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2 de julio del 2002
Republicanismo y renta básica
Daniel Raventós y Andrés de Francisco
  Veu alternativa 
  
  Crece en el mundo la desigualdad. Crece a escala planetaria y a escala 
  regional; crece en los países pobres, y también en los países 
  ricos. Desde los años ochenta del pasado siglo, a excepción de 
  Francia y Noruega, en la mayoría de los demás países opulentos 
  (según coeficiente de Gini) ha aumentado la desigualdad de ingresos (UNU-Wider, 
  2001). En algunos casos, como el de Estados Unidos, de forma ya grotesca: en 
  el país más rico y poderoso de la tierra, en efecto, el 1% de 
  la población posee el 50% de la riqueza nacional, tanto como el 95% de 
  la población, según recuerda David Schweickart. Curiosamente, 
  una proporción muy similar a la que se da en el planeta, donde el 1% 
  más rico de la población mundial tiene el ingreso equivalente 
  al del 57% más pobre (Milanovic, The Economic Journal, enero de 2002). 
  El capitalismo contemporáneo ha conquistado los rincones más remotos 
  del globo, y no tiene rival (y si lo tuviera, podría eliminarlo con precisión 
  financiera o militar contundencia); el capitalismo contemporáneo ha generado 
  un nivel de riqueza, lujo y refinamiento hedonista a la altura de la Síbaris 
  más exigente; pero también enormes océanos humanos de miseria 
  y desolación. En la cima de su poder y su gloria, es sin embargo un sistema 
  inaceptable (e insostenible) desde la óptica de la justicia social. Tómese 
  cualquier teoría de la justicia respetable: ninguna podrá justificar 
  el actual sistema generalizado de dominación, exclusión y degradación 
  social. Todo un John Rawls, nada sospechoso de radicalismo, viene avisando desde 
  1971 que su teoría (liberal) de la justicia como equidad sin duda, la 
  principal y más influyente teoría contemporánea de la justicia 
  social es incompatible con el capitalismo. 
  A la desigualdad y la exclusión que tienen causas múltiples y 
  complejas no es ajena la contracción de los sistemas de protección 
  social característicos del Estado asistencial contemporáneo, cada 
  vez más escuálido. Una estrategia política contra la desigualdad 
  y la exclusión, obvio es decirlo, tendría pues que tocar muchas 
  teclas. Pero nosotros queremos preguntar si también tendría que 
  reforzar los actuales sistemas de subsidios y prestaciones del Estado asistencial. 
  ¿Por qué hacemos esta pregunta? Sencillamente porque dichos subsidios 
  dado su carácter condicional y particularista adolecen de muchos problemas 
  y dejan, además, muchas esferas de dominación y desigualdad sin 
  cubrir. Para empezar, estimulan el fraude de los beneficiarios, promueven la 
  dependencia de los sectores más vulnerables de la sociedad y, además, 
  son administrativamente muy costosos. Por si ello fuera poco, estigmatizan a 
  los subsidiados como sabe cualquier trabajador social y producen la conocida 
  trampa de la pobreza. Finalmente, hay sectores (desempleados con cónyuge 
  en activo, mujeres dependientes, inmigrantes sin residencia) que no perciben 
  subsidio alguno. ¿Hay una alternativa mejor a los actuales sistemas condicionales 
  y particularistas de protección social? Nosotros creemos que sí 
  la hay, y que esa alternativa no sólo pone bridas a la desigualdad social, 
  no sólo elimina de un plumazo los aspectos más sangrantes de la 
  marginación social, como la pobreza, sino que además aumenta la 
  libertad de los grupos de vulnerabilidad más visibles de la sociedad. 
  Porque no olvidemos que detrás de la desigualdad al menos cuando ésta 
  llega a límites dramáticos-, detrás de la exclusión 
  social, hay un problema más hondo de falta de libertad. Porque falta 
  de libertad de decidir, de hacer y aun de rechazar- es lo que tiene el trabajador 
  precario que apenas llega a fin de mes y no sabe si mañana conservará 
  su empleo; es lo que sufre la mujer sometida al marido y desfavorecida y discriminada 
  en toda suerte de oportunidades de vida; es lo que padece el desempleado de 
  larga duración que soporta el estigma social de la dependencia del subsidio 
  público (si es que lo tiene). Falta de libertad es lo que tiene el pobre, 
  que depende de la exigua caridad de sus congéneres. Falta de libertad, 
  en fin, es lo que sufre el subordinado en la jerarquía de la empresa, 
  del partido, de la Universidad- cuando tiene que comulgar con ruedas de molino 
  porque necesidades o deseos vitales para él dependen de la voluntad de 
  su superior. No olvidemos el dicho de Juvenal: "hay muchas cosas que los hombres, 
  si llevan la capa remendada, no se atreven a decir". El mundo contemporáneo, 
  porque distribuye de forma tan groseramente desigual recursos, oportunidades 
  y riqueza, padece un hondísimo problema de falta de libertad. 
  La alternativa a que nos referíamos es la llamada renta básica 
  de ciudadanía, esto es, una renta asignada por el Estado a todo ciudadano, 
  independientemente de cualquier consideración: sexo, raza, identidad 
  cultural, lugar de residencia, nivel de riqueza, situación de empleo/desempleo, 
  etc. Se trata pues de una renta universal e incondicional, que recibe el rico 
  y el pobre, el obrero y el empresario, el hombre y la mujer, el empleado y el 
  desempleado; una renta -eso sí- suficientemente generosa como para subvenir 
  a las necesidades básicas. ¡Que recibe el rico al igual que el pobre! 
  Obviamente, pues de lo contrario no sería universal; pero sin olvidar 
  que cualquier esquema de financiación sensato de dicha renta ciudadana, 
  de los muchos propuestos, grava más al rico que al pobre. Pues bien, 
  supuesta su factibilidad económica sobre la que no abrigamos dudas, 
  los efectos virtuosos de una renta de ciudadanía semejante son obvios, 
  pero todos ellos se concentran en uno: el aumento de la libertad como no dominación, 
  de la libertad; esto es, republicanamente entendida. ¿Por qué? Sencillamente, 
  porque una renta así aumentaría la independencia económica 
  o material de todos los ciudadanos, pero en especial de los más vulnerables. 
  Porque sólo siendo independiente, puede uno elegir con libertad. Sólo 
  desde la independencia puede la mujer elegir no ser maltratada por el marido, 
  y puede el joven elegir rechazar un salario de miseria o un empleo precario, 
  y puede el desempleado optar por trabajos voluntarios no remunerados y beneficiosos 
  para la sociedad (pues muchos trabajos remunerados no solamente no producen 
  beneficio alguno sino que son socialmente perversos); sólo desde la independencia 
  puede el pobre aspirar a una vida digna, y puede el trabajador elegir entre 
  un abanico más amplio de empleos más gratificantes y mejor remunerados. 
  La independencia aumenta la libertad. Una renta básica de ciudadanía 
  suficientemente generosa universaliza un nivel razonable de independencia. 
  La gran tradición republicana, la tradición de la libertad, la 
  tradición que desde Aristóteles a Jefferson y Paine, desde el 
  mejor Maquiavelo a Cromwell y Harrington, desde Bolívar a Juárez 
  y Zapata combatió toda expresión política de la tiranía 
  y el despotismo, sin olvidar la que anida en los entresijos de las relaciones 
  sociales; esta tradición milenaria, decimos, apostó claramente 
  por la independencia material como criterio de ciudadanía plena. Por 
  eso fue una tradición tan fuertemente propietarista y fió en la 
  propiedad de la tierra la posibilidad de la libertad. Una democracia de pequeños 
  (y grandes) productores independientes fue, sin ir más lejos, el sueño 
  de Jefferson, un sueño obvio es decirlo que el mundo industrial moderno 
  barrió al crear un enorme ejército de excluidos de la propiedad 
  del capital (y de la tierra): el asalariado, el trabajador libre. No es casual 
  que el liberalismo decimonónico terminara por desligar el ideal de ciudadanía 
  de la condición de independencia. El liberalismo moderno, en efecto, 
  universalizó derechos civiles y políticos al margen de la propiedad 
  y la riqueza de los individuos, pero en esa operación no sólo 
  creó una ciudadanía harto vulnerable y dependiente: también 
  de la protección estatal- sino que dio además cobertura jurídico-constitucional 
  a la desigualdad social entre ciudadanos formalmente libres. Por el contrario, 
  la propuesta de la renta básica, al volver sobre el ideal de independencia 
  para todos, enlaza con la tradición republicana de la libertad. La renta 
  básica debe pues entenderse como un derecho de existencia social, como 
  una asignación universal que habilita a los ciudadanos sobre todo a 
  los más vulnerables y desfavorecidos para ser ciudadanos (más) 
  efectivamente libres. 
  El mundo que nos ha tocado vivir es una muestra de que (desgraciadamente) podemos 
  hacer realidad las cosas más increíbles: que una ínfima 
  minoría de la población de muchos países acapare la mitad 
  de la riqueza nacional, que centenares de millones de personas estén 
  condenadas a morir de hambre (¿hace falta recordar una vez más que éste 
  es el triste destino diario de treinta mil niños?), que se acumulen inmensas 
  riquezas, que se permita que las decisiones tomadas por poquísimos consejos 
  de administración para su único y exclusivo beneficio afecten 
  a miles de millones de personas... La renta básica no va a cambiar por 
  sí sola y de arriba abajo todo este estado de cosas. Con ella seguiremos 
  aún lejos de un mundo ideal más o menos realizable. Mas, sin necesidad 
  de renunciar a ese mundo ideal, la renta básica constituye una vía 
  de todo punto razonable entre la inercia resignada de la actual situación 
  y el inofensivo y a veces esperpéntico maximalismo que sólo considera 
  admisible una "sociedad perfecta" (según su imaginación). 
  Daniel Raventós es profesor de la Facultad de Económicas de 
  la UB y presidente de la asociación Red Renta Básica (web) y Andrés 
  de Francisco es profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología 
  de la UCM.