|  
       | 
  
29 de julio del 2002
La civilización y Wall Street
Carlos Montemayor
  La Jornada 
  
  El profesor Samuel Hungtington, de la Universidad de Harvard, ha logrado 
  convertirse en uno de los grandes mitómanos en el mundo académico 
  de nuestros días. Es el ideólogo de la política de libre 
  mercado de los gobiernos estadunidenses a partir de un espejismo: confundir 
  el poder globalizador de consorcios trasnacionales con una fase superior e inevitable 
  de la civilización occidental. 
  A principios de la década de los noventa sus teorías sonaban novedosas 
  porque en apariencia no planteaban el desarrollo reciente de la humanidad como 
  un asunto de intereses comerciales y políticos, sino como un asunto de 
  sustratos culturales diversos. Presentaba como evidencia de la diversidad de 
  civilizaciones, o del "choque de civilizaciones", las diferentes reacciones 
  de países de "otras culturas", particularmente árabes, ante la 
  expansión neocolonial de los consorcios trasnacionales de occidente. 
  
  Pero en el Foro Económico Mundial realizado en Nueva York, antes de las 
  revelaciones de corrupción y fraudes en una docena de las más 
  importantes empresas trasnacionales estadunidenses, el señor Hungtington 
  fue más allá, siempre al servicio de la expansión del libre 
  comercio: los estados y sus gobiernos tienen que adelgazarse a tal punto que 
  la única realidad política sea la que impongan los detentadores 
  precisamente del poder financiero y comercial del mundo. 
  A partir de aquí, el señor Hungtington lanzó una nueva 
  teoría: "es un hecho que la naturaleza de los estados se está 
  modificando y que están en proceso de desaparición. Por lo tanto, 
  tenemos que buscar un concepto de autoridad diferente". Es decir, volvió 
  a confundir la teoría política con la servidumbre absoluta ante 
  los grandes consorcios. 
  El profesor cree que los gobiernos deben estar al servicio de los intereses 
  de las trasnacionales y, por lo tanto, como los estados resultan inservibles, 
  habrá que buscar una autoridad alternativa en autoridades gerenciales. 
  Tendríamos que hablar ahora no de estados soberanos, sino de gerencias 
  regionales coordinadas por gerencias supraregionales o gerencias continentales. 
  El señor Hungtington aplaudiría por ello, si las conociera, las 
  recientes declaraciones de Carlos Rojas, presidente del Consejo Mexicano de 
  Comercio Exterior: en aras de integrarnos plenamente con Estados Unidos y Canadá, 
  hagamos a un lado los conceptos de soberanía, nacionalismo y "no sé 
  qué otra cosa". 
  A contracorriente de las "ideas" de los señores Hungtington y Rojas, 
  los escándalos de fraude en más de diez de los mayores consorcios 
  trasnacionales estadunidenses en los últimos meses arrojan importantes 
  lecciones. Primero, que la globalización económica solamente en 
  beneficio de los consorcios internacionales no es algo natural ni inevitable. 
  Segundo, que ceder el patrimonio nacional a los consorcios voraces no es la 
  mejor opción para ningún país, como se está demostrando 
  en Estados Unidos y como quedó brutalmente demostrado con la participación 
  privada en el sector eléctrico de California. Las fuerzas empresariales 
  sin freno revelan su corrupción en Estados Unidos como también 
  la revelaron en México los rescates bancarios y carreteros (y no tardará 
  en revelarlo igualmente el rescate azucarero). 
  En los primeros días del derrumbe de la compañía Enron, 
  por ejemplo, el señor Kenneth Lay, presidente de la empresa, se rehusó 
  a declarar ante el comité de comercio del Congreso estadunidense invocando 
  la quinta enmienda de la Constitución, ya que al rendir testimonio y 
  responder a preguntas de esta comisión de legisladores podía caer 
  en contradicciones y correr el riesgo de autoinculparse. 
  Además de la cercana amistad con el presidente Bush y de los millones 
  de dólares con que había apoyado su carrera política, debía 
  agregarse que cuatro altos funcionarios del gobierno actual eran ex empleados 
  o contratistas de esta compañía, y que 71 senadores y 187 representantes 
  federales habían recibido de ella contribuciones electorales. La empresa 
  había destinado varios millones de dólares en contribuciones políticas 
  principalmente al Partido Republicano, pero también a candidatos del 
  Partido Demócrata. 
  Ahora bien, apenas unos días después de los atentados en Nueva 
  York y en Washington, el procurador John Ascroft anunció, el 24 de septiembre 
  del año pasado, que había un total de 352 sospechosos detenidos 
  y que buscaba a otros 400; este proceso de investigación había 
  dado lugar a 324 registros de comparecencia ante un juez. El procurador pedía 
  en ese momento simplificar los procedimientos de autorización para intervenir 
  teléfonos y vigilar extranjeros (no a sospechosos del atentado, sino 
  a extranjeros sospechosos por su condición de migrantes árabes 
  y no por su vinculación comprobable con los atentados del 11 de septiembre). 
  Estados Unidos llegó al extremo de negar puntos fundamentales de su tradición 
  constitucionalista y democrática, de sus propias libertades individuales 
  con los principios de una ley antiterroristas que afectaba los derechos esenciales 
  protegidos por la primera y cuarta enmiendas de la Constitución. 
  Poco después, en el mes de noviembre, el presidente Bush firmó 
  una orden para establecer tribunales militares especiales que pudieran arrestar, 
  enjuiciar y ejecutar en secreto a extranjeros en Estados Unidos. Con esos tribunales, 
  explicaba Al González, asesor de la Casa Blanca, sería más 
  fácil proteger las pruebas y mantenerlas en lugares secretos sin generar 
  publicidad. En ese momento el Departamento de Justicia anunció que poseía 
  una lista de más de 5 mil inmigrantes que posiblemente tendrían 
  información sobre terrorismo y antes del 13 de noviembre, durante varias 
  semanas, funcionarios del Pentágono y de la FBI argumentaron que necesitaban 
  obtener nuevos poderes con la intención de promover el establecimiento 
  de esos tribunales militares. 
  En este contexto de retroceso jurídico, en Estados Unidos fue notable 
  la protección a Kenneth Lay para no autoinculparse con la oleada de corrupción 
  de la empresa trasnacional Enron. Es increíble que el dirigente de la 
  séptima compañía más poderosa de Estados Unidos, 
  que dictó cátedra sobre la desregulación de la industria 
  eléctrica en México y en el mundo, no fuera llamado a declarar. 
  
  Cuando quedó en quiebra esta empresa trasnacional, nueve de los más 
  prestigiados bancos de Wall Street fueron demandados como corresponsables de 
  transacciones fraudulentas: City Group, Merril Lynch, Bank America, Credit Suisse, 
  First Boston, Canadian Imperial Bank of Comerce, Barclays Bank PLC, Deutsche 
  Bank AG, Lehman Brothers y JP Morgan Chase. Claro, en México bien sabíamos 
  por el Fobaproa que la corrupción de las grandes empresas va siempre 
  de la mano de los principales bancos. 
  En otras palabras, debemos reconocer varias lecciones de estos fraudes y quiebras 
  en empresas como Enron, Andersen, Xerox, Qwest, Tyco, Dinegy, El Paso Corp., 
  AOL Time Warner, WorldCom, Adelphia, Johnson and Johnson. Por lo pronto, reconocer 
  como una gran falsedad que la única opción sea el surgimiento 
  de gobiernos de empresarios, por empresarios y para empresarios. La democracia 
  es mucho más que un negocio. Los estados soberanos deben ser mucho más 
  que gerencias regionales al servicio de la voracidad de las empresas trasnacionales.