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Latinoamérica

8 de septiembre del 2002

El tribunal da luz verde a la reaccionaria ley indígena

Regresión de la Suprema Corte
Magdalena Gómez
La Jornada
La decisión de la Corte declarando la improcedencia de las controversias indígenas expresa la hegemonía del pensamiento jurídico acorde con los parámetros del régimen que no cambió con la alternancia. Es una decisión histórica, quedará en los memoriales de agravios contra los pueblos indígenas, marca la medida en que el Poder Judicial niega su contribución a la reforma del Estado y forma parte ya de los escollos que desde el Estado se han puesto a los pueblos indígenas para el reconocimiento de sus derechos colectivos.
No se puede evadir que involucra y afecta al proceso de paz, al cancelar la posibilidad de que se revise la pretendida reforma constitucional, pues el obstáculo del Senado en su composición actual dura todo el sexenio y a sus integrantes les hubiese resultado más cómodo acatar al Poder Judicial antes que escuchar a los sectores interesados.
Por otra parte, tan contundente postura significa en los hechos un triunfo para la línea dura que se reagrupa en el PRI y el PAN y cuyas expresiones locales se envalentonarán en las comunidades indígenas, en especial en Chiapas, para cobrar la factura a los sectores y comunidades proclives al zapatismo.
Las controversias indígenas significaban un reto jurídico y político para la Corte, pues abordarlo cabalmente requería un esfuerzo de interpretación que generara nuevos espacios y posibilidades para esta instancia en carácter de tribunal constitucional. Desde la aceptación misma de los municipios indígenas como promoventes hasta la valoración sobre la inserción en el derecho interno de convenios internacionales y su relación con el principio de supremacía constitucional. La síntesis que hicieron y que prevaleció en su resolución fue la de definir si la Corte podía o no revisar los procedimientos de reforma a la Constitución. Sentada esa premisa se dispondrían a valorar si en el caso concreto de la llamada reforma indígena fue correcto el procedimiento.
En una sesión de pleno cerrada, ocho de 11 ministros consideraron que la Corte no tiene facultad para revisar los procedimientos de reformas a la Constitución, y por ello dejan libre el camino al órgano reformador, mal llamado constituyente permanente, para hacer con la Constitución lo que quieran, tanto en la forma como en el fondo. Renunciaron con ello a la posibilidad de ejercer una función contralora al señalar que dicho órgano "no es susceptible de ningún tipo de control judicial". Esta postura constituye una regresión respecto de las tesis que esta instancia había sustentado en el caso Camacho y una salida por la puerta falsa ante problemas constitucionales de enorme envergadura, como son la ausencia de justiciabilidad de los convenios internacionales; la falacia en que ha convertido la clase política el carácter rígido de nuestra Constitución, donde existe incongruencia entre los requisitos y criterios para reformar las constituciones locales respecto de la general, avalando que se puede ser más ligero para reformar esta última, y la definición sobre la naturaleza del órgano reformador, entre otros. Estos problemas están en la base de los grandes retos que la nación enfrenta ante la arrogancia de un régimen que se dispone a continuar alterando las decisiones básicas del pacto social emanado de la Revolución de 1917, como fue en 1992 la privatización de la tenencia de la tierra, y que ahora se pretende con la energía eléctrica.
Políticamente los ministros de la Corte no son ajenos a la influencia de quienes lideran el Congreso y a la vez mantienen vínculos con ellos desde sus despachos privados. Unos fueron los argumentos oficiales del Congreso en su defensa y otros los que transmitieron en sus cabildeos.
De parte indígena se actuó con las cartas sobre la mesa: los argumentos planteados por escrito se refrendaron en las escasas entrevistas que sostuvieron con algunos ministros, los cuales no alcanzaron el carácter de diálogo pues las coordenadas ideológicas más benignas motivaban expresiones de simpatía en razón de la extrema pobreza, de la belleza del traje típico, pero jamás del interés jurídico e histórico de los pueblos indígenas. En dichos encuentros se percibió que en la Corte consideraban que les había llegado un problema político y no uno de naturaleza jurídica.
Trato de imaginar la reacción de quienes promovieron las controversias, curtidos como están en resistir las agresiones del Estado y a la vez profundamente esperanzados en lograr, algún día, su reconocimiento. Por ello recuerdo a dos autoridades indígenas que opinaban sobre las controversias. La primera decía, confiada: "sí va a dar justicia, por eso así se llama", y otra preguntaba: "¿quién los nombra a ellos?" Al mencionar al Congreso, respondió: "¿y quieren que decida contra el que los pone?"
En los procesos democráticos de otros países, los tribunales constitucionales se han ubicado dentro de una tendencia que se conoce como activismo jurídico, en la medida en que se involucran en la definición de los retos del cambio y crean y recrean el derecho.
La Suprema Corte en nuestro país ha definido que más vale malo por conocido y envuelta en el autismo jurídico de su discurso renunció a sembrar para el futuro.