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Tres mujeres. Aquel hombre

Yayo Ekdesman
El Eslabón

Domingo 4 de abril. 2.30 AM. El interior del avión está oscuro y se respira un frío taciturno. Mientras los pasajeros duermen, desde un rincón del fondo Anna balbucea, casi imperceptibles, palabras en español. El vuelo tiene rumbo noroeste. "Debemos estar sobre el Atlántico", piensa en vos alta la rubia nórdica, y sonríe satisfecha. Estaba pensando en español, lo que no le resultaba un detalle. Estos pocos días en Argentina le sirvieron para apuntalar su castellano. Aunque nunca nadie lo sabrá, es probable que haya pronunciado las palabras "villa", "proyecto" y quizás "Pocho"...

Domingo 4 de abril. 2.30 AM. El interior del avión está oscuro y se respira un frío taciturno. Mientras los pasajeros duermen, desde un rincón del fondo Anna balbucea, casi imperceptibles, palabras en español. El vuelo tiene rumbo noroeste. "Debemos estar sobre el Atlántico", piensa en vos alta la rubia nórdica, y sonríe satisfecha. Estaba pensando en español, lo que no le resultaba un detalle. Estos pocos días en Argentina le sirvieron para apuntalar su castellano. Aunque nunca nadie lo sabrá, es probable que haya pronunciado las palabras "villa", "proyecto" y quizás "Pocho". Palabras definitivamente ajenas al cubículo que llevaba a Anna a más de diez mil metros de altura. El interior del avión huele y sabe a hueco, y esa sensación –piensa Anna en la oscuridad, nadando entre nubes– no se parece en nada a lo que acaba de vivir en ese país del que su madre la prevenía recordando imágenes que la televisión sueca mostraba un tiempo atrás: tierra salvaje donde las rutas no son transitadas sino ocupadas por los salvajes, selva de la que los presidentes huyen en helicóptero. Los pensamientos de Anna corren hacia atrás y hacia adelante. Intenta reconstruir cada instante en el Ludueña, y simultáneamente se le cruza el regreso a su país, tan distinto al que dejaba atrás. Sabe que al llegar, tomará un autobús que pasará exactamente a las 10.30 por el aeropuerto y sabe también que exactamente 25 minutos más tarde bajará en la parada frente a su casa. Su país es exacto. Allí las horas miden sesenta minutos, y todo eso. "Mucho más que un océano nos separa –murmuraba ahora Anna–... aunque aún en Suecia hay hormigas, y hasta se parecen a las de Argentina", dijo sin comprender lo que acababa de decir. Es inusual en el país de Anna decir algo sin haberlo meditado, por eso, aunque seguramente nadie la haya oído, la infantil analogía desacomodó su lineal hilvanar de ideas. En el avión, Anna es rubia y sonríe, haciendo que su mueca de felicidad desobediente contraste con el silencio ausente y absoluto de ese ambiente hermético. Lleva marcada en su rostro pálido la extraña sensación de haber hecho las cosas bien, la inigualable satisfacción por haber visto cómo con poco se hizo mucho. Exportaba esperanza.
Lunes 26 de abril. 18.30 PM. Más de lo recomendable, había inmigrado el frío a la ciudad, y éste, implacable, sordo a las noticias policiales de la radio, llegó también hasta el Ludueña, "el Triángulo de las Bermudas". Ese lunes, como todos los días, los perros seguían disputándose una porción confortable de tierra sobre la cual morir en paz. Mujeres gordas arrastrando hijos y cansancio se acercaban a algún centro asistencial a buscar el puchero del día. Los más chicos pescaban renacuajos en las zanjas y los más grandecitos, piboteando los tormentos de una adultez prematura sin aspiraciones, aspiraban el Ran del zapatero, el que te hace la segunda siempre. La Vane recorría por última vez en el día el pasillo barroso que desde la calle se adentraba a lo de Pocho. Contaba las horas que la separaban del próximo sábado, y aceleraba el ritmo hacia su casa. Sabía que las horas allí no eran como las de Suecia. Una madrecita de no más de quince años y los amiguitos de su hija que despertaban antes que el sol para cirujear se lo confirmaban: allí los minutos corrían más rápido, se atropellaban. Caminaba la Vane pensando en que no quería dejar pasar un detalle sin atender para la fiesta del sábado. Está cansada. Estas últimas semanas, al igual que el grupo de personas que la hace respirar y la mima, había hecho de todo. Pasó aquellos días entre ladrillos que se apilaban y parían paredes. Cumbia de fondo y una carretilla de acá para allá. Cables y pintura. Muebles nuevos, más espacio, un poco de aire. Controlando que los improvisados albañiles tengan la comida caliente al mediodía y los mates listos a la tarde. Pintaba, ordenaba, mudaba, limpiaba, buscaba a su hija al jardín, organizaba e invitaba. Se emocionaba. Sabía, pese a todo, que el esfuerzo de aquellos años de pelearle al frío que se colaba por las paredes merecía una recompensa. Sabía como nadie que cuando no hay, no hay. Pero esta vez había. Volvía a su casa la Vane, terminaba una de esas reuniones que la impacientan. Nunca quiso acostumbrarse a tanto formalismo: "presupuesto", "cronograma de actividades", "rendición de cuentas". Aquel viento foráneo que lo trajo parecía no pasar nunca. Pero valía la pena. En este Ludueña precoz, en el que los minutos se atropellan por llegar primero e impaciente la muerte espera sentadita en el cordón; en la casa de Pocho, como hormigas de la planta al hormiguero, una cadena humana crecía la pared por hiladas, desde el pie, amurallada.
Sábado 1 de mayo. 10.15 AM. A Dalys le dolía el viaje en la columna, pero más le dolía en el alma el hijo que se llevó aquel diciembre. Le impresionaba el paisaje, le daba paz el río que atravesaba en colectivo, las islas, el verde, el vacío, lo panorámico y la amplitud le eran placenteros. Pero más la reconfortaba saber que una vez más, esos hombrecitos a los que aprendió a conocer cruda y prematuramente, le cambiarían lágrimas por fe. Más de sesenta veces había visto emigrar las golondrinas cuando el invierno se avecinaba tras los montes de su campo en Concepción del Uruguay. Así y todo, con y sin Claudio, las manos de Dalys seguían cocinando, juntando leña, arreando vacas y limpiando. El campo le sentaba bien a esa mujer, como si fuera de él desencajase. Corajuda y serena, sabia, dolida, se despertaba antes que den las cinco para arrear y ordeñar las vaquitas. Cuando el colectivo cruzaba las islas paranaenses rumbo a Rosario, miró el paisaje contemplativa, en silencio, y suspiró. Es probable que haya pensado en el Claudio que se la marchó de seminarista, aunque también puede que se le haya cruzado la carita de su nuevo nieto, sus hijos, su campo, sus vacas, lo que le esperaba cuando aquel motor tedioso se apagase. Le habían contado que en las islas las hormigas lo devoran todo a su paso, aunque resulte extraño quizás Dalys pensó en eso también. En el último tiempo, a través de sus hijos, había oído hablar de Europa, de un proyecto, de remodelaciones, de compra de material. Le habían pedido permiso y estuvo de acuerdo. Ahora estaba por encontrarse con eso que había escuchado.
Sábado 1 de mayo. 21.40 PM. La familia entera de Estela se asomaba desde el alambrado. Hacía tiempo que no realizaban una misma actividad todos juntos y tan concentrados, pero seguramente ninguno de ellos se percató de eso. Evidentemente la ocasión era especial: si bien siempre fue extraño el movimiento de los vecinos, y más en los últimos días, nunca antes se había congregado tanta gente allí. La casa en donde Pocho vivió lucía traje nuevo, vestía de a colores y estaba crecida. Los cientos de cuerpos se suspendían en el aire del patio. La atención era absoluta y el silencio casi completo. Una sola voz pelada hacía de centro de todas las miradas. Una espalda que hablaba, al lado de otras seis que ya lo habían hecho. Los muchachos de La Vagancia daban cuenta del momento en el que se enteraron que el gobierno de la provincia de Santa Fe, donde la riqueza sojera motoriza al país, había matado a Pocho, "el Pocho", el que durante años los amamantó y vio crecer en ese mismo lugar en donde ahora lo recordaban con palabras punzantes. Había mucha gente en el lugar, nunca demasiada, y un poco de frío. Las palabras recortaban el aire y echaban vuelo propio. Palabras de fuego en aquella casita colorida en medio una villa cualquiera. Y cientos de ojos mudos apuntando al rincón en donde las espaldas sentadas atormentaban el ambiente en voz baja y letra rotunda. Cada quien al llegar dejó su libro para crecer desde el pie la biblioteca, humilde pero popular. El ídolo de los quemados ofrendó un temita. Después, algún que otro angelito trasnochado bajó a agarrar la guitarra. La Vane cantaba mirando a su compañero, Dalys revivía en cada acorde y Anna, aunque lejos, disfrutaba. Por la casa que en la semana palpita con la Murga de los Trapos y los talleres de comunicación y guitarra, pasaba el teatro y ahora rocanroleaba mientras el barrio entero se acercaba a ver qué onda. Mientras afuera, entre las chuzas desafiladas de niños-hombres en un Ludueña sin luna, la vigilia atenta de las calles del exceso, daba lugar a un canto adicto. En el pasillo de lo del Pocho, millones de bicicletas agolpadas honraban a la que ahora sobrevuela la ciudad con alas memoriosas•