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27 de junio del 2002
Diario de un contrainsurgente
Stan Goff
  ZNet en español 
  
  En más de dos décadas en las Fuerzas Especiales de EE.UU. el 
  autor aprendió la verdadera función de sus operaciones: proteger 
  y ampliar el abuso por las grandes corporaciones y el sistema bancario de EE.UU. 
  
  ......... 
  Nota del editor: Stan Goff sirvió en el ejército de EE.UU. 
  durante dos décadas, sobre todo en las Fuerzas Especiales, entrenando 
  ejércitos del Tercer Mundo. Su relato personal de esos proyectos de contrainsurgencia 
  aparece cuando los autores de la política en Washington presionan por 
  más aumentos de la ayuda militar al gobierno colombiano para su guerra 
  contra las guerrillas izquierdistas. 
  ........ 
  Hace calor en Tolemaida. Todo el valle del río Sumapaz quema como 
  el infierno. Escabroso, semi-árido, lleno de espinas y de mosquitos, 
  es el sitio perfecto para la Escuela Lancero, donde los militares colombianos 
  realizan su curso más duro de entrenamiento y evaluación. A unos 
  100 kilómetros al sur de Bogotá, Tolemaida es también el 
  centro de las Fuerzas Especiales de Colombia, algo como el Fort Bragg de Colombia. 
  
  Me había casado por segunda vez sólo 10 días antes, el 
  22 de octubre de 1991, cuando las 7ª Fuerzas Especiales me enviaron allí. 
  
  Bill Clinton estaba en campaña para la presidencia contra George Bush, 
  y recuerdo que los muchachos de Delta que habían sido enviados con nosotros 
  gritaban y alborotaban cuando aparecieron los resultados de la elección. 
  ¡Ese amigo de maricones, evasor del servicio militar! ¡Mierda!" 
  Delta estaba ahí entrenando a un grupo selecto de soldados colombianos 
  para el "combate hombre a hombre," lo que significa batirse dentro de edificios 
  en situaciones de rehenes y cosas así. Estábamos entrenando a 
  dos batallones de las Fuerzas Especiales de Colombia en operaciones nocturnas 
  con helicópteros y en tácticas de contrainsurgencia. 
  Desde luego, estábamos ahí ayudando al ejército colombiano 
  a defender la democracia contra las guerrillas izquierdistas que eran los enemigos 
  de la democracia. No importaba que sólo una ínfima fracción 
  de la población tuviera los medios para reclutar y promover candidatos 
  [a las elecciones] o que el terror acechara a la población. 
  No estoy siendo cínico. Sólo que ahora me desperté. Me 
  tomó un par de décadas. 
  Crecí en un vecindario donde todos trabajaban en la misma fábrica, 
  McDonnell- Douglas, que producía los F-4 Phantom que daban apoyo aéreo 
  de proximidad a las tropas en Vietnam. 
  Mi papá y mi madre trabajaban de remachadores en el montaje del fuselaje 
  central. Yo, lo único que sabía era que debía combatir 
  contra la impía amenaza colectivista del comunismo. 
  Así que entré al Ejército siete meses después de 
  pasar raspando por la escuela secundaria. En 1970, me presenté de voluntario 
  para la infantería aerotransportada y para Vietnam. 
  En los años siguientes, descubrí que no tenía la menor 
  idea sobre el comunismo. Todo lo que presencié en Vietnam fue una guerra 
  racista conducida por un ejército invasor, y que los más afectados 
  era gente muy pobre. 
  Dejé el Ejército después de mi primer enganche, pero la 
  pobreza me condujo a volver a alistarme en 1977. No tardé mucho en emprender 
  el ascenso por la resbaladiza ladera de una carrera militar. Pero no me gustaba 
  ser soldado de guarnición y me gustaba viajar. 
  Por lo tanto fue inevitable que terminara en las Operaciones Especiales, primero 
  con los Rangers, y después con las Fuerzas Especiales. 
  En 1980 fui a Panamá. Allí, las vallas nos separaban de los "zonies" 
  –los habitantes de los tugurios que vivían en la Zona del Canal. Después 
  de eso, fui a El Salvador, a Guatemala y a una serie de países terriblemente 
  pobres. 
  Una y otra vez, el hecho de que nosotros, como nación, tomáramos 
  partido por los ricos contra los pobres comenzaba a penetrarme –primero mis 
  ideas preconcebidas, después mis racionalizaciones, y para terminar, 
  mi conciencia. 
  Ahora yo soy el Vietcong. 
  1983:
  El antiguo tipo de las Fuerzas Especial que se presentaba como oficial político 
  ni siquiera trataba de disimular su verdadero trabajo en la Embajada de EE.UU. 
  en Guatemala. 
  "¿Usted está en la sección política?" le pregunté. 
  Yo sabía que sí. Estaba tratando de ser discreto. 
  "Soy un maldito agente de la CIA," me respondió. 
  El hombre de la CIA me había adoptado por amistad hacia un conocido mutuo, 
  uno de mis compañeros de trabajo con quien él había servido 
  en Vietnam. El hombre de la CIA me dijo donde conseguir el mejor bistec, el 
  mejor ceviche, la mejor música, los mejores martinis. Le gustaban los 
  martinis. 
  Una tarde pasamos por el bar El Jaguar en el lobby del hotel El Camino, a una 
  milla de la Embajada de EE.UU., por la Avenida de la Reforma. Tomó ocho 
  martinis en la primera hora. 
  Comenzó espontáneamente a contar cómo había participado 
  en la exitosa ejecución de una emboscada "en el norte," dos semanas antes. 
  
  "El Norte" eran las áreas indias: Quiche y Peten, donde las tropas del 
  gobierno estaban realizando una campaña de tierras arrasadas contra los 
  mayas, considerados favorables a las guerrillas izquierdistas. 
  Estaba orgulloso de sí mismo. "La mejor porquería que haya hecho 
  desde Vietnam." "Estás hablando algo fuerte," le recordé, pensando 
  que debía ser un asunto algo delicado. 
  "¡Que se jodan!" gritó mirando por todos lados. "¡Somos los dueños 
  de esta casa de putas!" Los otros clientes contemplaban cabizbajos los tableros 
  de sus mesas. El hombre de la CIA era grande y estaba evidentemente borracho. 
  
  Debiera haberlo sabido mejor, pero mencioné a un maestro de escuela maya 
  que había sido asesinado por los escuadrones de la muerte. Había 
  aparecido en los periódicos. El maestro había trabajado para la 
  Agencia de Desarrollo Internacional. 
  Lo que quería decir es que hacía quedar mal a EE.UU. cuando esos 
  descontrolados se permitían desmanes semejantes. Quedaba la impresión 
  de que el gobierno de EE.UU. apoyaba tácitamente los asesinatos al continuar 
  su apoyo al gobierno guatemalteco. 
  "Era comunista," dijo el hombre de la CIA, sin dejar de tragarse su duodécimo 
  martín. Sus ojos ya tenían esa expresión extraña, 
  pétrea, sin sincronización. 
  Así eran las cosas. Nunca se me ocurrió agradecerle por arrancar 
  esa última cortina de inocencia de mis ojos. 
  Esa noche tuve que quitarle las llaves de su coche. Quería ir a algún 
  burdel en la Zona 1. 
  Cuando abandonamos el bar, no logramos encontrar su vehículo en el aparcamiento, 
  así que apuntó con su pistola al responsable y amenazó 
  con pegarle un tiro ahí mismo. Lo acusó de formar parte de una 
  banda de robo de coches. 
  "Conozco a estos hijos de puta," vociferó. El responsable estaba al borde 
  de las lágrimas, hasta que arranqué la pistola de la mano de mi 
  colega. 
  Encontramos su coche en un aparcamiento a una calle de distancia. Es cuando 
  comenzó a hablar de conducir a su burdel favorito. 
  "¡Dame las llaves!" vociferó, mientras yo me alejaba. 
  "No puedo." 
  "Te voy a dar leña," dijo. 
  Metí la mano en mi bolsillo y saqué tres monedas. Cuando volvió 
  a lanzarse sobre mí, lancé las monedas al desagüe de la calle 
  con un tintineo audible. 
  "Ahí van las llaves," dije. 
  Miró con dificultad al desagüe por un instante, y luego trató 
  de clavarme los ojos. Evité su tambaleante asalto como si fuera un niño. 
  Casi se cayó, y me pregunté cómo haría para acarrearlo. 
  
  Se dio abruptamente vuelta, como si sólo se le hubiera olvidado algo, 
  y se fue rápido, bamboleándose. Al día siguiente llevé 
  sus llaves a la sección política, con una nota explicando dónde 
  estaba su coche. 
  Fred Chapin era embajador de EE.UU. en Guatemala. Era famoso por su capacidad 
  de tomarse una botella de whisky y dar, a pesar de ello, una entrevista lúcida 
  en fluido español, antes de que sus guardaespaldas lo llevaran a su habitación 
  en la residencia y lo extendieran sobre su cama. 
  A Chapin le adscribían una cita muy conocida en los círculos del 
  Servicio Exterior: "Lo único que lamento es no tener más que un 
  hígado que dar por mi país." 
  Las embajadas son colecciones de tales personajes idiosincrásicos. Mauricio, 
  otro de esos individuos exóticos, era el principal investigador guatemalteco 
  asignado al trabajo con la Sección de Seguridad de la embajada. 
  Licencioso en extremo, hasta los matones que hacían de guardaespaldas 
  lo eludían. Su reputación como un antiguo miembro sadista de los 
  escuadrones de la muerte era bien conocida. 
  Su historia lo acompañaba, como un aura de decadencia impersonal. Me 
  hacía parar los pelos en la nuca. "Si necesitan descubrir algo, envíen 
  a Mauricio" era la sabiduría provincial en Seguridad. 
  Langhorn Motley, el embajador especial de Reagan en América Central, 
  vino a Guatemala para ver lo que se estaba haciendo con el dinero de EE.UU., 
  fuera del genocidio de aborígenes y la eliminación de maestros 
  de escuela bolcheviques, desde luego. 
  Me nombraron como miembro de su seguridad para un viaje a Nebaj, una pequeña 
  aldehuela india cerca de la frontera mexicana. Íbamos a inspeccionar 
  un hospital. 
  No hay caminos a Nebaj, así que coordinaron un helicóptero. Cuando 
  terminamos por llegar a Nebaj, el piloto y el jefe de la tripulación 
  estaban en una animada conversación, refiriéndose ambos una y 
  otra vez al indicador de combustible. 
  Desde el helicóptero, fuimos escoltados, por las calles de tierra, por 
  un teniente coronel guatemalteco de aspecto europeo, que nos llevó a 
  un camión abierto de 2,5 toneladas. Los aldeanos nos miraban en silencio 
  al pasar. 
  Dos niños pequeños, tal vez de tres años, estallaron en 
  lágrimas histéricas cuando pasé demasiado cerca con mi 
  rifle de asalto CAR-15. Traté de no especular sobre su reacción 
  o sus razones. 
  El camión nos llevó a un fundamento de roca polvorienta. Nada 
  más. Ni habitaciones, ni muros, nada. Era el hospital. Motley me miró 
  y dijo "Es un maldito elefante blanco." 
  Más tarde, el teniente coronel, nos hizo sentar en una pieza en su cuartel 
  e hizo entrar a dos "antiguos guerrilleros". Uno era un viejo enjuto. La otra 
  era una mujer embarazada, de unos 25 años. 
  Nos dijeron diligentemente que habían sido reformados por su nueva comprensión 
  de la duplicidad de los comunistas y por el trato humanitario que habían 
  recibido de parte de los soldados. 
  Fue un recital uniforme, ensayado, pero parecía complacer al teniente 
  coronel que estaba sentado allí con una benevolente semi-sonrisa, mirándolos 
  alternativamente a ellos y a nosotros, juzgando su actuación, evaluando 
  nuestra reacción. 
  La piel de los dos indios de la exhibición parecía vibrar con 
  un terror árido, cúprico. Todo el lugar olía a asesinato. 
  A asesinato. 
  1985:
  Los reporteros en El Salvador tendían a pasar el tiempo en la piscina 
  en el hotel Camino Real, con transistores pegados a los oídos. 
  Un día, hablando con una periodista en el Camino. Tenía unos 30 
  años, trabajaba para el Chicago Tribune. 
  Estaba terriblemente excitada porque la semana anterior la habían dejado 
  volar en un helicóptero, que voló a Morazón, un bastión 
  de las guerrillas izquierdistas. Logró ver algunos tiroteos y estaba 
  eternamente agradecida a la Embajada por haberlo organizado. 
  ¿Me importaría, preguntó, llevarla alguna vez a tomar un café 
  o un trago a algún sitio en los barrios? No se atrevía a ir sola. 
  
  Me desilusionó. Con su anémica preocupación, aniquiló 
  mi idea de que los reporteros eran unos excéntricos, intrépidos, 
  lobos de mar, obsesionados por obtener la verdadera historia. 
  Bruce Hazelwood era miembro del Milgrup en la embajada de EE.UU., igual que 
  yo antiguo miembro de la unidad contraterrorista en Fort Bragg. Hazelwood supervisaba 
  la dirección del entrenamiento en el Estado Mayor, en los cuarteles del 
  ejército. 
  Durante los pasados cinco años, había logrado una envidiable reputación 
  como un productivo enlace con los militares salvadoreños. Me dijo de 
  inmediato que su mayor problema era lograr que los oficiales dejaran de robar. 
  
  Bien parecido, rubio de color fresa, lleno de pecas, encantador, Hazelwood también 
  era el favorito de las jóvenes periodistas. 
  Fui con él y con un grupo de la embajada a visitar un orfanato en Sonsonate. 
  Las mujeres del pool de la prensa lo adoraban. Las recompensaba con toneladas 
  de malicioso magnetismo. 
  Billy Zumwalt, también del Milgroup, un tipo parecido a Elvis, hacía 
  lo mismo en una fiesta. Las mujeres de la prensa se le pegaban, preguntándole 
  si pensaba que se estuviera haciendo algún progreso en la situación 
  de los derechos humanos. Y él les preguntaba qué pensaban ellas. 
  
  Bueno, decían, sólo seguía habiendo algunas ejecuciones 
  de prisioneros en el campo de batalla, se rumoreaba, pero no habían oído 
  nada más. No podemos esperar que cambien de un día al otro, ¿no 
  es cierto? 
  ¿Quisieran ir a bailar más tarde a un night club que está abierto 
  toda la noche? ¿Sabe donde hay uno? Yo sé donde están todos, les 
  decía. 
  Zumwalt me dijo una vez en un bar, que estaba entrenando a los mejores escuadrones 
  de la muerte derechistas del mundo. 
  Los reporteros del Camino Real contrataban a muchachitos ricos salvadoreños 
  como informantes y factótum. Era muy importante que fueran muchachos 
  educados, que hablaran inglés, de 20 a 25 años, que fueran capaces 
  de mantener advertidos a los periodistas sobre los rumores y los acontecimientos 
  en la capital. 
  Pero los muchachitos ricos estaban tan alejados de las vidas de los salvadoreños 
  normales como la mayor parte de los reporteros. 
  En la calle, vi a una mujer arrastrándose por la acera con una pierna 
  gangrenosa, a un hombre enloquecido acurrucado en un rincón, a niños 
  esqueléticos que tocaban música por monedas con un caramillo y 
  un palo. 
  En el autobús un día, en el centro de San Salvador, vino un ciego 
  mendigando, y gente que no podía permitírselo, le daba monedas. 
  
  Era gente encallecida, vestida muy modestamente, con rasgos indígenas 
  en sus mejillas. 
  Para la gente de estilo, de uñas cuidadas, de ojos redondos, adinerada, 
  los pobres y los mendigos eran invisibles, tan invisibles como los carboneros 
  ennegrecidos, los bebés llenos de gusanos del mercado, los amargados 
  adolescentes con sus ropas hechas jirones, sus costillas prominentes y sus ojos 
  enrojecidos que se te clavaban desde la sombra en las esquinas. 
  Tenían que ser invisibles para que pudieran ser ignorados. Tenían 
  que ser infrahumanos para poder matarlos. 
  Me acordé de las cabras en el Laboratorio Médico de las Fuerzas 
  Especiales. Cuando estaba siendo entrenando para enfermero, utilizábamos 
  cabras como "modelos de pacientes". 
  Las cabras eran heridas para entrenamiento de trauma, se les disparaba para 
  el entrenamiento quirúrgico, y eran matadas por cientos en cada clase 
  de 14 semanas. 
  Casi cada estudiante que llegaba comenzaba expresando su antipatía hacia 
  la especie caprina. "Una cabra es una criatura estúpida, obstinada, fea," 
  decíamos. 
  Unos pocos reconocían lo que el programa estaba haciendo en realidad, 
  sin buscar esas cómodas racionalizaciones. Unos pocos incluso llegaron 
  a querer a los animales y se deprimían más cada día. 
  Pero la mayoría necesitaba la ideología anti-caprina para mantener 
  su actividad. 
  1991:
  Como miembro de las 7. Fuerzas Especiales, fui a Perú en 1991. Las razones 
  por las que fuimos allí fueron muchas y variadas, como son muchas de 
  nuestras razones para la actividad militar. 
  Estábamos comprometidos, por motivos políticos, a alentar algo 
  que se llamaba IDAD para el Perú. Eso significa Desarrollo Interno y 
  Defensa. 
  Estábamos involucrados en una asociación nominal con Perú 
  en la "guerra contra la droga". Perú estaba en nuestra "área de 
  responsabilidad operativa," y nosotros (nuestro Destacamento "A") estaba realizando 
  un DFT, lo que quiere decir un Despliegue para Entrenamiento. 
  Así que fuimos a Perú para ayudar a su desarrollo interno y su 
  defensa, para mejorar sus capacidades "contra la droga," y para entrenarnos 
  a nosotros mismos para poder entrenar a otros en nuestro "idioma meta," Español. 
  
  Esas eran las razones oficiales. Ninguna instrucción mencionó 
  la otra parte de la misión: guerras extraoficiales contra las poblaciones 
  indígenas. 
  El curso de entrenamiento que desarrollamos para los peruanos fue de contrainsurgencia 
  básica. Nunca hablamos de drogas con los oficiales peruanos. Era un tema 
  delicado – si saben lo que quiero decir. 
  Estuvimos acuartelados en una fábrica de municiones fuera de la localidad 
  de Huaihipa, durante las primeras semanas. Más tarde, nos mudaron al 
  DIFE, el complejo de las Fuerzas Especiales del Perú, cerca del límite 
  del distrito de Barranco en Lima. 
  Durante la mitad de la misión, acampamos cerca del límite de una 
  aldea india llamada Santiago de Tuna en la sierra, a cuatro horas de la capital. 
  
  Indios locales nos llevaron dos sacos llenos de tunas, deliciosas y buenas para 
  la digestión. 
  Nos hicimos muy amigos de los oficiales peruanos, algunos eran tipos agradables, 
  y otros unos machos agresivos. Todas las noches nos atiborraban de anticuchos 
  (corazón de vaca a la parrilla, muy picante) y de cerveza. 
  Algunas veces los veteranos se emborrachaban mucho y nos escupían enteros 
  cuando recontaban sus combates. Un mayor no podía dejar de repetir a 
  cuantas personas había matado, y cómo la sierra era un sitio para 
  hombres de verdad. 
  Se bebía mucho. Cerveza con los oficiales y los soldados. Cocktails en 
  los bares, pisco con los indios, a los que los soldados trataban de expulsar 
  porque eran considerados un riesgo para la seguridad. 
  Un indio en particular, desdentado y disipado, con sus ojos sanguinolentos abrumados 
  por la intoxicación, me sorprendió con sus conocimientos de la 
  historia de los indios norteamericanos. Incluso conocía los años 
  de algunas batallas cruciales de nuestra guerra de aniquilación. 
  Gerónimo fue un gran hombre dijo. Un gran hechicero. Un gran guerrero. 
  Un amante de la tierra. 
  Un capitán peruano me dijo algo extraño, mientras caminábamos 
  junto a un cementerio indio durante la marcha forzada al salir de Santiago de 
  Tuna. 
  "Aquí están los indios amigos." Extendió su mano hacia 
  la pequeña área con tumbas. 
  1992:
  Cuando estaba entrenando a las Fuerzas Especiales colombianas en Tolemaida en 
  1992, mi equipo estaba allí ostensiblemente para ayudar al esfuerzo contra 
  los narcóticos. 
  Estábamos entrenando a las fuerzas militares en la doctrina de infantería 
  contrainsurgente. Sabíamos perfectamente, igual que los comandantes de 
  la nación anfitriona, que lo de los narcóticos no era más 
  que una débil historia de cobertura para el refuerzo de la capacidad 
  de fuerzas armadas que habían perdido la confianza de la población 
  en años de abuso. El ejército también había sufrido 
  humillantes derrotas en la lucha contra la guerrilla. 
  Pero ya me estaba acostumbrando a las mentiras. Eran la moneda diaria de nuestra 
  política exterior. ¡Que me vengan con drogas! 
  Hoy:
  El zar de la droga, Barry McCaffrey, y el Secretario de Defensa William Cohen 
  están defendiendo una masiva expansión de la ayuda militar a Colombia. 
  
  Colombia ya es el tercer mayor recipiente de ayuda militar de EE.UU. en el mundo, 
  pasando de 85,7 millones de dólares en 1997 a 289 millones de dólares 
  en el último año fiscal. La prensa informa que unos 300 militares 
  y agentes de EE.UU. están permanentemente en Colombia. 
  La administración Clinton solicitó mil millones de dólares 
  de ayuda para un período de dos años. El Congreso controlado por 
  los republicanos quería agregar 1.500 millones más, incluyendo 
  41 helicópteros Blackhawk y un nuevo centro de inteligencia. 
  El Departamento de Estado pretendía que la ampliación de la ayuda 
  era necesaria para combatir "una explosión de plantaciones de coca". 
  La solución, según el Departamento de Estado, era un batallón 
  "contra los narcóticos" de 950 hombres. 
  Pero la solicitud coincidió extrañamente con los progresos militares 
  de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), las guerrillas izquierdistas 
  que ya controlan un 40 por ciento del campo. [Para detalles de la historia y 
  objetivos de las FARC, vea iF Magazine, julio-agosto, 1999.] 
  En Estados Unidos, hay otros planes de preparación: preparar al pueblo 
  estadounidense para otra vuelta de intervención. 
  McCaffrey –no es coincidencia que sea el antiguo comandante de Southcom, el 
  Comando del Teatro de las fuerzas armadas de EE.UU. en América Latina– 
  "admite" que las fronteras entre la lucha antidroga y la contrainsurgencia están 
  "comenzando a borrarse" en Colombia. 
  ¿El motivo? Las guerrillas están implicadas en el tráfico de drogas, 
  una afirmación omnipresente que es repetida sin crítica alguna 
  en la prensa. No se diferencia entre las FARC y un puñado de grupos menos 
  importantes, ni existe ninguna preocupación evidente por citar alguna 
  evidencia precisa. 
  Cuando esta maniobra comenzó a ganar adeptos, el antiguo embajador de 
  EE.UU. en Colombia, Miles Frechette, señaló que no había 
  una evidencia clara para apoyar esas afirmaciones. Su declaración fue 
  olvidada rápidamente. 
  Teníamos que prepararnos. 
  En Colombia, es bien sabido que los que más se benefician con el tráfico 
  de drogas son miembros de las fuerzas armadas, la policía, funcionarios 
  gubernamentales, y los "grandes empresarios" de los centros urbanos. 
  Las FARC imponen impuestos sobre la coca, algo bien diferente que traficar. 
  Las FARC también cobran impuestos por la gasolina, los cacahuetes y los 
  muebles. 
  La coca es también la única cosecha que mantiene a flote a los 
  campesinos. El campesino que cultiva cosechas normales tendrá un ingreso 
  anual promedio de unos 250 dólares por año. Con la coca, puede 
  alimentar a una familia con 2.000 dólares al año. No son capitalistas 
  inescrupulosos. 
  No se están haciendo ricos. 
  Una vez que la coca es procesada, un kilo se vende a unos 2.000 dólares 
  en Colombia. Las precauciones, los sobornos y los primeros beneficios llevan 
  el precio a 5.500 dólares el kilo cuando llega al primer traficante yanqui. 
  
  El yanqui vende ese kilo, listo ahora para el comercio al detalle en EE.UU. 
  por unos 20.000 dólares. En la calle en Estados Unidos, llega a 60.000 
  dólares. Hay algunos derrochones al final de la cadena colombiana, pero 
  los verdaderos operadores son los estadounidenses. 
  A pesar de todo, las drogas pueden reemplazar la Conspiración Comunista 
  Internacional sólo hasta cierto punto. Las drogas por sí solas 
  no justificarían esa vasta intensificación militar. Para eso, 
  tenemos que creer también que estamos defendiendo la democracia y protegiendo 
  la reforma económica. 
  [Para más información sobre Colombia vea "La red asesina de Colombia: 
  La asociación militar-paramilitar y los Estados Unidos", Human Rights 
  Watch, noviembre de 1996] 
  La justificación se ha hecho más sofisticada desde que estuve 
  en Guatemala en 1983, mucho más sofisticada que el brutal instrumento 
  de la guerra abierta en Vietnam. 
  Entonces, la democracia no era el objetivo. Estábamos deteniendo a los 
  comunistas. Las drogas también constituyen una gran justificación. 
  Pero con las FARC, podemos tener nuestra guerra contra la droga y nuestra guerra 
  contra los comunistas. 
  Y sin embargo, tras la fachada democrática en Colombia están las 
  más atroces y sistemáticas violaciones de los derechos humanos 
  en este hemisferio. Con la excepción del 40 por ciento del país 
  en el que dominan las FARC, los paramilitares derechistas, apoyados y coordinados 
  por las fuerzas oficiales de seguridad, están implicados en un proceso 
  que hubiera honrado a Roberto D'Abuisson o a Lucas García o a Ríos 
  Montt: torturas, decapitaciones públicas, matanzas, violaciones y asesinatos, 
  destrucción de tierras y ganado, desplazamientos forzados. Los objetivos 
  preferidos han sido los dirigentes de comunidades y sindicatos, los oponentes 
  políticos, y sus familias. 
  En julio pasado, el Comandante del Ejército Colombiano, Jorge Enrique 
  Mora Rangel intervino en el proceso judicial colombiano para proteger al más 
  poderoso jefe paramilitar en Colombia, Carlos Castaño, contra el procesamiento 
  por una serie de masacres. La organización de Castaño está 
  relacionada directamente en su inteligencia y sus operaciones con las fuerzas 
  de seguridad. 
  Esa conexión fue organizada y entrenada en 1991, bajo la tutela del Departamento 
  de Defensa de EE.UU. y la CIA. Fue realizado bajo un plan de integración 
  de la inteligencia militar colombiana llamado Orden 200-05/91. 
  La íntima relación entre el ejército colombiano y Castaño 
  presenta otro pequeño problema para la justificación de la guerra 
  contra la droga. Castaño es un conocido señor de la droga. No 
  es alguien que cobra impuestos a los productores de coca, sino un señor 
  de la droga. 
  También existe la preocupante historia de la lucha del gobierno de EE.UU. 
  junto a –no contra– los traficantes de droga. Por cierto, la CIA parece tener 
  una irresistible afinidad con los señores de la droga. 
  Los contras tibetanos entrenados por la CIA en los años 50 se convirtieron 
  en los amos de los imperios de la heroína en el Triángulo de Oro. 
  En Vietnam y Camboya, la CIA trabajó de acuerdo con los traficantes de 
  opio. 
  La guerra de la contra en Nicaragua fue financiada, en parte, con beneficios 
  provenientes del tráfico de drogas. El eje afgano-paquistaní de 
  la CIA empleado en la guerra contra los soviéticos estaba saturado de 
  traficantes de droga. Más recientemente, hubo los traficantes de heroína 
  del Ejército de Liberación de Kosovo. 
  Tendría más sentido que McCaffrey encontrara 1.000 millones de 
  dólares para declararle la guerra a la CIA. 
  Estuve en Guatemala en 1983 durante el último golpe. En 1985, estuve 
  en El Salvador; en 1991 en Perú; en 1992, en Colombia. 
  La gente generalmente no oye hablar de los soldados retirados de las Fuerzas 
  Especiales. Pero la gente tiene que escuchar los hechos de alguien que no pueda 
  ser calificado de ser un amanerado liberal que nunca "sirvió" a su país. 
  
  Un liberal te contará que el sistema no funciona adecuadamente. Yo te 
  contaré que el sistema funciona exactamente tal como se supone que lo 
  haga. 
  Como un participante en el servicio activo en las fuerzas armadas, yo vi la 
  profunda disonancia entre las explicaciones oficiales de nuestras políticas 
  y nuestras prácticas reales: el asesinato de maestros de escuela y de 
  monjas por nuestros auxiliares; las liquidaciones; la violación sistemática; 
  el cultivo del terror. 
  He llegado a la conclusión de que los miles de millones de dólares 
  de beneficios e intereses que se acumulan en Colombia y en los países 
  vecinos tienen mucho más que ver con la urgencia de la estabilidad que 
  toda posible preocupación por la democracia o por la cocaína. 
  Pensando en mis más de dos décadas de servicio, estoy convencido 
  de que sólo serví al uno por ciento más rico de mi país. 
  
  En cada país en el que trabajé, la pobreza de los pobres generó 
  y mantuvo la riqueza de los ricos. A veces directamente, como mano de obra; 
  a veces indirectamente, cuando ganaron fortunas en el negocio de la seguridad 
  armada, que es indispensable siempre cuando hay tanta miseria. 
  A menudo las compañías que necesitan protección son estadounidenses. 
  Chiquita es una versión estilizada de la United Fruit, la compañía 
  que presionó a Estados Unidos a hacer el golpe contra Arbenz en Guatemala 
  en 1954. Pepsi estuvo presente con Pinochet en Chile en 1973. 
  Pero el principal interés ahora es financiero. Estados Unidos es la fuerza 
  dominante en las instituciones prestamistas dominantes del mundo: el Banco Mundial 
  y el Fondo Monetario Internacional. 
  Lo que Estados Unidos exporta, más que ninguna otra cosa, es crédito. 
  Así se hace dinero extrayendo los intereses de esos préstamos. 
  
  Lo que esto significa para el Tercer Mundo es que las elites económicas 
  piden prestado el dinero, utilizando al gobierno como fachada, y luego sangran 
  a la población para pagar los intereses. Lo hacen a través de 
  impuestos más elevados y regresivos, disminuyendo los servicios sociales, 
  vendiendo la propiedad pública, y sometiendo o aplastando a los sindicatos, 
  etcétera. 
  Si los gobiernos no hacen lo suficiente, Washington los presiona para que hagan 
  más. En el interior del país, al pueblo estadounidense se le dice 
  que esos países requieren "ajustes estructurales" y "reforma económica," 
  cuando la realidad es que a menudo la política externa de EE.UU. es manejada 
  por cuenta de los usureros. 
  Los grandes inversionistas y los grandes prestamistas también son los 
  dos grandes contribuyentes a las campañas políticas en este país, 
  tanto para los republicanos como para los demócratas. La prensa, que 
  es controlada por un puñado de gigantes corporaciones, repite lúgubremente 
  una y otra vez la misma justificación, "reforma económica y democracia. 
  
  Muy pronto, sólo para no sonar como si no estuviéramos al tanto 
  de los últimos acontecimientos, nos veremos diciendo, claro... Colombia, 
  o Venezuela, o Rusia, o Haití, o Suráfrica, o quien sea... necesitan 
  "reforma-económica-y-democracia." 
  Aunque formulado de manera diferente, este argumento no es nuevo. En 1935, el 
  general retirado, condecorado dos veces con la Medalla de Honor, Smedley Butler, 
  acusó a los mayores bancos de negocios de Nueva York de utilizar a los 
  infantes de marina de EE.UU. como "mafiosos" y "gángsteres" para explotar 
  económicamente a los campesinos de Nicaragua. 
  Más adelante, Butler declaró: "El problema es que cuando aquí 
  los dólares estadounidenses ganan sólo un seis por ciento, se 
  ponen intranquilos y van al extranjero a conseguir un 100 por ciento. La bandera 
  sigue al dólar y los soldados siguen a la bandera. 
  "Yo no iría de nuevo a la guerra como lo he hecho para defender una porquería 
  de inversión de los banqueros. Debiéramos combatir sólo 
  para defender nuestro hogar y nuestra Declaración de Derechos. La guerra 
  por cualquier otro motivo es simplemente una maquinación. 
  "No hay ni un solo truco en la valija del crimen organizado que sea ignorado 
  por la pandilla militar. Tienen a sus 'soplones' para identificar a sus enemigos, 
  a sus 'matones' para destruirlos, a sus 'cerebros' para planificar los preparativos 
  de guerra, y a un 'Gran Jefe' –el capitalismo supranacional," continuó 
  Butler. 
  "Pasé 33 años y cuatro meses en el servicio militar activo en 
  los Marines. Ayudé a asegurar que Tampico, en México, fuera seguro 
  para los intereses petroleros de EE.UU. en 1914; que Cuba y Haití fueran 
  seguros para los muchachos del National City Bank para cobrar rentas; ayudé 
  a depurar Nicaragua para la casa bancaria internacional del Barón Broches 
  en 1909-1912; ayudé a salvar los intereses azucareros en la República 
  Dominicana; y en China ayudé a asegurar que no molestaran a Standard 
  Oil. La guerra es un negociado." 
  Como el general Butler, llegué a mis conclusiones mediante años 
  de experiencia personal y a través de la absorción gradual de 
  evidencia efectiva que veía alrededor de mí, no sólo en 
  un país, sino que de país en país. 
  Ahora, por fin, estoy sirviendo a mi país, ahora mismo, al decirles esto. 
  Ustedes no quieren que algunas cosas se hagan en su nombre. 
  Stan Goff se retiró del Ejército de EE.UU. en febrero de 1996, 
  después de servir en Vietnam, Guatemala, El Salvador, Granada, Panamá, 
  Colombia, Perú, Venezuela, Honduras, Somalia y Haití. Vive en 
  Raleigh, N.C. 
  Título original: Diary of A Counter Insurgent 
  Autor: Stan Goff, Consortium News, 12 de junio de 2002
  Link: http://www.zmag.org/content/Venezuela/Goffdiary.cfm
  Título: Diario de un contrainsurgente
  Traducido por Germán Leyens