos, entre quienes recuerdo a los músicos Theodorakis y Luigi Nono, y tal era el bello panorama que se nos ofrecía, y que parecía confirmarse en los lugares a los que fuimos y en nuestras conversaciones con las gentes. Sin embargo, para mí -y algún compañero me acompañaba en este mal presagio-, la impresión profunda fue la de que, en verdad, Chile vivía bajo la amenaza de una gran tormenta. "Pueden volver tranquilos", se nos dijo, y yo personalmente hice todo lo que pude por tranquilizarme, pero entre los datos que justificaban mi inquietud no podía olvidar -y lo recordé vivamente durante el golpe- un concierto de Víctor Jara al que asistí, y en el que el popular cantor se veía acompañado por tres representantes de las fuerzas armadas, que hacían unas funciones como de presidencia del acto. La inquietud procedía del contraste entre las letras de las canciones de Jara y los gestos adustos -yo pensé que amenazantes- de aquellos militares. Más tarde, cuando mostré mi inquietud a algun dirigente de la Unidad Popular, se me dijo que era una norma invitar a las fuerzas armadas a los actos culturales, para que la relación entre el Pueblo y el Ejército resultara cada vez más natural. ¡Dios mío, cuánta ingenuidad!, pensé yo para mis adentros. ¡Pero ello formaba parte de la estrategia de una nueva via -la "vía chilena"-al socialismo!, que era por fin una vía pacífica! Ello hacía que yo acallara temerosamente mi funesto presagio. Porque, ¡si fuera así, cuánta belleza! -pensaba-. ¡Si tuvieran razón mis amigos chilenos!

La respuesta de la realidad fue demasiado cruel. La última imagen de Salvador Allende, con un casco de acero en la cabeza y un fusil en la mano -¿aquel que le había regalado Fidel Castro, y que más que un regalo yo lo entendí como una advertencia y un consejo?- echó definitivamente por tierra toda ilusión de un proceso revolucionario desarmado y pacífico. Para que un proceso así fuera posible, la democracia tendría que ser verdad, y no un sistema armado hasta los dientes y que no tolera que el mundo pueda cambiar de base, como proclamaba aquel gran himno que es La Internacional.

(Teatro Caupolicán. Santiago de Chile. Acto público del Partido Socialista. He llegado con el Presidente y sus acompañantes desde el Palacio de la Moneda, y esperamos en una salita próxima al escenario el momento en que Salvador Allende accederá a él. Salvador lee el texto del discurso que Altamirano -que ya está en el acto- va a pronunciar. Lo veo corregir unas palabras. Sonríe y le dice a un compañero que le pase la nota a Altamirano que, al parecer, terminaba invitando a la gran aventura del socialismo. "El socialismo no es una aventura", me dice el Presiddente sonriendo con buen humor.

¿Entonces? ¿El socialismo es imposible tanto sin armas como con ellas? Creo que sobre estos temas quienes deseamos un cambio esencial en el mundo hemos de reflexionar desde una base que hoy aparece no sólo como contradictoria sino como irreconciliable: Nada se consigue si las revoluciones no se presentan armadas; esto parece cierto; pero también: nada se consigue, en definitiva, si se cede a la violencia la palabra, sobre todo por la sencilla razón de que las armas revolucionarias no suelen pasar de ser algunas pistolas y algunas bombas, mientras que los Estados Capitalistas están armados y no sólo con todo tipo de artilugios de destrucción tanto personal como masiva, tanto convencional como atómica, química y biológica, además de todo su terrible aparato mediático.

Cuando empezó el golpe en Chile, se nos cuenta que Salvador Allende se hallaba inquieto por la suerte que pudiera estar corriendo en aquellos momentos su fiel amigo el General Pinochet. ¿Hasta ese punto el Poder es aislante? ¿Lo que unos visitantes intuíamos (el riesgo de aquel hachazo) era invisible para aquellos grandes líderes de una revolución imposible?