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26 de julio de 2002
La catástrofe del posmodernismo
John Zerzan
  
  Pimienta negra, 7 de julio de 2002 
  Título original: "The Catastrophe of Postmodernism" Traducción: 
  Round Desk 
  Madonna, "¿Nos estamos divirtiendo aún?", periódicos de supermercado, 
  Milli Vanilli/1, realidad virtual, "shop 'till you drop [compra hasta caer rendido], 
  la Gran Aventura de PeeWee/2, el "empowerment" [lo que permite hacer algo lo 
  mejor posible] del New Age/Computer/3, mega-tiendas, Talking Heads/4, películas 
  basadas en tiras cómicas, consumo "verde". Una construcción de 
  lo resueltamente superficial y cínico. Anuncio de Toyota: "Nuevos valores: 
  ahorro, cuidado personal... todas esas cosas". Almacén al por menor: 
  "Contenidos de Estilo"; "Why ask Why? Try Bud Dry" [¿Por qué preguntar 
  por qué? Prueba Bud Dry]; mirar la televisión interminablemente 
  mientras nos burlamos de ella. Incoherencia, fragmentación, relativismo 
  ?hasta e incluyendo el desmantelamiento de la propia noción de significado 
  (¿porque el récord de la racionalidad ha sido tan pobre?); adopción 
  de lo marginal, mientras se ignora cuán fácilmente los márgenes 
  se han puesto de moda. "La muerte del sujeto" y "la crisis de la representación". 
  
  
  Posmodernismo. Originariamente un tema de la estética, ha colonizado 
  "áreas cada vez más amplias", según Ernesto Laclau, "hasta 
  convertirse en el nuevo horizonte de nuestra experiencia cultural, filosófica 
  y política". "La creciente convicción", como la tiene Richard 
  Kearney, "de que la cultura humana tal como la hemos conocido... ha llegado 
  ahora a su fin". Especialmente en los EE.UU., es la intersección de la 
  filosofía postestructuralista con la cada vez más amplia condición 
  de la sociedad: un ethos especializado y, mucho más importante, la llegada 
  de lo que la sociedad industrial moderna había anticipado. El posmodernismo 
  es la contemporaneidad, un embrollo de soluciones a plazos en todos los niveles, 
  donde destacan la ambigüedad, la negativa a examinar los orígenes 
  o los fines, tanto como el rechazo de los planteamientos de oposición, 
  "el nuevo realismo". Al no significar nada y no ir a parte alguna, el pm [posmodernismo] 
  es un milenarismo invertido, una realización de conjunto del sistema 
  de "vida" tecnológico del capital universal. No resulta accidental que 
  la Universidad de Carnegie-Mellon, que en los años 80 fue la primera 
  en exigir que todos los estudiantes estuvieran equipados con ordenadores, estableciera 
  "el primer programa de estudios postestructuralista del país".
  
  El narcisismo del consumidor y un "¿qué más da?" universal señalan 
  el fin de la filosofía como tal y el esbozo de un paisaje, de acuerdo 
  con Kroker y Cook, de "desintegración y decadencia sobre la irradiación 
  de fondo de la parodia, el kitsch y el agotamiento". Henry Kariel concluye que 
  "para el posmodernismo, es sencillamente demasiado tarde para oponerse al impulso 
  de la sociedad industrial". Superficie, novedad, contingencia: no hay ningún 
  fundamento a mano para criticar nuestra crisis. Si el posmodernismo típico 
  se resiste a conclusiones generalizables, en favor de un supuesto pluralismo 
  y de una perspectiva abierta, también es razonable (si se nos permite 
  utilizar tal palabra) predecir que si y mientras vivimos en una cultura completamente 
  pm, ya no sabremos cómo formular eso. 
  
  La primacía del lenguaje y el fin del sujeto
  
  Desde el punto de vista del pensamiento sistemático, la creciente preocupación 
  por el lenguaje es un factor clave explicable por el clima pm de enfoques estrechos 
  y de retroceso. El llamado "descenso al lenguaje", o "giro lingüístico", 
  ha impuesto la presunción posmodernista-postestructuralista de que el 
  lenguaje constituye el mundo humano y el mundo humano la totalidad del mundo. 
  Principalmente en este siglo [el siglo XX], el lenguaje fue ocupando la parte 
  central de la filosofía, entre figuras tan diversas como Wittgenstein, 
  Quine, Heidegger o Gadamer, en tanto crecía la atención hacia 
  la teoría de la comunicación, la lingüística y la 
  cibernética, y los lenguajes informáticos demostraban un énfasis 
  similar durante décadas en la ciencia y la tecnología. Este bien 
  pronunciado giro hacia el lenguaje fue adoptado por Foucault como un "salto 
  decisivo hacia una forma de pensamiento completamente nueva". De una manera 
  menos positiva, se lo puede explicar al menos parcialmente desde la perspectiva 
  del pesimismo que siguió al declive del impulso de oposición de 
  los años 60. La década del 70 fue testigo de un alarmante repliegue 
  dentro de lo que Edward Said llamó el "laberinto de la textualidad", 
  como opuesto a la ocasional actividad intelectual rebelde del período 
  anterior.
  
  Quizá no sea paradójico que el "fetiche de lo textual", como señaló 
  Ben Agger, "desplegara su atracción en una época en que los intelectuales 
  eran despojados de sus palabras". El lenguaje se degrada cada vez más, 
  vaciado de sentido, sobre todo en su uso público. Ya no se puede confiar 
  en las palabras, y esto forma parte de una amplia corriente antiteórica, 
  detrás de la cual se oculta una derrota mucho mayor que la de los ´60: 
  la de la herencia completa de la racionalidad de la Ilustración. Hemos 
  dependido del lenguaje como de la doncella supuestamente fiel y transparente 
  de la razón, ¿y adónde nos ha llevado? Auschwitz, Hiroshima, miseria 
  psíquica de las masas, destrucción inminente del planeta, por 
  mencionar sólo unas pocas cosas. Abrazamos el posmodernismo, con sus 
  vueltas evidentemente extravagantes y fragmentadas. Saints and Postmodernism 
  (1990), de Edith Wyschograd, no sólo da testimonio de la ubicuidad del 
  "enfoque" pm ?no hay, en apariencia, ningún campo fuera de su alcance-, 
  sino que además reflexiona convincentemente sobre la nueva orientación: 
  "El posmodernismo, como estilo discursivo ?filosófico? y ?literario?, 
  no puede apelar francamente a las técnicas de la razón, instrumentos 
  ellas mismas de la teoría, sino que debe forjar nuevos y necesariamente 
  misteriosos medios para socavar los fervores de la razón".
  
  El antecedente inmediato del posmodernismo/postestructuralismo, imperante en 
  los años 50 y buena parte de los 60, se organizó en torno a la 
  centralidad que otorgaba al modelo lingüístico. El estructuralismo 
  aportó la premisa de que el lenguaje constituye nuestro único 
  medio para acceder al mundo de los objetos y de la experiencia y su ensanche; 
  de que el significado surge completamente del juego de las diferencias dentro 
  de sistemas de signos culturales. Levi-Strauss, por ejemplo, explicó 
  que la clave de la antropología yace en el descubrimiento de leyes sociales 
  inconscientes (por ejemplo, aquellas que regulan los vínculos matrimoniales 
  y de parentesco), que están estructuradas como el lenguaje. Fue el lingüista 
  suizo Saussure quien subrayó, en un paso muy influyente para el posmodernismo, 
  que el significado no reside en una relación entre una proposición 
  y aquello a lo que se refiere, sino en la relación de unos signos con 
  otros. La creencia saussuriana en la naturaleza cerrada, autorreferencial del 
  lenguaje, implica que todo está determinado dentro de éste, llevando 
  al abandono de nociones extrañas como alienación, ideología, 
  represión, etc., y concluyendo que lenguaje y conciencia son prácticamente 
  lo mismo.
  
  Dentro de esta trayectoria, que rechaza la concepción del lenguaje como 
  un medio externo desplegado por la conciencia, aparece el también muy 
  influyente neofreudiano Jacques Lacan. Para él, no sólo la conciencia 
  está impregnada completamente por el lenguaje y no existe por sí 
  misma aparte del lenguaje; incluso "el inconsciente está estructurado 
  como un lenguaje".
  
  Pensadores anteriores, Nietzsche y Heidegger especialmente, ya habían 
  sugerido que un lenguaje diferente o una relación modificada con el lenguaje 
  podía traer de algún modo nuevas e importantes intuiciones. Con 
  el giro lingüístico de los tiempos más recientes, hasta el 
  concepto de un individuo que piensa como base del conocimiento llegó 
  a ser dudoso. Saussure descubrió que "el lenguaje no es una función 
  del sujeto hablante", sino que por el contrario es el que le da voz a éste, 
  ocupando así la primacía. Roland Barthes, cuya carrera se desarrolla 
  en los períodos estructuralista y postestructuralista, decidió 
  que "es el lenguaje el que habla, no el autor", observación a la que 
  se equipara la de Althusser de que la historia es "un proceso sin sujeto". Si 
  el sujeto es visto esencialmente como una función del lenguaje, la sofocante 
  mediación de éste y la del orden simbólico en general ascienden 
  al primer lugar de la agenda. Así, el posmodernismo se flagela tratando 
  de comunicar lo que se encuentra más allá del lenguaje, "para 
  mostrar lo inmostrable". Mientras tanto, dada la duda radical introducida en 
  cuanto a la disponibilidad para nosotros de un referente en el mundo exterior 
  al lenguaje, lo real desaparece de la reflexión. Jacques Derrida, la 
  figura central del ethos posmodernista, procede como si la conexión entre 
  las palabras y el mundo fuera arbitraria. El objeto mundo no desempeña 
  ningún papel para él. El agotamiento del modernismo y la aparición 
  del posmodernismo requieren, antes de volver a Derrida, unos pocos comentarios 
  más sobre los precursores y el cambio más amplio en la cultura. 
  El posmodernismo plantea cuestiones sobre la comunicación y el significado, 
  de manera que la categoría de la estética, al menos, se convierte 
  en problemática. Para el modernismo, con su feliz creencia en la representación, 
  el arte y la literatura mantienen como mínimo cierta promesa de aportar 
  una visión de realización y armonía. Hasta el fin del modernismo, 
  la "alta cultura" fue considerada como un depósito de sabiduría 
  moral y espiritual. Ahora no parece existir tal creencia, al revelar quizá 
  la ubicuidad de la cuestión del lenguaje el vacío dejado por el 
  fracaso de los otros candidatos a unos comienzos promisorios para la imaginación 
  humana. En los años 60 el modernismo pareció haber alcanzado el 
  fin de su desarrollo, abriendo paso el canon austero de su pintura (por ejemplo, 
  Rothko o Reinhardt) a los esponsales del acrítico pop art con la cultura 
  de consumo comercial vernácula. El posmodernismo, y no sólo en 
  las artes, es el modernismo sin las esperanzas y sueños que hicieron 
  soportable la modernidad.
  
  En las artes visuales, se verifica una extendida tendencia "fast food", en la 
  dirección de un entretenimiento fácilmente consumible. Howard 
  Fox observa que "tal vez la artificiosidad sea la principal cualidad del arte 
  posmoderno". Una decadencia o agotamiento del desarrollo se observa también 
  en las sombrías pinturas de Eric Fischl, donde a menudo cierto horror 
  parece acechar bajo la superficie. Esta cualidad vincula a Fischl, pintor pm 
  esencial de Norteamérica, a la igualmente siniestra Twin Peaks y a la 
  figura pm esencial de la televisión, David Lynch. La imagen, desde Warhol, 
  es autoconscientemente una mercancía reproducible mecánicamente 
  y ésta es la razón de fondo tanto de la superficialidad como de 
  la nota común espectral y ominosa. El eclecticismo tan frecuentemente 
  notado del posmodernismo es un reciclaje arbitrario de fragmentos de aquí 
  y de allá, especialmente del pasado, que a menudo asume la forma de la 
  parodia y del kitsch. Desmoralizado, desrealizado, deshistorizado, el arte ya 
  no puede tomarse a sí mismo en serio. La imagen no se refiere ya en primer 
  lugar a algún "original", situado en alguna parte del mundo "real"; se 
  refiere, y de manera creciente, sólo a otras imágenes. Así, 
  refleja lo perdidos que estamos, cuán separados de la naturaleza, en 
  el mundo cada vez más mediado del capitalismo tecnológico. El 
  término posmodernismo se aplicó por primera vez, en los años 
  70, a la arquitectura. Christopher Jencks escribió sobre una propuesta 
  antiprograma y propluralista, el abandono del sueño modernista de la 
  forma pura en favor de la escucha de "los múltiples lenguajes de la gente". 
  Más honestas son la celebración de Las Vegas de Robert Venturi 
  y la admisión por parte de Piers Gough de que la arquitectura pm no se 
  interesa más por la gente de lo que lo hizo la arquitectura modernista. 
  Los arcos y columnas puestos en los compartimientos modernistas son una frágil 
  fachada de la travesura y la individualidad, que ciertamente no transforma las 
  concentraciones anónimas de riqueza y poder por debajo. Los escritores 
  posmodernistas cuestionan los fundamentos mismos de la literatura, en vez de 
  seguir creando la ilusión de un mundo externo. La novela reorienta su 
  atención sobre sí misma. Donald Barthelme, por ejemplo, escribe 
  historias que parecen recordarle siempre al lector que son artificios. Al protestar 
  contra la exposición, el punto de vista y otros patrones de la representación, 
  la literatura pm exhibe su incomodidad con las formas suavizadas y domesticadas 
  por los productos culturales. Mientras el distante mundo se vuelve más 
  artificial y su sentido menos sujeto a nuestro control, el nuevo planteamiento 
  revelaría más bien la ilusión aun a costa de no decir ya 
  nada. Aquí y en todas partes el arte lucha contra sí mismo, y 
  sus anteriores exigencias de ayudarnos a comprender el mundo se desvanecen, 
  en tanto el concepto de imaginación incluso pierde su fuerza.
  
  Para algunos, la pérdida de la voz narrativa o el punto de vista es equivalente 
  a la pérdida de nuestra capacidad para situarnos a nosotros mismos históricamente. 
  Para los posmodernistas esta pérdida representa cierta liberación. 
  Raymond Federman, por ejemplo, ensalza en la ficción venidera el hecho 
  de que "estará en apariencia libre de cualquier significado... deliberadamente 
  ilógica, irracional, irrealista, no deductiva e incoherente". La fantasía, 
  en ascenso durante décadas, es una forma común del posmodernismo, 
  que lleva consigo el recordatorio de que lo fantástico enfrenta a la 
  civilización con las propias fuerzas que ésta debe reprimir para 
  sobrevivir. Pero es una fantasía que, igualando a la desconstrucción 
  y a los elevados niveles de cinismo y resignación en la sociedad, no 
  cree en sí misma hasta el punto de una gran comprensión o comunicación. 
  Los escritores pm parecen ahogarse en los pliegues del lenguaje, transmitiendo 
  poca cosa más que su actitud irónica respecto a las más 
  tradicionales exigencias de verdad y sentido de la literatura. Quizá 
  sea característica la novela de Laurie Moore, Like Life [Como la vida] 
  (1990), cuyo título y contenido ponen de manifiesto una retirada de la 
  vida y una inversión del Sueño Americano, en el que las cosas 
  sólo pueden ir a peor. La celebración de la impotencia El posmodernismo 
  subvierte dos de los principios centrales del humanismo de la Ilustración: 
  el poder del lenguaje para configurar el mundo y el poder de la conciencia para 
  dar forma a un yo. De este modo nos encontramos con el vacío posmodernista, 
  la noción general de que el anhelo de emancipación y libertad 
  prometidos por los principios humanistas de la subjetividad no puede ser satisfecho. 
  El pm considera al yo como una convención lingüística. Como 
  señaló William Burroughs: "Nuestro ?yo? es un concepto completamente 
  ilusorio". Resulta obvio que el alabado ideal de la individualidad ha estado 
  bajo presión durante mucho tiempo. El capitalismo, en realidad, ha hecho 
  una profesión de fe de la exaltación del individuo mientras lo 
  destruía (a él y a ella). Y las obras de Marx y Freud han hecho 
  mucho por mostrar como descaminada e ingenua la creencia en el yo kantiano racional 
  y soberano a cargo de la realidad, junto a sus intérpretes estructuralistas 
  más recientes, Althusser y Lacan, que han contribuido a la empresa y 
  la han actualizado. Pero en esta época la presión es tan extrema 
  que el término "individuo" se ha vuelto obsoleto, siendo reemplazado 
  por el de "sujeto", que incluye siempre el aspecto de estar sujetado (como, 
  por ejemplo, en el término más antiguo "súbdito del rey/5). 
  Incluso ciertos radicales libertarios, como el grupo Interrogaciones en Francia, 
  se suman al coro posmodernista para rechazar al individuo como un juicio de 
  valor, debido a la degradación de la categoría por la ideología 
  y la historia.
  
  Así, el pm revela que la autonomía ha sido mayormente un mito 
  y que los acariciados ideales de dominio y voluntad son similarmente engañosos. 
  Pero si junto con esto se nos prometió un nuevo y serio intento de desmistificar 
  la autoridad, oculta detrás de las máscaras de una "libertad" 
  humanista burguesa, lo que en realidad se consiguió fue una dispersión 
  del sujeto tan radical como para volverlo impotente, incluso no existente, como 
  cualquier clase de agente. ¿Quién o qué queda para lograr la liberación, 
  o es ésta una idea fantástica más? La actitud posmoderna 
  necesita esto: borrar a la persona, en tanto que la existencia misma de su propia 
  crítica depende de ideas desacreditadas como la de subjetividad. Fred 
  Dallmayr, al reconocer el extendido atractivo del antihumanismo contemporáneo, 
  advierte que las primeras víctimas son la reflexión y el sentido 
  de los valores. Afirmar que somos en primer lugar instancias del lenguaje significa 
  obviamente despojarnos de nuestra capacidad para comprender el todo, en una 
  época que nos convoca urgentemente a hacerlo. No es de extrañar 
  que para algunos el pm sea igual, en la práctica, a un mero liberalismo 
  sin sujeto, mientras que las feministas que intentan definir o reclamar una 
  identidad femenina autónoma serán también, probablemente, 
  disuadidas.
  
  El sujeto posmoderno, lo que presumiblemente ha quedado de la máscara 
  del sujeto, parece ser sobre todo la personalidad construida por y para el capital 
  tecnológico, descrita por el teórico de la literatura marxista 
  Terry Eagleton como "la red dispersa, descentrada, de vínculos libidinales, 
  vaciada de sustancia ética e interioridad psíquica, la función 
  efímera de este o aquel acto de consumo, experiencia mediática, 
  relación sexual o tendencia de la moda". Si la definición de Eagleton 
  del no-sujeto actual tal como fue anunciado por el pm es infiel al punto de 
  vista de éste, resulta difícil encontrar fundamentos para distanciarse 
  de su acerbo resumen. Con el posmodernismo, incluso la alienación se 
  disuelve, ¡puesto que ya no hay sujeto para ser alienado! La fragmentación 
  y la impotencia contemporáneas difícilmente podrían ser 
  anunciadas más completamente, o la ira existente y el desamor más 
  plenamente ignorados.
  
  Derrida: desconstrucción y "différance"/6 Por ahora, es suficiente 
  lo dicho sobre el trasfondo y los rasgos generales. El planteamiento posmoderno 
  específico más influyente ha sido el de Jacques Derrida, planteamiento 
  que se conoce desde los años 60 como desconstrucción. En filosofía, 
  el posmodernismo significa sobre todo los escritos de Derrida, y esta perspectiva, 
  la más temprana y la más extrema, ha encontrado una resonancia 
  mucho más allá de la filosofía, en la cultura popular y 
  su entorno.
  
  Ciertamente, el "giro lingüístico" se relaciona con la aparición 
  de Derrida, lo que hace que David Wood llame desconstrucción al "cambio 
  absolutamente inevitable de la filosofía actual", no obstante plantear 
  una ineludible dificultad como lenguaje escrito. Este lenguaje no es inocente 
  o neutral, sino que lleva consigo un considerable número de supuestos 
  que han sido el impulso de su desarrollo, y muestra lo que Derrida ve como la 
  naturaleza fundamentalmente autocontradictoria del discurso humano. El Teorema 
  de Incompletitud del matemático Kurt Gödel afirma que cualquier 
  sistema formal puede ser, o bien consistente o bien completo, pero no ambas 
  cosas. De una manera bastante parecida, Derrida declara que el lenguaje se vuelve 
  constantemente contra sí mismo, de modo tal que, analizado de cerca, 
  nunca decimos lo que queremos decir, o nunca queremos decir lo que decimos. 
  Pero como los semiólogos antes de él, también sugiere al 
  mismo tiempo que un método desconstructivo podría desmitificar 
  los contenidos ideológicos de todos los textos, interpretando todas las 
  actividades humanas esencialmente como textos. La contradicción básica 
  y la estrategia de encubrimiento inherente a la metafísica del lenguaje 
  en su más amplio sentido se podrían poner al descubierto, de lo 
  que resultaría un tipo de conocimiento más profundo. Lo que opera 
  contra esta última exigencia, con su promesa política insinuada 
  permanentemente por Derrida, es precisamente el contenido de la desconstrucción; 
  ésta considera el lenguaje como una fuerza independiente en movimiento 
  constante, que no permite una estabilización del significado o una comunicación 
  precisa, como se ha dicho más arriba. A este flujo generado internamente, 
  lo llamó "différance", y esto es lo que lleva a la idea misma 
  de significado a la destrucción, junto a la naturaleza autorreferencial 
  del lenguaje, que, como se observó anteriormente, sostiene que no hay 
  ningún espacio más allá del lenguaje, ningún "ahí 
  fuera" para el significado que exista de algún modo. La intención 
  y el sujeto son aplastados, y lo que se revela no son cualesquiera "verdades 
  internas", sino una proliferación infinita de significados posibles generados 
  por la différance, el principio que caracteriza a la lengua. El significado 
  dentro del lenguaje también se hace elusivo por la insistencia de Derrida 
  en que éste es metafórico y, por tanto, no puede transmitir directamente 
  la verdad, una noción tomada de Nietzsche y que borra la distinción 
  entre filosofía y literatura. Todas estas intuiciones contribuyen supuestamente 
  a la naturaleza audaz y subversiva de la desconstrucción, pero también 
  plantean con seguridad algunas preguntas básicas. Si el significado es 
  impreciso, ¿cómo el razonamiento y los términos de Derrida no 
  son también imprecisos, imposibles de fijar? Éste ha replicado 
  a sus críticos, por ejemplo, que no tienen claro su significado, mientras 
  que su "significado" es que no puede haber ningún significado definible, 
  claro. Y aunque su entero proyecto se dirige, en un sentido importante, a subvertir 
  todas las pretensiones del sistema a cualquier clase de verdad trascendente, 
  eleva la différance al estatus trascendente de cualquier primer principio 
  filosófico.
  
  Para Derrida, ha sido la valorización del habla por encima de la escritura 
  lo que ha llevado al pensamiento occidental a pasar por alto la ruina que el 
  lenguaje en sí mismo provoca en la filosofía. Al privilegiar la 
  palabra hablada, se produce un falso sentido de inmediatez, la noción 
  inválida de que en el habla se presenta la cosa misma y la representación 
  triunfa. Pero el habla no es más "auténtica" que la palabra escrita, 
  no es en absoluto inmune al fracaso del lenguaje para entregarnos exacta o definitivamente 
  los bienes (de la representación). Es el deseo extraviado de presencia 
  lo que caracteriza a la metafísica de Occidente, un deseo irreflexivo 
  de éxito de la representación. Es importante notar que a causa 
  de que Derrida rechaza la posibilidad de una existencia inmediata, ataca la 
  eficacia de la representación, pero no la categoría en sí 
  misma. Se burla del juego, pero igual lo juega. La différance (más 
  tarde, simplemente "différence") pasa a ser indiferencia, debido a la 
  inaccesibilidad de la verdad o el significado, y desemboca absolutamente en 
  el cinismo.
  
  Muy temprano discutió Derrida los pasos falsos de la filosofía 
  en el área de la presencia, en relación a la búsqueda atormentada 
  de ésta por Husserl. Luego desarrolló su teoría de la "gramatología", 
  donde devolvió a la escritura su propia primacía, en contraste 
  con el sesgo fonocéntrico de Occidente, o su valorización del 
  habla. Lo hizo, sobre todo, criticando a aquellas figuras mayores que cometieron 
  el pecado de fonocentrismo, incluidos Rousseau, Heidegger, Saussure y Levy-Strauss, 
  lo cual no significa que no reconociera su deuda con los tres últimos.
  
  Como si recordara las implicaciones obvias de su planteamiento desconstructivo, 
  los escritos de Derrida se alejaron en los años 70 de las discusiones 
  filosóficas directas precedentes. Glas (1974) [extractos en castellano, 
  revista Anthropos, Barcelona, suplemento 32, mayo 1992, trad.de C. de Peretti 
  y L. Ferrero] es una mezcolanza de Hegel y Genet, en la que la argumentación 
  es reemplazada por la libre asociación y los malos juegos de palabras. 
  Aunque desconcertante incluso para sus más fervientes admiradores, Glas 
  está ciertamente en consonancia con el principio de la ambigüedad 
  inevitable del lenguaje y busca subvertir las pretensiones del discurso metódico. 
  Spurs (1978) [Espolones. Los estilos de Nietzsche, trad. de M. Arranz, Valencia, 
  Pre-textos, l98l] es un extenso estudio sobre Nietzche que finalmente se centra 
  no en lo publicado por éste, sino en la nota manuscrita en el margen 
  de uno de sus cuadernos: "He olvidado mi paraguas". Existen posibilidades infinitas, 
  y sobre las cuales no se puede tomar decisión alguna, en cuanto al significado 
  o importancia ?si alguna tiene- de este comentario garabateado. Ésta, 
  por supuesto, es la manera de Derrida de sugerir que lo mismo se puede decir 
  de todo lo que escribió Nietzsche. El lugar que ocupa el pensamiento, 
  según la desconstrucción, está claramente (digamos mejor, 
  oscuramente) al lado de lo relativo, de lo fragmentado, de lo marginal.
  
  Indudablemente, el significado no es algo que se pueda atribuir, si es que siquiera 
  existe. Al comentar el Fedro, de Platón, el maestro de la descomposición 
  llega tan lejos como para afirmar que "como cualquier otro texto, [éste] 
  no puede ser abarcado, al menos de una manera virtual, dinámica, lateral, 
  por la totalidad de las palabras que componen el sistema del lenguaje griego".
  
  Ligado a esto, tenemos la oposición de Derrida a las oposiciones binarias, 
  como literal/metafórico, serio/divertido, profundo/superficial, naturaleza/cultura, 
  ad infinitum. Las considera como jerarquías conceptuales básicas, 
  pasadas de contrabando principalmente por el propio lenguaje, el cual crea la 
  ilusión de nitidez u orientación. Declara además que la 
  obra desconstructiva de derrocamiento de estos pares, que valorizan a uno de 
  los dos términos por encima del otro, lleva a un derrocamiento político 
  y social de las jerarquías reales, no conceptuales. Pero rechazar automáticamente 
  todas las oposiciones binarias es una propuesta metafísica en sí 
  misma; de hecho, pasa por alto la política y la historia, más 
  allá del fallo de ver en los opuestos, con todo lo impreciso que éstos 
  puedan ser, nada más que una realidad lingüística. En el 
  desmantelamiento de todos los binarismos, la desconstrucción apunta a 
  "concebir la diferencia sin oposición". Lo que en pequeñas dosis 
  podría parecer un intento saludable, el escepticismo sobre lo nítido, 
  sobre las caracterizaciones de lo uno/o lo otro, procede a la muy cuestionable 
  prescripción de rechazar todo lo que sea inequívoco. Decir que 
  no puede haber ninguna postura de sí o no, es equivalente a la parálisis 
  del relativismo, en el que la "impotencia" se convierte en la estimada compañera 
  de la "oposición".
  
  Quizás el caso de Paul De Man, quien extendió y profundizó 
  las posiciones desconstructivas seminales de Derrida (y en opinión de 
  muchos, superándolo), sea instructivo. Poco después de la muerte 
  de De Man, en 1985, se descubrió que de joven había escrito varios 
  artículos periodísticos antisemitas y pro-nazis en la Bélgica 
  ocupada. La categoría de este brillante desconstructor de Yale, y en 
  realidad, para algunos, el valor filosófico y moral de la desconstrucción 
  misma, fue puesta en cuestión por la sensacional revelación. De 
  Man, como Derrida, había subrayado "la duplicidad, la confusión, 
  la falsedad que damos por supuestas en el uso del lenguaje". A mi entender, 
  coherente con esto, a pesar de su descrédito, fue el tortuoso comentario 
  de Derrida sobre el período colaboracionista de De Man: en resumen, "¿cómo 
  podemos juzgar, quién tiene derecho a decir?" Un testimonio ruin de la 
  desconstrucción, considerada hasta cierto punto como una etapa entre 
  los antiautoritarios.
  
  Derrida anunció que la desconstrucción "instigaba a la subversión 
  de todo reino". En realidad, él mismo se ha mantenido dentro del académicamente 
  seguro reino de la invención de cada vez más ingeniosas complicaciones 
  textuales, para seguir en actividad y evitar reflexionar sobre su propia situación 
  política. Uno de los conceptos centrales de Derrida, la diseminación, 
  describe el lenguaje, bajo el principio de la diferencia, no tanto como una 
  rica cosecha de significados sino como una especie de pérdida y derramamiento 
  infinitos, con el significado que aparece en todas partes y se evapora prácticamente 
  a la vez. Este flujo del lenguaje, incesante e insatisfactorio, es el paralelo 
  más perfecto de aquello en que consiste el meollo del crédito 
  al consumo y su circulación infinita de no-significación. Así, 
  Derrida, inconscientemente, eterniza y universaliza la vida sometida, convirtiendo 
  a la comunicación humana en su imagen. El "todo reino" que deseaba ver 
  subvertido por la desconstrucción ha sido, en su lugar, extendido y considerado 
  como absoluto. Derrida representa tanto la muy trillada tradición francesa 
  de la explicación de textos, como la reacción contra la veneración 
  igualmente francesa por el lenguaje clasicista cartesiano, con sus ideales de 
  claridad y equilibrio. La desconstrucción emergió también, 
  en cierta medida, como parte del elemento original de la cercana revolución 
  de 1968, especialmente la revuelta estudiantil contra la esclerosada educación 
  superior en Francia. Algunos de sus términos clave (por ejemplo, diseminación) 
  fueron tomados de las lecturas heideggerianas de Blanchot, con lo cual no se 
  le pretende negar al pensamiento de Derrida una significativa originalidad. 
  Presencia y representación se ponen permanentemente una a otra en tela 
  de juicio, mostrando al sistema subyacente como infinitamente agrietado, y esto 
  en sí mismo es una contribución importante.
  
  Desgraciadamente, la transformación de la metafísica en una cuestión 
  de escritura, en la que los significados se escogen prácticamente a sí 
  mismos y no pudiéndose demostrar así que un discurso (y por consiguiente 
  un modo de acción) sea mejor que otro, parece menos que radical. La desconstrucción 
  es abrazada ahora por los titulares de los departamentos de inglés, las 
  asociaciones profesionales y otros cuerpos de importancia porque plantea el 
  tema de la representación tan débilmente. La desconstrucción 
  de la filosofía de Derrida admite que debe dejar intacto el propio concepto 
  cuya falta de fundamentos revela. En la medida en que encuentra insostenible 
  la noción de una realidad independiente del lenguaje, la desconstrucción 
  no puede prometer la liberación de la famosa "casa-prisión del 
  lenguaje". La esencia del lenguaje y la primacía de lo simbólico 
  no son abordados realmente, pero se los muestra tan ineludibles como inadecuados 
  son para la satisfacción. Ninguna salida; como declaró Derrida: 
  "No se trata de lanzarse a un nuevo orden no represivo (no hay ninguno)". La 
  crisis de la representación Si la contribución de la desconstrucción 
  es una erosión de nuestra certidumbre en la realidad, ella olvida que 
  la realidad ?la publicidad y la cultura de masas, para mencionar sólo 
  dos ejemplos superficiales- ya ha consumado esto. Así, el punto de vista 
  esencialmente posmoderno expresa el movimiento del pensamiento desde la decadencia 
  hasta su elegía, o fase pos-pensamiento, o como lo sintetizó John 
  Fekete, "la crisis más profunda del espíritu occidental, la pérdida 
  de vigor más honda". La sobrecarga de representación de hoy sirve 
  para subrayar el empobrecimiento radical de la vida en la sociedad de clases 
  tecnológica ?la tecnología es privación. La teoría 
  clásica de la representación sostenía que el significado 
  o verdad antecedía y ordenaba las representaciones que transmitía. 
  Pero ahora podemos vivir en una cultura posmoderna donde la imagen ha llegado 
  a ser menos la expresión de algo individual que el producto de una tecnología 
  consumista anónima. Cada vez más mediada, la vida en la Era de 
  la Información está controlada crecientemente por la manipulación 
  de los signos, los símbolos, el marketing y las encuestas. Nuestra época, 
  dice Derrida, es "una época sin naturaleza".
  
  Todas las formulaciones de lo posmoderno concuerdan en percibir una crisis de 
  la representación. Derrida, como se observó, empezó a cuestionar 
  la naturaleza misma del proyecto filosófico en cuanto fundado en la representación, 
  planteando ciertas cuestiones insolubles sobre la relación entre representación 
  y pensamiento. La desconstrucción socava las exigencias epistemológicas 
  de la representación, al mostrar que el lenguaje, por ejemplo, resulta 
  inadecuado para la tarea de la representación. Pero este socavamiento 
  elude abordar la naturaleza represiva de su objeto, insistiendo, otra vez, en 
  que la presencia pura, el espacio más allá de la representación, 
  sólo puede ser un sueño utópico. No puede haber un contacto 
  no mediado o comunicación, sólo signos y representaciones; la 
  desconstrucción es una búsqueda de la presencia y la plenitud 
  interminable y necesariamente pospuesta.
  
  Jacques Lacan, compartiendo la misma resignación que Derrida, por lo 
  menos muestra algo más en lo que se refiere a la esencia maligna de la 
  representación. Ampliando a Freud, determinó que el sujeto está 
  constituido y alienado a la vez por su entrada en el orden simbólico, 
  especialmente el lenguaje. Mientras rechaza la posibilidad del retorno a un 
  estado de pre-lenguaje en el que la promesa rota de la presencia se podría 
  cumplir, al menos puede captar la apoplejía fundamental en que consiste 
  la sumisión de los libres deseos al mundo simbólico, la capitulación 
  de la singularidad ante el lenguaje. Lacan llamó indecible al gozo porque 
  éste sólo puede darse propiamente fuera del lenguaje: esa felicidad 
  que es el deseo de un mundo sin la fractura del dinero o la escritura, una sociedad 
  sin representación. La incapacidad para generar significados simbólicos 
  es, irónicamente en cierto modo, el problema básico del posmodernismo. 
  Éste culmina su actitud en la frontera entre lo que puede ser representado 
  y lo que no puede serlo, una solución a medio camino (en el mejor de 
  los casos) que se niega a negar la representación. (En lugar de ofrecer 
  aquí argumentos en favor del punto de vista que considera lo simbólico 
  como represivo y alienante, remito al lector a los primeros cinco ensayos de 
  mi Elements of Refusal [Left Bank Books, 1988], que tratan sobre el tiempo, 
  el lenguaje, el número, el arte y la agricultura como extrañamientos 
  culturales debidos a la simbolización.) Mientras tanto, un público 
  alejado y exhausto pierde interés en el presunto solaz de la cultura, 
  y con la profundización y espesamiento de la mediación surge el 
  descubrimiento de que quizás éste haya sido siempre el significado 
  de la cultura. Sin embargo, no es ciertamente insólito hallar que el 
  posmodernismo no admita que la reflexión está en los orígenes 
  de la representación, insistiendo en la imposibilidad de una existencia 
  no mediada.
  
  En respuesta a la añoranza de la totalidad perdida de la precivilización, 
  el posmodernismo dice que la cultura ha llegado a ser tan fundamental para la 
  existencia humana que no hay posibilidad de ahondar debajo de ella. Esto, por 
  supuesto, recuerda a Freud, quien reconoció la esencia de la civilización 
  como supresión de la libertad y la totalidad, aunque decidiese que el 
  trabajo y la cultura eran más importantes. Freud fue lo suficientemente 
  honesto como para admitir la contradicción o no-reconciliación 
  implícita en la opción a favor de la naturaleza mutilante de la 
  civilización, mientras que el posmodernismo no lo es.
  
  Floyd Merrell señala que "una clave, tal vez la principal del pensamiento 
  de Derrida", fue su decisión de colocar la cuestión de los orígenes 
  fuera de discusión. Y así, mientras aludía en toda su obra 
  a una complicidad entre los supuestos fundamentales del pensamiento de Occidente 
  y la violencia y la represión que han caracterizado a la civilización 
  occidental, rechazó, principalmente y de manera muy influyente, cualquier 
  noción de origen. Después de todo, el pensamiento causal es uno 
  de los objetos de burla del posmodernismo. La "Naturaleza" es una ilusión, 
  de manera que ¿qué podría significar "antinatural"? En lugar del 
  espléndido "Bajo el pavimento está la playa" de los situacionistas, 
  tenemos el rechazo famoso de Foucault, en Las palabras y las cosas, a la noción 
  completa de la "hipótesis represiva". Freud nos dio la comprensión 
  de la cultura como inhibidora y generadora de neurosis; el pm nos dice que la 
  cultura es todo lo que podemos tener, y que sus fundamentos, si es que existen, 
  no son asequibles a nuestro entendimiento. El posmodernismo es aparentemente 
  lo que nos queda cuando se completa el proceso de modernización y la 
  naturaleza ha desaparecido para siempre.
  
  No sólo el pm repite la frase de Beckett en Final de partida, "no hay 
  más naturaleza", sino que también rechaza que alguna vez haya 
  habido algún espacio reconocible fuera del lenguaje y la cultura. La 
  "naturaleza", declaró Derrida discutiendo a Rousseau, "nunca ha existido". 
  Una vez más, se descarta la alienación; este concepto implica 
  necesariamente una idea de autenticidad que el posmodernismo considera ininteligible. 
  En esa línea, Derrida se refirió a "la pérdida de lo que 
  nunca ha tenido lugar, de una autopresencia que nunca ha sido dada, sino sólo 
  soñada..." A pesar de las limitaciones del estructuralismo, por otra 
  parte, el sentimiento de comunión con Rousseau de Levi-Strauss dio testimonio 
  de su búsqueda de los orígenes. Negándose a dejar de lado 
  la liberación, ni desde la perspectiva de los comienzos ni desde la de 
  las metas, Levi-Strauss no dejó de anhelar nunca una sociedad "intacta", 
  un mundo no fracturado donde la inmediatez no ha sido rota aún. En este 
  punto, Derrida, peyorativamente con seguridad, presenta a Rousseau como un utópico 
  y a Levi-Strauss como un anarquista, advirtiendo contra un "paso más 
  allá hacia una especie de anarquía original ", que sólo 
  sería una peligrosa ilusión. El peligro real consiste en no cuestionar, 
  en el nivel más básico, la alienación y la dominación 
  que amenazan con derrotar completamente a la naturaleza, lo que queda de natural 
  en el mundo y en nosotros mismos. Marcuse comprendió que "el recuerdo 
  de la gratificación está en el origen de todo pensamiento, y el 
  impulso por recuperar la gratificación pasada es el motor oculto detrás 
  del proceso del pensar". La cuestión de los orígenes abarca también 
  la cuestión total del nacimiento de la abstracción y, de hecho, 
  de la conceptualidad filosófica como tal, y Marcuse se acercó, 
  en su búsqueda de lo que tendría que constituir unas condiciones 
  de la existencia sin represión, a una confrontación con la propia 
  cultura. Ciertamente nunca escapó completamente de la impresión 
  "de que algo esencial ha sido olvidado" por la humanidad. Similar es el breve 
  pronunciamiento de Novalis: "La filosofía es nostalgia". Por comparación, 
  Kroker y Cook aciertan indudablemente cuando concluyen que "la cultura posmoderna 
  es un olvido, el olvido de los orígenes y de los fines". Barthes, Foucault 
  y Lyotard Volviéndonos hacia otras figuras del postestructuralismo/posmodernismo, 
  merece ser mencionado ahora Roland Barthes, quien muy pronto a lo largo de su 
  carrera se convirtió en un pensador estructuralista de primer orden. 
  Su Grado cero de la escritura expresaba la esperanza de que el lenguaje pudiera 
  ser empleado de una manera utópica, y que hay códigos de control 
  en la cultura que se pueden destruir. Sin embargo, a principios de los años 
  70, se alineó con Derrida, al considerar el lenguaje como una ciénaga 
  metafórica, cuya metaforicidad no se admite. La filosofía se encuentra 
  confundida por su propio lenguaje, y el lenguaje en general no puede reclamar 
  el dominio de lo que discute. Con El imperio de los signos (1970), Barthes ya 
  había renunciado a cualquier intención crítica y analítica. 
  Aparentemente dedicado a Japón, este libro es presentado "sin la pretensión 
  de describir o analizar ninguna realidad, sea cual fuere". Varios fragmentos 
  tratan de formas culturales tan diversas como el haiku [poema breve japonés] 
  o las tragaperras, como partes de una especie de paisaje antiutópico 
  en el que dichas formas no poseen ningún significado y todo es superficie. 
  El Imperio puede ser calificado como el primer intento completamente posmoderno 
  de ofrecer, y en la primera mitad de los años 70, la noción de 
  su autor del placer del texto, encarado de la misma manera que el desdén 
  de Derrida por la creencia en la validez del discurso público. La escritura 
  se ha convertido en un fin en sí mismo; la estética meramente 
  personal, en la consideración dominante. Antes de su muerte en 1980, 
  Barthes había denunciado explícitamente "cualquier modo intelectual 
  de escritura", en especial cualquier cosa que oliese a política. Hacia 
  la época de su última obra, Barthes por Barthes, el hedonismo 
  de las palabras, equiparándose a un dandysmo de la vida real, consideraba 
  los conceptos no desde el punto de vista de su validez o invalidez, sino únicamente 
  en cuanto a su eficacia como tácticas de la escritura.
  
  En 1985, el sida se llevó a la influencia más ampliamente conocida 
  del posmodernismo, Michel Foucault. Llamado a veces "el filósofo de la 
  muerte del hombre" y considerado por muchos como el mayor de los discípulos 
  modernos de Nietzsche, sus amplios estudios históricos (por ejemplo, 
  sobre la locura, las practicas penales o la sexualidad), lo hicieron bien conocido, 
  aparte de que éstos por sí mismos sugieren diferencias entre Foucault 
  y el relativamente más abstracto y ahistórico Derrida. Como hemos 
  dicho, el estructuralismo había devaluado con energía al individuo 
  a partir de fundamentos mayormente lingüísticos, en tanto que Foucault 
  caracterizaba al "hombre (como) sólo una invención reciente, una 
  forma que no ha cumplido aún los doscientos años, un simple pliegue 
  de nuestro conocimiento que pronto desaparecerá". Su énfasis está 
  puesto en la explicación del "hombre" como aquello que se representa 
  y se produce como un objeto, específicamente como una invención 
  implícita de las modernas ciencias humanas. A pesar de su estilo personal, 
  las obras de Foucault se hicieron mucho más populares que las de Horkheimer 
  y Adorno (por ejemplo, la Dialéctica de la Ilustración) o las 
  de Erving Goffman/7, en la misma línea de descubrir el programa secreto 
  de la racionalidad burguesa. Foucault señaló que fueron las tácticas 
  "individualizadoras" puestas en juego por las instituciones clave a comienzos 
  del siglo XIX (la familia, el trabajo, la medicina, la psiquiatría, la 
  educación), con sus roles disciplinarios y normalizadores dentro de la 
  modernidad capitalista emergente, las que crearon al "individuo" por y para 
  el orden dominante.
  
  Típicamente pm, Foucault rechaza el pensamiento originario y la noción 
  de que hay una "realidad" detrás o por debajo del discurso prevaleciente 
  de una época. Además, el sujeto es una ilusión creada esencialmente 
  por el discurso, un "yo" contituido más allá de los usos lingüísticos 
  imperantes. Y así, ofrece sus detalladas narraciones históricas, 
  llamadas "arqueologías" del saber, en lugar de concepciones teóricas, 
  como si ellas no llevaran consigo ninguna ideología o supuestos filosóficos. 
  Para Foucault no hay fundamentos de lo social que puedan ser aprehendidos más 
  allá del contexto de los variados períodos, o epistemes, como 
  los denomina; los fundamentos cambian de una episteme a otra. El discurso dominante, 
  que constituye a sus sujetos, aparentemente se da forma a sí mismo; es 
  éste un planteamiento bastante inútil para la historia, que resulta 
  sobre todo del hecho de que Foucault no hace referencia alguna a los grupos 
  sociales, sino que se centra por completo en sistemas de pensamiento. Otro problema 
  surge de su concepción de que la episteme de una época no puede 
  ser conocida por aquellos que actúan dentro de ella. Si la conciencia 
  es precisamente la que, según el propio Foucault, no logra ser consciente 
  de su relativismo, o saber lo que podría tener en común con epistemes 
  precedentes, entonces la propia conciencia elevada y abarcadora de Foucault 
  resulta imposible. Esta dificultad es reconocida al final de La arqueología 
  del saber (1972), pero permanece sin respuesta, como un problema inocultable 
  y obvio. El dilema del posmodernismo es este: ¿cómo es posible afirmar 
  la categoría y validez de sus enfoques teóricos, si no se admiten 
  ni la verdad ni los fundamentos del conocimiento? Si eliminamos la posibilidad 
  de fundamentos o modelos racionales, ¿sobre qué base podemos operar? 
  ¿Cómo podemos entender qué clase de sociedad es aquella a la que 
  nos oponemos y, menos aún, llegar a compartir semejante entendimiento? 
  La insistencia de Foucault en el perpectivismo nietzscheano nos traslada al 
  pluralismo irreductible de la interpretación. Sin embargo, Foucault relativizó 
  el conocimiento y la verdad sólo en cuanto estas nociones se vinculan 
  a sistemas de pensamiento distintos a los suyos. Cuando se lo presionaba sobre 
  este punto, admitía que era incapaz de justificar racionalmente sus propias 
  opciones. De tal modo, el liberal Habermas declara que los pensadores modernos 
  como Foucault, Deleuze o Lyotard son "neoconservadores", al no ofrecer ninguna 
  argumentación coherente para orientarnos en una dirección social 
  antes que en otra. La adopción pm del relativismo (o "pluralismo") significa 
  también que no hay nada que pueda impedir la perspectiva de que una tendencia 
  social reclame el derecho a imponerse sobre otra, ante la imposibilidad de determinar 
  los modelos.
  
  El tema del poder, de hecho, fue central para Foucault y los modos en que lo 
  trató son reveladores. Escribió sobre las instituciones significativas 
  de la sociedad moderna como unidas por una intencionalidad de control, un "continuum 
  carcelario" que expresa la lógica final del capitalismo, de la cual no 
  hay escape. Pero el poder en sí mismo, determinó, es una red o 
  campo de relaciones donde los sujetos son constituidos como los productos y 
  los agentes de aquél. Todo participa así del poder, y de tal forma 
  nada se obtiene intentando descubrir un poder opresivo, "fundamental", para 
  luchar en contra de él. El poder moderno es insidioso y "viene de todas 
  partes". Como Dios, está en todos los sitios y en ninguno a la vez.
  
  Foucault no encuentra ninguna playa debajo de los adoquines, ningún orden 
  "natural" en absoluto. Sólo existe la certeza de regímenes de 
  poder sucesivos, a cada uno de los cuales se debe resistir de algún modo. 
  Pero la aversión típicamente pm de Foucault a la entera noción 
  de sujeto humano hace muy difícil ver de dónde podría provenir 
  esa resistencia, no obstante su concepción de que no hay resistencia 
  al poder que no sea una variante del poder mismo. Respecto al último 
  punto, Foucault alcanzó un callejón sin salida adicional, al considerar 
  la relación del poder con el conocimiento. Llegó a verlos como 
  inextricable y ubicuamente ligados, implicándose directamente el uno 
  al otro. Las dificultades para seguir diciendo algo sustancial a la luz de esta 
  interrelación hizo que renunciara a la larga a una teoría del 
  poder. El determinismo implícito significó, en primer lugar, que 
  su compromiso político se hiciera cada vez más superficial. No 
  resulta difícil entender por qué el foucaltismo fue enormemente 
  promovido por los medios, mientras que el situacionismo, por ejemplo, era ignorado.
  
  Castoriadis se refirió una vez a las ideas de Foucault sobre el poder 
  y la oposición a éste, como "Resistid si eso os divierte, pero 
  sin una estrategia, porque entonces ya no seréis más proletarios, 
  sino poder". El propio activismo de Foucault ha intentado encarnar el sueño 
  empirista de una teoría -y una ideología- libre de teoría, 
  la del "intelectual específico" que participa en luchas limitadas, particulares. 
  Esta táctica considera a la teoría sólo en su uso concreto, 
  como un maletín de herramientas ad hoc para campañas específicas. 
  Sin embargo, a despecho de sus buenas intenciones, la circunscripción 
  de la teoría a una serie de "herramientas" inconexas y perecederas no 
  sólo rechaza una concepción general explícita de la sociedad, 
  sino que también acepta la división general del trabajo que está 
  en el corazón de la alienación y la dominación. El deseo 
  de respetar las diferencias, el saber particular y demás rechaza la sobrevaluada 
  tendencia totalitaria y reductiva de la teoría, pero sólo para 
  aceptar la atomización del capitalismo avanzado con su fragmentación 
  de la vida en las estrechas especialidades que son el ámbito de tantos 
  expertos. Si "estamos atrapados entre la arrogancia de analizar el todo y la 
  timidez de inspeccionar sus partes", como señalara adecuadamente Rebecca 
  Comay, ¿de qué modo la segunda alternativa (la de Foucault) representa 
  un avance sobre el reformismo liberal en general? Esta parece ser una cuestión 
  especialmente pertinente cuando se recuerda hasta qué punto la empresa 
  total de Foucault estuvo orientada a desengañarnos de las ilusiones de 
  los reformadores humanistas a lo largo de la historia. De hecho, el "intelectual 
  específico" viene a ser un intelectual más experto, un intelectual 
  más liberal que ataca problemas específicos antes que la raíz 
  de éstos. Y al contemplar el contenido de su activismo, que se desarrolló 
  principalmente en el campo de la reforma penal, la orientación es casi 
  demasiado tibia como para calificarla incluso de liberal. En los años 
  80, Foucault "intentó reunir, bajo la égida de su cátedra 
  del Colegio de Francia, a historiadores, abogados, jueces, psiquíatras 
  y médicos relacionados con la ley y el castigo", de acuerdo con Keith 
  Gandal. A todos los policías. "El trabajo que hice sobre la relatividad 
  histórica de la forma prisión", dijo Foucault, "fue una incitación 
  para tratar de pensar en otras formas de castigo". Obviamente, aceptaba la legitimidad 
  de esta sociedad y la del castigo; no más sorprendente fue su descalificación 
  final de los anarquistas como seres infantiles por sus esperanzas en el futuro 
  y su fe en las posibilidades humanas.
  
  Las obras de Jean-François Lyotard [1924-1998] son significativamente 
  contradictorias unas con otras ?algo que en sí mismo es un rasgo pm?, 
  pero también expresan un tema posmoderno central: que la sociedad no 
  puede y no debe ser entendida como un todo. Lyotard es el primer ejemplo del 
  pensamiento antitotalizador hasta el punto de que él mismo ha resumido 
  el posmodernismo como "incredulidad hacia las metanarraciones" o concepciones 
  generales. La idea de que es nocivo tanto como imposible captar el todo, forma 
  parte de una enorme reacción en Francia contra las influencias del marxismo 
  y del comunismo. Mientras que el principal objetivo de Lyotard es la tradición 
  marxista, alguna vez muy fuerte en la política francesa y la vida intelectual, 
  da un paso más y rechaza la teoría social in toto. Por ejemplo, 
  ha llegado a creer que cualquier concepto de alienación ?la idea de que 
  una unidad originaria, totalidad o inocencia, está fracturada por la 
  fragmentación y la indiferencia del capitalismo? desemboca en un totalitarismo 
  que intenta unificar la sociedad coercitivamente. De un modo característico, 
  su Economía libidinal, de mitad de los años 80, denuncia la teoría 
  como terror. Se podría decir que esta reacción extrema sería 
  improbable fuera de una cultura tan dominada por la izquierda marxista, pero 
  una mirada más atenta nos señala que ella concuerda perfectamente 
  con la más amplia y desilusionada condición posmoderna. El rechazo 
  en masa por Lyotard de los valores de la Ilustración poskantiana incluye, 
  después de todo, la comprensión de que la crítica racional, 
  al menos en la forma de los confiados valores de las teorías metanarrativas 
  kantiana, hegeliana y marxista, ha sido bajada del pedestal por la depresiva 
  realidad histórica. De acuerdo con Lyotard, la era pm significa que todos 
  los mitos consoladores de supremacía intelectual y verdad han llegado 
  a su fin, reemplazados por una pluralidad de "juegos del lenguaje", la noción 
  wittgensteiniana de "verdad" en cuanto algo que se comparte y circula con carácter 
  provisional, sin ninguna clase de garantía epistemológica o fundamento 
  filosófico. Los juegos del lenguaje son una base tentativa, limitada 
  y pragmática, para el conocimiento; a diferencia de los conceptos comprehensivos 
  de la teoría o la interpretación histórica, dependen del 
  acuerdo de los participantes para su valor-uso. El ideal de Lyotard es así 
  una multitud de "pequeñas narraciones" en lugar del "dogmatismo inherente" 
  a las metanarraciones o grandes ideas. Desgraciadamente, semejante planteamiento 
  pragmático tiene que adaptarse a las cosas como son, y depende de que 
  se impida el consenso prácticamente por definición. De tal modo, 
  el enfoque de Lyotard es de limitado valor para crear una ruptura a partir de 
  las normas cotidianas. Aunque su saludable escepticismo antiautoritario considera 
  la totalización como opresiva o coercitiva, lo que pasa por alto es que 
  el relativismo foucaltiano de los juegos del lenguaje, con su acuerdo libremente 
  contraído en cuanto al significado, tiende a sostener que todo tiene 
  la misma validez. Como concluyó Gerard Raulet, el rechazo resultante 
  a la concepción general obedece realmente a la lógica existente 
  de la homogeneidad antes que al propósito de ofrecer, de algún 
  modo, un refugio para la heterogeneidad.
  
  Descubrir que el progreso es sospechoso es, por supuesto, prerrequisito de cualquier 
  enfoque crítico, pero la búsqueda de la heterogeneidad debe incluir 
  la conciencia de su desaparición y la investigación de las razones 
  de por qué desapareció. El pensamiento posmoderno se comporta 
  por lo general como si ignorara completamente la noticia de que la división 
  del trabajo y la mercantilización están eliminando las bases de 
  la heterogeneidad social o cultural. El pm pretende preservar lo que prácticamente 
  no existe y rechaza el pensamiento más amplio necesario para habérselas 
  con la empobrecida realidad. En este área es de interés examinar 
  la relación entre el pm y la tecnología, que resulta ser de decisiva 
  importancia para Lyotard.
  
  Adorno descubrió que el camino hacia el totalitarismo contemporáneo 
  fue preparado por el ideal de la Ilustración del triunfo sobre la naturaleza, 
  también conocido como razón instrumental. Lyotard ve la fragmentación 
  del conocimiento como esencial para combatir la dominación, lo cual niega 
  la concepción general necesaria para comprender que, por el contrario, 
  el aislamiento que es el conocimiento fragmentado olvida la determinación 
  social y el propósito de este aislamiento. La celebrada "heterogeneidad" 
  no es mucho más que el efecto fragmentador de una totalidad dictatorial 
  que él quisiera ignorar. La crítica nunca ha estado más 
  descartada que en el positivismo posmoderno de Lyotard, que parece descansar 
  sobre la aceptación de la racionalidad técnica que desiste de 
  la crítica. De manera nada sorprendente, en la era de la descomposición 
  del significado y de la renuncia a ver lo que la totalidad de los meros "datos" 
  quiere decir realmente, Lyotard abraza la informatización de la sociedad. 
  Un poco a la manera del nietzscheano Foucault, Lyotard cree que el poder es 
  cada vez más el criterio de la verdad. Encuentra a su socio en el pragmatista 
  posmoderno Richard Rorty, quien asimismo da la bienvenida a la tecnología 
  moderna y está profundamente adherido a los valores hegemónicos 
  de la sociedad industrial actual.
  
  En 1985, Lyotard montó una espectacular exposición high-tech en 
  el Centro Pompidou de París, presentando las realidades artificiales 
  y la obra por ordenador de artistas tales como Myron Krueger. En la inauguración, 
  su organizador declaró: "Queríamos... señalar que el mundo 
  no está evolucionando hacia una mayor claridad y simplicidad, sino más 
  bien hacia un grado de complejidad en el que el individuo se puede sentir muy 
  abandonado, pero en el que realmente puede llegar a ser más libre". Evidentemente, 
  las concepciones generales están permitidas si coinciden con los planes 
  de nuestros amos para nosotros y para la naturaleza. Pero el punto más 
  específico yace en la "inmaterialidad", el título de la exposición 
  y un término lyotardiano que él asocia con la erosión de 
  la identidad, la caída de las barreras estables entre el yo y el mundo 
  producida por nuestra implicación en los laberínticos sistemas 
  social y tecnológico. No es necesario decir que Lyotard aprueba estas 
  condiciones, celebrando, por ejemplo, el potencial "pluralizador" de las nuevas 
  tecnologías de la comunicación ?del tipo de las que desensualizan 
  la vida, aplanan la experiencia y extirpan el mundo natural. Escribe Lyotard: 
  "Todo el mundo tiene derecho a la ciencia", como si poseyera la más mínima 
  comprensión de lo que significa la ciencia. Preceptúa el "libre 
  acceso público a los bancos de memoria y de datos". Una espantosa visión 
  de la liberación, de algún modo resumida en esto: "Los bancos 
  de datos son la enciclopedia del mañana; son la ?naturaleza? para los 
  hombres y mujeres posmodernos". Frank Lentricchia llamó al proyecto desconstruccionista 
  de Derrida "una elegante e imponente concepción del mundo sólo 
  igualada en la historia de la filosofía por Hegel". Es una ironía 
  obvia que los posmodernistas necesiten una teoría general para apoyar 
  su afirmación en lo tocante a por qué no puede y no debe haber 
  teorías generales o metanarraciones. Sartre, los teóricos de la 
  gestalt y el sentido común nos dicen que lo que el pm descarta como "razón 
  totalizante" es en realidad inherente a la percepción misma: como norma, 
  vemos un todo, no fragmentos aislados. Otra ironía la aporta la observación 
  de Charles Altieri sobre Lyotard, de que "este pensador tan agudamente consciente 
  de los peligros inherentes a las narraciones dominantes, está, sin embargo, 
  completamente comprometido con la autoridad de la abstracción generalizada". 
  El posmodernismo anuncia un sesgo antigeneralista, pero sus practicantes, quizás 
  Lyotard especialmente, mantienen un muy elevado nivel de abstracción 
  al discutir la cultura, la modernidad y otros temas por el estilo, los cuales 
  ya son, desde luego, vastas generalizaciones.
  
  "Una humanidad liberada", escribió Adorno, "no sería de ninguna 
  manera una totalidad". No obstante, estamos anclados en el presente a un mundo 
  que es uno y que nos totaliza hasta el extremo. El posmodernismo, con su celebrada 
  fragmentación y heterogeneidad, puede elegir olvidarse de la totalidad, 
  pero la totalidad no se olvida de nosotros.
  
  Deleuze, Guattari y Baudrillard La "esquizo-política" de Deleuze surge, 
  al menos en parte, del prevaleciente rechazo pm a una concepción global, 
  a un punto de partida. Llamado también "nomadología", y utilizando 
  una "escritura rizomática", el método de Deleuze aboga por la 
  desterritorialización y la descodificación de las estructuras 
  de dominación, mediante los cuales el capitalismo será desalojado 
  a través de su propia dinámica. Con su ocasional colega Felix 
  Guattari, con quien comparte/8 una especialización en psicoanálisis, 
  tiene la esperanza de ver la tendencia esquizofrénica del sistema intensificada 
  hasta el punto de fractura. Deleuze parece compartir, o al menos se halla muy 
  cerca de hacerlo, las absurdas convicciones de Yoshimoto Takai de que el consumo 
  constituye una nueva forma de resistencia.
  
  Esta ignominia de negar la totalidad por la estrategia radical de impulsarla 
  a desembarazarse de sí misma, recuerda también el impotente estilo 
  pm de oponerse a la representación: los significados no penetran en un 
  centro, no representan nada más allá de su alcance. "Pensamiento 
  sin representación", es la descripción que hace Charles Scott 
  del enfoque de Deleuze. La esquizo-política celebra las superficies y 
  las discontinuidades; la nomadología es lo opuesto a la historia.
  
  Deleuze incluye asimismo el tema posmoderno de "la muerte del sujeto" en la 
  bien conocida obra suya y de Guattari, El Antiedipo, y en las que le siguen. 
  Las "máquinas deseantes", formadas por el acoplamiento de partes, humanas 
  y no humanas, sin ninguna distinción entre ellas, intentan reemplazar 
  a los seres humanos como foco de su teoría social. En oposición 
  a la ilusión de un sujeto individual en la sociedad, Deleuze traza el 
  retrato de un sujeto que ya no es más reconociblemente antropocéntrico. 
  A pesar de su intención supuestamente radical, uno no puede evitar la 
  sensación de una aceptación de la alienación e incluso 
  de un regodearse en el extrañamiento y la decadencia.
  
  A principios de los años 70, Jean Baudrillard reveló los fundamentos 
  burgueses del marxismo, sobre todo su veneración por la producción 
  y el trabajo, en su Espejo de la producción (1972). Esta contribución 
  aceleró el declive del marxismo y del Partido Comunista en Francia, ya 
  en estado de confusión después del papel reaccionario jugado por 
  la izquierda en los levantamientos de mayo del 68. Desde entonces, sin embargo, 
  Baudrillard ha llegado a representar las tendencias más oscuras del posmodernismo 
  y ha emergido, especialmente en los EE.UU., como una estrella pop para ultrahastiados, 
  famoso por sus desencantados puntos de vista acerca del mundo contemporáneo. 
  Aparte de la desdichada sintonía entre la morbosidad casi alucinatoria 
  de Baudrillard y una cultura en descomposición, también es verdad 
  que éste (junto con Lyotard) ha sido magnificado a causa del espacio 
  vacío que se esperaba llenase siguiendo los pasos, en la década 
  de los 80, de pensadores relativamente profundos como Barthes o Foucault.
  
  La descripción desconstructiva de Derrida de la imposibilidad de un referente 
  fuera de la representación llega a ser, para Baudrillard, una metafísica 
  negativa en la que la realidad es transformada por el capitalismo en simulaciones 
  que no cuentan con ningún respaldo. Baudrillard cree que la cultura del 
  capital ha llegado, más allá de sus fisuras y contradicciones, 
  a una posición de autosuficiencia que él interpreta como una representación 
  casi de ciencia-ficción de la sociedad totalmente administrada de Adorno. 
  Y no puede haber ninguna resistencia, ninguna "marcha atrás", en parte 
  porque la alternativa sería esa nostalgia por lo natural, por los orígenes, 
  tan obstinadamente excluida por el posmodernismo. "Lo real es aquello de lo 
  cual es posible ofrecer una reproducción equivalente." La naturaleza 
  ha sido dejada tan atrás que la cultura determina la materialidad; más 
  específicamente, la simulación mediática configura la realidad. 
  "El simulacro no es nunca lo que oculta la verdad... es la verdad la que oculta 
  que no hay nada. La simulación es verdadera." La "sociedad del espectáculo" 
  de Debord... pero en un estadio de implosión del yo, de la acción 
  y de la historia dentro de un vacío de simulaciones tales que el espectáculo 
  sólo está al servicio de sí mismo.
  
  Es obvio que en nuestra "Era de la Información" las tecnologías 
  de los medios electrónicos han llegado ser crecientemente dominantes, 
  pero la exageración de la negra visión de Baudrillard es igualmente 
  obvia. Subrayar el poder de las imágenes no debe oscurecer las causas 
  materiales subyacentes ni los objetivos, a saber, el beneficio y la expansión. 
  La afirmación de que el poder mediático significa que lo real 
  ya no existe, está relacionada con su declaración de que el poder 
  "ya no puede estar fundado en ninguna parte"; y ambas son falsas. Una retórica 
  embriagante no puede borrar el hecho de que la información esencial de 
  la Era de la Información tiene que lidiar con las duras realidades de 
  la eficiencia, la contabilidad, la productividad y otras cosas por el estilo. 
  La producción no ha sido reemplazada por la simulación, a menos 
  que se pueda decir que el planeta está siendo asolado por meras imágenes, 
  lo cual no significa que una aceptación progresiva de lo artificial no 
  ayude enormemente a la destrucción de lo que queda de natural.
  
  Baudrillard sostiene que la diferencia entre realidad y representación 
  se ha derrumbado, arrojándonos a una "hiperrealidad" que es siempre y 
  solamente un simulacro. Curiosamente, parece no sólo reconocer la inevitabilidad 
  de este desarrollo, sino también celebrarlo. Lo cultural, en su sentido 
  más amplio, ha alcanzado una fase cualitativamente nueva en la cual el 
  propio reino del significado y la significación ha desaparecido. Vivimos 
  en "la era de los acontecimientos sin consecuencias", donde lo "real" sólo 
  sobrevive como categoría formal, y esto, supone, es bienvenido. "¿Por 
  qué tendríamos que pensar que la gente desea repudiar su vida 
  cotidiana para buscar una alternativa? Por el contrario, desean hacer de ello 
  un destino... ratificar la monotonía mediante una monotonía mayor." 
  Si debiera haber alguna "resistencia", su receta para ello es similar a la de 
  Deleuze, quien pretendía incitar a la sociedad a convertirse en más 
  esquizofrénica. Es decir, consiste por completo en aquello que es permitido 
  por el sistema: "Ellos quieren que consumamos... Muy bien, consumamos cada vez 
  más, y lo que sea; con cualquier propósito inútil y absurdo". 
  Ésta es la estrategia radical a la que llama "hiperconformidad". En muchos 
  puntos, uno sólo puede adivinar a qué fenómenos remiten 
  las hipérboles de Baudrillard, si es que remiten a alguno. El movimiento 
  de la sociedad de consumo tanto hacia la uniformidad como hacia la dispersión 
  quizás sea visto fugazmente en algún pasaje... pero, ¡ay!, sólo 
  cuando la afirmación parece, y demasiado a menudo, infinitamente ampulosa 
  y ridícula. Este radical mayor de los teóricos posmodernos, convertido 
  ahora él mismo en un objeto cultural de máxima venta, se ha referido 
  al "siniestro vacío de todo discurso", sin tener conciencia evidentemente 
  de que la frase era una adecuada referencia a sus propias vacuidades.
  
  El Japón puede no ser calificado de "hiperrealidad", pero es digno de 
  mención que su cultura parezca estar incluso más enajenada y ser 
  más posmoderna que la de los EE.UU. A juicio de Masao Miyoshi, "la dispersión 
  y muerte de la subjetividad moderna, de la que hablaron Barthes, Foucault y 
  muchos otros, es manifiesta desde hace tiempo en Japón, donde los intelectuales 
  se han quejado crónicamente de la ausencia de individualidad". Un torrente 
  de información ampliamente especializada, provista por expertos de todas 
  clases, echa luz sobre el ethos consumista japonés de alta tecnología, 
  en el que la indeterminación del significado y una alta valorización 
  de la novedad incesante se dan la mano. Yoshimoto Takai es tal vez el crítico 
  cultural nacional más prolífico; en cierto modo no parece tener 
  nada de extravagante para muchos que también sea modelo de moda maculina, 
  que ensalza las virtudes y los valores de la compra.
  
  El autor de la extraordinariamente popular Somehow, Crystal (1980), Yasuo Tanaka, 
  fue cuestionablemente el fenómeno cultural japonés de los años 
  80, en los que esta descocada novela consumista, repleta de nombres de marcas 
  (un poco como American Psycho, 1991, de Bret Easton Ellis), dominó la 
  década. Pero es el cinismo, incluso más que la superficialidad, 
  lo que parece marcar ese amanecer total del posmodernismo en el que aparentemente 
  se encuentra Japón: cómo se podría explicar, si no, que 
  los análisis más incisivos del pm que se han hecho allí 
  ?Now is the Meta-Mass Age [Ahora es la Era de la Meta-masa], por ejemplo? estén 
  publicados por la Parco Corporation, la principal empresa de venta minorista 
  y marketing del país. Shigesatu Itoi es una estrella de los medios, con 
  su propio programa de televisión, numerosas publicaciones y una aparición 
  permanente en las revistas. Sucede simplemente que redactó una serie 
  de spots sobre el estado de las artes (chillones, fragmentados, etc.) para Seibu, 
  la cadena de grandes almacenes más grande e innovadora del Japón. 
  Donde el capitalismo existe en su forma más avanzada, posmoderna, el 
  conocimiento es consumido exactamente de la misma forma en que uno se compra 
  ropa. El significado es neutro, irrelevante; el estilo y la apariencia lo son 
  todo. Estamos llegando rápidamente a un sitio triste y vacío, 
  que el espíritu del posmodernismo encarna demasiado bien. "Nunca en ninguna 
  civilización anterior la gran preocupación metafísica, 
  las preguntas fundamentales por el ser y el significado de la vida han parecido 
  tan completamente remotas e inútiles", según Frederic Jameson. 
  Peter Sloterdijk encuentra que "el malestar en la cultura ha asumido una nueva 
  cualidad: aparece como un cinismo difuso y universal". La erosión del 
  significado, impulsada por una reificación y una fragmentación 
  intensificadas, hace que el cínico aparezca por todos lados. Psicológicamente 
  un "melancólico fronterizo", ahora es "una figura de masas".
  
  La capitulación posmoderna ante el perspectivismo y la decadencia no 
  tiende a ver el presente como alienado ?seguramente un concepto pasado de moda?, 
  sino más bien como normal y hasta placentero. Robert Rauschenberg: "Me 
  siento realmente apenado por las personas que piensan que cosas como las jaboneras, 
  los espejos o las botellas de Coca-cola son feas, porque están rodeadas 
  de cosas como ésas todo el día, y esto debe hacerlos desgraciados". 
  No es sólo ese "todo es cultura", la cultura de la mercancía, 
  lo que es ofensivo; también lo es la definición pm de lo que es 
  por su negativa a formular distinciones cualitativas y juicios. Si el posmoderno 
  nos hiciera al menos el favor, inconscientemente, de registrar la descomposición 
  e incluso la depravación de un mundo cultural que acompaña y apoya 
  el terrorífico empobrecimiento actual de la vida, esa podría ser 
  su única "contribución".
  
  Todos somos conscientes de las posibilidades que podemos tener de tolerar, hasta 
  su autodestrucción y la nuestra, un mundo fatalmente fuera de foco. "Obviamente, 
  la cultura no se disuelve simplemente porque las personas estén alienadas", 
  escribió John Murphy, y añadió: "Hay que inventar un extraño 
  tipo de sociedad, sin embargo, para que la alienación sea considerada 
  la norma".
  
  Mientras tanto, ¿dónde hay vitalidad, denegación, la posibilidad 
  de crear un mundo no-mutilado? Barthes proclamaba un nietzscheano "hedonismo 
  del discurso"; Lyotard aconsejaba: "Seamos paganos". ¡Semejantes bárbaros 
  salvajes! Por supuesto, su asunto real es vago y carente de energía, 
  una esterilidad académica completamente relativizada. El posmodernismo 
  nos deja desesperanzados en un corredor interminable; sin una crítica 
  viva; en ninguna parte.
  
  Fuente: www.primitivism.com Notas del traductor
  
  1 Grupo musical 
  2 Serie de TV.
  3 Tienda de informática. 
  4 Grupo musical.
  5 En inglés, subject es "sujeto" (en su doble acepción de individuo 
  y de sujeto del conocimiento) y también "súbdito".
  6 "Différance" proviene del verbo francés différer, que 
  significa al mismo tiempo "posponer" y "ser diferente de". Es un neologismo 
  de Derrida. En francés, diferencia es "différence". 
  7 Erving Goffman (1922-1982), sociólogo y antropólogo canadiense, 
  autor, entre otras obras, de Forms of Talk, Gender Advertisements, Presentation 
  of Self in Everyday Life y Asylums: Essays on the Social Situation of Mental 
  Patients and Other Inmates. 
  8 Deleuze (1925) murió en 1995.