|  
        
        Argentina: La lucha continúa 
     | 
  
|  
    | 
  
16 de junio de 1955: 
Bombas sobre Plaza de Mayo 
Roberto Bardini 
Bambupress 
En la mañana del 16 de junio de 1955, efectivos de la marina de guerra y 
"comandos civiles" intentan sin éxito copar la Casa Rosada y tomar prisionero al 
presidente Juan Perón. El mandatario busca refugio en el edificio del ministerio 
de Guerra y se dispone a sofocar la rebelión. A mediodía, aviones Gloster Meteor 
de la Armada bombardean y ametrallan la sede del gobierno y la Plaza de Mayo. 
Una de las primeras bombas estalla en el techo de la Casa Rosada. Otra, le pega 
a un trolebús lleno de pasajeros y mueren todos. Los aviadores subversivos 
lanzan nueve toneladas y media de explosivos. 
Hay 350 muertos y 2 mil heridos. Setenta y nueve personas quedan lisiadas en 
forma permanente. Los agresores huyen hacia Uruguay, donde solicitan asilo 
político. 
  
Al día siguiente, el diario Clarín –que no se caracteriza por sus simpatías 
peronistas–  escribe: "Las palabras no alcanzan a traducir en su exacta 
medida el dolor y la indignación que ha provocado en el ánimo del pueblo la 
criminal agresión perpetrada por los aviadores sediciosos que ayer bombardearon 
y ametrallaron la ciudad". 
  
Fue la segunda vez en toda la historia argentina que la ciudad de Buenos Aires 
era bombardeada. La primera ocurrió a principios del siglo diecinueve, durante 
las invasiones inglesas de 1806 y 1807. En esta ocasión, a mediados del siglo 
veinte, no existía un estado de guerra, quienes atacaron por sorpresa vestían 
uniformes militares argentinos y las víctimas fueron civiles desarmados, también 
argentinos.  
  
El ataque a traición de los aviadores navales subversivos produce un terrible 
impacto emotivo en la población. Durante meses no se habla de otra cosa en los 
hogares de todo el país. En "Dossier Secreto - El Mito de la Guerra Sucia", el 
periodista norteamericano Martin Andersen cita el informe de un analista de la 
embajada de Estados Unidos en Buenos Aires, quien describe este estupor 
generalizado en un mensaje enviado a Washington a las tres semanas del 
sangriento acontecimiento:  
"Este tipo de hecho es enteramente ajeno a la historia de la Argentina moderna 
(...). El bombardeo del 16 de junio de 1955 explotó con una fuerza cataclísmica, 
por tanto, sobre una población civil condicionada por un siglo de paz y que 
tenía la confirmada creencia de que semejantes cosas no ocurrían en la 
Argentina. Se detecta en la gente no sólo el sentimiento de escándalo, sino de 
vergüenza de que semejante matanza de civiles inocentes pudiera haber ocurrido 
en el corazón de Buenos Aires". 
  
Perón no quería enfrentamiento entre las fuerzas armadas y, mucho menos, entre 
militares y trabajadores. Aquel 16 de junio de 1955, después del primer 
bombardeo a la Casa de Gobierno, el general le ordenó a un mayor del ejército 
que fuera a hablar con el secretario general de la CGT: 
– Ni un solo obrero debe ir a la Plaza de Mayo –le dijo al oficial. Y 
refiriéndose a los aviadores navales, agregó: –Estos asesinos no vacilarán en 
tirar contra ellos. Ésta es una cosa de soldados. Yo no quiero sobrevivir sobre 
una montaña de cadáveres de trabajadores. 
El relato de este hecho tiene una dimensión mayor porque su autor es Pedro 
Santos Martínez, un historiador insospechado de simpatías peronistas (citado en 
"1946-1955 - La Nueva Argentina", La Bastilla, Buenos Aires, 1988). 
Los obreros salieron a la calle igual, al grito de "¡Perón, Perón!" Muchos 
fueron masacrados desde el aire o al quedar atrapados entre dos fuegos. Sus 
cadáveres permanecieron dispersos en la Plaza de Mayo, mientras tropas leales y 
rebeldes se tiroteaban en el triángulo formado por la Secretaría de Marina, la 
de Ejército y la Casa Rosada. 
Martínez describe otro episodio que da una idea de las convicciones morales de 
los golpistas. Por la tarde, los subversivos atrincherados en la Secretaría de 
Marina desplegaron una bandera blanca que, de acuerdo a las reglas militares, 
sólo podía significar dos cosas: diálogo o rendición. El general peronista Juan 
José Valle y otros oficiales leales se dirigieron al lugar para parlamentar, con 
instrucciones de ser tolerantes con los rebeldes. Cuando la comisión se acercó 
al edificio, la bandera blanca fue arriada y una ametralladora los recibió con 
ráfagas de plomo.  
Perón narra en su libro "Del Poder al Exilio", citado por Martínez, que cuando 
una multitud enardecida se concentró con garrotes frente a la Secretaría de 
Marina, el almirante golpista que estaba al mando envió un "dramático" mensaje 
al jefe del ejército: "Intervenga. Mande hombres. Nos rendimos, pero evite que 
la muchedumbre armada y enfurecida penetre en el edificio".  
Ese mismo día, después de recuperar el edificio, el general Valle le dijo a 
Perón: 
– Mi general, este ejército no le va a servir para la revolución popular. Arme a 
la CGT. 
El militar ignoraba que con esas palabras firmaba su propia sentencia de muerte. 
El ejército nunca le perdonaría su lealtad a Perón. 
En la noche, como reacción popular a los bombardeos, fueron saqueadas e 
incendiadas la Catedral Metropolitana y las iglesias de Santo Domingo, San 
Francisco, San Ignacio, San Miguel, La Merced, del Socorro, San Nicolás de Bari, 
San Juan Bautista, la capilla San Roque y templos de Olivos y Vicente López. 
Poco después, trascendió que el Papa Pío XII ha excomulgado al general Perón.
(Nota al pasar: curiosamente, Pío XII siempre se negó a tomar idéntica medida 
con Benito Mussolini y Adolfo Hitler. Según algunos historiadores, el Papa le 
debía a Mussolini el reconocimiento del Vaticano como un Estado soberano de dos 
kilómetros cuadrados de superficie, con inmunidad diplomática y exención de 
impuestos. Investigaciones periodísticas de postguerra evidenciaron, asimismo, 
que el Vaticano organizó –a cambio de ciertas compensaciones económicas– una muy 
eficaz red de escape de los nazis hacia Estados Unidos y América del Sur). 
Durante años, los antiperonistas repetirán que los incendiarios de los templos 
contaban con la complicidad de policías y bomberos. Y los historiadores 
oficiales pondrán más énfasis en la quema de las iglesias que en la masacre de 
civiles perpetrada horas antes por la aviación naval. Años después, muchos 
jóvenes repetirán lo que escucharon de chicos en sus casas. Desconocerán que 
antes los antiperonistas habían matado, herido o mutilado a más de 2 mil 
personas. 
El 6 de julio de 1955, Buenos Aires amanece con nieve por primera vez en muchos 
años. Algunos agoreros se empeñan en interpretar la novedad como una señal de 
que vendrán tiempos difíciles. Los acontecimientos posteriores confirmarán las 
sombrías predicciones. 
Luego del bombardeo de la aviación naval a la Plaza de Mayo, Perón no sólo no 
toma revancha –contrariando el sentimiento de sus propios seguidores– sino que 
busca la pacificación interna. En julio, levanta el estado de sitio, deja en 
libertad a varios detenidos políticos y elimina algunas restricciones políticas. 
El 31 permite utilizar la radio, el principal medio de comunicación de la época, 
a dirigentes opositores.  
Perón ofrece renunciar a la jefatura del movimiento peronista y mantener sólo el 
cargo de presidente de la nación. En búsqueda de la reconciliación, el general 
cambia a integrantes de su gabinete, sustituye al jefe de policía y se desprende 
de Raúl Apold, su jefe de propaganda. Al mismo tiempo, designa a Cooke como 
interventor del partido en la Capital Federal.  
  
Sin embargo, la situación ha llegado a un punto sin retorno. Conservadores, 
radicales, comunistas y socialistas exigen la renuncia del presidente. El 
Ejército, la Marina y la Aeronáutica conspiran abiertamente y los "comandos 
civiles" se organizan.  
El 31 de agosto, Perón ofrece su dimisión. Una concentración en Plaza de Mayo, 
organizada por la CGT, lo obliga a retirarla. En ese mismo acto, el general 
cambia su tono de voz y rectifica el rumbo: "Por cada uno de los nuestros que 
caiga, caerán cinco de ellos", promete a la muchedumbre. (Dos décadas más tarde, 
miles de muchachos peronistas corearán: "¡Cinco por uno / no va a quedar 
ninguno!"). 
En su libro "1945", el historiador Félix Luna sostiene: "La oratoria de Perón 
era fresca, original, feliz en sus ocurrencias y hasta en sus ocasionales 
chabacanerías. Expresaban una personalidad arrolladora, sanamente agresiva, 
nutrida de una sabiduría suburbana que su auditorio comprendía inmediatamente. 
Los discursos de 1955, en cambio, fueron ululantes convocatorias al odio". 
  
© Roberto Bardini 
bambupress@iespana.es