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Opiniones

La sociedad paralela

Luis Alsó Pérez
El sistema dominante no ejerce su dominación únicamente a través del poder político, económico y militar, sino también del poder cultural. En la dialéctica sistema -individuo no es sólo el sistema el que condiciona al individuo, sino que es éste también el que alimenta y estabiliza a aquél cuando asume sus valores culturales. Es entonces cuando la cultura de un sistema opresor-que justifica la opresión -se consolida como dominante, sobre la base de una degradación social que se traduce, básicamente, en la pérdida de la conciencia, la solidaridad y la rebeldía. No es ya sólo, entonces, que dicho sistema debilite a los pueblos, sino que también la debilidad de los pueblos alimenta y consolida el sistema. Se acaba estableciendo, pues, un circulo vicioso, en el que resulta irrelevante cual haya sido la causa inicial del proceso. En este sentido, es cierto que, a la larga, los pueblos acaban teniendo los gobiernos que se merecen.
Si la transformación en sentido positivo de un sistema injusto implica necesariamente la transformación del propio individuo, debe darse un salto cualitativo de éste a través de la lucha emancipadora, porque solamente con una praxis sustentada en una conciencia social recuperada puede el individuo superarse y transformarse a sí mismo. En efecto, la lucha abnegada y tenaz por la justicia social no sólo transforma los sistemas, sino también a los pueblos. Es esta transformación- y no el nuevo poder -la verdadera garantía de una sociedad mejor. La lucha contra el régimen opresor es, a la vez, una lucha contra uno mismo, contra el hombre viejo; es decir, contra el individualismo, la pasividad o la complicidad. Una lucha, en suma, contra los valores interiorizados de la cultura dominante que servían a aquel de sostén. El Estado revolucionario, pues, no hay tanto que arrebatarlo como "merecerlo".
La izquierda transformadora es aquella minoría consciente que no ha perdido aquellas virtudes de la rebeldía y de la solidaridad. Su misión y su vocación es inculcárselas a las masas con su ejemplo personal; es decir, actuar como catalizador de una regeneración social que rompa aquel circulo vicioso sobre el que se asienta el sistema explotador, y, revirtiéndolo en virtuoso, vaya generando gradualmente una sociedad nueva, una sociedad paralela con valores opuestos (solidaridad contra individualismo, cooperación contra competitividad, austeridad ecológica contra consumismo, coparticipación contra autoritarismo y burocratismo, etc., etc..) a los de la cultura dominante que acabe por subvertirla. La fuerza motora de esa nueva sociedad estaría, pues, en una revolución cultural impulsada por la izquierda; revolución que sólo puede desarrollarse a partir de ensayos estimulantes, y no del simple adoctrinamiento. La nueva cultura, pues, no basta con predicarla; también- y sobre todo- hay que vivirla.
La izquierda de los países desarrollados no sabe salir del callejón que supone su impotencia para cambiar el sistema desde las instituciones o por la vía insurreccional, ya que aquéllas no representan un verdadero poder y ésta parece cada vez mas utópica. El planteamiento es, a nuestro entender, incorrecto, porque ignora la dialéctica sistema- individuo, ya que la cuestión fundamental no es cómo tomar el poder institucional, sino cómo vaciarlo de contenido social; es decir, cómo romper la adecuación entre la superestructura cultural del sistema dominante y su base social mayoritaria. La misión de la izquierda transformadora no es tanto plantearse la estrategia de la toma del poder institucional como generar el poder fáctico de una sociedad solidaria y fuerte- la sociedad paralela -que lo condicione cada vez más. Por lo tanto, no hay que esperar a derribar el sistema para empezar a vivir de otra manera; por el contrario, viviendo de otra manera empezará a desmoronarse el sistema. Y ello vale también para las contrarrevoluciones: en la etapa brezneviana el pueblo soviético ya había empezado a vivir "de otra manera"; es decir, se había iniciado una sorda contrarrevolución cultural que se manifestaba en la proliferación de comportamientos individualistas o antisociales. Cuando se minusvalora la importancia del poder social- entendido como poder fáctico que emana de una revolución cultural - y se identifica como único poder a aquel que emana de la boca de los cañones, resulta muy difícil imposible, explicar cómo el imperialismo se ha adueñado virtualmente del antiguo bloque socialista sin disparar un solo cañón; o como Jomeini pudo derrotar la tiranía del sha Rheza Palevi cuando éste tenía todos los cañones. En esto consiste la importancia de la revolución cultural, que debe preceder a la política propiamente dicha, pues condiciona su éxito. Así ha ocurrido siempre en la historia de las revoluciones.
Sin revolución cultural consolidada no hay poder social; y sin poder social, el poder institucional de la izquierda no sirve para nada. Por ello afirma James Petras ("Informe Petras") que el daño más grave infligido por el felipismo a las masas fue la destrucción de la cultura obrera que había empezado a despuntar en el tardofranquismo. El sociólogo Joaquín García Roca, en su trabajo Justicia, eficacia y solidaridad, señala las similititudes entre la mentalidad neoliberal y el izquierdismo déspota-ilustrado, que "tienen en común no creer en la emergencia de actores sociales autónomos, capaces de influir sobre la marcha de las cosas.... La impotencia de las víctimas es el mito más peligroso, que sólo ha servido para hablar en su nombre, negarles la palabra y someterles a una incesante minoría de edad". La diferencia entre la concepción electoralista-oportunista de la transformación social-transformar la sociedad desde arriba- y la sociedad paralela-transformarla desde abajo- es la misma diferencia que hay entre darle pescado a un indigente y enseñarle a pescar. En el primer caso solo conseguimos perpetuar una sociedad pasiva y débil, incapaz de ser protagonista de su destino, que acabará teniendo, mas tarde o más temprano, el régimen que se merece.
Una sociedad acostumbrada al individualismo y a la pasividad política sería incapaz de sustentar un cambio de sistema- por muy progresista que fuese -sobrevenido de una hipotética victoria electoral o del asesinato del tirano; los fenómenos de corrupción y alienación del poder rebrotarían y la socavarían rápidamente. La concentración -y más tarde la usurpación- del poder en una minoría es inevitable cuando la sociedad está subdesarrollada en este sentido- es decir, cuando no ha habido una verdadera revolución cultural, que la articule y configure como contrapoder. Si el pueblo no ha aprendido a vivir colectivamente y la revolución consiste en una rebelión puramente coyuntural -como una huelga general exitosa- será, aunque derribe al régimen opresor, una revolución inmadura con un futuro precario. En esa inmadurez está el origen de los fenómenos de burocratización- degradación de los regímenes revolucionarios pasadas las primeras etapas, tanto más cuanto que suelen nacer en una situación de apremio o de acoso exterior que propicia aquella concentración.(todavía hay comunistas que opinan que la caída de la URSS tuvo como causa remota la "mala suerte" de que Lenin muriera prematuramente y el poder se concentrara en Stalin, olvidando que si el futuro de una revolución social depende de la bondad o lucidez de una persona determinada, es que está viciada ya en origen). Por ello la sociedad socialista- su base -hay que construiría antes de tomar el poder, y no después. El "hombre nuevo" no es un producto del nuevo sistema, sino al revés.
La izquierda tradicional ha venido sustentando una filosofía de la revolución que se podría resumir en algo así como "tomemos el poder y todo lo demás vendrá por añadidura". Concibe el proceso revolucionario como una simple técnica de la toma del poder, e identifica la consolidación de la revolución con la entronización del Partido en el aparato del Estado. Su "neodespotismo ilustrado", que percibe al pueblo como una simple víctima desvalida, acaba configurando a las masas como entes pasivos, a los que se les promete regalar un nuevo Estado que solucionará, por sí mismo, todos sus problemas. La izquierda del futuro, en cambio, deberá plantearse como tarea prioritaria la revolución cultural, porque la verdadera revolución no consiste en cambiar los gobiernos, sino los pueblos.
Todo lo dicho anteriormente nos remite al problema del papel del Estado y el Partido cuando ha triunfado la revolución. A este respecto buena parte de la izquierda ha venido siendo, a nuestro entender, víctima de una ilusión, a la que hemos venido aludiendo: creer que el nuevo Estado y sus leyes son el garante de la revolución, porque lo determinante son las estructuras, en el sentido de que un cambio de éstas determinaría un cambio automático de la conciencia. Este ingenuo optimismo antropológico, que conduce a la disolución de la ética colectiva, y a la concepción puramente instrumental de la revolución a que antes aludíamos, ya fue combatido por Gramsci. Su trascendental aportación queda hoy actualizada y revalorizada ante el dramático derrumbe de los sistemas del "socialismo real". La realidad es que la interacción positiva entre el sistema y el hombre solo funciona cuando éste ya se ha transformado (superado) a través de la praxis prerevolucionaria, convirtiéndose en un hombre nuevo; es decir, cuando ha interiorizado los valores de la revolución cultural socialista. De lo contrario, el individuo, con una conciencia social subdesarrollada y lastrada por la vieja cultura, acabaría pervirtiendo el sistema en lugar de beneficiarse de él. Este sólo sobreviviría, en el mejor de los casos, como un conjunto de normas muertas.
Es un error, por lo tanto, creer que la Constitución y el Estado son los verdaderos garantes de una revolución triunfante -algo así como una póliza de seguro a todo riesgo para su perdurabilidad- ignorando la dialéctica de retroalimentación positiva entre sistema y sociedad. Una revolución sólo perdura si las vivencias que forjaron las virtudes de los revolucionarios e hicieron de ellos "hombre nuevos", siguen siendo experimentadas- aunque en otro nivel -por las nuevas generaciones, porque el nuevo sistema las sigue haciendo necesarias. El Estado revolucionario tiene que potenciar la solidaridad, la cooperación y la corresponsabilidad social, y no arrogárselas haciéndolas socialmente superfluas, pues con ello debilita y degrada a las masas. En la formula Partido-Estado este se transforma en un ente alienante que, asumiendo todas las virtudes revolucionarias, nos exime de practicarlas. Como dice M.Taylor, el Estado en su configuración tradicional "debilita las comunidades locales, socava la responsabilidad individual y exacerba las condiciones por las que dependemos cada vez más de él, y, con esto, releva a la gente de cooperar entre sí". Es decir, opera como un destructor de la cultura socialista, que deja de ser algo vivo, para convertirse en un simple conjunto de leyes. Señala García Roca que "puede haber un alto grado de justicia institucional –buenas leyes, sistemas protectores avanzados, políticas sociales progresistas- y una nula cooperación entre la gente, con ciudadanos insolidarios". En la desaparecida URSS aquél pueblo solidario y rebelde, que derrocó la tiranía zarista y protagonizó algunas de las gestas mas gloriosas de la historia humanidad, aquel pueblo en que empezaba a apuntar el hombre nuevo ha devenido, de la mano del Estado-Partido protector, una masa pasiva y amorfa, capaz de soportar los más increíbles despojos y vejaciones sin rebelarse. Ejemplo patente de una sociedad degradada, que ha acabado atrayendo, como el imán al hierro, el régimen que se merece; y ejemplo patente también de que las estructuras- que no habían variado, básicamente, desde los inicios de la revolución -no determinan, por sí mismas, la conciencia.
Garantizar que ello no ocurra, manteniendo viva la dialéctica que alimenta la nueva sociedad, es el papel de la vanguardia de izquierda –del Partido- tras el triunfo de la revolución, y no convertirse en una casta burocrática detentadora de poder. No solo no debe vaciar de contenido los colectivos sociales prerrevolucionarios transfiriendo su papel a dicho Estado (en la URSS la consigna "todo el poder a los soviets" se transformó, de hecho, en la de "todo el poder al Partido") sino que, por el contrario, debe fortalecer cada vez mas su protagonismo. Solo así se hace posible la utopía marxista de una reducción progresiva del Estado -y la desaparición del propio Partido - en favor de una sociedad socialista madura, con plena capacidad de autonomía y cohesión. En los desaparecidos países socialistas se caminaba en sentido contrario: la dependencia del Estado-Partido crecía, en vez de disminuir, gracias a una sociedad mantenida en permanente minoría de edad. El Partido fue un instrumento diseñado para liderar, antes de la revolución, el poder social y, después de ella, el institucional. Pero éste le alienó de tal manera de aquél que llegamos a contemplar el insólito espectáculo de huelgas de obreros contra los "estados obreros", en vísperas del derrumbamiento del bloque socialista. El poder institucional se ejercía, por supuesto, en nombre de unas masas que creyeron que, sustituyendo al zar por el Partido, su futuro estaba garantizado; pero esa tutela adormecedora y desmovilizadora desembocó en una nueva tiranía. Por eso cuando se afirma que "la clase obrera ejerce el poder a través de su destacamento de vanguardia, el Partido" se sientan las bases de su alienación.
El neoliberalismo también había de "adelgazar el Estado" restringiendo sus funciones, pero, hipócritamente, se refiere sólo a su función social, manteniéndolo intacto, e incluso fortaleciéndolo como instrumento de poder al servicio de sus intereses, que son los de una minoría explotadora. Sin embargo es también obligado constatar, y ello corrobora lo que venimos diciendo, que en todos los países europeos que introdujeron el llamado "Estado de bienestar", las organizaciones de masas- empezando por los sindicatos -se han debilitado, al transferir buena parte de su protagonismo a ese modelo de "Estado protector" que, ingenuamente, imaginaron eterno. Ello explica por qué su desmantelamiento se esta haciendo con relativa impunidad ante unas masas desarticuladas, incapaces de una contestación efectiva. En la URSS el sistema socialista degeneró, de hecho, en un gigantesco, hipertrofiado e hiperburocratizado Estado de bienestar que desmovilizó los colectivos sociales prerrevolucionarios, sustituyendo la fe de las masas en sí mismas por la fe en el Estado-Partido.
Carece de sentido una sociedad civil viva y articulada- una sociedad protagonista - cuando el Estado se ocupa de todo, o de casi todo. El modelo de Estado protector engendra, por un lado, una gigantesca burocracia, y por otro una profunda y peligrosa desmovilización social. Ello ocurre cuando se confunde socialización con estatización, o cuando se llega al poder con una sociedad inmadura para corresponsabilizarse y coparticipar, porque no ha vivido una profunda revolución cultural. Es imposible una verdadera sociedad socialista si no hay un pueblo espiritualmente cohesionado, porque el subdesarrollo de la conciencia social juega a favor del capitalismo, abonando el terreno para su retorno. Dicha cohesión se consigue desarrollando la conciencia de la interdependencia -base de la solidaridad- y de la corresponsabilidad -base de la coparticipación- a través de una dilatada praxis colectivista. Dicho de otra forma: hay que socializar la vida antes que la economía, porque de aquélla depende el éxito de ésta, y porque, en caso contrario, se acaba en una estatización-burocratización de la economía y de la vida. Como dice James Petras: "..hay que redefinir el proyecto socialista, que es un proyecto enraizado en la sociedad civil, donde las relaciones sociales no son un instrumento del Estado, sino que son las relaciones sociales las que definen el papel del Estado".
Uno de los dramas sociales de nuestros días es la creciente masa de marginados que genera el neoliberalismo capitalista. Hasta un tercio de la sociedad ("sociedad de los dos tercios") puede quedar excluida permanentemente del sistema y de sus niveles mínimos de bienestar. El peligro es su lumpenización progresiva, que haría muy difícil su recuperación. Pero no solo los marginados, sino también el proletariado y las capas medias -que tanto peso específico han adquirido en las sociedades desarrolladas- están distanciándose cada vez más de los partidos. Fiables encuestas nos dan índices escalofriantes- mas del 90% -de desconfianza hacia ellos entre los jóvenes con ideales, que se ven mas realizados en las ONGS que en aquellos. Ante estos fenómenos, que indican claramente la necesidad de "volver a la calle", nuestra izquierda electoralista se limita a decir que hoy es muy difícil movilizar a las masas. Ello es, ante todo, la confesión de su derrota ante la cultura alienante de la sociedad de consumo, en la cual ella misma está inmersa en buena medida, porque sigue soñando en conciliarla con la justicia social y el desarrollo sostenible; o sea, la cuadratura del círculo. No sabe ni siquiera como llegar a esas masas con un lenguaje que suscite su fe o su interés; y, sin embargo, constata desolada como el mensaje de cualquier secta o predicador evangélico recaban mas atención y adhesiones; cualquiera de ellas tiene mas capacidad de convocatoria que los partidos de izquierdas. La pujanza de esos fenómenos demuestra, en cambio, que estamos ante una crisis cultural del sistema que la izquierda no sabe capitalizar. Dicho de otra forma: se está haciendo patente la necesidad de una revolución cultural, pues no estamos -en las sociedades occidentales- ante una simple crisis política o económica, sino ante una crisis de civilización; esto es, ante una crisis global de valores. Las ONGS, sectas o religiones deben su pujanza a que responden mas en su praxis a las demandas espirituales del hombre unidimensional y solitario de esas sociedades que los partidos de izquierda, en cuanto parten del rechazo radical a una forma de vida que éstos no cuestionan. Mientras en la calle hay hambre de solidaridad y comunicación humana, nuestra izquierda electoralista se enclaustra en los pasillos enmoquetados de las instituciones burguesas, soñando con el redentorismo desde "el poder". Esa izquierda no ha sabido comprender, en suma, que no sólo en el proletariado -cuyo peso específico relativo ha disminuido en nuestros días- sino también en ese ciudadano frustrado de las capas medias hay un importante potencial revolucionario.
La necesidad objetiva de una revolución cultural se genera por la contradicción creciente entre las estructuras materiales de la emergente "aldea global", cada vez mas socializadas, y su superestructura cultural, cada vez mas individualista. Mientras aquéllas demandan, en base a una creciente interdependencia objetiva entre los pueblos, una conciencia social y ecológica planetaria, ésta se basa, como dice Pierre Bordieu, en la "destrucción sistemática de todo lo colectivo". Sus manifestaciones son propuestas como la privatización-mercantilización del medio ambiente, la OMC, o la desregulación-precarización laboral. Pero la crisis cultural del imperialismo empieza a abrir brecha (históricamente se suele dar esta concomitancia entre el cenit del poder material y el inicio de la decadencia cultural) y éste puede recurrir a un recorte progresivo de las libertades para dictarnos lo "políticamente correcto", e imponernos "el pensamiento único" y "el nuevo orden mundial". Por ello, la tarea fundamental de la izquierda es, apoyándose en esa crisis cultural, implicar a las masas en ensayos de vida colectiva para promocionar su modelo alternativo de sociedad, demostrando con una nueva praxis que, cambiando consumismo por calidad de vida e individualismo por solidaridad y cooperación, se satisfacen no sólo muchas necesidades materiales, sino también las necesidades espirituales de ese hombre moderno en crisis.
El reto para la izquierda consiste, en suma, en ir desconectando al ciudadano de las redes del sistema que le atrapan y le enfrentan a sus semejantes, y hacerle recuperar, con una nueva forma de vida, la fe en sí mismo y en los demás. Es decir, en entronizar a fondo una contracultura: la cultura de lo colectivo. Como dice M.Taylor "se trata de generar espacios... para que la solidaridad se practique tras ser experimentada y observada ("altruismo genera altruismo"); para que nuestras preferencias no se centren sólo en nuestro propio bienestar, sino que aprendamos a preocuparnos tambien por el de los otros; para que seamos conscientes de que la buena marcha de la sociedad, sobre todo, depende de nuestros actos; ......para que nos eduquemos bajo el principio de reciprocicidad y no pidamos para nosotros más de lo que estamos dispuestos a conceder a los demás.". García Roca subraya el poder de este proceso de retroalimentación positiva: "cuando las acciones concretas de todas las partes en juego se encuentran, se inaugura una acción nueva y diversa; cuando las acciones individuales se ponen en contacto generan órdenes de realidad nuevas; es más que la suma de sus partes originarias. La acción conjunta crea realidades originales y, sobre todo, modifica estructuralmente a las personas implicadas." Pero ¿cómo abrir una dinámica que conduzca a la sociedad paralela?. Pues creando redes paralelas de estructuración social que ayuden a romper o debilitar las que atan al sistema; redes basadas en la solidaridad, la cooperación, la ecología...... Redes cooperativas, asistenciales, de comunicación, de consumo, etc... A este respecto conviene aclarar que no hay que confundir esas redes con redes de caridad: en éstas el pueblo juega un papel pasivo ante las instituciones (benéficas o religiosas) que las protagonizan. En las redes de la sociedad paralela, por el contrario, el pueblo autoorganizado es el protagonista; nacen de la solidaridad (" hoy por ti, mañana por mí") y la consolidan. Aquellas debilitan al pueblo, éstas le fortalecen. No existe, por tanto, el riesgo –apuntado por algunos críticos de las ONGS- de crear un "colchón social" que amortigüe la opresión del Estado capitalista; erosionan, por el contrario, su base social.
Pero no se trata sólo de un contrapoder social sino también –a través de las cooperativas y asociaciones de consumo- económico. Como dice M. Taylor, se trata de generar "comunidades donde los individuos, al saber que los otros también colaboran, prescindan al máximo del poder tutelar del Estado y entablen lazos directos de cooperación". Esto es, de generar una sociedad paralela que, lejos de consolidar el sistema,.lo vaya vaciando de contenido.
Para que esas redes alternativas sean verdaderamente eficaces tiene que estar, a su vez, conectadas internacionalmente, porque el sistema dominante está hoy globalizado.
Como dice García Roca "la estrategia reticular consiste en unir y vincular los hilos de la acción desde abajo hasta el nivel planetario.
Parte del supuesto de que, para controlar el saqueo global, es necesario que los múltiple hilos de la acción sean capaces de unirse a nivel planetario.
La globalización hace que la solidaridad sea algo más que un imperativo ético, para convertirse en una condición, tanto para la subsistencia como para la vida digna".
Veamos ahora varios ejemplos, algunos de ellos sacados del rico acervo de pasadas experiencias del movimiento revolucionario, que con su potencialidad creadora, encuentra siempre soluciones a problemas que parecían insolubles. Empecemos por abordar el lacerante tema de los parados. ¿Qué hace nuestra izquierda electoralista para aliviar la situación de los parados aquí y ahora?: absolutamente nada. Las organizaciones autónomas de parados que están surgiendo en Europa son la demostración palpable de su fracaso. No se plantea, por ejemplo, crear redes de solidaridad en los barrios para ayudarles, en lugar de dejar que se vayan lumpenizando. O bien, una bolsa de trabajo en el propio barrio (por ejemplo asignarles tareas comunes de limpieza, vigilancia, cuidados ecológicos, etc. .). Y aprovechar también a profesionales en paro (médicos, abogados, enseñantes, etc.) para proporcionar servicios a los barrios, asegurándoles un puesto de trabajo y obteniendo a la vez unos servicios más baratos. O bien, podrían promocionarse los recientemente ideados Bancos del Tiempo, esto es, intercambio de horas de servicios diversos, sin dinero de por medio, pues también hay que irse desconectando del sistema financiero, que vampiriza a las masas, creando algo así como un banco del pueblo, sin afán de lucro. Y redes asistenciales para enfermos, ancianos, y personas desvalidas, abandonadas por el sistema. Los barrios dejarían de ser espacios muertos o ciudades- dormitorio para adquirir fisonomía humana.
El mismo abandono cabe constatar en el gravísimo problema de la droga, una de las palancas de poder económico y de desmovilización del imperialismo, que la izquierda se limita a denunciar, pero abandonando en la práctica a familias y barrios enteros (he oído preguntar a vecinos angustiados "¿dónde está la izquierda?"). A los más que llega es a prometer en sus programas electorales una legalización que se parece mucho a una capitulación, en lugar de enseñar a los vecinos a organizarse, movilizarse y crear redes de solidaridad con las familias afectadas. Cuando se obtienen victorias -aunque sean parciales- en luchas como éstas, los réditos morales superan con mucho a los electorales, pues se va forjando un barrio nuevo y solidario, con fe en si mismo para afrontar nuevos retos.
Una izquierda que no es capaz de poner en marcha un amplio y exitoso movimiento cooperativo es una izquierda fracasada. Ese cooperativismo es una de las bases fundamentales de la sociedad paralela y del futuro Estado socialista, y constituye un banco de pruebas para su madurez. Un amplio y solidario movimiento cooperativo se va convirtiendo paulatinamente en un verdadero sabotaje al sistema económico dominante, y en un poder fáctico que, inexorablemente, devendrá poder político. Pero, para ello, tiene que ser cooperativismo en toda la acepción del término; o sea, con verdadera coparticipación y corresponsabilidad. Una sociedad forjada en una experiencia cooperativista de este tipo permite, además, una amplia descentralización de las apremiantes tareas con que, invariablemente, se encuentra la revolución tras la toma del poder, previniendo los fenómenos, ya aludidos, de cupulización y estatización.
Como dice James Petras, el socialismo del futuro "debe ser menos estatista y buscar más la construcción de una economía social ... un Estado al servicio de la cooperación".
Otro de los grandes campos de acción de la izquierda es el consumo. El consumo es la locomotora del tren capitalista. Unas masas concienciadas sobre el poder del consumo pueden hacer que ese tren descarrile, o que ande al ritmo que ellas le marquen. Las masas adecuadamente organizadas tienen una poderosa arma contra el sistema en el consumo. Por ejemplo, boicoteando productos de empresas que sobre exploten a los trabajadores (nacionales o extranjeros) o dañen al medio ambiente, creando cooperativas de consumidores para defenderse de los abusos de las multinacionales, etc, etc... La sociedad de consumidores estadounidense liderada por Ralph Nader se ha convertido ya en un poder fáctico capaz de condicionar al poder político. También están surgiendo en algunas ciudades norteamericanas cooperativas de consumidores y pequeños granjeros que eliminan intermediarios, y aseguran el autoabastecimiento de alimentos más sanos y baratos, al margen de los circuitos de la agroindustria y el macro comercio.
Otro importante frente de lucha son los medios de comunicación, arma fundamental del sistema para desarmar a las masas. Es necesario crear una red de información paralela y, al mismo tiempo, ir detrayendo a las masas de la tele dependencia, fomentando la comunicación personal. Es preciso luchar por calles peatonales y transporte público; no solo por razones ecológicas, sino también psicológicas, pues ello reactivaría dicha comunicación, debilitada por la atomización urbana y la ruidosa barahúnda del tráfico masivo. El sistema se alimenta también de esa incomunicación, que propicia el individualismo. La ciudad deshumanizada no es un simple subproducto del sistema capitalista, sino también una arma para dificultar la cohesión social y hacer que la comunicación fundamental se establezca con una pantalla de televisor que, controlada por él, adocena las mentes.
El movimiento "okupa" puede ser considerado también, en sus manifestaciones mas lúcidas, un embrión de sociedad paralela. Aglutina a jóvenes estudiantes, obreros y parados en un movimiento que se puede calificar como contracultural, ya que su praxis y manifiestos se basan en una inversión de los valores del sistema. Pioneros de una revolución aún balbuceante, que trata de abrirse paso entre sus grietas, desprecian a los partidos de la izquierda parlamentaria y a los sindicatos institucionales, y proliferan, pese a atraer sobre sí, como única respuesta, una represión policial pura y dura.
Asimismo, salvando las distancias y el contexto, los nuevos movimientos islamistas representan, pese a su fundamentalismo religioso, una reivindicación de la cultura de lo colectivo frente al imperialismo cultural occidental, basado en el individualismo.
Creando redes solidarias paralelas de estructuración social (asistenciales, educacionales, sanitarias, etc..) han devenido, en algunos países de cultura islámica, sólidos poderes fácticos; algunos, como en el caso de Hizbulá en Líbano, auténticos estados dentro del Estado. En Marruecos, el pujante movimiento islamista Justicia y Caridad se ha convertido ya en la única oposición efectiva a la monarquía. También el movimiento ecologista practicante -y no solo denunciante- con sus ensayos alternativos vivos, como las comunas autosuficientes que proliferan en algunos países desarrollados, va abriendo caminos hacia una forma de vida opuesta a la del consumismo capitalista, destructor de la biosfera. Los valores que entroniza son parte esencial de la revolución cultural que preconizamos, y un ejemplo de que el nuevo sistema hay que construirlo desde ya, a pie de calle, sin esperar a la toma del poder burgués en un planeta inhabitable.
Mención aparte merece el caso de Francia, donde se está dando, a nuestro entender, un interesante fenómeno de efervescencia de movimientos sociales (incluido el de parados, que ha servido de modelo al resto de Europa) que denota una creciente hegemonía de la cultura de lo colectivo, y que podría dar lugar al primer ejemplo de sociedad paralela en el mundo desarrollado. Cuando se analiza superficialmente el caso de Francia se suele cometer el error de considerarlo un simple bastión del "estado de bienestar" que aún resiste, gracias al liderazgo de la izquierda, a la marea neoliberal que anega Europa. La realidad es bien distinta:.en primer lugar, porque allí la izquierda institucional, derrotada y desorientada, fue aupada inesperadamente al gobierno por esos pujantes movimientos sociales, que se habían desarrollado previamente al calor de luchas multitudinarias contra la política de una derecha que se creyó con las manos libres para aplicar drásticamente sus recetas; y en segundo lugar, porque, lejos de convertirse en masas pasivas confiadas en Jospin, están en continua vigilancia y lucha contra las frecuentes veleidades neoliberales de éste. Estamos, pues, ante un insólito caso de gobierno de izquierdas "vigilado" por el pueblo, que gobierna, hasta cierto punto, de forma indirecta. Si, por mor de las gigantescas presiones internacionales que recibe Jospin para que desmantele el estado social, este equilibrio inestable se rompiese, las organizaciones populares difícilmente otorgarían de nuevo su confianza a los partidos, y nos podríamos encontrar ante una situación dual inédita, que podría saldarse con una potente sociedad paralela imponiéndose como poder fáctico.
Digamos, por último, que la sociedad paralela, con su capacidad de autogestión y creatividad, con su austeridad ecológica, y con la cohesión espiritual que desarrolla entre sus miembros, promociona una forma de vida simplificada y barata, en las antípodas del burocratismo y el derroche que conlleva toda sociedad tutelada y consumista, donde la mayoría de los problemas remiten al entramado institucional o financiero para su solución, cuando podrían solucionarse con la simple solidaridad.
Lo anterior son sólo algunos ejemplos de cómo poner en marcha, por parte de una vanguardia de izquierdas, una dinámica que, con el paso del tiempo, se potencia a sí misma, al abrir paso a energías y recursos insospechados, y va ganando al sistema zonas "liberadas" en muchos ámbitos, en un proceso similar al de la guerra de guerrillas, que evita, en una primera fase, la guerra frontal, y forja en ellas una estructura paralela, autogestionada y autosuficíente, desde la que lanzar, mas adelante, ataques demoledores contra un enemigo debilitado. Hoy podemos constatar cómo las huelgas, manifestaciones y otras formas de confrontación directa con el sistema dominante, van perdiendo gradualmente efectividad, porque no hay en la retaguardia una sociedad articulada y cohesionada que les dé continuidad.
Pero ¿para cuando la toma material del poder?; ¿no seguiría siendo lo decisivo?. No, porque la confrontación objetiva entre la cultura oficial y la de la sociedad paralela equivaldría, a partir de cierto grado, a una huelga general permanente, algo así como un sabotaje sostenido, que relega a un lugar secundario de la teoría revolucionaria la forma concreta en que se materialice la toma del poder institucional. La sociedad paralela devendría progresivamente un poder fáctico, con capacidad para protagonizar una amplia desobediencia civil e inutilizar estructuras de dominación, que al Poder se le haría imposible ignorar y difícil reprimir, y que acabaría condicionándolo decisivamente. Cada vez se haría más evidente que, aunque la antigua clase dominante detentara el poder oficial, el verdadero poder estaría en la calle. Aquél acabaría cayendo, inexorablemente, como una cáscara vacía.