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"MIREN COMO NOS HABLAN DEL PARAÍSO"



Reagan, Wojtyla y la "santa alianza" (Parte I)

Por: Guillermo Sánchez Vicente y Juan Fernando Sánchez Peñas*

A más de dos siglos de acabado el orden feudal, los nuevos estrategas vaticanos han abordado infinidad de pactos y estrategias para recuperar el preciado poder en tiempos en que los reyes eran los representantes de Dios en la tierra y los papas sus administradores pecuniarios. En este artículo publicado en dos entregas, los autores esclarecen algunos aspectos sobre el resurgimiento del conservadurismo católico y sus consecuencias geopolíticas, a partir del gobierno Republicano de Ronald Reagan durante los años ochenta.

A raíz del reciente fallecimiento de Ronald Reagan, que fuera presidente de Estados Unidos de 1981 a 1989, se han publicado numerosos artículos valorando su figura y su época (la era Reagan). Veinte años después de sus mandatos, cierta perspectiva histórica nos permite discernir con más claridad la importancia de su administración y de su legado.

La trascendencia de este presidente se concreta sobre todo en dos aspectos de su gestión: en el ámbito internacional, la erosión a la que sometió al bloque soviético, que terminaría con su disolución, y en el ámbito económico la recuperación definitiva del modelo neoliberal con sus peculiares rasgos de 'keynesianismo de derechas' (incremento del gasto público ligado al complejo militar, junto a una reducción drástica de la fiscalidad). Dos líneas de actuación muy vinculadas entre sí y relacionadas con otras tendencias no menos definitorias de la era Reagan: me refiero al impulso decisivo de la revolución neoconservadora, con sus dimensiones nacionales e internacionales (estrechamente compenetradas también).

Revolución neoconservadora

La revolución neoconservadora despega en Estados Unidos en los años 70, como reacción al 'desmadre moral' suscitado por las 'revoluciones' sociales de los años 60 (simbolizadas por la primavera del 68). La victoria electoral de Reagan frente a Carter en 1980 marca la nueva tendencia social que desde entonces viene consolidándose en Estados Unidos y despertando en gran parte del mundo. Los ocho años de gobierno de Clinton (1993-2000) no sólo no minimizaron su influencia, sino que a base de escándalos (Lewinsky) y de medidas semiizquierdistas o progres (asistencia social pública, aborto, etc.), consiguieron paradójicamente fortalecer y aunar a las corrientes conservadoras, que consolidaron así la fuerza con que irrumpieron en la era Reagan. El mandato de Bush junior es la cosecha lógica de aquel proceso. En este sentido, es significativa la manera en que casi toda la nación ha homenajeado al difunto presidente, deshaciéndose en alabanzas hacia su figura (algo de por sí bastante común en la 'América' mítica y heroica, que exalta y hasta redime su historia con orgullo una y otra vez).

La era Reagan presenció la consolidación definitiva de la 'derecha cristiana'. Hasta entonces los evangélicos fundamentalistas habían apostado por una 'recristianización' de la sociedad 'desde abajo', incitando a los creyentes a la transformación moral personal. La irrupción de la Moral Majority de Jerry Falwell en 1979 supone un cambio de planteamiento, pues los fundies deciden a partir de entonces pasar a la acción política, incluso a la lucha electoral. En 1988, al terminar el segundo (y, por ley, último) mandato de Reagan, el televangelista Pat Robertson se presentó a las primarias, pugnando por hacerse con la candidatura por el Partido Republicano de cara a las elecciones presidenciales; pero George H. W. Bush lo derrotó, alcanzando después la presidencia.

Hasta entonces los evangélicos conservadores habían venido votando principalmente a Reagan, en el que veían un baluarte frente a la disolución moral de la sociedad (paradójicamente, el candidato demócrata que le había disputado la presidencia era Jimmy Carter quien, a pesar de ser un evangélico profundamente comprometido con su iglesia -no así Reagan-, resultaba demasiado 'liberal' para muchos evangélicos). Tanto en 1980 como en 1984 la 'derecha cristiana' reivindicó el triunfo de Reagan como resultado de la movilización de millones de evangélicos tradicionalmente desinteresados por la política (Falwell fue el líder religioso que más encuentros tuvo con el presidente). Esa fortaleza moral de Reagan, de cuño patriótico, convocó también la mayoría del voto católico, prefigurándose así en la persona del presidente la importantísima convergencia entre católicos y evangélicos que se concretaría en la década siguiente. Abandonando antiguos recelos antipapistas, los fundamentalistas adoptaron una estrategia pragmática de transformación social e influencia en las leyes, y desde entonces se han venido aliando a los católicos conservadores en sus luchas comunes contra el aborto, la pornografía, la homosexualidad, el humanismo y la destrucción de la familia. Esta movilización refleja la creciente influencia de los partidarios de la 'recristianización desde arriba'.

La alianza católico-evangélica en el interior del país permite explicar algunas dimensiones de la politica exterior de Reagan que hasta entonces podrían haberse entendido como contradictorias: por un lado se continuó con el apoyo (oficial o implícito) a la expansión de las iglesias evangélicas en el mundo, especialmente en Iberoamérica; pero por otro se estableció una estrecha alianza con la cabeza de la organización que podría sufrir la competencia de estas comunidades: la Iglesia Católica Romana (ICR). Una vez más, el Vaticano jugaba a varias bandas, por un lado apoyando (en un país donde su fuerza social era limitada) aquellas políticas internas y externas de Estados Unidos que favorecen a sus intereses, y por otro tratando de limitar la libertad religiosa de las 'sectas evangélicas' allí donde su poder sigue siendo decisivo (Iberoamérica). La solución final a esta paradoja viene sin duda de la mano del ecumenismo papal, que desde entonces ha logrado significativos avances no sólo en el campo protestante en general, sino especialmente en el que más duro de roer parecía, el evangélico fundamentalista. En las últimas décadas, la Christian Coalition of America ha mostrado significativos gestos de un creciente acercamiento a Roma. La propia encíclica papal sobre el ecumenismo reconoce esta 'apertura ecuménica' en Estados Unidos 'entre los hermanos de la 'Posreforma'' (Ut unum sint, 72).

Otro importante cambio de tendencia legado por la era Reagan se encuentra en el sempiterno debate en torno a la separación iglesia-estado. Este asunto fue definido en la Primera Enmienda a la Constitución de Estados Unidos, pero ha habido continuos intentos de derribar la estricta separación entre los dos terrenos. El propio Reagan atacó en más de una ocasión la 'desmesurada separación entre la iglesia y el estado' (Catholic.net, 11.99), y afirmó: 'Creo que la fe y la religión desempeñan un papel decisivo en la vida política de nuestra nación […] y que la iglesia -y por ella entiendo todas las iglesias, todas las denominaciones- ha tenido una fuerte influencia en el estado. Y esto ha redundado en nuestro beneficio como nación'. Consideraba que si presidentes como Kennedy no habían avanzado en la colaboración entre las iglesias y el estado, se debía a que en su época no se habían cuestionado asuntos como la prohibición del aborto y la oración en las instituciones; pero los nuevos desafíos laicistas requerían una nueva política de colaboración: 'Necesitamos a la religión como guía. La necesitamos porque somos imperfectos, y nuestro gobierno necesita a la iglesia, porque sólo los que son suficientemente humildes para admitir que son pecadores pueden aportar a la democracia la tolerancia que necesita para sobrevivir'.

La 'Santa Alianza'

El 24 de febrero de 1992 el prestigioso periodista Carl Bernstein publicaba en la portada de la revista Time su artículo 'Holy Alliance', en cuyo título recuperaba con acierto este término histórico para aplicarlo a la hasta entonces insólita alianza entre Estados Unidos y el Vaticano en su cruzada conjunta de dimensiones morales, sociales y políticas. El proceso está descrito con detalle en el libro que en 1996 publicaba junto al periodista italiano Marco Politi, Su Santidad. Juan Pablo II y la historia oculta de nuestro tiempo, para el cual manejaron un volumen colosal de información, entre la que destacan los documentos desclasificados de los servicios secretos (ex) soviéticos, y los cientos de entrevistas a los principales protagonistas de la historia (incluyendo a los hombres cercanos al papa, a Reagan y a los colaboradores de éste). Seguiremos esta obra en gran parte de nuestra exposición.

La visión que del catolicismo romano tenía Ronald Reagan difería significativamente de la mantenida por los gobernantes del país hasta entonces. Muy pocos católicos habían llegado a ocupar cargos de importancia en la administración, incluso bajo el mandato del único presidente católico de su historia, John F. Kennedy. Esta tradición comenzó a quebrarse con Reagan, quien, habiendo conseguido la mayor parte del voto católico, nombró a miembros de esta confesión para los puestos más importantes de la política exterior: William Casey (director de la CIA), Vernon Walters (embajador extraordinario del presidente), Alexander Haig (secretario de estado), Richard Allen y William Clark (asesores de seguridad). 'Reagan buscó, de manera abierta y encubierta a la vez, forjar unos vínculos estrechos con el papa y el Vaticano. 'Quería que fuesen nuestros aliados', explicaría años más tarde'' (Su Santidad, p. 275). De manera que, rompiendo con la tradición política de doscientos años, estableció relaciones diplomáticas con el Vaticano.

Estas relaciones se habían establecido hasta entonces considerando exclusivamente la naturaleza política del estado papal y excluyendo cuidadosamente cualquier injerencia de lo religioso en la política, según el principio de separación de la iglesia y el estado. Hubo una primera etapa de relaciones comerciales con los Estados Pontificios a través de una misión diplomática estadounidense (1784-1867), y a partir de 1939 algunos presidentes mantuvieron representantes personales sin estatus de embajador ante el papa.

En septiembre de 1983 el Senado, al revocar el edicto que en 1867 cerró la misión diplomática en los Estados Pontificios, abrió la vía a una nueva etapa. Reagan nombró a William A. Wilson (católico romano, por supuesto) como primer embajador, no ante el estado del Vaticano, sino ante la 'Santa' Sede, contra la opinión de las voces tanto laicistas como evangélicas y católicas que se oponían a semejante medida. De este modo el país que mejor había representado el principio democrático de separación iglesia-estado reconocía el carácter político-religioso de la cabeza de la ICR y abría las puertas a la discriminación religiosa por razones políticas, en un proceso que podría atentar contra la Primera Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos.

Los opositores al cambio de política alegaron el carácter religioso de la autoridad papal como obstáculo para el establecimiento de relaciones diplomáticas, y esgrimieron que el propio Pio Laghi, delegado 'apostólico' en Washington, había señalado que 'la autoridad de la Santa Sede es espiritual y moral y no depende del poder secular'; a lo que el Departamento de Justicia respondió que 'sea cual fuere la fuente de la autoridad de la Santa Sede, o su punto de vista respecto a dicha fuente de influencia mundial, […] el hecho es que […] la Santa Sede posee una gran influencia en el escenario de la diplomacia mundial'. El senador Richard Lugar, quien propuso la enmienda para abrogar la ley de 1867, elogió al papa Juan Pablo II por haber convertido al Vaticano en una 'significativa fuerza política en favor de la decencia mundial'. Wilson dijo que su posición de embajador tenía su razón de ser en el hecho de 'percibir profundamente el llamado a una búsqueda de moralidad' y del 'reconocimiento y comprensión del papel de la religión en los asuntos internacionales'. El propio Reagan declaró que 'ningún bien duradero es posible en la esfera pública sin una renovación espiritual constante. En el presente la voz más poderosa a favor de esa renovación es la del papa Juan Pablo II, el papa católico romano'. El siguiente embajador de Reagan, Frank Shakespeare, afirmó que entendía su función como un intercambio de información entre el Vaticano y el gobierno de su país, y añadió: 'El conocimiento y los intereses de la Santa Sede cubren un amplio espectro, y en muchos casos sobrepasan al conocimiento y los intereses de los Estados Unidos, por ejemplo, en áreas tales como las Filipinas, las Américas, Polonia, Chescoslovaquia, Europa oriental, la Unión Soviética, el Medio Oriente y Africa' (V. Norskov Olsen, Supremacía papal y libertad religiosa, Miami: API, 1992, pp. 77-84).

La colaboración entre las dos potencias se concretó en numerosas actuaciones conjuntas y apoyos recíprocos. Una y otra se consideraban mutuamente necesarias para sus proyectos particulares y sus objetivos comunes (Vernon Walters afirmó, en alusión a la utilidad de Juan Pablo II para los intereses de Estados Unidos, que 'era un potente combustible para aviones'; Su Santidad, p. 344). En atención al papa, Reagan bloqueó las multimillonarias ayudas estadounidenses a los programas de planificación familiar en todo el mundo. Wojtyla, por su parte, apoyó con su silencio la instalación por parte de la OTAN de nuevos misiles en Europa occidental (pp. 285, 336). Cuando la Academia de las Ciencias vaticana preparó un informe muy crítico con la Iniciativa de Defensa Estratégica de Reagan (la 'Guerra de las Galaxias'), el papa, atendiendo a los requerimientos de Vernon Walters, el vicepresidente Bush y el propio Reagan, echó atrás el informe. En el Líbano, la administración Reagan adoptó políticas que favorecían los intereses de los católicos maronitas.

A pesar de que Juan Pablo II ha censurado en numerosas ocasiones el materialismo de las sociedades capitalistas, en ningún momento de los ocho años de reaganismo se pronunció desde el Vaticano crítica alguna hacia la reaganomics ultraliberal; incluso, según declaraciones de los propios colaboradores papales, Wojtyla persuadió a los obispos norteamericanos a que suavizaran sus críticas hacia la política económica del gobierno (p. 498). Aun siendo gran parte de la jerarquía católica del país de línea 'liberal', desde el Vaticano se ha venido apoyando a las corrientes más reaccionarias.

William P. Clark, consejero de Seguridad Nacional y secretario de Interior bajo Reagan, confirma que el papa y el presidente 'compartían el punto de vista de que cada uno de ellos había recibido una misión espiritual -un papel especial en el plan divino de la vida-. Ambos son muy dados a la oración -en el caso de Reagan, sin mostrarlo públicamente-' (Catholic.net, 11.99).


* Guillermo Sánchez Vicente y Juan Fernando Sánchez Peñas son responsables del periódico digital www.laexcepcion.com