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Opiniones

19 de mayo del 2003

La cabeza del imperio

Por Atilio Boron

El debate abierto por la ejecución de tres secuestradores en Cuba es un acontecimiento paradigmático que marca los alcances de la victoria ideológica del neoliberalismo como pensamiento hegemónico del imperio. Prueba lo anterior la conducta de un numeroso contingente de intelectuales que a lo largo de toda una vida habían apoyado a la revolución cubana y que, de la noche a la mañana, denuncian el imperdonable atropello cometido por el gobierno de la isla al ajusticiar a los terroristas.

Victoria ideológica del imperialismo, decíamos, porque los firmantes de tantas cartas de protesta no hicieron otra cosa que adoptar como propio el punto de vista de los amos del mundo, al que consideran nada menos que como el inapelable "sentido común" de una época, y que entre otras cosas repudia la pena de muerte. Este "sentido común" cuidadosamente oculta, empero, que sus mentores y beneficiarios son los responsables de los mayores crímenes cometidos contra la humanidad a lo largo del último siglo, y que continúan impertérritos con sus tropelías, masacrando pueblos enteros, como en Afganistán y, hace apenas unas semanas, en Irak, sin que por ello dejen por un momento de enarbolar cínicamente la bandera de los derechos humanos y la democracia.

Refiriéndose a situaciones semejantes en la Italia de la segunda mitad del siglo diecinueve Gramsci decía que la burguesía italiana y sus representantes políticos tenían a los intelectuales críticos de la Italia del Risorgimento "en su bolsillo". Y esto era así porque ellos pensaban con las categorías propias de los poderosos, a partir de sus premisas y dentro del perímetro ideológico congruente con su dominación. Sus extraordinarios méritos como escritores, ensayistas, poetas y humanistas no eran suficientes para trascender los límites del pensamiento oficial. Aún desde sus posturas críticas eran, en lo esencial, funcionales a los poderes establecidos. Lo mismo acontece ahora con quienes se han precipitado a "denunciar" el atropello cometido por las autoridades cubanas al dar cumplimiento a una pena capital sancionada por la justicia de ese país dentro del marco del debido proceso.

El autor de estas líneas está en contra de la pena de muerte, y no hay razones por las cuales quienes compartan esta postura deban privarse de manifestar esta disidencia. Pero la adhesión y el respeto a los valores y reglas morales siempre remiten a una coyuntura histórica y no puede decidirse en función de un argumento que se desenvuelva en la abstracción de las ideas morales. Por otra parte, hay que reconocer que la decisión de marras se adoptó en función de una legislación antiterrorista que data de los años setentas, que contempla severísimas penalidades, y que fuera adoptada con el propósito de combatir efectivamente y sin dobles discursos los estragos del terrorismo. Podemos discrepar con dicha ley, pero de ahí a fulminar a la revolución cubana concluyendo que con las ejecuciones de los secuestradores la misma se ha apartado de sus objetivos históricos hay un paso gigantesco que nadie en su sano juicio puede dar, y mucho menos un intelectual crítico. Se comprende, claro, que un grupo de cantautores españoles muy vinculados al PSOE y sus aparatos culturales y financieros -¡nada menos que un partido que tiene en su haber gravísimas violaciones a los derechos humanos en España y que difícilmente pueda dar lecciones de moralidad pública en ningún lugar del mundo!- haya puesto el grito en el cielo ante las ejecuciones habidas en la isla. Pero de intelectuales de otra talla -Saramago y Galeano, los más notables- podía haberse esperado otra cosa. Por ejemplo, no caer en la trampa del "humanismo abstracto" que les tiende día a día el imperio y que consiste en concentrar la mirada en las violaciones a los derechos humanos que supuestamente se cometen en los países enemigos de los Estados Unidos mientras se convalidan, silenciosamente, las atrocidades cometidas por sus socios. Intelectuales que, finalmente, terminan cayendo prisioneros de la siniestra doctrina elaborada por Jeanne Kirkpatrick a comienzos de la administración Reagan, en 1980, cuando predicaba la necesidad de aplicar un "doble standard" en las relaciones de los Estados Unidos con el resto del mundo. Los gobiernos que combaten al comunismo y que apoyan a Washington deben contar con nuestro apoyo, decía la Kirkpatrick desde su poltrona de embajadora de los Estados Unidos ante la ONU, aún cuando cometan graves violaciones a los derechos humanos. Son nuestros amigos, y debemos comprender que trabajan en un ambiente poco propicio para introducir la democracia, la justicia y el libre mercado. Los gobiernos dóciles ante los comunistas, los socialistas y los nacionalistas, en cambio, y que se oponen a nuestras iniciativas en todos los frentes imaginables, deben ser duramente cuestionados y juzgados con otras varas. Debemos tolerar las violaciones a los derechos humanos y las reglas del juego de la democracia que cometan nuestros amigos, pero debemos ser intransigentes con las que cometan los demás.

Lamentablemente, muchos amigos de las luchas emancipatorias de América Latina han caído en la trampa de la Sra. Kirkpatrick. Condenan airados la ejecución de tres personas acusadas de un atentado terrorista en Cuba, pero nada dijeron ante el fusilamiento a mansalva de dos piqueteros en Puente Pueyrredón, en la Argentina. No hubo una campaña mundial de firmas para repudiar una ejecución criminal e ilegal; tampoco para condenar la treintena de muertes que dejó en su fuga el gobierno de la Alianza, en diciembre del 2001, ni antes por los asesinatos cometidos por el gobierno de Menem en las personas de Víctor Choque, Teresa Rodríguez y Aníbal Verón. Tampoco la hay para condenar los crímenes que día tras día perpetra el gobierno fascista de Israel en contra de los palestinos, incluyendo entre sus víctimas a niños de corta edad, mujeres, ancianos y toda clase de gentes. Ni hablar del ominoso silencio que siguió a la brutal represión del comando chechenio que había copado un teatro en Rusia, y que terminó cuando el gobierno de Putin autorizó la utilización de de gases neurotóxicos que mataron a más de cien rehenes y la totalidad de los secuestradores. ¿Por qué este penoso "doble standard"? ¿Por qué una ejecución legal, resultado de una pena de muerte que también existe en los Estados Unidos y que no ha movilizado a tantos intelectuales en su contra, merece tanto ardor contestatario en el caso de Cuba mientras que las atrocidades que comete a diario la derecha en el mundo, con el apoyo de los imperialistas, tienen como contrapartida el silencio? Según Amnistía Internacional durante el año 2002 fueron ejecutadas 1560 personas en todo el mundo, y los intelectuales críticos y los "artistas progre" no abrieron la boca. ¿A qué se debe ahora este súbito despertar?

Mal que les pese, es preciso reconocer que, aún involuntariamente, los quejosos se han incorporado a una campaña internacional concebida y ejecutada por los sectores más reaccionarios del gobierno norteamericano en preparación del clima ideológico que justifique una futura agresión militar en contra de Cuba. ¿Cómo pudieron ser tan ciegos ante lo evidente? ¿Desconocían acaso el contenido de la nueva doctrina oficial de los Estados Unidos, anunciada públicamente por el presidente George W. Bush el 20 de setiembre del 2002, que establece el principio de la "guerra preventiva" en contra de cualquier nación, grupo u organización que sea percibido como una amenaza a la seguridad nacional de los Estados Unidos? Se trata de una "guerra infinita" y en contra de un enemigo que definen caprichosamente los intereses dominantes del imperio de acuerdo a sus necesidades. Según Noam Chomsky, ideas paranoicas como esas existían desde hacía mucho tiempo en la metrópolis imperial, pero ningún gobierno, ni siquiera el de Ronald Reagan, las consideró seriamente. Hoy en día son la doctrina oficial de la mayor superpotencia militar de la historia, y a juicio del lingüista del MIT lo que allí se anuncia es nada más y nada menos que un plan de dominación mundial cuyo único antecedente es el delirio racista y criminal de Adolf Hitler. Si para ejecutar dicho plan hay que destruir el sistema de las Naciones Unidas, romper la alianza atlántica y liquidar la legalidad internacional así será. En el discurso de Bush mencionado más arriba se decía, entre otras aberraciones, que "cualquier nación, en cualquier lugar, tiene ahora que tomar una decisión: o está con nosotros o está con el terrorismo". ¿Puede habérseles pasado por alto estos "detalles" y olvidado que Washington hace más de cuarenta años que le ha declarado la guerra a Cuba, una guerra no-convencional pero no por ello menos letal que las demás? ¿O que Cuba es el país que ha sufrido el mayor número de atentados terroristas cometidos, financiados y organizados por un país vecino a lo largo de toda la historia registrada de la humanidad?

Son demasiadas preguntas que los quejosos deberían haberse planteado antes de haber reaccionado instintivamente con el arsenal ideológico inculcado por las clases dominantes del imperio. Cuba está en guerra, y actúa como lo hacen los pueblos y gobiernos sometidos a una tensión extraordinaria que perdura durante más de cuatro décadas. Nada menos que San Ignacio de Loyola decía que "cuando una ciudadela está sitiada la disidencia se transforma en herejía". Es preciso recordar esta observación a la hora de evaluar la radicalidad de ciertas acciones del gobierno cubano, que no dispone de la serenidad y grados de libertad con que cuentan, por ejemplo, las autoridades suizas o noruegas. Cuba tiene en su seno una misión diplomática, la de los Estados Unidos, que promueve una disidencia antisistémica a la que organiza, financia y protege con su inmenso poderío. Washington ni remotamente toleraría una conducta semejante de una representación diplomática en su propio territorio. Pero Cuba es, además, la frontera ideológica caliente de un imperio que, en su descontrol ya no encuentra límites: vitupera a las grandes naciones europeas que tienen la osadía de disentir con sus políticas, sólo admite el argumento de la fuerza, y está obsesionado con esa pequeña isla como no lo está con ningún otro país de la tierra. Es razonable suponer que, entre los propios amigos de Cuba, haya quienes puedan no concordar con algunas de sus políticas. Pero también es preciso no caer en la ingenuidad de creer que una revolución se defiende rezando avemarías, u ofreciendo mansamente la otra mejilla para que el opresor imperialista más poderoso de la historia se ensañe con su víctima. Que algunos hagan caso omiso de esta excepcional singularidad del caso cubano revela la victoria ideológica de la derecha, al hacer que aún los intelectuales críticos se olviden de la necesidad de analizar la totalidad de los elementos que constituyen una coyuntura y reaccionen apelando inconscientemente a las categorías intelectuales y morales de los grupos dominantes, y en exclusivo beneficio del imperio. Es de esperar que, con el paso del tiempo, quienes se han sentido defraudados por los acontecimientos que estamos analizando puedan recapacitar y evitar quedar como rehenes de las trampas ideológicas del imperialismo. Antes de que sea demasiado tarde.