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Opiniones

23 de octubre del 2002

Prólogo del nuevo libro de Naomi Klein

Vallas y Ventanas
Naomi Klein

la vaca
Esto no es solo la continuación de No Logo, el libro sobre el movimiento anti-globalización que escribí entre 1995 y 1999. No Logo era un proyecto de investigación para mi tesis universitaria; Vallas y Ventanas es un registro de mis expediciones a las líneas de fuego de una batalla que explotó al mismo tiempo en que No Logo fue publicado. El libro estaba en la imprenta cuando los movimientos subterráneos que describo en estas crónicas irrumpieron en el mundo industrializado, principalmente como resultado de las protestas de Seattle, de noviembre de 1999. De la noche a la mañana, me encontré envuelta en un debate internacional acerca de la pregunta más urgente de nuestro tiempo: ¿qué valores gobernarán la edad global? Lo que empezó como una gira de dos semanas para la presentación del libro, se convirtió en una aventura que abarcó dos años y medio, y veintidós países. Me llevó a las calles invadidas de gas lacrimógeno de las ciudades de Quebec y Praga, a las asambleas barriales de Buenos Aires, a viajes y campamentos con activistas anti-nucleares en el desierto del sur de Australia, y a debates formales con jefes de Estado europeos. Los cuatro años de aislamiento para investigar y escribir No Logo no me habían ayudado demasiado para enfrentarme a esto.
Pese a que en los medios de comunicación me nombraban como una de los "líderes" o "voceros" de las protestas globales, la verdad es que nunca había estado envuelta en política, ni tenía mucho que ver con las muchedumbres. La primera vez que tuve que pronunciar un discurso sobre la globalización, miré mis notas, empecé a leer y no alcé los ojos hasta una hora y media más tarde. Pero no era tiempo para ser tímida. Decenas y luego cientos de miles de las personas estaban realizando nuevas demostraciones cada mes, muchas de ellas personas como yo, que nunca había creído realmente en la posibilidad de cambio político hasta ese momento. Repentinamente parecía imposible ignorar los fracasos del modelo económico reinante. Y ante todo estaba el caso Enron. En nombre de satisfacer las demandas de los inversores multinacionales, gobiernos de todo el mundo fracasaban con respecto a la posibilidad de satisfacer las necesidades de las personas que los habían elegido. Algunas de estas necesidades no satisfechas eran básicas y urgentes -medicina, vivienda, tierra, agua -, algunas eran menos tangibles -espacios no comerciales de comunicación cultural, reunión y participación, incluso en Internet, las ondas públicas o las calles. Detrás de estos reclamos aparecía la traición a la necesidad fundamental de democracias que sean responsables y participativas, no compradas y pagadas por Enron o el Fondo Monetario Internacional. La crisis no respetó ningún límite nacional. Una inestable economía global enfocada en las ganancias a corto plazo estaba exhibiéndose como incapaz de responder a las cada vez más urgentes crisis ecológicas y humanas; incapaz, por ejemplo, de hacer el cambio crucial del uso de combustibles fósiles hacia fuentes de energía sustentables; incapaz, a pesar de todas las promesas y pulseadas, de consagrar los recursos necesarios para revertir el crecimiento del HIV en Africa; sin voluntad de cumplir compromisos internacionales para reducir hambre o incluso evitar las fallas básicas en Europa con relación a la seguridad alimentaria. Es difícil decir por qué el movimiento de la protesta explotó cuando lo hizo, ya que la mayoría de estos problemas sociales y medioambientales han sido crónicos durante décadas, pero parte del crédito, ciertamente, lo tiene la propia globalización.
Cuando las escuelas eran desfinanciadas o se contaminaban las reservas de agua, era habitual culpar a la ineptitud de gestión financiera o a la abierta corrupción de gobiernos nacionales individuales. Ahora, gracias a la ola de intercambio de información que cruza las fronteras, se reconoce que tales problemas son los efectos locales de una determinada ideología global, reforzada por políticos nacionales pero concebida centralmente por un puñado de intereses corporativos y por las instituciones internacionales, incluso la Organización Mundial de Comercio, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. La ironía de la etiqueta de "antiglobalización" impuesta por los medios de comunicación es que nosotros en este movimiento hemos estado convirtiendo la globalización en una realidad viva, quizás más que el más multinacional de los ejecutivos corporativos o los más inquietos miembros del jet-set. En las convocatorias como el Foro Social Mundial en Porto Alegre, en las protestas durante las reuniones de Banco Mundial, y en redes de comunicación como www.tao.ca y www.indymedia.org, la globalización no se restringe a una estrecha serie de transacciones turísticas o comerciales. Es, en cambio, un complejo proceso de miles de personas uniendo sus destinos, al compartir ideas y contar sus historias concretas sobre cómo las teorías económicas abstractas afectan su vida diaria. Este movimiento no tiene líderes en el sentido tradicional, sólo personas decididas a aprender, y a llevarlo adelante. Como otros que se encontraron en esta red global, llegué equipada sólo con una comprensión limitada de la economía neo- liberal, principalmente cómo se relacionó con las personas jóvenes desempleadas y saturadas de comercialización y marcas en América del Norte y Europa.
Pero como tantos otros, yo he sido globalizada por este movimiento: he recibido un vertiginoso curso de lo que la obsesión de mercado ha provocado a los campesinos sin tierra en Brasil, a maestros en la Argentina, a empleados de los fast-food de Italia, a plantadores de café en México, a moradores de los barrios marginales en Africa Sur, a los telemarketers en Francia, a los cosechadores de tomate en Florida, a dirigentes gremiales en Filipinas, o a los niños sin casa ni hogar en Toronto, la ciudad donde yo vivo. Esta colección es un registro de mi propia y creciente curva de aprendizaje, una pequeña parte de un inmenso proceso de información compartida que ha dado a enjambres de personas -personas que no están especializadas como economistas, abogados de comercio internacional o expertos en patentes- el coraje para participar en el debate sobre el futuro de la economía global. Estos ensayos, columnas y discursos, escritos para The Globe and Mail, The Guardian, The Los Angeles Times y muchas otras publicaciones, fueron escritos a los apurones en cuartos de hotel, a la noche, después de protestas en Washington y Ciudad de México, en Centros de Medios de Comunicación Independientes, y también en muchos aviones. (Trabajo con mi segunda laptop, después de que un hombre que iba delante de mí en la apretujada clase económica de Canadian Airlines, reclinó su asiento y escuché el terrible sonido de mi computadora triturándose.)
Ellos contienen los más fuertes argumentos de condena y los ejemplos que pude tener en mis manos para usar en debates con economistas neoliberales, así como las experiencias más movilizadoras que viví en las calles con compañeros activistas. A veces representan esfuerzos apresurados por asimilar información que había llegado a mi inbox sólo horas antes, o para oponer a las campañas de desinformación que atacan la naturaleza y objetivos de las protestas. Algunos de los ensayos, sobre todo los discursos, no se han publicado antes. ¿Por qué coleccionar estos escritos deshilachados en un libro? En parte porque unos meses en "la guerra en terrorismo" de George W. Bush, permite comprender un juego en el que algo ha acabado. Algunos políticos (particularmente los que ven sus planes cuestionados por las protestas) declararon velozmente que lo que había acabado era el propio movimiento: sus críticas sobre los fracasos de globalización son frívolas, se quejaron, incluso son pasto para el "el enemigo". De hecho, la escalada del uso de fuerza militar y represión durante el último año ha provocado protestas todavía más grandes en las calles de Roma, Londres, Barcelona y Buenos Aires. También ha inspirado a muchos activistas que habían realizado cuestionamientos sólo simbólicos, a tomar iniciativas concretas para desactivar la escalada de violencia. Estas acciones han incluido servir como "escudos humanos" durante la evacuación de la Iglesia de la Natividad en Belén, así como el intento de bloquear deportaciones ilegales de refugiados en centros de detención europeos y australianos. Pero mientras el movimiento entró en esta nueva fase, comprendí que había sido testigo de algo extraordinario: el momento preciso y emocionante en el que la muchedumbre del mundo real invadió el exclusivo club de expertos que determina nuestro destino colectivo. Por eso éste no es un registro de una conclusión, sino de ese momento inicial, un periodo marcado en América del Norte por la alegre explosión en las calles de Seattle y catapultado a un nuevo capítulo por la destrucción inimaginable el 11 de septiembre.
Algo más me impulsó a reunir estos artículos. Hace unos meses, mientras buscaba un dato estadístico en mis columnas, noté en ellas un par de temas e imágenes recurrentes. El primero era la valla. La imagen surgió de nuevo y de nuevo: barreras separando a las personas de recursos que eran públicos, alejándolas de la tierra y el agua que necesitan, restringiendo su posibilidad de cruzar fronteras, expresar disentimiento político, manifestar en las calles. Incluso impidiendo a políticos promulgar leyes que tendrían sentido para las personas que los eligieron. Algunas de estas vallas son difíciles de ver, pero de todos modos existen. Una valla virtual crece alrededor de las escuelas en Zambia cuando una educación arancelada se introduce por consejo del Banco Mundial, poniendo la educación fuera del alcance de millones de las personas. Un cerco sube alrededor de la granja familiar en Canadá cuando las políticas gubernamentales convierten a la agricultura en pequeña escala en un artículo de lujo e inaplicable. Hay una real valla invisible que crece alrededor del agua limpia en Soweto cuando los precios son un cohete volador debido a la privatización, y se obliga a los habitantes a volver a las fuentes contaminadas. Y hay un cerco que crece alrededor de la idea misma de democracia cuando se dice a la Argentina que no conseguirá un préstamo del Fondo Monetario Internacional a menos que reduzca el gasto social más y más, privatice más recursos y elimine apoyos a las industrias locales, todo en medio de una crisis económica ahondada por esas mismas políticas.
Las vallas, por supuesto, son tan viejas como el colonialismo. "Esas operaciones usurarias pusieron barras alrededor de las naciones libres" escribió Eduardo Galeano en Las venas abiertas de América Latina. Él estaba refiriéndose a los términos de un préstamo británico a Argentina en 1824. Las vallas siempre han sido una parte de capitalismo, la única manera de proteger propiedad de posibles bandidos, pero el doble discurso que sostiene a estas vallas, últimamente, se ha puesto ruidosamente en evidencia. La expropiación a cualquier corporación es el mayor pecado que un gobierno socialista puede cometer a los ojos de los mercados financieros internacionales (sólo pregúntele a Hugo Chávez de Venezuela o a Fidel Castro de Cuba). Pero la protección de la propiedad garantizada para las compañías bajo los tratos de libre comercio no se extendió a los ciudadanos argentinos que depositaron los ahorros de su vida en cuentas del Citibank, el Scotiabank y el HSBC y ahora encuentra que la mayor parte de su dinero simplemente ha desaparecido. Tampoco las reverencia del mercado a las ganancias privadas alcanzan a los empleados americanos de Enron, que se encontraron sin posibilidad de operar sus retiros jubilatorios, mientras los ejecutivos de Enron convertían frenéticamente en dinero sus propias acciones.
Mientras tanto, algunas vallas muy necesarias están bajo amenaza: en el apuro de las privatizaciones, las barreras que una vez existieron entre muchos espacios públicos y privados -mantener la publicidad fuera de las escuelas, por ejemplo, o evitar que el interés por la ganancia determine la salud -.
Cada espacio público protegido ha sido resquebrajado y abierto, sólo para ser recapturado por el mercado. Otra barrera de interés público bajo seria amenaza es la que separa a las cosechas genéticamente modificadas de las que no lo son.
Los gigantes de la alimentación han hecho un trabajo tan notablemente escaso para impedir que sus semillas mutadas se introduzcan en los campos vecinos por acción del viento, contaminando cultivos, que en muchas partes del mundo comer alimentos libres de transgénicos ya ni siquiera es una opción, porque toda la comida se ha contaminado.
Las vallas que protegen el interés público parecen estar desapareciendo rápidamente, mientras los que restringen nuestras libertades se siguen multiplicando. Cuando noté que la imagen de la valla seguía surgiendo en los debates y en mis propios textos, se volvió significativa para mí. Después de todo, la última década económica estuvo plagada de promesas de barreras que bajarían, y de una mayor movilidad y libertad. Y sin embargo doce años después del celebrado derrumbe del Muro de Berlín, estamos rodeados nuevamente por vallas, cuestionando nuestra propia habilidad de imaginar que el cambio es posible. El proceso económico que se rige por el eufemismo benigno de la "globalización" ahora alcanza todos los aspectos de la vida, transformando cada actividad y recurso natural en una mercancía. Como lo señala el investigador en temas laborales Gerard Greenfield, la fase actual del capitalismo simplemente no apunta al comercio en el sentido tradicional de venta más productos a través de las fronteras. También busca alimentar la necesidad insaciable del mercado redefiniendo como "productos" a sectores enteros que eran considerados parte de lo público, no para la venta. La invasión de lo público por lo privado ha alcanzado categorías como la salud y educación, por supuesto, pero también las ideas, los genes, las semillas, ahora adquiridos, patentados y vallados, así como los remedios aborígenes tradicionales, plantas, el agua e incluso células humanas. Con los derechos de propiedad, el copyright, convertidos en la exportación más grande de los Estados Unidos (más que las manufacturas o la venta de armas), las leyes de comercio internacional no sólo deben entenderse como una baja selectiva de barreras comerciales, sino más precisamente como un proceso que sistemáticamente alza nuevas barreras alrededor del conocimiento, la tecnología y los recursos económicos.
La globalización está ahora en tela de juicio, porque del otro lado de todas estas vallas virtuales hay personas reales, expulsadas de las escuelas, los hospitales, los puestos de trabajo, sus propias tierras, casas y comunidades. La privatización masiva y la desregulación han engendrado ejércitos de personas excluidas cuyos servicios ya no son necesarios, cuyos estilos de vida involucionan, y quienes no logran cubrir sus necesidades básicas.
Estas vallas de exclusión social pueden desechar una industria entera, y pueden colapsar también a un país entero, como ha pasado a Argentina. En el caso de Africa, un continente entero ha sido desterrado del mundo global, quedando fuera del mapa y fuera de las noticias, y apareciendo sólo en tiempos de guerra cuando sus ciudadanos son mirados con sospecha como potenciales miembros de una milicia, posibles terroristas o fanáticos antiamericanos.
En la práctica, muy pocas de las personas excluidas de la valla de la globalización se vuelcan a violencia. Simplemente se mueven: del campo a la ciudad, de país a país. Y allí es cuando se encuentran cara a cara con vallas reales, hechas de cadena y de alambres de púa, reforzadas con hormigón y vigiladas con ametralladoras.
Siempre que oigo la frase "el libre comercio" no puedo dejar de recordar las fábricas enjauladas visité en el Filipinas e Indonesia, totalmente rodeadas por verjas, atalayas y soldados para impedir sus productos subvencionados salgan, y que los dirigentes sindicales entren. Pienso, también, en un reciente viaje al desierto del sur australiano donde visité el infame centro de detención Woomera. A quinientos kilómetros de la ciudad más cercana, Woomera fue una base militar que se ha convertido en un campo privatizado de refugiados, propiedad de una subsidiaria de la empresa de seguridad americana Wackenhut. En Woomera, cientos de refugiados afganos e iraquíes que huyen de la opresión y dictadura de sus propios países, están tan desesperados por ver el mundo qué está pasando detrás de las vallas, que organizan huelgas de hambre, saltan por los techos de sus cuarteles, beben champú, y cosen sus bocas cerradas.
Todos estos cercos se conectan: se necesitan. Los reales, hechos de acero y alambre de púa, dan fuerza a los virtuales, los que pusieron el bienestar y la riqueza fuera de las manos de la mayoría. Simplemente no es posible clausurar este tema sin una estrategia destinada a controlar la inquietud y la movilidad popular. Las empresas de seguridad hacen su negocio más fuerte en las ciudades donde la brecha entre ricos y pobres es mayor -Johanesburgo, São Paulo, Nueva Delhi- vendiendo verjas metálicas, automóviles blindados, complejos sistemas de alarma y ofreciendo en alquiler ejércitos de guardias privados. Los brasileños, por ejemplo, gastan US$4.5 mil millones por año en seguridad privada, y los policías privados superan en una proporción de cuatro a uno a los estatales. En Sudáfrica, el gasto anual en seguridad privada ha alcanzado US$1.6 mil millones, más de tres veces lo que el gobierno gasta cada año en ayuda social.
Parecería que estas vallas que protegen a los que tienen de quienes no, son pistas del proceso de veloz transformación hacia un sistema de seguridad global, y no hacia la aldea global que intentaría reducir los muros y vallas, como se había prometido. En su lugar, aparece una red de fortalezas conectada por corredores de comercio convenientemente militarizados. Si este cuadro parece extremo, sólo es porque la mayoría de nosotros en Occidente raramente ve los cercos y la artillería.
Las fábricas valladas y los centros de detención de refugiados permanecen en lugares remotos, sin capacidad para desenmascarar la retórica seductora de un hipotético mundo sin fronteras. Pero durante los últimos años, algunos cercos han quedado al descubierto, durante las cumbres internacionales de este modelo brutal de globalización. Ahora se comprende que si los líderes mundiales quieren reunirse a discutir un nuevo tratado de comercio, necesitarán construir una fortaleza moderna para protegerse de rabia pública, acompañada con tanques acorazados, gases lacrimógenos, camiones hidrantes y perros de ataque.
Cuando Quebec fue sede de la Cumbre de las Américas, en abril de 2001, el gobierno canadiense tomó la decisión inaudita de construir una jaula alrededor no sólo del centro de conferencias, sino del centro de la ciudad, donde los residentes tenían que mostrar sus documentos oficiales para llegar a sus casas o a sus lugares de trabajo.
Otra estrategia ha sido sostener las cumbres en lugares inaccesibles: la reunión del G8 en 2002 se celebró en las Rocky Mountains canadienses, y los encuentros de 2001 de la Organización Mundial de comercio tuvieron lugar en el represivo estado de Qatar, donde el emir prohibe protestas políticas.
La "guerra al terrorismo" se ha vuelto otra valla, utilizada por organismos internacionales para explicar por qué las muestras públicas de disentimiento no serán posibles en estos tiempos o, peor, trazar amenazantes paralelos entre los que protestan legítimamente y los terroristas que buscan destrucción.
Pero lo que se describe como amenazantes confrontaciones son a menudo eventos alegres, así como experimentos de maneras alternativas de organizar sociedades, o críticas de los modelos existentes.
La primera vez que participé en una de estas "anticumbres" recuerdo haber tenido la sensación de que alguna clase de portal político se estaba abriendo a una ventana, "un crujido en la historia," para usar la bonita frase del Subcomandante Marcos. Esta apertura tenía poco para ver con la ventana rota del local McDonald, la imagen favorita de las cámaras de televisión; era algo más: un sentido de posibilidad, una explosión de aire fresco, de oxígeno al cerebro.
Éstas protestas, que son maratones de intensa educación en política global, y fiestas de música y teatro callejero, son un universo paralelo. Toda la noche, el lugar se transforma en un tipo de ciudad global alternativa donde la urgencia reemplaza a la resignación, el arte está por todas partes, los extraños hablan con nosotros, y la perspectiva de un cambio radical en curso político no parece como una idea anacrónica sino el pensamiento más lógico en el mundo. Incluso las medidas de seguridad han sido tomadas como parte del mensaje de los activistas: los cercos que rodean las cumbres se volvieron metáforas de un modelo económico que destierra a miles de millones a la pobreza y la exclusión.
Las confrontaciones tienen muchos aspectos. Se hacen vallas, pero de ramitas y ladrillos. Se devuelven los gases lacrimógenos golpeándolos con palos de hockey, se desafía irreverentemente a los cañonazos de agua de los camiones hidrantes con pistolas de agua de juguete y el zumbido de los helicópteros recibe como respuesta burlona enjambres de aviones de papel. Durante la Cumbre de las Américas en Quebec, un grupo de activistas construyó una catapulta de madera al estilo medieval, de ruedas, la pasaron sobre las vallas, y arrojaron con ella ositos de peluche al techo del edificio donde se reunía la cumbre.
Estos activistas son serios en su deseo de romper el orden económico actual, pero sus tácticas reflejan una negativa obstinada a comprometerse en forcejeos de poder clásicos: su meta que yo empecé a explorar en los pedazos finales en este libro, no es tomar poder para ellos sino desafiar la centralización del poder.
Otros tipos de ventanas también se están abriendo, calladas conspiraciones para salvar espacios privatizados y recursos económicos para el uso público. Quizá también pueda contarse a estudiantes que dan patadas a los anuncios fuera de sus aulas, o que intercambian música on-line, o preparan centros de los medios de comunicación independientes con software libre. Quizá son campesinos tailandeses que plantan verduras orgánicas en campos de golf, o campesinos sin tierra de Brasil reduciendo cercos alrededor de las tierras sin usar y convirtiéndolos en los cooperativas de cultivo. Quizá son obreros bolivianos que revierten la privatización de su suministro de agua, o residentes de barrios marginales sudafricanos que reconectan la electricidad del vecindario bajo el eslogan "Poder a las Personas".
Y esos espacios, luego se rehacen. En las asambleas barriales, en centros de medios de comunicación independientes, en campos, bosques, comunidades, una nueva cultura de democracia directa y vibrante está surgiendo, una democracia fortalecida por la participación directa, no la del descorazonado espectador pasivo.
Pese a todos los esfuerzos privatizadores, resulta que hay algunas cosas que no quieren ser poseídas. La música, el agua de riego, las semillas, la electricidad, las ideas, siguen estallando fuera de los confines levantados a su alrededor. Tienen una resistencia natural al cercamiento, una tendencia a escapar, a fluir a través de los cercos, y huir a través de las ventanas abiertas.
Cuando escribo esto, no está claro lo que surgirá de estos espacios liberados, o si lo que crezca será lo suficientemente robusto como para resistir el ataque de la policía y el ejército, que intentan reforzar deliberadamente la comparación entre el terrorista y el activista.
La pregunta de lo que viene en el futuro me preocupa, como le ocurre a cualquiera que ha sido parte de la construcción de este movimiento internacional. Pero este libro no es un esfuerzo por contestar esa pregunta. Simplemente ofrece una mirada a los comienzos del movimiento que explotó en Seattle y ha evolucionado envuelto en lo ocurrido el 11 de septiembre y sus consecuencias. Yo decidí no reescribir estos artículos, más allá de unos pequeños cambios. Ellos se presentan aquí (más o menos en orden cronológico) como lo que son: postales de los momentos a veces dramáticos, un registro del primer capítulo de una vieja y recurrente historia: la de las personas que empujan contra las vallas que intentan contenerlas y abren ventanas, respirando profundamente, saboreando la libertad.
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