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Latinoamérica

Cuento
El Cura del Colorado

Abel Sam

Lo detuvieron al día siguiente de iniciado el golpe de Estado. Se había hecho la ilusión de que a él no lo iban a detener por su condición de sacerdote católico, pero se había equivocado. Nunca llegó a imaginarse siquiera que los militares chilenos pudiesen comportarse en igual forma como las fuerzas de las SS en la Alemania de Hitler. Cuando lo detuvieron, pensó que, de todas maneras, tendrían consideración con su investidura y, por tanto, no llegó a preocuparse como los otros detenidos que eran simples trabajadores o intelectuales de los partidos que habían conformado la UP y, que por eso, no tenían ninguna protección.

El teniente que lo detuvo fue un poco rudo, pero, aún así, mantuvo un cierto respeto y no se sintió dañado en ninguna forma. Pero, luego lo apartaron del resto de los detenidos y lo dejaron solo en un calabozo del cuartel de carabineros que se encontraba frente a la plaza Brasil. El padre Francesco se preguntaba cuales serían los cargos que había en su contra. Además de pertenecer a los "Cristianos por el Socialismo", nada delictual había cometido, al menos, nada que hubiese roto con la ley de "Seguridad interior del Estado". En eso era un poco idealista, como mucha gente que, en esa época, pensaba en forma parecida y, que por esa razón, fueron detenidos con relativa facilidad, torturados y asesinados por los esbirros de la dictadura.

Cerca de medianoche, por primera vez se abrió la celda y lo condujeron esposado a un cuarto oscuro en el que había una silla en el centro y en la cual lo sentaron después de quitarle las esposas. Los guardias eran carabineros rasos y después penetraron tres individuos vestidos con uniformes militares camuflados, sin insignias que mostrasen sus grados. El que parecía ser el mandamás, era un hombre de cabellos cortos erizados y bigotes lacios y recortados y de una edad aproximada a los 35 años. A pesar de la semipenumbra, al padre Francesco le pareció un rostro conocido, toda vez que Iquique no era una ciudad muy grande y los oficiales alternaban con toda la sociedad iquiqueña. Pero el padre Francesco no había estado muy interesado en la sociedad estos últimos meses. Junto a muchos de sus feligreses organizaban a los trabajadores para hacerle frente a la acción de sabotaje organizada por la derecha chilena para crear desabastecimiento y con eso desequilibrar la acción del gobierno de Allende. Era responsable de eso y nada más, a no ser de que en varias oportunidades se había expresado públicamente su apoyo al gobierno popular. Esa era la razón por la que -en su fuero interno- no sentía miedo.

- ¿Cómo te llamas?

- Francesco, hijo mío- respondió tranquilamente.

- ¿Hijo? Yo tengo un padre solamente y no es ningún maldito comunista como tú.

- Perdona hijo, te equivocas, yo no soy comunista; las doctrinas comunistas tienen su base en el ateismo y yo soy creyente.

- Así, que eres creyente, que no eres un cura comunista, uno de esos maricones que andan pregonando la violencia y quieren destruir el orden y vender la patria -respondió mirando al cura en forma socarrona-.

- No, hijo mío. Soy partidario del socialismo, pero no soy comunista.

- La próxima vez que me digas hijo, voy a romperte la jeta, maldito comunista. Si no eres comunista, entonces, ¿qué mierda hacías metido con la JAP (Junta de Abastecimiento Popular) del Colorado?

Francesco levantó la vista tratando de encontrarse con los ojos de su captor impedido como estaba por los fuertes focos de luces que estaban enfocados directamente sobre su rostro y que lo incomodaban.

- ¿En la JAP?, dice usted. Allí ayudaba a mis feligreses de escasos recursos a abastecerse de alimentos, hijo, debido al desabastecimiento producido por los ricos de este pa...

Francesco no alcanzó a terminar la frase cuando el mandamás adelantando un paso le encajó un brutal puñetazo en el rostro que derribó a Francesco con silla y todo sobre el piso de cemento. Le pareció que el golpe tenía un extraño sonido metálico. Desde que tenía uso de razón nunca se había visto envuelto en actos de violencia de ninguna clase y, por esa razón, no estaba acostumbrado a recibir golpes. Ni siquiera su padre lo había hecho, de manera que para él era esta una experiencia nueva y brutal. Se puso de pie, humildemente levantó la silla y volvió a sentarse como si nada hubiese ocurrido.

- Bueno, supongo que ahora habrás entendido que esto va en serio. No tenemos ni tendremos ninguna compasión con alimañas de tu clase que se ocultan detrás de las sotanas y de las polleras de las viejas solteronas que van a perder su tiempo a las parroquias.

Francesco guardó silencio y escudriñó sus ojos, no en una forma desafiante, sino buscando en ellos alguna señal de arrepentimiento, algo que mostrase la naturaleza humana. Porque él creía que todos los individuos, en esencia, tienen un alma buena. "Al menos todos eran hijos de Dios y, por esa razón tan sagrada, no pueden ser del todo malos. Si así no fuese, entonces Dios hubiese fracasado en crear al hombre. No habría ninguna diferencia con los animales más salvajes". Así pensaba porque él estaba seguro de que los hombres hemos sido creados y que no somos un producto de la evolución. Aunque hubo veces que razonaba de otra forma y ponía en tela de juicio esos pensamientos para acercarse un poco más al materialismo y a lo racional. El tono estridente y desagradable del oficial lo volvió a la realidad.

- Mira hombre; digo hombre, porque a lo mejor me equivoco, ya que te gusta andar vestido como las mujercitas. Con polleritas negras y encajes de maricones. Seguramente crees que los militares somos una tropa de huevones y no entendemos nada de nada. Esas JAP son organizaciones comunistas que juntan armas para aniquilarnos y destruir la institucionalidad, y tú eres uno de ellos. Y un agitador; uno de esos que se aprovechan de la iglesia para hablar pelotudeces en contra de los militares y de las Fuerzas Armadas.

- No, hijo mío. No, usted está equivocado. Nadie se iba a armar para destruir al Estado o a las Fuerzas Armadas. Jamás escuché algo semejante -respondió Francesco muy convincentemente.

- Bueno, este cura maricón no tiene remedio. Sigue creyendo que yo tengo padres maricones, dijo el jefe dirigiéndose a sus subordinados que hasta ese momento habían permanecido inmóviles y callados y en cuyos rostros impasibles era difícil advertir alguna emoción. Parecían esculturas de piedras.

- Que permanezca de pie toda la noche, sin permiso para sentarse, así se le va a ablandar la maldita mollera. Y no le den permiso para ir al baño. Si quiere mear que se moje en los pantalones. Vamos a ver si mañana se le ha mejorado la memoria.

Quedó amarrado a unas argollas que estaban empotradas en la muralla y de esa forma no podía sentarse. Al principio, eso le pareció soportable. Era mucho mejor que recibir golpes. Pero cuando fueron pasando las horas, el cansancio y el dolor de las piernas se hizo insoportable y habría dado cualquier cosa (menos su alma) por un sillón cómodo como el que había en Florencia, en la casa de sus progenitores. Luego trató de no pensar en eso, pues se dio cuenta que era nefasto. Mejor tratar de entender la realidad y adaptarse a la situación, porque no había ninguna forma de evadir la terrible realidad del momento. Se consoló con la visión del Nazareno llevando a cuestas su pesada cruz destino a su calvario. Pero él era solo un hombre y se sabía débil. Nunca había sido fuerte frente al dolor y ahora le dolía todo el cuerpo. Se mojó los labios resecos y sintió el sabor dulzón y salado de su propia sangre. "No es nada, otros están pasando momentos peores", se consoló. Se preguntaba que estaría sucediendo con sus feligreses. Las compañeras, los jóvenes que eran tan entusiastas y los niños que en pocos meses de lucha habían tomado conciencia y habían crecido varios años.

Esa noche no fue muy tranquila. Había ruidos de vehículos que llegaban y que partían. Voces airadas, gritos de hombres y mujeres maltratados, insultos, quejidos y llantos mezclados con la risa sorna de sus celadores. Trató de pensar que todo eso sólo era una pesadilla arrancada de algún capítulo del Infierno de Dante. Sí, no era mucha la diferencia. Todos esos gritos y lamentos en las tinieblas de la noche. Y, para colmo, se moría de sed, pero comprendió que por más que pidiese agua no la conseguiría, así que decidió abstenerse y siguió metido en sus pensamientos sombríos. El cansancio lo vencía y cuando trataba de dormir el dolor de las muñecas lo volvía a la realidad. La noche fue larga y el cansancio eterno. Como eterno le pareció el dolor de sus piernas. Extrañamente, a pesar de no haber probado un solo bocado desde hacía casi 24 horas, no tenía hambre, sólo una sed insoportable.

Ya la madrugada había quedado atrás cuando repentinamente ingresó a su celda un grupo de carabineros que lo desamarraron y lo sacaron casi a rastras, porque apenas podía caminar, con sus piernas adormecidas que al recobrar la circulación de la sangre le producían un dolor atroz e insoportable, pero no se quejó. Prefirió guardar silencio. Comprendió que nada podría obtener de ellos quejándose. Esos soldados rasos y esos carabineros estaban atiborrados de mentiras y falsedades y se las creían. El los perdonaba, porque no sabían lo que hacían. Así lo había hecho Cristo con sus celadores romanos. Esposado lo metieron en un jeep, que dando tumbos por lo accidentado del camino, se dirigió hasta la base de "Los Cóndores" ubicada en una planicie de la pampa, más allá de la cordillera de la costa. Al menos tuvo la oportunidad de contemplar el maravilloso y embrujador paisaje del desierto. Comprendió que no lo querían mezclar con los otros prisioneros que salían con destino desconocido, tirados de bruces en los camiones militares, con escoltas armadas y en acecho para evitar ser sorprendidos por "guerrilleros" inexistentes. No había ninguna duda que los militares golpistas creían seriamente que la UP se había preparado para resistir el golpe de Estado. Pero no había nada. Ni armas, ni preparación militar para enfrentarlos. Los planes que le achacaban a la UP y el armamento popular era sólo mitología que la crearon ellos mismos. Llegados a la base, lo encerraron en un cuarto habilitado como celda. La ventana había sido bloqueada con fuertes maderos y había un par de centinelas controlando la puerta. Sin quitarle las esposas que maniataban sus brazos a su espalda, lo empujaron sin ningún miramiento y fue a estrellarse al suelo de esa habitación totalmente vacía de muebles, golpeándose el hombro derecho. Después, se dio cuenta que debía haberse golpeado también su rodilla (la de la pierna derecha) porque también le dolía. En ese cuarto ni siquiera había un banco donde sentarse. De manera que se acomodó como pudo contra la pared y así descansó un poco de esa noche de pesadillas. Pero su descanso terminó abruptamente cuando aparecieron los interrogadores de nuevo.

- ¿Te sientes cómodo comunista maricón?, vomitó el mandamás en todo socarrón. Este es un nuevo hotel de turismo que hemos abierto para "invitados" especiales que gustan del buen clima y de la buena comida. ¿Y no le han servido desayuno a la cama al señor cura?, dijo, fingiendo enojo, dirigiéndose a los soldados de guardia que sonrieron complacidos, aunque tímidamente.

Luego entró una pareja de soldados y lo levantaron del suelo y, a punta de bayonetas y golpes de culata, lo sacaron de su celda para conducirlo hasta un lugar alejado de los edificios, en donde había varios postes enterrados que sobresalían un par de metros de la superficie de aquella tierra salitrosa. Le quitaron toda la ropa quedando desnudo. Era una medida para amedrentarlo, para avergonzarlo y de esa forma destruirlo psicológicamente. Luego lo ataron al poste en una posición terriblemente incómoda. Sus muñecas y sus tobillos los ataron fuertemente a su espalda y, de esa forma, prácticamente colgaba del poste. Era una posición que producía, no sólo un terrible dolor a sus muñecas y tobillos, sino a todo el cuerpo. Quería gritar, pero se contuvo, porque eso sólo habría alegrado a sus torturadores y se dio cuenta que él no era un cobarde. Nunca pensó que podría tolerar semejante trato sin gritar, sin pedir misericordia. Aceptó calladamente ese trato cruel e inhumano. Se dijo que así habían tratado a Jesús los soldados romanos en el Monte de los Olivos y por razones que, en verdad, no eran muy diferentes, aunque después la iglesia católica le hubiese dado una interpretación falsa e ilógica. De esa forma, el martirio de ese gran hombre se hizo predestinado para entregarle conciencia a los hombres. ¿Conciencia de qué? ¿De su destino, de su calidad de seres más desarrollados o de lo que era el pecado? ¿O cambiar la fortaleza humana por debilidad? Tendría, entonces, que demostrar debilidad, humildad y pedir perdón por crímenes nunca cometidos. No sabía que pensar de sí mismo. ¿Era un pecado ser fuerte y desafiar a sus opresores? El cristianismo le había enseñado a defender valores nihilistas. El hombre estaba destinado a sufrir porque de esa manera pagaba por los pecados cometidos por el tontón de Adán y de la voluptuosa Eva. ¿Y cuál sería la razón por la que la hizo voluptuosa? Y después se consideraba pecaminoso a las mujeres mórbidas y sensuales. Una especie de negación de la naturaleza misma. Tal vez, para poder creer que los humanos no tenemos nada que ver con la naturaleza; que somos seres diferentes al resto de los mamíferos. Cuando precisamente la voluptuosidad es un rasgo específico de nuestra especie. Eso era algo que no encajaba con la lógica. Por el pecado originario también nacían niños en hogares muy pobres y sufrían de hambre consuetudinaria. Y morían, además de desnutrición, de enfermedades fáciles de combatir cuando se tiene algo de dinero con que pagar un médico y comprar las recetas en la farmacia. De todo eso eran culpables los imbéciles de Adán y Eva. ¿O no eran culpables de nada? Y todo no era más que una fábula para justificar el padecimiento de las masas empobrecidas. Tal vez, por eso todos aquellos individuos bien comidos y con muchos recursos agradecían a su Dios, por no ser parte de esa gran masa sancionada desde su mismo nacimiento. O tal vez, no todos eran descendientes de Adán y Eva, sólo los que sufren en este mundo. Los otros, los que tienen mucho, son descendientes de otros seres, de algún primo lejano de Adán y de otra Eva frígida y menos pecaminosa.

Colgando como un animal que se va a carnear, fue torturado en forma inmisericorde. Lo quemaron con cigarrillos por todas partes. Incluso en los testículos y en el pene. Además, recibió algunos golpes en las partes más sensibles. Francesco trató de ser fuerte y de no quejarse, pero a veces, contra su voluntad exhalaba algún quejido. Y eso le avergonzaba porque también él estaba influenciado por la sociedad fuertemente machista.

Luego lo dejaron en paz. Hacía mucho calor y "los señores interrogadores" no estaban dispuestos a estar parados tantas horas al terrible sol del desierto y porque el juego se había hecho monótono. El "maldito cura comunista" había salido mucho más duro que lo que sus pobres mentes podían imaginarse. Lo habían subestimado, de manera que prefirieron dirigirse al casino a beberse unas cervezas heladas y prepararse para el almuerzo.

El dolor de las muñecas y de los brazos era tan intenso que el ardor de las quemaduras era casi insignificante comparado con aquello. Un dolor tenía la virtud de disminuir al otro. Al mediodía, el calor sofocante le produjo mareos y un terrible dolor de cabeza y, así, sus fuerzas lo abandonaron y perdió la conciencia. En verdad, eso fue lo mejor, porque, de esa forma, dejó de sentir toda esa iniquidad. Cerca del atardecer fue despertado cuando fue bajado del "palo del indio". Entreabrió los ojos y no vio a los "interrogadores", sólo a los soldados que hacían de guardia. Otra vez lo esposaron, pero esta vez con los brazos adelante, y medio en vilo y semivestido llegó de nuevo a su celda. Uno de los guardias, que parecía sólo un recluta, le susurró que el obispo de la diócesis había estado indagando sobre su paradero y eso le dio fuerzas y esperanzas. Había perdido la noción de la realidad porque todas esas horas sin beber ni comer y expuesto desnudo a los rayos del sol le había producido una terrible insolación y, debido a eso, su cuerpo enrojecido por las quemaduras le ardía. Perdió el conocimiento y comenzó a delirar.

Estaba en Florencia. El jardín lleno de flores rodeaba a la piscina de su casa y Julia -la hija de sus vecinos- chapoteaba alegremente el agua con la intención de mojarlo a él que estaba sentado al borde dudando de zambullirse. Los hombros le ardían, seguramente había estado sentado allí demasiado tiempo. Julia era bella, muy bella y él la amaba apasionadamente, la amaba tanto que el tiempo junto a ella le parecía tan corto y nunca se había atrevido a confesarle su amor. Sí, ese era uno de sus defectos o cualidades, quién sabe. Ella era una diosa de dieciocho, escultural y de un rostro bellísimo. Hubiera querido lanzarse a sus brazos y sentir la calidez de su cuerpo. Estrecharla y besarla; besarla por todas partes. Si alguien hubiese conocido sus deseos íntimos habría pensado que era un hombre lascivo. Pero era su naturaleza humana, la cual no es posible negar, y así era el amor. Los hombres no somos muebles. Pero, además de desearla a ella, deseaba también el frescor del agua.

Lo despertó el balde de agua que le lanzaron sus captores.

- ¡Despierta comunista maricón!

Era una voz desagradable. Entreabrió los ojos pero no pudo expresar ninguna sílaba, toda vez que sus labios estaban hinchados, sangrantes y resecos. Era un milagro que su mente trabajase todavía. Sus captores no sabían que se encontraba justo en el límite entre la vida y la no-vida.

- ¡Parece que este huevón se nos va! Denle un poco de agua, para que se recupere un poco.

Mientras lo sostenían de pie entre dos guardias, otro trataba de hacerlo beber, pero casi nada llegaba a su garganta, casi toda el agua se derramaba por su cuello.

Otra vez estaba en Florencia. Era el día en que sufrió el choque mayor de su vida cuando Julia le dijo que se había puesto de novia con César, el joven médico que tenía una casa hermosa contigua a la de ella. César también era su amigo del colegio. Claro que él pertenecía a tres cursos superiores y por eso no eran íntimos. Fue un golpe terrible, mucho peor que los que le habían dado en la base "Los Cóndores". Eso cambió su vida. Era un joven idealista y no pudo imaginarse una vida sin Julia. Cuando tuvo el valor de decírselo, fue muy tarde, extremadamente tarde. Dejó la vida civil y se refugió en la religión. Allí en Chile descubrió otro mundo: el de los pobres y el de los desvalidos. Vio la injusticia social con otros ojos y no quiso aceptar esa realidad como algo inmutable. Había que participar en ese tiempo de luchas y de cambios, y por eso creía en él

Socialismo.

Al día siguiente, muy temprano de madrugada, una camioneta no identificada se detuvo en la calle Vivar, unos hombres de uniforme muy calladamente sacaron su cuerpo sin vida y lo arrojaron al pavimento. Luego, como ratas cobardes, escondiendo sus rostros, subieron al vehículo y emprendieron la huida hacia la pampa.

El día subsiguiente, una noticia en el periódico local, "El Tarapacá", anunciaba el asesinato del cura Francesco, presumiblemente, realizado por los "extremistas" contrarios al gobierno militar, en un arreglo de cuentas por diferencias políticas.

* Abel Samir es integrante del Círculo de Estocolmo.           

Fuente: lafogata.org