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Opiniones

16 de septiembre de 2003

La izquierda comunista en la era del capitalismo espectacular

María Toledano
Rebelión
Lo que encontramos hoy en día no es que ya no exista clase obrera alguna, sino que la conciencia de clase ya no tiene su capacidad de unir
Eric Hobsbawm (1988)
La izquierda comunista ha perdido, en los regímenes de mercado espectacular, los instrumentos necesarios para la transformación de la sociedad. Esta pérdida de la capacidad de intervención en la esfera económica y política no es una cuestión coyuntural y/o electoral sino consecuencia directa de los métodos democráticos de acción y representación adoptados por los partidos comunistas en los regímenes capitalistas europeos tras la II Guerra Mundial. Tanto el PCF (Francia) como el PCI (Italia), por citar los dos grandes referentes -el Partido Comunista Portugués (PCP) siguió un rumbo distinto- fueron, desde los años cincuenta, partidos socialdemócratas. Es decir, formaciones políticas que abdicaron de la posibilidad de cambiar el modo y las relaciones de producción aceptando que su lucha política se circunscribiría a la esfera, importante aunque limitada, de las conquistas sociales. La renuncia a la revolución, entendida como subversión radical del modelo económico y social de explotación capitalista, fue sustituida en la estrategia y en la práctica diaria por la profundización del pacto capital/trabajo -misión cumplida con esmero por los sindicatos de clase y las grandes empresas europeas-, el desarrollo del sistema de protección universal conocido como estado de bienestar y el impulso definitivo a la democracia parlamentaria social de mercado, el mejor de los mundos posibles.
De este modo, y sujeta a las nuevas normas surgidas del cálculo del consenso como práctica política, la izquierda comunista europea -perdido ya su sentido originario- claudicó ante el empuje de un capitalismo negociador teñido de componentes sociales. Los sindicatos de clase fueron perdiendo sus señas de identidad transformadoras para convertirse en gestores transclasistas de las crisis empresariales y los partidos comunistas, en cualquiera de sus variantes eurocomunistas, se vieron inmersos en una forma espectacular de intervención pública que no dominaban y para la cual carecían de recursos intelectuales y económicos suficientes. Los cuadros políticos comunistas tuvieron que reconvertirse -con mayor o menor fortuna- en actores, figurantes con lanza, de una obra escrita por la burguesía financiero-empresarial, un montaje escénico con múltiples voces ajeno a su tradición de compromiso militante. Y así, ante electores sometidos a diferentes ofertas que preconizaban la conservación de los beneficios -derechos- adquiridos o la liberalización incontrolada de la economía productiva (sinónimo de libertad para el empresariado), se inició -por parte de la posibilista y burocrática aristocracia obrera- la era de la improvisación del discurso comunista. La renuncia a la Revolución como proyecto político trajo consigo la imposibilidad teórica de la lucha de clases y el abandono de la dirección del movimiento obrero con el incremento del nivel de alienación y de explotación de unos trabajadores sin referentes. En este sentido, la evolución ideológica del voto de obrero en Francia es un ejemplo significativo.
Del partido vanguardia de (olvidada) tradición leninista, núcleo orgánico de la articulación de la conciencia de clase del proletariado (presente en las relaciones establecidas por los trabajadores entre sí a través del proceso productivo) y agitador del tejido socio-asociativo, se pasó a la configuración de un partido centrado en el inestable territorio de las reivindicaciones sectoriales y a la disolución, lenta pero segura, de la necesidad determinada de una actuación general de orientación comunista. Paradójicamente, los grandes partidos comunistas se hicieron conservadores, férreos defensores de los derechos sociales adquiridos, única tabla de salvación ante la ausencia de un programa alternativo. De la transformación de la sociedad a los estudios de mercado; del universo del trabajo -eje cardinal de la izquierda marxista- al marketing electoral; del pensamiento al slogan; de las cuotas y las cajas de resistencia a las subvenciones por voto conseguido; de la socialización de los medios de producción a la defensa del modelo social-liberal sustentado en el incremento de la inversión pública, la reducción de la tasa de desempleo y la justicia social. De Marx a Keynes y de Lenin a Rawls, por decirlo en dos palabras. Este ha sido, en breves pinceladas, el errático discurrir tanto del PCF durante la V República como del PCI, culminando éste su estrafalaria evolución -antes de sumirse en el caos actual- en la fórmula del compromiso histórico.
Una vez sentado en la mesa de negociación, el capitalismo europeo anuló el poder y la potencia del pensamiento comunista gracias a la (interesada, pactada) extensión de los derechos individuales, el acceso masivo al consumo -inagotable fuente de (supuesto) bienestar-, el crecimiento de los salarios y las vacaciones pagadas. Derechos que, si bien no fueron cuestionados por los gobiernos conservadores o socialdemócratas en los años sesenta y setenta y proporcionaron un aumento indiscutible de la calidad de vida del proletariado industrial y las clases medias, se han ido recortando de manera drástica desde la década de los ochenta con la irrupción del ultraliberalismo impulsado por la escuela (militar) de Chicago sin que la izquierda comunista, una vez desarbolada al perder su radicalidad transformadora, haya sido capaz de reaccionar. En el siglo XXI, la opción comunista se encuentra con enormes dificultades a la hora de reconstruir -en la teoría y en la práctica- un nuevo sujeto político múltiple, mientras subsiste agarrada a los restos de un naufragio: los cascotes de una vieja estructura organizativa heredera de un voluntarismo de corte bolchevique. Frente al marasmo general, la ilusión portoalegrista, fuente de utopía ética y gestión diferente de los recursos públicos -cedidos, no conquistados- no deja de ser, pese al revuelo doctrinal formado, una variante (original) del reformismo.
Es imposible pensar y actuar en la era del capitalismo global sin adaptar las herramientas conceptuales de Marx y Lenin. Los ciclos del (neo)capitalismo, a diferencia del proceder acumulativo (ordinario) del siglo XIX y de buena parte del XX, son imprevisibles. El sistema económico actual ha dejado de tener como principio rector el beneficio a largo plazo y la (obligada, conveniente) estabilidad laboral para dirigir su mirada furtiva hacia la desregulación y la flexibilidad, la especulación financiera y la inversión fulgurante a corto plazo. El espectáculo es el capital en un grado tal de acumulación que se transforma en imagen escribía, con premonitoria lucidez G. Debord en 1967. Si frente al capitalismo tradicional la izquierda comunista había renunciado ya a la transformación radical al abjurar de la Revolución como proyecto y posibilidad, ante a este nuevo modelo agitado de producción y reproducción (tanto de mercancías como de símbolos) la desorientación es absoluta. Resulta evidente que la ruptura unilateral del consenso, orquestada por las multinacionales y los grupos de presión -el cambio de paradigma en el modo de acumulación y explotación- trae bajo el manto del (aparente) progreso el carnívoro cuchillo de la represión que facilita la imposición del nuevo modelo: el neofascismo.
En el caso español, la evolución ideológica de la dirección del PCE no fue diferente al esquema descrito, aunque la presencia pública de la izquierda comunista oficial tuviera que postergarse hasta la muerte (natural) del dictador en 1975. El eurocomunismo, un inconsistente ejercicio de equilibrio teórico y componendas prácticas (pese a la apariencia, alentado por el estalinismo con la política de reconciliación nacional), llevó al PCE a su particular y mezquino compromiso histórico con los epígonos del régimen franquista que encabezaron la Transición. El dilema reforma o ruptura (una falsa elección, ya que en ningún caso se planteo la ruptura en términos revolucionarios) se resolvió con una ley de punto final nunca escrita, pactos con olor a silencio y prebendas que facilitaron, por un lado, la desarticulación/desmovilización definitiva del activo movimiento obrero e, indirectamente -al margen de otros factores no menos importantes- la irrupción del PSOE como fuerza progresista hegemónica tras el congreso de Suresnes de 1974 (con la complicidad de EEUU, la banca española y la socialdemocracia europea en el poder). Resulta útil destacar, ejemplo de fuerte valor simbólico, cómo destacados ministros del franquismo continuaron (y continúan) ejerciendo importantes cargos institucionales en la democracia.
La actuación de la dirección del PCE en estos años, su incomprensible y (mal) intencionada moderación y la conocida política de reconciliación nacional, tiró por la borda una parte del esforzado trabajo y la generosa entrega de la resistencia comunista del interior. Primero en el exilio -los dulces exilios de la dirección- y legalizado después, el PCE pasó del estalinismo formal -violento en la represión de las divergencias internas: Quiñones, Monzón, etc.- al entrismo -presencia no orgánica en los sindicatos verticales, asociaciones vecinales, etc.-, y del eurocomunismo, fórmula abierta y plural (sic), a las diferentes variantes del caudillismo (mesiánico) con Santiago Carrillo y Julio Anguita (juntos en este caso, pero no revueltos) como destacados exponentes. Innecesario parece recordar aquí cómo el postfranquismo emergente apaciguó las iras del sector católico-reaccionario del régimen para conseguir la legalización al PCE y cuáles fueron los acuerdos alcanzados. Acuerdos que, entre otras cosas graves ya comentadas, convirtieron -con el paso del tiempo- al antiguo secretario general, Santiago Carrillo, en venerado padre de la nueva patria constitucional. Cuando te aplaude la reacción, algo estás haciendo mal dice un viejo aforismo político. El caso de Izquierda Unida, última vuelta de tuerca de la involución/evolución ideológica del PCE camino de ningún sitio, no merece ser analizado con detalle en este momento ya que se desconoce -pese a la numerosa documentación producida por sus órganos de dirección- su posición concreta en la mayoría de los asuntos centrales, es decir, carece de discurso político homogéneo.
Mientras la reacción avanza, paso de oca, con la guerra imperialista y el miedo como instrumentos -práctica habitual del capital en crisis- la izquierda comunista española encabeza manifestaciones bienpensantes (antibelicistas, Prestige, etc.), defiende el marco abandonado por el neocapitalismo global de bienestar social de los años sesenta e invoca la República de 1931, ni siquiera la de 1936, como paraíso idílico, el territorio perdido de la ilusión colectiva, con la misma intensidad ideológica (liberal) que Francia venera 1789 (el triunfo de la burguesía) y desprecia 1793 (la Revolución). En esta línea, la recuperación de la llamada memoria histórica -encomiable aunque estéril trabajo-es un signo más de la necesidad de encontrar sólidos referentes en el pasado ante la imposibilidad de concebir alternativas de contenido revolucionario. Cuando no existe tensión política en la sociedad, cuando las batallas son leyenda, la izquierda reformista se refugia en el protocolo. En el protocolo y en la memoria de la represión. La ética de resistencia deja, sin embargo, demasiadas víctimas en el camino.
Ante este estado de cosas, urge -pese a las dificultades descritas- la formación de un nuevo sujeto colectivo (no, necesariamente, una nueva subjetividad) portador de elementos transformadores. Y urge, por tanto, la reconstrucción de un partido u organización que podríamos denominar combatiente, alimentado por cuadros profesionales (y no profesionales) cuya procedencia no sea la complaciente y pactista aristocracia obrera. Una organización horizontal, pegada a la realidad, atenta a los problemas del mundo del trabajo y la precariedad física y psicológica que conlleva, capaz de (re)construir un discurso anticapitalista opuesto a los valores defendidos por la democracia formal de mercado y los grupos de interés. Es decir, un nudo eficaz y comprometido a partir del cual se pueda tejer una red de complicidades comunistas diferente del modelo de organización conocido, falsamente entrista, que centra su esfuerzo en el campo institucional delimitado por los principios activos de las libertades burguesas. Ahora bien, tras la aniquilación del tejido socio-asociativo, el individualismo y la disgregación de los trabajadores (desaparecido en gran parte el sistema fordista-taylorista y los centros de producción) no parece fácil incidir en esta nueva masa de trabajadores desorganizada por el contenido de la (frágil) felicidad con los mecanismos clásicos de actuación. El enemigo tiene mil rostros y se encuentra agazapado tanto en las resoluciones de Davos como en la televisión, en los (casi obligatorios) créditos hipotecarios o en el incremento espectacular del consumo de psicofármacos. Repensar la forma de intervención pública y privada, teniendo en cuenta la cambiante realidad, es una de las principales apuestas prácticas. Un revolucionario está condenado a la acción ilegal, escribió Sartre. La premisa sigue siendo válida y, quizá, más expresiva que nunca, ya que la democracia camina, como sostiene G. Agamben, hacia el estado de excepción como paradigma de gobierno. El marco jurídico impuesto por el capital y aceptado por la tradición comunista reformista es el espacio cerrado de la propiedad privada y el orden internacional basado en la fuerza. Y, pese a que parezca lo contrario, ese universo -el cuerpo legal concebido por la reacción y sancionado por los diferentes parlamentos- debería ser inaceptable, radicalmente, por la izquierda comunista, heredera de Octubre.
La reconstrucción, por tanto, de una organización combatiente, sea cual sea la estructura y la forma que adopte (agrupando, sin duda, las diferentes tradiciones en una Conferencia General, por ejemplo), no significa una apuesta cerrada y dogmática por la nostalgia, ni se puede limitar a enarbolar banderas rojas cargadas de incendiarias proclamas anticapitalistas indeterminadas. La lógica del neocapitalismo es la lógica de la opresión y de la multiplicación de la mentira por parte de los medios de difusión de la ideología dominante. Contra esa armadura destructiva sólo cabe la demostración constante, desde cualquier tribuna o resquicio, de su radical impostura. La negación absoluta de la realidad dada -una construcción interesada del capital y manifestación clara y distinta de su poder simbólico- es uno de los elementos sobre los cuales debe fundarse una concepción alternativa: otro punto de vista. Dado un escenario (impuesto/aceptado) de falsedad, su destrucción sólo puede pasar por la puesta en evidencia de sus contradicciones esenciales. A esta ingrata pero necesaria tarea de aniquilación de los mitos fundacionales del capital (propiedad privada, autonomía de la voluntad, democracia parlamentaria como fin en sí mismo, etc.) debería dedicarse el trabajo de una cultura social y política combatiente. El tiempo de las reivindicaciones formales es un tiempo pasado, como pasó el tiempo de las cerezas, como pasan las nubes.