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El campesinado y el Estado en América Latina

James Petras y Henry Veltmeyer
Rebelión
Traducido para Rebelión por Isabel López Fraguas y Juan Antonio Julián

Introducción

En la primera parte del presente documento analizaremos la relación entre el campesinado y el Estado en América Latina, una relación que ha sido compleja y cambiante. El papel del Estado, en lo que se refiere al campesinado, está profundamente influenciado por el tipo de unidad productiva dominante y su relación con el mercado. La relación entre el Estado y los latifundistas, los pequeños campesinos, los renteros, los aparceros y la mano de obra migratoria es claramente diferente del papel del Estado en el sistema de plantación, con su mano de obra asalariada, estacional pero "fija". En la última mitad del siglo XX, el ascenso de una burguesía cuasi industrial, que comparte el poder con los trabajadores y con sectores de la élite agrícola, redefinió la relación del Estado; éste promovió una industrialización de sustitución de importaciones financiada por las ganancias del sector agroexportador. El papel del campesinado en este sistema de "subordinación de la agricultura al fomento de la industrialización" consiste en suministrar mano de obra barata a las ciudades y alimentos a bajo coste para la mano de obra urbana, sin reformas paralelas.

Con la llegada del neoliberalismo, durante la última parte del siglo XX, ve la luz una nueva relación entre el Estado y el campesinado. Bajo la doctrina neoliberal, un proceso de supresión de anteriores reformas se acompaña por el desplazamiento masivo de productores rurales, pequeños y medianos, y de asalariados del campo, en un momento en que el empleo urbano-industrial decrece, lo que engendra un nuevo grupo de conflictos y confrontaciones entre el campesinado y el Estado.
La segunda parte del presente trabajo explorará la relación entre el Estado y el campesinado a lo largo de tres ejes: represión, desplazamiento y revolución. El papel represivo general del Estado se contextualizará, a fin de identificar sus formas y contenidos específicos.

El abandono de la tierra y del sector agrícola por el campesinado, y la migración de éste incluso más allá de las fronteras nacionales, no es simplemente fruto de una "opción individual" sino que constituye un imperativo del sistema forzado por la política del Estado, definida por sus clases dominantes.

La implicación del Estado, directa e indirecta, a largo plazo y a gran escala , en la explotación, la represión y el desplazamiento del campesinado ha engendrado las rebeliones, las reformas y las revoluciones en que los campesinos han sido protagonistas importantes. En el Perú colonial, en Haití y México, el campesinado esclavo o en régimen de servidumbre desafió al poder colonial durante el siglo XVIII y primeras década del XIX. En el siglo XX, en las revoluciones sociales de México (1910), Bolivia (1951), Cuba (1959) y Nicaragua (1979), los campesinos desempeñaron un papel importante en el derrocamiento del Estado. En otros contextos, los campesinos y los trabajadores sin tierra fueron actores importantes y alcanzaron a promover reformas agrarias de gran envergadura, por ejemplo en Chile (1965-1973), Perú (1958-1974), El Salvador (1980-1985), Ecuador (finales de los años sesenta y década de los setenta) y Brasil (1962-1964).

En la actualidad, desde mediados de los años ochenta hasta este momento, los movimientos rurales de campesinos y de trabajadores sin tierra, y los movimientos guerrilleros rurales están en el centro de la lucha contra el neoliberalismo y sus padrinos imperiales.

Las reformas y las revoluciones campesinas han sufrido retrocesos y los campesinos han sufrido una dura represión y se han visto forzados a emigrar en masa de sus comunidades como resultado de cambios en la configuración del poder del Estado



. La tercera parte del documento examinará el poder y las limitaciones de los movimientos campesinos en su lucha contra el Estado. Las principales cuestiones de este examen se referirán al modo en que el Estado ha influido en el campesinado y el grado en que le ha hecho frente o lo ha apoyado, en diferentes momentos y países durante el medio siglo pasado.

El Estado y los sistemas agrícolas

El Estado es un elemento esencial en el funcionamiento de los mercados y la defensa o la transformación de las relaciones sociales de la producción. En cada sistema agrícola específico el Estado tiene un papel fundamental en la creación, extensión, reproducción y transformación de los sistemas agrícolas, en beneficio de determinadas clases sociales -generalmente los terratenientes- y en detrimento de otras. El punto teórico es que el mercado está inexorablemente ligado a un "Estado activista", tanto si la principal unidad agrícola es el latifundio como si lo es la hacienda, la plantación, las explotaciones agrícolas familiares, el campesino individual o una combinación de estos sistemas productivos.

Los orígenes de la forma más temprana de la unidad agrícola -la hacienda, o latifundio- se hallan en la expropiación de la tierra por el Estado colonial, el reclutamiento forzado de los pequeños productores o la importación de esclavos y el desarrollo de mercados e infraestructuras de transporte para facilitar las exportaciones. El Estado patrimonial, una economía mercantilista y el sistema latifundista de las haciendas contribuyeron a financiar el proceso europeo de acumulación, y luego el de EE UU, lo que a su vez fue catalizador del imperialismo industrial moderno del siglo XIX. La piedra angular de todo el sistema era la disponibilidad y explotación del trabajo de los pueblos nativos o de los esclavos africanos, a través de la coerción del Estado. La explotación era "extensiva" y en menor grado "intensiva": la ampliación de la jornada de trabajo predominaba sobre el cambio tecnológico. Dada la abundancia de tierras en relación con los trabajadores disponibles, y las condiciones terriblemente explotadoras del trabajo, la única manera en que el latifundio podía actuar y extenderse (y con él el sistema entero de exportación mercantilista) era a través de un sistema de dominación abrumadora por la fuerza y control total. La estructura interna del latifundio se basaba en un sistema social cerrado, en el que todas las interacciones de la mano de obra rural tenía lugar en el latifundio y con el "patrón", aislándolas así de la multiplicidad de actividades comerciales, financieras e industriales que pudieran estimular el descontento, la fuga o la rebelión. Para retener el trabajo rural dentro de este sistema social cerrado "paternalista" la coerción violenta era habitual: se castigaba arbitrariamente la indisciplina y la protesta pública se reprimía ferozmente con una violencia ejemplar. Las "relaciones recíprocas" y las "obligaciones mutuas" se basaban en el funcionamiento de este sistema de control total dentro de un sistema social cerrado, viable por la coerción violenta. Las apariencias se mantenían la amenaza y la realidad ocasional de las ejecuciones por machete.

Es preciso tener en cuenta dos cuestiones teóricas. Primero, la existencia del trabajo forzado no formaba parte de una evolución orgánica típica de los "sistemas feudales". Al contrario, las oportunidades que ofrecían los mercados local y mundial y las actividades económicas cada vez más diversas e importantes estimulaban a los grandes terratenientes a imponer la coerción y el control total para maximizar sus exportaciones y ventas, asegurando al mismo tiempo su oferta de mano de obra en los casos en que la relación tierra-gente era desfavorable. En segundo lugar, las "relaciones recíprocas", "feudales" o "paternalistas", eran una fachada para el trabajo forzado, teniendo en cuenta el deseo inicial de la mayor parte de los trabajadores de la tierra de asegurar su independencia y su propia parcela, según lo ocurrido con los esclavos libertos en Brasil y los indígenas en los países andinos y centroamericanos. El sistema de plantación era una "racionalización "y una "transformación" del sistema agrícola basado en el latifundio; en ningún momento entraron en contradicción ambos sistemas, ni en las violentas guerras civiles ni en el conflicto político, enconado y prolongado. El sistema de plantación funcionó con mano de obra esclava, en régimen de servidumbre o asalariada. En todos estos sistemas, su monopolio sobre la violencia de Estado y sobre la tierra limitaron las posibilidades de una economía de campesinos independientes. Ésta servía de enorme ejército de reserva de trabajo, al depender sus miembros de parcelas minúsculas de la tierra colindantes con las más amplias unidades productivas, anticipando la que llegaría a ser denominada por los ideólogos neoliberales "producción flexible". Empleados durante la siembra y la cosecha, los campesinos independientes subsistían con sus propias explotaciones en la "temporada muerta", ahorrando a sus propietarios el coste de su reproducción social. Sin embargo, las pequeñas propiedades servían de lugar de reunión para la organización y eventuales tomas de tierras y protestas de gran envergadura: las ventajas sociales que ofrecía el sistema a los terratenientes tenían un precio político.

Teóricamente, la transición del trabajo forzado no condujo al trabajo asalariado o a una economía de campesinos independientes, sino más bien a un régimen de asalariados campesinos, rebeldes en tanto que asalariados y vindicadores de la tierra en tanto que campesinos. El papel del Estado consistió en facilitar la utilización del suelo para una producción especializada en productos de exportación y, dada la precariedad de los bienes producidos por lo limitado de su tiempo de cosecha, en aplicar la fuerza máxima necesaria para asegurar el trabajo productivo "just in time". Dado que las plantaciones eran en gran parte de propiedad extranjera -particularmente inversiones de la metrópolis imperial- el Estado actuaba como institución "compradora": sus actividades se centraban principalmente en facilitar la entrada y salida de capital y mercancías y la vigilancia de los trabajadores campesinos. El sistema de plantación tuvo tanto éxito que se extendió de un imperio a otro, desembocando en la superproducción y la crisis. La crisis económica mundial de los años treinta llevó a una desintegración profunda de los mercados de exportación y motivó rebeliones populares a medida que el hambre se extendía. La crisis del sistema liberal agroexportador llevó a la aparición de un nuevo modelo de "sustitución de importaciones", que vinculó las exportaciones agrícolas a la producción industrial local, sin por ello modificar la dominación de las elites agrarias sobre el campesinado y la mano de obra rural. En efecto, la predominancia de la burguesía urbana y de la pequeña burguesía implicó un equilibrio en el que las clases agroexportadoras aceptaron su subordinación a cambio de continuar su control sobre el sector rural. La reforma agraria, como "demanda democrática" de la burguesía progresista, quedó excluida del pacto social entre la burguesía urbana y la oligarquía agraria.

El modelo de sustitución de importaciones sin reforma agraria llevó a la primera oleada de emigración rural a los centros urbanos, que comenzó a finales de los años treinta, siguió en los años cuarenta y se aceleró a partir de los años cincuenta.

El Estado federal canalizaba los recursos hacia la industria y asignaba las divisas ingresadas por el sector primario para la importación de bienes de capital y productos semielaborados para las nacientes industrias de bienes de consumo. A escala regional o estatal, los terratenientes retuvieron el control sobre el poder estatal, a fin de transferir al campesinado los "costes" de su subordinación. Mientras que, formalmente, los partidos marxistas hablaban de una alianza de campesinos y obreros, de hecho se alineaban con las llamadas burguesías "nacionales", o buscaban su alianza, o se dedicaban estrictamente a luchas "obreristas" y a actividades de organización.

La aparición de movimientos de base campesina debió poco a los partidos de izquierdas y populistas de base urbana; por lo menos a sus principales líderes y organizaciones (con algunas excepciones locales e individuales).

Durante los años treinta, surgieron importantes movimientos campesinos de masas en México, El Salvador, Nicaragua, Colombia, Brasil y Perú. Los trabajadores rurales, en particular los trabajadores del azúcar en las modernas plantaciones de Cuba, República Dominicana y Puerto Rico se iniciaron en la lucha de clases. En cada caso, se tomaron medidas sumamente violentas y represivas para destruir las rebeliones rurales; en el caso excepcional de México, el Presidente Cárdenas profundizó y amplió la reforma agraria a cientos de miles de familias. En El Salvador el levantamiento campesino fue ahogado en sangre, con 30 000 muertos. En Nicaragua, República Dominicana y Cuba el ejército de ocupación de EE UU y sus recién nombrados presidentes-tirano Somoza, Trujillo y Batista diezmaron los movimientos de campesinos y de trabajadores urbanos. En Brasil y Chile, respectivamente, el régimen de Vargas derrotó al ejército guerrillero rural de Prestes, a la vez que proseguía la industrialización nacional, mientras que en Chile un frente popular de radicales, socialistas y comunistas incitó a los campesinos a la lucha y luego los abandonó en sus demandas de reforma agraria, en un "pacto de caballeros" implícito con la oligarquía tradicional.

En sus diversas fases de modernización capitalista, en la transición de la hacienda a la plantación, y de la agroexportación a la industrialización sustitutoria de importaciones, el Estado desempeñó un papel crucial en promover, financiar y proteger las clases "modernizadoras" dominantes contra la amenaza de los movimientos de campesinos y asalariados agrarios, y en coaccionar a la mano de obra rural para hacerla cargar con los costes de cada "transición". Esta posición es hoy evidente en la transición a las economías neoliberales de exportación. Entre las diferentes clases perjudicadas por la aplicación de las medidas neoliberales en América Latina, el campesinado y los asalariados rurales son los más desfavorablemente afectados.

La realidad de la economía mundial de hoy tiene poco que ver con "mercados libres", y todavía menos con un mundo "globalizado", en cualquiera de sus variantes. El mundo está hoy dividido en tres imperios que compiten y cooperan entre sí, dirigidos por los EE UU, que incluyen la Unión Europea y Japón. La naturaleza de estos imperios es esencialmente neomercantilista, aunque sus intereses se disfracen con una retórica "neoliberal" o de "mercado libre".

El neomercantilismo pone al Estado imperial en el centro de la actividad económica -en gran perjuicio de los productores agrarios de América Latina, en particular los campesinos y los trabajadores rurales. La esencia del neomercantilismo consiste en la protección imperial por parte del Estado de los capitalistas nacionales que no son competitivos y la apertura forzada de los mercados del Tercer Mundo en condiciones perjudiciales para los otros competidores imperiales. Entre los sectores más protegidos y subsidiados por el Estado está la agricultura, en la que los responsables políticos imperiales gastan decenas de miles de millones de dólares, euros y yenes, directa e indirectamente, subvencionando a productores y exportadores, y estableciendo al mismo tiempo una gran variedad de medidas protectoras, desde cuotas explícitas a las importaciones agrícolas a las llamadas "preocupaciones sanitarias" destinadas a reducir o excluir las importaciones provenientes de países competidores y del Tercer Mundo.

El sistema neomercantilista ha devastado al campesinado. En primer lugar, las subvenciones permiten a los agroexportadores vender más barato que los productores agrícolas del Tercer Mundo, mediante las subvenciones de la electricidad, el agua, los programas de extensión, etc., provocando así la bancarrota de millones de campesinos. Las importaciones de alimentos baratos producidos por los agricultores -subvencionados, y supuestamente "más eficientes"- de EE UU, han echado de sus tierras a más de dos millones de campesinos mexicanos y brasileños en los años 90. A la vez que los EE UU y la UE subvencionan en gran medida a sus exportadores de alimentos y granos, el FMI y el Banco Mundial exigen a los países latinoamericanos recortes presupuestarios y libre comercio, lo que conduce a drásticas reducciones de los presupuestos destinados a la agricultura, y a la inundación de esos mercados con importaciones baratas subvencionadas.

Las cuotas, explícitas y encubiertas, que la UE y los EE UU imponen a sus importaciones agrícolas perjudican a los agroexportadores potenciales. que, a su vez, reducen la utilización de mano de obra rural, incrementando la pobreza rural.

La naturaleza no recíproca de las reglas de comercio aceptadas por los países de América Latina revela la naturaleza "colonizada" de éstos. Los Estados colonizados desempeñan un papel crucial en la retirada de obstáculos a las importaciones extranjeras, la reducción del crédito y de la financiación inversora en el sector rural (a excepción de algunos sectores especializados que complementan la agricultura de la UE y de EE UU). Además de drenar los recursos del campo para cumplir con las exigencias de los banqueros de la UE y de EE UU en materia de deuda externa, el Estado colonizado desempeña otros papeles cruciales: la vigilancia de los campesinos desplazados y de los trabajadores rurales indigentes, la desnacionalización de la propiedad de la tierra y la privatización de sectores específicos.

La vigilancia implica ciertamente represión, lo que ha sido una constante en la historia de las relaciones entre el Estado, el propietario rural y el campesino, puntuada por cambios ocasionales en el poder del Estado que han determinado períodos más favorables al campesino. El contexto, el contenido y los fines de la vigilancia del Estado han variado con la forma dominante de producción rural. La vigilancia del Estado en el sistema de latifundio era esencialmente local, complementada por el poder estatal en los casos de rebelión generalizada. El propósito era mantener el "sistema social cerrado" del latifundio, en el que los arrendatarios y los trabajadores solamente interactúan con el patrón, minimizando sus comunicaciones exteriores. La única excepción es el reclutamiento militar de los campesinos, que con frecuencia debido a entrar éstos en contacto con los centros urbanos se hicieron portadores de puntos de vista antagónicos. En resumen, la vigilancia bajo el sistema de latifundio iba dirigida a inmovilizar al campesinado y a confinarlo en un sistema social cerrado.

Con el advenimiento del sistema de plantación, el papel del Estado consistió en permitir cierta flexibilidad de movimiento, pero intentando limitar el contacto entre el trabajador rural y el urbano, así como asegurar el mantenimiento de un campesinado estable y dócil que proporcionase productos agrícolas de subsistencia durante la "temporada muerta". Si bien la "vigilancia local" continuó, la gran concentración de trabajadores sin tierra, su mayor accesibilidad a las ideas "exteriores" y una organización y capacidad de acción concertada de gran envergadura condujo a un mayor grado de "intervención militar del Estado nacional". Los oficiales del ejército, los jueces y los fiscales estaban relacionados política y socialmente con los propietarios de las plantaciones y se los utilizaba con frecuencia para intervenir violentamente en los conflictos entre trabajadores y patrones. La debilidad estratégica fundamental de los propietarios de las plantaciones era la vulnerabilidad de sus cosechas durante la temporada de recogida: una huelga de algunos días podía llevar a la disminución o la destrucción de la cosecha. Este hecho era evidente para los organizadores rurales de los trabajadores de plantación. Dado este elemento estratégico favorable a los trabajadores, los propietarios de las plantaciones fomentaron la represión violenta masiva, "ejemplar" y "preventiva", destinada a prevenir cualquier acción en el tiempo de la cosecha. Los mercados de la agricultura de plantación eran en gran medida internacionales -norteamericanos o europeos-, y a medida que los enclaves de producción tropical se multiplicaban y se intensificaba la competencia, aumentó el deterioro de las condiciones de trabajo y la expropiación de nuevas tierras de manos de productores locales sin títulos de propiedad. La dinámica del mercado condujo a la agudización del conflicto entre los propietarios de plantaciones, en fase de expansión, y los campesinos, así como entre aquéllos y los trabajadores de las plantaciones. En este contexto, el Estado desempeñó un papel crucial, primero en el desplazamiento de los campesinos ocupantes de facto de tierras, utilizando el subterfugio judicial de "tierras sin titularizar", y después empujando a los campesinos hacia las reservas de los pueblos indígenas, abriendo así nuevas tierras a la agricultura extensiva futura. El Estado elaboró asimismo una legislación laboral que declaraba fuera de la ley el derecho a la huelga durante la cosecha y que "normalizaba" la posterior negociación colectiva entre líderes de trabajadores "domesticados" y propietarios rurales de plantación.

La crisis de los años treinta asestó un duro golpe a la agricultura de plantación, hundiendo sus exportaciones y los precios de sus productos. Los propietarios extranjeros vendieron sus tierras a las élites locales, algunos de ellos las arrendaron a agricultores locales, otros abandonaron en parte sus tierras a los ocupantes, a medida que todos ellos se enfrentaban a rebeliones rurales. Muchos de ellos diversificaron sus inversiones, invirtiendo en inmuebles urbanos, finanzas y algunos en industrias de "sustitución de importaciones", protegidas en esos momentos. El Estado desempeñó un papel crucial en la represión sangrienta de las sublevaciones rurales pero también facilitó la transición a nuevas formas de producción agrícola. La crisis y el desplome del sector liberal agroexportador tuvieron un gran impacto en el campesinado y los trabajadores rurales.

Rebelión, revuelta y revolución

Desde la conquista española y portuguesa y las subsiguientes incursiones militares británicas, francesas y estadounidenses, el asalariado rural ha sido el actor principal de rebeliones, revueltas y revoluciones populares. Aunque las formas que adoptaron las diferentes rebeliones populares variaban, y adoptaban unos rasgos exteriores correspondientes a movimientos "arcaicos" o "milenaristas" llevados a cabo por "rebeldes primitivos", las realidades fueron mucho más complejas, tanto en su fundamento como en su motivación.

Las primeras rebeliones, simbolizadas por las sublevaciones de Tupac Amaru, fueron intentos de expulsar a los gobernantes coloniales españoles y restaurar la sociedad precolombina. El elemento clave aquí no es la inviabilidad de esta última, sino el impulso modernizador de una sublevación rural masiva contra el poder imperial. No se puede simplemente yuxtaponer a esta rebelión el simbolismo arcaico restauracionista, puesto que una rebelión campesina libre de los obstáculos del sistema de encomienda tenía la posibilidad de construir un sistema agrícola de subsistencia basado en agricultores independientes.

El ejemplo más claro y avanzado de las tendencias modernizadoras inherentes al sistema de mano de obra rural esclava lo proporciona la revolución haitiana. La revolución antiesclavista fue también anticolonial y, por lo menos entre las masas, influyeron en ella decisivamente los sentimientos igualitarios de redistribución de tierras. Las guerras subsiguientes de independencia en América Latina operaron en dos niveles: las luchas de comerciantes y propietarios para asegurar el poder de Estado (independencia), para liberalizar la economía, extender el comercio y apropiarse de las tierras de los nativos; y, en otro plano, las luchas de los esclavos, peones y pequeños arrendatarios para asegurar el acceso a la tierra y la liberación de unas relaciones sociales de producción coercitivas y explotadoras.

El período posterior a la independencia, en el siglo XIX y principios del XX, es un período de represión primitiva y rebelión moderna. Con ello quiero decir que las oligarquías rurales dominantes inician un proceso de "acumulación primitiva", apoderándose de la tierra comunal de los nativos y suprimiendo todo tipo de legislación protectora y todos los obstáculos a la explotación del trabajo rural y particularmente el de los pueblos indígenas. Las rebeliones populares fueron modernas, no en el sentido ideológico o programático, sino por su carácter de ataques colectivos contra el monopolio de la oligarquía propietaria de la tierra, el poder de Estado, el comercio, el crédito, etc. La exigencia de tierras y la defensa de las demandas nativas preexistentes fue un ensayo general de las demandas modernas de autodeterminación. Las formas "locales" o descentralizadas de rebelión fueron características de todas las rebeliones urbanas y rurales modernas de comienzos del siglo XIX. La cuestión clave aquí es que las rebeliones campesinas -de campesinos y peones- fueron otros tantos golpes contra el modelo liberal de desarrollo agrícola vinculado a la exportación y ligado a los mercados mundiales, opuesto a la producción y el comercio de productos alimentarios destinados a los mercados locales.

La salvaje represión que acompañó a la toma de tierras y al control del trabajo en la fase post esclavista, se enfrentó a una resistencia masiva en México y otros lugares. La exitosa represión de estas luchas colectivas masivos trajo consigo la fragmentación y dispersión del campesinado expulsado y la formación de bandas cuyos miembros serán más tarde conocidos como "rebeldes primitivos", una etiqueta que oscurece más que revela la evolución de la acción colectiva.

Aunque no cabe la menor duda de que los ejércitos de los gobiernos oligárquicos estaban formados por campesinos y peones reclutados a la fuerza, y de que hubo períodos variables de calma entre las revueltas y las rebeliones, siguieron existiendo sin embargo en toda la región tradiciones orales que transmitían de generación en generación relatos y leyendas de períodos anteriores de lucha emancipadora.

La naturaleza moderna de las rebeliones rurales la confirma la revolución campesina mexicana de 1910. México había avanzado más en términos de integración en los mercados mundiales, de penetración por el capital extranjero y de formación y difusión de la ideología liberal, en el período del porfiriato. Las formas brutales y salvajes de tortura y control del trabajo, retratadas gráficamente en las novelas de B. Traven, no eran parte de un orden dinástico arcaico, sino el medio para maximizar el beneficio de los modernos capitalistas de Europa, América del Norte y Ciudad de México.

La revolución mexicana -por lo menos entre sus sectores populares- fue por consiguiente no sólo un movimiento de reforma agraria, sino también un movimiento antiimperialista, la primera revolución de importancia contra el naciente imperio de los EE UU.

La trayectoria de la revolución mexicana resalta las tremendas potencialidades revolucionarias del campesinado y su debilidad estratégica, particularmente en relación con la cuestión del poder del Estado.

Aunque el campesinado formó la espina dorsal de todos los ejércitos revolucionarios, sus intereses económicos básicos sólo hallaron expresión en algunos ejércitos regionales, en particular el zapatista. Aunque los ejércitos de campesino tuvieron éxito en el derrocamiento del poder establecido, recurrieron constantemente a "ejercer presión" sobre el próximo régimen político basado urbano con el fin de alcanzar pactos políticos. El Estado se convirtió en un lugar de "mediación" entre las demandas de la burguesía y las del campesinado, no un recurso estratégico que hubiera de configurarse de nuevo y transformarse al servicio de una economía política que reflejase una nueva economía basada en el campesino independiente. En los momentos álgidos de la movilización revolucionaria campesina, el Estado burgués respondió con concesiones, legislación radical y promesas. Cuando las fuerzas sociales burguesas y el ejército consiguieron reagruparse y se debilitó el campesinado, el Estado procedió a la reversión de las reformas o a su no ejecución.

A lo largo de todo el siglo XX, fue característico el fenómeno consistente en movimientos colectivos campesinos movilizados contra el Estado, que desplazando a los detentores del poder obtenían concesiones a través de la presión sobre el Estado, sin por ello cambiar la configuración de clase de éste. Sin embargo, la naturaleza, el liderazgo y las demandas de movimientos basados rurales ha cambiado en un cierto plazo.

Las revueltas campesinas y las revoluciones socialistas: los años treinta.

En el mejor de los casos, las revoluciones de base campesina consiguieron reformas sectoriales amplias, es decir, redistribuciones de la tierra. En México, la reforma agraria fue un proceso esporádico y prolongado que comenzó en la segunda década del siglo y que alcanzó su punto álgido en los años treinta. En Bolivia, la revolución de 1952, protagonizada por mineros y campesinos, condujo a una reforma agraria generalizada que expropió la mayor parte de las grandes propiedades. En Cuba, la victoria del "Movimiento 26 de julio", liderado por Fidel Castro, confiscó la mayoría de las plantaciones, tanto las que eran propiedad de norteamericanos como las de cubanos, y colectivizó la tierra o la distribuyó a pequeños campesinos. En Perú, en los años sesenta, Chile en el período de 1966 a 1973, y Nicaragua entre 1979 y 1986, tuvo lugar una distribución sustantiva de tierras, debida en parte debido a las movilizaciones masivas de campesinos y a la acción directa.

Sin embargo, a excepción de la revolución cubana, estos avances de los campesinos y los trabajadores sin tierras sufrieron importantes reveses a medio y largo plazo. El problema clave era la relación de los movimientos campesinos con el Estado. En prácticamente todas las revoluciones, las reformas agrarias enumeradas más arriba sufrieron retrocesos. En México, Bolivia y Perú, un prolongado proceso de desinversión del Estado en el sector reformado culminó en una legislación que proporcionaba incentivos a los monopolios agroexportadores, alienando tierras comunitarias (en México, el "ejido") y estimulando la importación de productos alimenticios subvencionados baratos. Unas políticas de alianzas en las que se subordinaba el campesinado a las fuerzas urbanas pequeñoburguesas y burguesas aseguraron las reformas redistributivas iniciales y las ayudas de Estado. Posteriormente, sin embargo, los movimientos campesinos se dividieron entre movimientos "oficiales "y "de oposición", en los que el primer grupo se convirtió en correa de transmisión de la política del Estado. La incapacidad del movimiento de campesino para superar su conciencia "economicista" sectorial lo limitaron a una "política militante de grupos de presión", en la que otras clases urbanas se hicieron con las riendas del poder, utilizando el movimiento campesino como ariete para abrir el camino a una determinada "modernización" capitalista.

Solamente en el caso de Cuba fue capaz el campesinado de consolidar su posición y de prosperar, en gran parte debido a la naturaleza socialista del liderazgo urbano y a sus esfuerzos por invertir en el campo y convertirlo en "motor del desarrollo".

El segundo factor que llevó al declive de los movimientos de reforma agraria está íntimamente relacionado con el primero: la falta de inversiones estatales en infraestructuras, crédito, comercialización, extensión de los servicios esenciales para el desarrollo de las cooperativas o de los beneficiarios individuales de la reforma agraria. El "acto máximo" del Estado consistía en conceder de títulos de tierra en ceremonias de exhibición. Las promesas de inversiones futuras nunca se materializaron o se realizaron de un modo selectivo correspondiente al sistema de patrocinio electoral. En el caso de Nicaragua, la guerra declarada por EE UU a través de la "contra" destruyó muchos de los servicios de apoyo creados por el los servicios de reforma agraria del Estado, forzando al mismo tiempo al régimen Sandinista a reasignar fondos presupuestarios del desarrollo agrícola a la defensa militar. Por carecer de crédito, los beneficiarios experimentaron graves dificultades para financiar las inversiones de los capitales; por carecer de carreteras y transporte, no les era posible comercializar sus productos y obtener un beneficio. Los altos costes del crédito y del transporte privados arruinaron muchos de los hogares beneficiarios. La falta de inversiones de Estado en la irrigación y la usurpación, sancionada por el Estado, de derechos de riego por las nuevas privatizaciones minaron el crecimiento. Con el advenimiento del neoliberalismo, la eliminación de las ayudas a los precios y los subsidios, así como la importación de productos alimenticios baratos dieron el golpe de gracia a los descendientes de los beneficiarios de la reforma agraria. Tras un cierto tiempo, el Estado volvió a estimular cada vez más la reconcentración de la tierra y la promoción de los sectores agroexportadores. En el norte de México; en la región de Santa Cruz, Bolivia; en Perú y Nicaragua; y especialmente en Chile, se revirtieron las reformas agrarias, los propietarios, viejos y nuevos, recuperaron la tierra con el apoyo de regímenes contrarrevolucionarios o contrarreformitas. Este proceso de "reconcentración "y revocación fue facilitado por la cooptación de líderes campesinos y la incorporación de la organización campesina burocratizada como componente subordinado del partido-Estado, como fue el caso en México con el PRI y en Bolivia con el MNR.

El punto teórico clave es que los movimientos revolucionarios de campesino (a excepción de Cuba) han sido incapaces de hacerse con el poder del Estado y de reconstruir la sociedad y la economía a su propia imagen -o al menos de una manera que consolide y extienda su economía. Las rebeliones campesinas armadas con programas revolucionarios han visto como sus líderes sucumbían a los halagos de las élites urbanas o se limitaban a unas reformas inmediatas consistentes en la distribución de "títulos de tierra". En el caso de Nicaragua, Chile y República Dominicana, la intervención armada norteamericana -apenas encubierta , por medio de marines o mercenarios- tuvo un papel significativo en la destrucción de regímenes favorables a la reforma agraria y la instalación de la agricultura corporativa.

El vehículo principal para la reforma agraria es la influencia del campesinado sobre el Estado. Es esencial una visión revolucionaria que tenga en cuenta los vínculos entre la agricultura y el sistema comercial, financiero y monetario. El único éxito revolucionario en la consolidación de los beneficiarios de reforma agraria ha sido Cuba, donde se transformó la economía urbana junto con la reforma agraria. La cuestión es si los movimientos nuevos y dinámicos movimientos campesinos han aprendido las lecciones del pasado.

Los movimientos rurales contemporáneos y el Estado

A finales del siglo XX adquiere relieve central en América Latina una nueva configuración de movimientos dinámicos de base rural. Estos movimientos se extienden por toda América Latina, incluidos Ecuador, Bolivia, Paraguay, Brasil, Colombia, México, Guatemala, República Dominicana, Haití y, en menor grado, Perú, Chile y la zona norte de Argentina. Los movimientos campesinos, que en general tienen una fuerte componente indígena, lideran la oposición al neoliberalismo.

El crecimiento y la radicalización de los principales movimientos campesinos e indígenas está en estrecha relación con la política de Estado. En el caso de México, la inauguración del TLCAN fue el detonante que desencadenó la sublevación zapatista. De igual modo, la mayor sublevación indígena y campesina que se produjo en enero de 2000 y la toma de Quito, la capital de Ecuador, un año después, fueron, aunque no sólo, la reacción a la política neoliberal practicada por el gobierno nacional. En Brasil, el Movimiento de trabajadores sin tierra (MST) combinó ocupaciones de tierras y manifestaciones masivas para ejercer presión sobre el gobierno para que legalizara y financiara la redistribución de tierras. En Paraguay se sucedieron tácticas y movimientos similares: táctica de acción directa y redistribución de tierras combinada con enfrentamientos con el Estado para forzarlo a legalizar y financiar créditos e insumos. En Bolivia, Colombia y Perú los movimientos campesinos están a la cabeza de la lucha para desarrollar cosechas alternativas y lucrativas (cultivo de coca) frente a las políticas neoliberales de mercado libre que inundan los mercados locales con importaciones baratas. La ofensiva dirigida por EE UU contra los cultivadores de coca ha sido encabezada por el ejército y sus auxiliares paramilitares, con el apoyo activo y la aquiescencia de los regímenes clientelistas adeptos a Washington. Lo irónico del asunto es que todos los regímenes clientelistas y sus generales han sido los mayores traficantes de droga de la región, y los principales bancos de EE UU y de la UE, los mayores blanqueadores del dinero del narcotráfico.

Los movimientos campesinos contemporáneos antes mencionados difieren sustancialmente de los del pasado. En primer lugar, todos son independientes de los partidos electorales y de los políticos urbanos; en segundo lugar, sus líderes no forman parte del aparato burocrático, sino que se someten al debate público en asambleas populares; en tercer lugar, vinculan las luchas sectoriales a los problemas políticos nacionales (por ejemplo, el MST brasileño reivindica la reforma agraria, la nacionalización de la banca y el final de la política de mercado libre. Lo mismo ocurre con CONAIE en Ecuador y con otros movimientos); en cuarto lugar, la mayoría de los movimientos han creado vínculos regionales (CLOC) e internacionales (Vía Campesina) y frecuentemente participan en manifestaciones antiglobalización; en quinto lugar, los movimientos campesinos han estado en la vanguardia buscando aliados en las ciudades y afianzando su presencia en los parlamentos nacionales. Por último, los nuevos movimientos campesinos han aprendido unos de otros, particularmente en cuestión de tácticas concretas.

Dado que las economías neoliberales dependen de la minería, la silvicultura, los enclaves de exportaciones agrarias, las fábricas de montaje, los mercados exteriores y las finanzas, han debilitado la posición del campesinado como sector vital de la economía: los alimentos pueden importarse y la mano de obra excedentaria inunda los mercados laborales. En respuesta a esta situación, los campesinos han recurrido al corte masivo de las carreteras más importantes, bloqueando la circulación de mercancías esenciales para las economías neoliberales, reduciendo los beneficios en divisas extranjeras disponibles para el pago de la deuda y ejerciendo presión sobre los prestamistas de ultramar. Los bloqueos de las carreteras por los campesinos y los trabajadores rurales son el equivalente en la práctica de las huelgas de trabajadores en las industrias estratégicas: paralizan los flujos internos y externos de las mercancías destinadas a la producción y el comercio.

La profundización de la crisis económica, especialmente grave en la América Latina rural, ha tenido dos consecuencias importantes, ambas particularmente evidentes en Colombia. En primer lugar, la extensión y radicalización de la lucha, en especial el crecimiento de la guerrilla, que asciende a más de 20 000 combatientes, sobre todo campesinos. En segundo lugar, la proliferación de los productores agrarios involucrados en la lucha. A finales de julio de 2001 en Colombia, los agricultores, los campesinos y los trabajadores rurales se unieron en una huelga nacional que bloqueó las principales carreteras en protesta por las deudas, las importaciones baratas, la falta de créditos, etc. Del mismo modo, en Bolivia y Paraguay, las alianzas que agrupaban a campesinos, cocaleros, comunidades indias, agricultores y sectores urbanos (sindicatos, grupos cívicos) organizaron cortes de carreteras y marchas a la capital para enfrentarse al Estado.

La respuesta del Estado ha sido siempre la misma: militarización del campo, presencia generalizada e intensificada de las fuerzas militares de EE UU y de otros organismos federales de control, y negociaciones concebidas para desactivar, no para resolver, las reivindicaciones básicas.

En México, el apoyo urbano masivo a los zapatistas llevó a entablar "negociaciones " y a adoptar un acuerdo, del cual el gobierno renegó en cuanto cedió la presión. Igualmente, en Ecuador, el gobierno negoció con CONAIE un acuerdo durante la ocupación de Quito, y después, tras la retirada de los indígenas a la sierra, dejó de cumplir las partes del acuerdo que entraban en conflicto con los acuerdos del Banco Mundial y del FMI.

En vista del aumento de las protestas internacionales por los derechos humanos, las misiones militares de EE UU han incitado en mayor medida a los ejércitos latinoamericanos a trabajar con fuerzas "paramilitares" para cometer masacres en las aldeas y asesinatos de sindicalistas, disidentes, defensores de los derechos humanos, etc. El caso de Colombia es una reproducción clásica del de Vietnam. Washington proporcionó 1 300 millones de dólares de ayudas en el año 2000 , a los que añadió más de 600 millones al año siguiente, y cuenta con más de mil asesores militares y mercenarios "privados" subcontratados como parte del Plan Colombia. Este plan, con el pretexto de luchar contra la guerra del narcotráfico, está dirigido contra los sospechosos de simpatizar con los movimientos y guerrillas campesinos. El uso de fuerzas paramilitares para reprimir a los civiles otorga a Washington y a sus militares adeptos cierta "credibilidad" de negar la realidad (de hecho, Washington incluso critica a los "paramilitares") mientras canalizan armas, fondos y protección a través de los mandos militares colombianos.

En las dos últimas décadas, particularmente con la introducción de las políticas neoliberales y neomercantilistas, los regímenes latinoamericanos han rechazado cualquier tipo de reforma agraria. A diferencia de los años sesenta, en los que la reforma agraria fue percibida por algunos regímenes como un antídoto contra la revolución, en las décadas recientes el Estado ha intentado dar marcha atrás a las reformas realizadas en los últimos cincuenta años.

El desarrollo de las relaciones y de los mercados internacionales, la recolonización del Estado y la aparición de una nueva clase "capitalista transnacional" latinoamericana son los causantes del retroceso de las reformas agrarias, del empobrecimiento cada vez mayor y de la militarización del campo para contener la sublevación rural cada vez mayor.

El retroceso del campo forma parte de un proceso más general de desnacionalización de la industria y de privatización de empresas y servicios públicos. No obstante, el desarrollo de la oposición ha sido desigual, y los trabajadores industriales urbanos se han quedado por detrás de los avances del campesinado y los trabajadores rurales.

Las reivindicaciones y las conquistas de los movimientos rurales son extraordinarias. En Colombia, las FARC -la guerrilla de base campesina-, han creado una zona desmilitarizada del tamaño de Suiza, en donde se celebran foros sociales y en donde especialistas destacados, funcionarios públicos y demás discuten los problemas cruciales de la reforma agraria, los cultivos alternativos, etc. Además, las guerrillas ejercen una gran influencia sobre un tercio de los municipios rurales.

La noción de la territorialidad es fundamental en todos los movimientos campesinos de base mayoritariamente indígena. Una reivindicación zapatista clave es el reconocimiento legal de la autonomía india y el control de los recursos naturales en sus regiones. De igual modo, el CONAIE ecuatoriano, las naciones aymará y quechua en Bolivia, y la nación maya en Guatemala han reivindicado autonomía cultural y control económico nacional, reivindicaciones a las que se oponen los gobernantes de los Estados clientelistas y las empresas extractivas de EE UU y la UE.

La reivindicación de la autonomía nacional nace de la frustración cada vez mayor que genera el Estado neoliberal, de las incursiones y masacres militares constantes, así como de una reafirmación creciente de la identidad cultural nacional.

El segundo logro principal de los movimientos campesinos contemporáneos es el carácter antiimperialista de su lucha. La penetración masiva y continuada del Estado por parte de EE UU y la reivindicación del control de los recursos naturales básicos es el origen principal del antiimperialismo que está renaciendo en las zonas rurales. Por ejemplo, la agresiva campaña antidrogas de EE UU, que entrañó la participación directa de la Drug Enforcement Agency, la CIA y el Pentágono en la destrucción del sustento de 40 000 cultivadores de coca en Bolivia y más de 100 000 en Colombia, es indudable que ha aumentado el sentimiento antiimperialista. La promoción y financiación por parte de EE UU de los programas de fumigación, que han tenido un efecto nocivo en la salud de amplias capas de población campesina y han destruido cosechas tradicionales en el sur de Colombia, han reactivado aún más la conciencia antiimperialista. Asimismo, el que Clinton haya admitido su culpabilidad por la complicidad en la guerra genocida contra Guatemala, con más de 250 000 asesinatos, especialmente campesinos indios mayas, desde luego no ha contribuido a que el imperialismo de EE UU gane adeptos entre los campesinos.

La conjunción de autodeterminación, antiimperialismo y oposición al neoliberalismo está presente en la vanguardia de los movimientos campesinos.

Los activistas campesinos de base, no obstante, se centran en las reivindicaciones locales inmediatas, en particular la reforma agraria, los créditos y los precios y, en algunas regiones, el derecho a cultivar coca. Los líderes mantienen el apoyo por su militancia y su honradez para seguir luchando por las reivindicaciones inmediatas.

Los gobiernos de México han intentado dividir los movimientos campesinos y su base electoral mediante subsidios de ayuda a la "pobreza". En Brasil, el régimen de Cardoso creó un banco agrario para financiar un sistema comercial de adquisición de tierras, en un intento fallido de restar apoyo campesino al MST.

Conclusiones

El Estado ha desempeñado y continúa desempeñando un papel importante en la configuración de la economía agrícola y la situación del campo, en buena medida actuando en contra del campesinado. En determinados momentos concretos el Estado ha apoyado tácticamente un programa de reforma agraria limitado en el tiempo y en el espacio.

Por otra parte, el campesinado ha alternado entre luchas y enfrentamientos locales con el Estado, a veces desempeñando un papel importante en el derrocamiento de la clase gobernante de turno. Los avances positivos para lograr la redistribución de tierras se contrarrestan con la incapacidad de los movimientos campesinos para influir de modo permanente en las instituciones del Estado, lo que conlleva la anulación a medio y largo plazo de las reformas conseguidas en períodos de movilización intensa, un problema que persiste hasta ahora. Por ejemplo, el MST, que consiguió la expropiación de miles de haciendas, se ha visto recientemente confrontado a una drástica reducción de los créditos, que han arruinado o amenazan con arruinar cooperativas que de otro modo serían viables.

El problema de vencer los obstáculos que dominan las luchas sectoriales no es de fácil solución para los movimientos campesinos contemporáneos. Hoy, a diferencia del pasado, muchos de los líderes campesinos reconocen que el sistema financiero, el régimen de exportación y la política macroeconómica dirigidos por el Estado son obstáculos fundamentales para el avance del campesinado. Sin embargo, la consumación de alianzas estables y consecuentes es muy difícil de conseguir. En la mayor parte de los países, el declive de los sindicatos industriales urbanos -basados en el crecimiento del trabajo precario e informal- ha debilitado su capacidad de acción colectiva en todo lo que no sean reivindicaciones salariales. En algunos casos, como Argentina, Chile y Brasil (por no hablar de los corruptos sindicatos corporativos de México), las confederaciones sindicales oficiales están bajo el control de burócratas corruptos de derecha, asociados con regímenes neoliberales (CGT en Argentina, Forza sindical en Brasil) o con funcionarios inmovilistas (CUT en Brasil, Colombia y Chile) que, a la vez que critican el "neoliberalismo", viven de subsidios estatales y tienen poca capacidad de movilizar a sus simpatizantes. Existen movimientos de masas urbanos, por ejemplo: el COB en Bolivia, el CTA y el movimiento de trabajadores desempleados (MTD) en Argentina (que se dedican a realizar bloqueos masivos de las vías de circulación), el PIT-CNT en Uruguay y el Frente Patriótico en Ecuador y Paraguay. No obstante, incluso cuando hay potencial para organizar movimientos de masas urbanos, existe la omnipresente realidad de la represión masiva, que impide profundizar en una alianza urbano-rural revolucionaria. En Colombia, durante el acuerdo de paz de 1984-1990 entre las FARC y el Presidente Betancourt, la izquierda intentó organizar un partido electoral de masas. Entre 4 000 y 5 000 activistas y dos candidatos presidenciales, además de una serie de cargos municipales, fueron asesinados por los escuadrones de la muerte, apoyados por los militares, forzando a los militantes supervivientes a sumarse al movimiento guerrillero y a reanudar la lucha armada rural. En Centroamérica (Guatemala, El Salvador), los antiguos comandantes de la guerrilla se incorporaron a la contienda electoral, pero al precio de abandonar la lucha campesina y de seguir siendo una fuerza marginal en el Congreso.

Enfrentados al dilema de la "cooptación" o de la represión, los movimientos campesinos han respondido de varias maneras. En primer lugar, radicalizando la lucha y dedicándose a organizar bloqueos continuos y generalizados de carreteras que afectan al transporte de alimentos a los núcleos urbanos y materias primas para la exportación. En segundo lugar, llevando la lucha a las ciudades: el MST organiza marchas nacionales a Brasilia de más de 100 000 personas, reclutando a sus partidarios urbanos a medida que transcurre la marcha.

En México, los zapatistas también marcharon a Ciudad de México, movilizando más de 300 000 personas en esta ciudad. En Ecuador, el CONAIE ocupó Quito e incluso se produjo una "toma del Congreso", estableciendo a una efímera "junta popular " con oficiales militares jóvenes progresistas. En La Paz y Asunción se han realizado manifestaciones y marchas campesinas similares. Estas demostraciones de fuerza por lo general garantizan una ronda de negociaciones con el gobierno, un conjunto de acuerdos que por el momento han conseguido la ruptura y la desmovilización.

La demostración masiva de fuerza suele abocar en un medio de negociación que pretende ejercer presión sobre el régimen para modificar su credo neoliberal. A pesar de su apariencia revolucionaria, es una estrategia "reformista " debido a causas subjetivas u objetivas. Muchos de los líderes radicales de los movimientos campesinos, como Vargas de CONAIE, se han dedicado a una ritual espiral de protestas masivas-negociaciones- acuerdos-promesas rotas-protestas masivas, etc. durante casi una década. La política de presión de las masas en lugar de la lucha revolucionaria por el poder del Estado está dictada por las debilidades de las ciudades o por las limitaciones del pensamiento estratégico de los líderes en lo referente a la naturaleza del Estado.

A la complejidad de las luchas campesinas se añaden la división de los movimientos campesinos y la escasa coordinación entre las organizaciones campesinas, que se ve sumisa a una estrategia de 'divide y vencerás' practicada por el Estado. En Bolivia, la rivalidad entre Evo Morales, de los cocaleros, y Quispe, de los movimientos campesinos, es un ejemplo de esta situación. Divisiones similares existen en Paraguay y, en menor grado, en Brasil. El caso más destacado de fragmentación, sin embargo, es México, en donde cada Estado tiene su propia organización militante, a veces dos o tres, según la región. En este contexto, el Estado a menudo ofrece acuerdos o concesiones a un sector a expensas de otros, con lo que introduce un factor de división en la unidad de acción futura.

No obstante, gracias a los esfuerzos realizados se ha logrado forjar alianzas tácticas entre todos los sectores rurales. En Colombia, en agosto de 2001 se convocó con éxito un "paro agropecuario" en el que tomó parte todo el mundo, desde cultivadores cafeteros a jornaleros que paralizaron las principales carreteras en todo el campo colombiano. Igualmente, diversas organizaciones indias en México han creado una organización nacional que defiende sus intereses y manifiesta su solidaridad con el EZLN.

Estas alianzas y coordinadoras, y el desarrollo de una amplia solidaridad de movimientos campesinos en América Latina son un importante paso adelante. Pero el problema clave de enfrentarse a los Estados apoyados por EE UU y a su poder militar también sigue siendo un reto importante. Tanto los esfuerzos zapatistas como los del MST por crear organizaciones homólogas en las ciudades han sido infructuosos. Aunque tienen el apoyo de grupos urbanos religiosos o de derechos humanos, diputados de izquierda, académicos y sindicalistas, éstos no constituyen fuerzas antisistema que puedan ayudar a los movimientos campesinos revolucionarios a llevar a cabo la transformación del Estado. El avance más prometedor en política urbana es el movimiento de parados urbanos, con base en los barrios, en Argentina y la coordinadora de organizaciones populares (POLIS), con base en las comunidades, en República Dominicana. Ambas han demostrado una capacidad de acción de masas coordinada a nivel nacional muy eficaz para paralizar la economía urbana, a pesar de la represión salvaje.

La alternativa a la insurrección rural y a la represión salvaje del Estado es la emigración ultramar y el éxodo rural al extranjero. Más de dos millones de colombianos han sido desplazados por la política de tierra arrasada que implementan las fuerzas militares y paramilitares colombianas apoyadas por EE UU. Hoy, hay más salvadoreños en los EE UU y México que en su país de origen. El éxodo masivo de campesinos en Ecuador, Colombia, Centroamérica y el Caribe es la "negativa pasiva" a la represión estatal y al fracaso del neoliberalismo. A excepción del Presidente Chávez en Venezuela, que habla de un reasentamiento masivo de emigrantes rurales en el campo, ningún Estado de América Latina tiene los recursos o la voluntad política de dar marcha atrás al declive de la agricultura en general y de la agricultura campesina en particular. Integrado en los mercados mundiales, subordinado a Washington, el Estado ha ido practicando de modo creciente políticas de "vaciar el campo", confiscando y traspasando tierras fértiles de los campesinos a los grandes terratenientes y reprimiendo a todos aquellos que están comprometidos con los florecientes movimientos de masas. La aversión es mutua: prácticamente ningún movimiento de masas campesino está alineado con ningún Estado en América Latina.

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