8 de junio de 2003
Copiar, robar, mandar
César Rendueles
Publicado originalmente en la revista Archipiélago,
nº 55, marzo de 2003. tomado de Biblioweb
de Sindominio.
El crecimiento de los beneficios derivados de la propiedad intelectual constituye
una de las principales componentes de la reorganización del capitalismo
mundial de los últimos veinte años. Ya a principios de los años
noventa la propiedad intelectual constituía el 30% de las exportaciones
de Estados Unidos. Precisamente una de las principales diferencias de la OMC
respecto al GATT fue la inclusión del comercio invisible entre sus áreas
de competencia y la aceptación de las normas de la Organización
Mundial de la Propiedad Intelectual. En este sentido al menos, es evidente que
la industria del copyright guarda una estrecha relación con el gigantesco
desarrollo del capitalismo financiero de las últimas décadas.
Pero se puede ir más lejos y afirmar que el comercio intelectual comparte
con la especulación financiera e inmobiliaria rasgos formales de eso
que la tradición marxista ha llamado ``capital ficticio''. En principio,
la legitimidad del capital ficticio se basa en las expectativas de que será
validado por futuras actividades productivas; por ejemplo, en el campo inmobiliario,
su razón de ser sería atender las previsiones de la próxima
demanda de vivienda. No obstante, en la economía actual es la fuente
de beneficios de rentistas y especuladores que sacan provecho de su poder monopolista
pero que, recordémoslo, ``en principio, no son un elemento integral del
capitalismo''.1
Es decir, en los mercados financieros, como en las grandes operaciones inmobiliarias
o en el comercio invisible existen royalties que no proceden de la producción
sino que constituyen una auténtica usura social. Así, en aquellos
medios de comunicación de masas en los que el coste marginal de cada
nuevo uso tiende a cero y es posible limitar su acceso, las multinacionales
pueden cobrarnos por productos virtualmente gratuitos. Esto marca una diferencia
considerable respecto a la industria de la copia tradicional donde por mucho
que existan asombrosas economías de escala cada nuevo uso implica una
nueva mercancía con tiempo de trabajo social incorporado. Es como si
los mercaderes del copyright, cumpliendo una añeja fantasía infantil,
tuvieran en su oficina la máquina de fabricar dinero.
Así, no es raro que la mayor parte de los debates que hoy día
existen en torno a la propiedad intelectual se desarrollen en el nivel de los
grupos de consumidores que intuyen que la industria del copyright no respeta
las reglas del sistema mercantil. El alza artificial de los precios inmobiliarios
por obra y gracia de los especuladores se traduce en el hecho de que las familias
españolas dedican ya el 50% de su renta a la vivienda. De modo análogo
la especulación cultural genera dinero como por arte de magia en la medida
en que la sociedad asume como costes los beneficios de los oligopolistas que
o bien incrementan el precio de las mercancías en más de un 300%
(CD's) o sencillamente están en condiciones de añadir consumidores
sin coste adicional (Internet, televisión vía satélite...);
todo ello sin dejar de saquear las inversiones públicas en tecnología,
educación, arte o investigación.2En
este contexto, la industria lleva más de una década buscando métodos
para lograr aprovechar al máximo las potencialidades monopolistas de
la propiedad intelectual: técnicamente se han desarrollando distintos
métodos que van desde el pay-per-view hasta los mecanismos de
codificación; en el plano legal se ha tratado de desfigurar la legislación
tradicional sobre propiedad intelectual; en el ámbito ideológico
(en abierta contradicción con la estrategia anterior) se ha ensalzado
el derecho de autor como pilar de la creación no sólo porque Stephen
King despierta más simpatías que Random House, sino porque en
el sector cultural los autores constituyen uno de los pilares históricos
de la diferenciación del producto, un recurso comercial típico
de los sectores oligopolistas. Si se acepta discutir en este plano que propone
la industria, el debate parece retornar a los topoi clásicos sobre
propiedad intelectual y derecho de autor que, en términos muy generales,
se pueden resumir en tres puntos de vista distintos:
Si algo merece el nombre de propiedad es la propiedad intelectual, su legitimidad
está fuera de toda duda pues es la creación exclusiva de su autor.
Autoría y propiedad intelectual vendrían a ser términos
prácticamente sinónimos. Esta tesis suele ir acompañada
de la idea (1b) de que la remuneración es el único medio de incentivar
la creatividad.
La propiedad intelectual no es como las demás, no sólo por su
inalienabilidad sino porque guarda una relación intrínseca con
la comunidad que le da sentido. Asociada a esta idea suele estar la de aquellos
que mantienen (2b) que es imprescindible encontrar un equilibrio entre el uso
público de los productos culturales y su explotación comercial.
La propiedad intelectual es una farsa que se fundamenta en un mito romántico
(el autor) al que la sociedad burguesa ha dado estatuto jurídico. Desde
esta posición -mantenida por un confuso magma entre surrealista, postestructuralista
y situacionista- se tiende a postular el plagio como máximo momento de
resistencia al capital en el ámbito de la cultura.3
Es importante notar que 1a) y 2b) no son corolarios de 1) y 2) sino mero anejos
contextuales. Así, en mi opinión la única postura sensata
es la de 2) si bien de ningún modo comparto 2b). A diferencia de lo que
ocurre con las patentes, la creación cultural no se confronta con la
cosa misma sino con una comunidad de oyentes que le da sentido. Esto no significa
que la idea de autor sea un mito -o al menos que sea un mito peor que la noción
místico-keatsiana de una posesión del poeta por parte de las musas-,
sino que el concepto de autor, como el de literatura o música, es insignificante
al margen de un marco público. De este modo, 2) es compatible con un
concepto de autor y de originalidad basados en el manejo y la reelaboración
de un conjunto de utensilios heredados cuyo significado se define en contextos
retóricos renovables.4
Lo que sí implica 2) es la necesidad de proteger esa esfera pública
de cualquier práctica mercantil que la ponga en peligro. Obviamente esta
idea supone una extensión en el ámbito cultural de una tesis que
Polanyi ha mantenido respecto al trabajo, la tierra y el dinero. Es preciso
ser prudente a la hora de manejar este tipo de argumentos pues es fácil
confundir los efectos poco saludables de la mercantilización del arte
(una crítica antiburguesa) con las consecuencias de la concentración
monopolista (una crítica anticapitalista), como veremos mi razonamiento
tiene que ver con este último aspecto por mucho que también simpatice
con el primero. Por último, reconozco mi abierta hostilidad hacia las
formas más desaforadas de 3). Me parece uno de esos alardes ideológicos
que llevan a asumir versiones caricaturizadas de los propios argumentos. Por
ejemplo, una de las respuestas más frecuentes a las que uno se enfrenta
al abogar por la propiedad colectiva de los medios de producción viene
a recordar lo desagradable que resulta compartir el cepillo de dientes o vivir
en comunas. Curiosamente, nunca tarda en aparecer un compañero de viaje
terriblemente contracultural que proclama la absoluta necesidad de compartir
el cepillo de dientes y vivir en comunas.
En cualquier caso, lo importante aquí es advertir que las distintas nociones
de autor no están asociadas unívocamente a una forma de retribución
o de difusión determinada: tal vez el único incentivo del autor
sea económico, pero de ahí no se deduce quién tiene que
asumir la carga de la retribución. En definitiva, los planos estéticos,
laborales y comerciales de la propiedad intelectual no están ligados
inextricablemente por conexiones lógicas sino que son el producto de
una evolución contingente que admite enormes matices.
Los límites del derecho de autor
A estas alturas ya debería ser ocioso recordar la estrecha relación
que existe entre la aparición de la imprenta, la propiedad intelectual
y la noción moderna de autor: ``La lucha por hacerse con el derecho a
publicar determinado texto suscitó debates novedosos sobre temas como
el monopolio y la piratería. La imprenta forzó la definición
legal de aquello que pertenecía al dominio público. La propiedad
común literaria quedó sujeta a 'procesos de enclosure'
y el individualismo posesivo comenzó a caracterizar la actitud de los
escritores hacia su obra''.5
No obstante, es muy cierto que, como ha señalado D. Saunders, la conciencia
de este vínculo a menudo ha llevado a establecer narraciones teleológicas
en las que la situación actual se muestra prefigurada en procesos que
tuvieron un desarrollo relativamente independiente.6
Como es sabido, las primeras ordenaciones legales de la industria de la imprenta
aparecieron en la Venecia de finales del siglo XV en forma de monopolios otorgados
por la autoridad a ciertos impresores a cambo de lealtad política. Se
trata de un modelo muy difundido y que en Francia sólo desapareció
tras la Revolución Francesa (por cierto, con resultados económicos
catastróficos). De modo análogo, en Inglaterra las primeras leyes
que regulaban el copiado estaban muy vinculadas a la censura y al control político.
Lo fundamental de esta primera fase legislativa es que en ningún caso
se tenía en cuenta los derechos de autor, únicamente se pretendía
amparar a editores y libreros frente a la piratería. Así, la primera
legislación moderna del copyright, el Estatuto de la Reina Ana de 1710,
era una ley de protección de la inversión que trataba la propiedad
intelectual desde el punto de vista de las patentes.7
Para que esto cambiara se tuvo que dar no sólo una transformación
del sistema de mecenazgo tradicional sino, sobre todo, una larga batalla judicial
por parte de los escritores que pretendían obtener remuneración
de la venta de sus libros.
Al mismo tiempo, se estaba produciendo un debate sobre el interés público
implícito en la propiedad intelectual con muy diferentes ramificaciones
que iban desde la crítica de la mercantilización del arte hasta
la censura del carácter inevitablemente monopolista de la producción
editorial. Las constituciones burguesas sancionaron la necesidad de salvaguardar
el interés público al vincularlo explícitamente a la función
difusora de los editores y al incentivo a la creatividad que supone la remuneración
del autor. A finales del siglo XVIII, las disposiciones para garantizar el equilibrio
entre estos elementos llevaron a situaciones sorprendentes desde el punto de
vista actual. Así, algunos estados norteamericanos imponían límites
al monopolio del copyright en forma de justiprecios, es decir, que si el propietario
del copyright vendía un libro a un precio que superara su inversión
en trabajo y gastos más una compensación razonable por el riesgo
asumido, entonces los tribunales podían determinar un precio más
adecuado.8
Dejo al lector la tarea de imaginar lo que ocurriría si este mecanismo
se aplicase hoy en día a la producción de, por ejemplo, discos
compactos.
El último de los principios generales del derecho de autor en hacer su
aparición fue el derecho moral, el principio de la propiedad intelectual
más vinculado a la categoría estética de autor en sentido
romántico.9Lo
curioso es que en los sistemas modernos de copyright -al menos en los de la
Europa continental- se ha dado una completa inversión de la cronología,
de modo que el droit moral ha pasado a ser el mascarón de proa
de la propiedad intelectual, el elemento del que se hace depender la retribución
del autor y del difusor.10
El resultado de todos estos procesos complejos e interrelacionados es un sistema
legal internacional de propiedad intelectual más o menos coherente (a
menudo menos que más) con tres planos fundamentales:
Un sistema de protección de la inversión de los productores de
copias por medio de los derechos conexos. Generalmente, su legitimidad se hace
depender de la contribución de los ``auxiliares de la creación''
a la difusión de las obras.
Un sistema de protección del derecho moral y patrimonial del autor.
Un sistema de protección del interés público a través
de un mecanismo de excepciones que libera la propiedad intelectual en determinadas
circunstancias.11
Es sorprendente lo a menudo que se obvia este elemento fundamental de las legislaciones
sobre la propiedad intelectual. Básicamente, hay dos modelos de protección
del dominio público: el del derecho europeo basado en un sistema de excepciones
bien establecido para, por ejemplo, usos relacionados con la educación,
la información o la parodia y un sistema de excepciones abierto como
es el fair use americano.
Es muy importante recordar hasta qué punto la interpretación diferencial
de estos elementos podría haber dado lugar a situaciones muy distintas.
Por ejemplo, una sociedad con leyes antimonopolistas estrictas, en la que la
remuneración de los autores no dependiera o sólo dependiera parcialmente
de la venta de la obra, con grandes inversiones en medios de comunicación
públicos y con una interpretación generosa del fair use
tendría un régimen cultural substancialmente distinto al que hoy
existe sin modificar apenas los factores en juego.
Sin embargo el panorama legislativo está cambiando a marchas forzadas
a resultas del desarrollo y la concentración de la industria de la copia.
Más allá de la persecución de las redes peer-to-peer
en Internet, se está produciendo un profundo giro legislativo por lo
que toca a la propiedad intelectual.12
Existe una evidente conexión entre los intereses de las multinacionales
del copyright y las reformas políticas que se están produciendo
en todo el mundo y, muy especialmente, en la Unión Europea. Las leyes
de propiedad intelectual se están transformando en un sistema de protección
de la inversión extrañamente arcaico en el que el la propiedad
misma se concibe como una forma de remuneración del difusor. Una de las
más peligrosas consecuencias de este desplazamiento del derecho moral
del autor como núcleo normativo del copyright es que (muy postmodernamente)
la creación de formas originales deja de ser condición indispensable
del reconocimiento de la propiedad intelectual y la propia materialidad se muestra
como apropiable. Esto resulta particularmente perspicuo en la legislación
sui generis sobre bases de datos pero tiene connotaciones mucho más
amplias que alcanzan asuntos como las patentes biológicas.13
Por último, se están produciendo restricciones de los sistemas
de excepciones que protegían el interés público de la mercantilización
de la cultura.
Por eso situar el debate actual sobre la propiedad intelectual en el plano del
derecho de autor tradicional es una maniobra ideológica. Desde el punto
de vista ilustrado buena parte del comercio intelectual contemporáneo
podría ser considerado simplemente ilegal. Creo que esta transformación
supone la sanción legal definitiva de un régimen de expropiación
estructural de un importantísimo ámbito de nuestra vida pública,
un régimen que se lleva gestando desde hace décadas a través
de un proceso de concentración de los medios de comunicación de
masas.
Oligopolio y oligarquía
Me parece llamativo lo a menudo que las defensas de un régimen de propiedad
intelectual más respetuoso con el ámbito público se limitan
a tratar formas artísticas y culturales de vanguardia. Es cierto que
en los últimos años algunos artistas se han enfrentado a limitaciones
en su trabajo a causa del copyright,14
pero se trata de un asunto tradicional que guarda relación con lo difícil
que resulta establecer los límites del plagio y la originalidad.15
Este culteranismo resulta particularmente curioso si observamos dichas prácticas
desde el punto de vista que con enorme valentía nos propone Eric Hobsbawm
al señalar la patente ineficacia política del arte contemporáneo.16
Por supuesto, el caso de las artes plásticas es particularmente sangrante
dada la obsesión de sus autores por un imposible activismo artístico-político
(preferentemente postmoderno), pero el argumento es perfectamente extensible
a la literatura o la música culta. Evidentemente, la única conclusión
que cabe sacar de esa esterilidad política del arte actual es que no
es arte en ningún sentido razonable. La posibilidad (no la necesidad,
claro) de resultar políticamente eficaz es un buen indicador de la diferencia
entre el arte y la decoración de interiores, entre la literatura y la
prosa comercial, esto es, de la existencia de una estructura retórica
significativa cuya convencionalidad queda difuminada por su capacidad para transformar
las vidas de sus partícipes. Por eso no es exagerado decir que la literatura,
las artes plásticas, la música y el cine cultos han pasado a ser
actividades privadas que poco tienen que ver con ese universo que a duras penas
designamos con la palabra cultura. Para comprender esta transformación
basta comparar esas prácticas con la música popular contemporánea.
La forma en que millones de personas se sienten incumbidas por la música,
el modo en que afecta a su modo de habitar el mundo, nos recuerda la forma en
que antes se miraba un cuadro o se leía una novela. De hecho, no es raro
que la música juegue un papel decisivo en la educación política
de muchos jóvenes. Por eso resultan particularmente irritantes los intentos
de elevar la música popular a los altares de la gran cultura. Más
bien deberíamos preguntarnos qué clase de mundo es este en el
que la más sofisticada expresión artística digna de tal
nombre es un concierto de rock.
Esto viene a cuento porque creo que a menudo nos limitamos a denunciar la evidente
estafa que caracteriza el mercado cultural actual sin señalar los peores
efectos de la capitalización de la industria del copyright. En las discusiones
clásicas sobre el dominio público se daba por hecho que no había
usura en los intercambios, que las mercancías culturales se vendían
a su valor y aún así se planteaba los perjuicios para la esfera
pública de ese mercadeo. Y precisamente quienes intentan hoy recuperar
dicho debate yerran completamente su objetivo al identificar ese common
expropiado con alguna tradición literaria o artística. Dentro
del capitalismo del copyright uno puede seguir leyendo a Musil o escuchando
a Satie (precisamente porque han pasado al ámbito privado), lo que no
se puede hacer es leer un periódico o ver la televisión sin escuchar
una sarta de mentiras completamente absurda. Es por eso que creo que el auténtico
lugar de expresión estética de un mundo tan grotescamente estetizado
como el nuestro es la prensa. Sé que resulta extraño pensar que
en vez de Virgilio tenemos la CNN pero es la única conclusión
que, al menos, hace justicia a Virgilio. Del mismo modo, la única forma
de entender tanto a Goya como al Equipo Crónica es compararlos con algún
tipo de contrainformación sobre la España del XIX y de la transición
respectivamente y no, desde luego, con las ingentes muestras de manierismo pequeñoburgués
que se conservan en la Tate Modern.
En realidad, no es crucial para mi argumentación la tesis sobre el estatuto
privado del arte contemporáneo o su pasado público. Lo único
importante es que se reconozca que la prensa actual dispone de una considerable
eficacia política, al margen de si el arte la ha tenido alguna vez o
no. Cuando hablo de ``prensa'' no me refiero a las crónicas de sucesos
sino al hecho de que literalmente resulta difícil discernir esas crónicas
de un abigarrado conjunto de acontecimientos deportivos, tertulias radiofónicas
y películas de Hollywood con los que nos sentimos políticamente
concernidos (por supuesto, el rechazo visceral es una forma de vínculo
como cualquier otra).
Pues bien, la industria del copyright -toda ella, desde el mercado del libro
a las patentes biológicas- ha propiciado una concentración mediática
clave para entender las estructuras de poder político en el mundo actual.
El derecho de autor es el instrumento legal que ha permitido a algunos medios
de comunicación crecer desmesuradamente fagocitando a sus competidores
y anulando de paso la presencia pública de las alternativas políticas
a la dictadura de los intereses capitalistas. Cuando se discute sobre copyright
no hay que olvidar que actualmente en España hay, tirando por lo alto,
dos únicas plataformas mediáticas (ampliamente participadas por
multinacionales) que controlan la totalidad del mercado de la información.
Habría sido imposible llegar a esta situación si la industria
mediática no ofreciera unas plusvalías ridículamente elevadas
merced a una legislación del copyright que protege los privilegios de
las multinacionales frente a los intereses -económicos, pero también
culturales y políticos- de los usuarios. Más aún, este
oligopolio mediático ha transformado las relaciones laborales en los
medios de comunicación condicionando la calidad de la información
y propiciando considerables dosis de (auto)censura.17
Y esto ocurre en un mundo en el que han desaparecido los antiguos círculos
en los que se conformaba la identidad política: los amigos, el sindicato
o la familia, así como no pocos colectivos y organizaciones políticas,
se han alejado también de una esfera pública en la que sólo
la prensa ejerce ya alguna influencia. Uno puede mantener con coherencia -aunque
poco convincentemente- que los beneficios derivados de la comercialización
cultural son mayores que los perjuicios que supone para el dominio público,
puede hacerlo porque desgraciadamente los antiguos argumentos que alertaban
sobre el peligro de mercantilizar la cultura han pasado a mejor vida junto con
las formas culturales que trataban de defender. Lo que nadie podría negar
son los fascinantes efectos que el crecimiento de la industria del copyright
y su proceso de concentración han obrado sobre la prensa, esto es, sobre
un ámbito crucial en la formación política de las masas.
Si cabe calificar de auténtica expropiación esa concentración
es porque la prensa es un elemento clave en la consolidación de un panorama
político en el que está virtualmente excluida cualquier opción
que no acepte como condición previa el sometimiento a una estructura
de injusticia inaceptable. El capitalismo del copyright no sólo nos está
robando un montón de dinero con cada producto que nos vende sino que,
sobre todo, se ha apropiado del único ámbito discursivo cuya eficacia
política está fuera de toda duda. Así pues, el peor efecto
del sistema de copyright -un efecto al que difícilmente podemos escapar
a través de iniciativas tan encomiables como la del copyleft- es que
propicia el monopolio de la esfera pública por parte de los grupos de
poder económico y político. No creo que sea muy difícil
de entender cómo la tendencia a la concentración -una característica
crucial de la reproducción ampliada del capital- favorece la complicidad
entre el poder político y la prensa. Como respuesta a las posibles objeciones
de los fanáticos del individualismo metodológico me gustaría
señalar que esta no es tanto una tesis funcionalista como una mera constatación
empírica. Resulta relativamente sencillo establecer los mecanismos concretos
de conexión entre poder político, poder mediático y poder
financiero. A modo de ejemplo y sin entrar en el terreno de los intereses materiales,
resulta revelador que el consejero delegado de Antena 3, el ex presidente de
Telefónica (uno de los grupos propietarios de Antena 3), el consejero
delegado de PRISA y el presidente del gobierno coincidieran en las aulas de
un famoso colegio madrileño.
Hasta donde yo consigo entenderlo resulta difícil pensar en una práctica
cultural antagonista que no tome como punto de partida una profunda conciencia
de esta relación entre el desarrollo económico de la industria
de la copia y la formación de plataformas mediáticas que posibilitan
la manipulación ideológica a gran escala. El análisis del
modo en que la mercantilización de la propiedad intelectual fomenta la
consolidación de cauces informativos sesgados en beneficio de los intereses
del capital constituye un buen antídoto tanto contra las reflexiones
sobre los efectos del copyright en términos únicamente discursivos
como contra el espíritu endogámico (por no decir onanista) que
preside buena parte de las reflexiones de la izquierda cultural. Por raro que
parezca, el único consejo sensato que hoy podría darle Rilke a
un adolescente sería que se dedicara a la contrainformación en
Internet o en una radio libre y dejara la composición de elegías
para sus ratos de ocio.
Copyright © 2003 César Rendueles
Se otorga permiso para copiar y distribuir este documento completo en cualquier medio si se hace de forma literal y se mantiene esta nota.
Notas al pie
... capitalismo''.1
P. Gowan, La apuesta por la globalización, Madrid: Akal, 2000, p. 29; véase también D. Harvey, The Limits to Capital, Londres: Verso, 1999, cap. 9.4 y cap 11. 6.
... investigación.2
A. Callinicos ha subrayado con toda la razón lo ridículo que resulta que se atribuya la revolución informática a la iniciativa privada de unos cuantos emprendedores sin recursos trabajando en un cochambroso garaje cuando exigió fastuosas cantidades de dinero en investigación básica procedentes del estado (A. Callinicos, Contra la tercera vía, Madrid: Crítica, 2002, p. 46).
... cultura.3
En H. Schwartz, La cultura de la copia. Parecidos sorprendentes, facsímiles insólitos (Madrid: Cátedra, 1998) aparece, entre otras numerosas extravagancias, un repaso ilustrativo de algunas de estas prácticas.
... renovables.4
Se trata de una tesis bastante habitual, por lo que toca a la literatura me gusta la versión que plantea Terry Eagleton en Introducción a la teoría literaria, México: FCE, 1993.
... obra''.5
E. L. Einsenstein, The Printing Press as an Agent of Change, Cambridge: CUP., 1979, pp 120-21. Véase también L. Febvre y H. J. Martin, La aparición del libro, México: Utahe, 1962.
... independiente.6
D. Saunders, Authorship and Copyright, Nueva York: Routledge, 1992.
... patentes.7
Cf. M. Rose, Authors and owners. The invention of Copyright, Cambridge: Harvard University Press, 1993, p. 88.
... adecuado.8
Cf. Ronald V. Bettig, Copyrighting Culture. The political Economy of Intellectual Property, Oxford: Westview Press, 1996, p. 26.
... romántico.9
Véase D. Saunders, op. cit. cap. 3.
... difusor.10
Las primeras obras de B. Edelman, en especial La práctica ideológica del derecho: elementos para una crítica marxista del derecho (Madrid: Tecnos, 1980) tienen especial interés en este sentido ya que incide en cómo esta arquitectura jurídica del derecho de autor se fue adecuando a los cambios tecnológicos.
... circunstancias.11
Véase C. Colombert, Grandes principios del derecho de autor y los derechos conexos en el mundo, Madrid: UNESCO/CINDOC, 1997, pp. 66-82 y P. Sirinelli, ``Excepciones y límites al derecho de autor y los derechos conexos'' en http://www.wipo.org/spa/meetings/1999/wct_wppt.
... intelectual.12
Véase S. Dussolier, ``Derecho de autor y acceso a la información en el ámbito digital'' en http://www.centrodearte.com.
... biológicas.13
De nuevo resulta muy interesante leer las críticas de Edelman al giro legislativo que se produce en los años ochenta, por ejemplo en B. Edelman, La propriété littéraire et artistique, París: PUF, 1989.
... copyright,14
Véase el artículo de Sven Lütticken, ``El arte de robar'', New Left Review nº 13, marzo/abril, 2002. Respecto al modo en que el mercado del arte ha obligado a falsificar los procesos reales de creación artística véase Ivan Gaskell, ``Historia de las imágenes'' en P. Burke (ed.), Formas de hacer historia, Madrid: Alianza, 1993.
... originalidad.15
Cf. A. Lucas, ``Le droit d'auteur et l'interdit'' en Critique, agosto-septiembre, 2002, p. 592.
... contemporáneo.16
E. Hobsbawm, A la zaga. Decadencia y fracaso de las vanguardias del siglo XX, Madrid: Crítica, 1999.
... (auto)censura.17
Los escasos estudios que existen sobre precariedad laboral en los medios de comunicación muestran resultados asombrosos. La mayor parte de los medios trabajan cada vez más con colaboradores a destajo que cobran por pieza y que carecen de mecanismos de presión colectiva que les permita algún grado de control sobre su trabajo.