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Manuel Talens

Amanecer de la intifada

Manuel Talens

Las Fallas de Valencia son una fiesta de la esperanza, el ritual purificador del fuego alegre que destruye lo viejo en el inicio de la primavera y nos permite renacer. Este año, sin embargo, la esperanza estaba herida y el gentío que abarrotó las calles de la ciudad tenía en el recuerdo otra hoguera mucho menos risueña y largamente anunciada, la de Bagdad. No tardó en llegar. Horas después de la cremà, cuando las pavesas de la Nit del Foc todavía calentaban la brisa tibia que llega del mar, la obscena deflagración de las bombas nos trasladó a la realidad.
El mundo en que vivimos ha empeorado en pocos meses. Para empezar, no es agradable despertar de un sueño apacible y darnos cuenta de que el fascismo violento nunca se fue de nuestra vera. Estábamos orgullosos de ser un país relativamente tranquilo, con aburridas sesiones parlamentarias, políticos corruptos, bares y fútbol hasta en la sopa, mientras que las matanzas que sucedían lejos –Chechenia, Palestina y una interminable lista africana–, nos llegaban como un rumor por la televisión. Pero ha bastado la soberbia homicida de Washington y la connivencia afascistada de José María Aznar –hijo y nieto de fascistas, familia obliga– para que el andamiaje virtual de la democracia burguesa se derrumbe como un castillo de naipes.
Y, por ensalmo, el milagro inesperado tuvo lugar: la gente decidió echarse a la calle y gritar no a la guerra, no al genocidio disfrazado de liberación, no a las mentiras, ˇbasta, caballeros! Es todo tan distinto ahora que no hay acto público en España donde los caciques del Partido Popular –cómplices junto con su jefe de asesinato premeditado en Irak– puedan presentarse ya con la impunidad y la chulería de antaño, porque el noventa por ciento de los españoles les reventaremos la ceremonia.
De este nuevo contexto se desprenden dos constataciones: la primera es el certificado de defunción de la figura del intelectual comprometido como faro social capaz de influenciar el rumbo de la historia. Los tiempos de André Malraux o de Jean-Paul Sarte se han ido y no volverán, pues por mucho que los Habermas, Ben Jelloun, Derrida, Petras o Chomsky hayan escrito en los medios contra la guerra, la guerra ha tenido lugar. La segunda, algo más positiva, es la capacidad de las masas en todo el planeta de ponerse a la vanguardia de la contestación pacifista y desfilar con prontitud cronometrada, gracias a la maravilla de internet, tecnología que, curiosamente, es de origen militar.
‘Casi hemos logrado detener la guerra’, ha dicho el activista estadounidense
Ali Abunimah. Es verdad, casi lo logramos. Aún es pronto para cantar victoria en la lucha contra los criminales que utilizan el voto con objetivos inconfesables, pero la semilla está sembrada y no tardará en germinar. Y, algún día, el fuego que hoy se cierne sobre el pueblo iraquí hará florecer el renacimiento de una nueva esperanza, por encima de la tragedia y del salvajismo de los verdugos: la del amanecer de la intifada global que, a la manera del David palestino contra el Goliat israelí, se enfrentará al imperio y a sus lacayos con esas piedras metafóricas que son el boicot de productos comerciales, las pancartas y la desobediencia civil.