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La Izquierda debate

26 de abril del 2004

Aniversario de la Revolución de los Claves en Portugal
Una obsesión de 30 años

javierortiz.net

Hablaba ayer de la Revolución de los claveles portuguesa, de la que hoy se cumplen 30 años.

Según acabé de escribir el apunte, seguí rememorando aquel año. Y recordé los problemas de encaje mental que los sucesos de Portugal nos produjeron por estos pagos a muchos militantes de la izquierda radical.

Nuestro análisis partía del convencimiento de que el fascismo, tal como existía en la España de los años setenta, no era un modo de dominación política y social de las fuerzas oligárquicas, sino el único modo por el que esas fuerzas podían mantener su predominio. En consecuencia, no cabía afrontar el fin del régimen dictatorial sin plantearse a la vez una auténtica revolución social que desalojara del poder a la oligarquía económica y a sus protectores estadounidenses. La lucha por las libertades se fundía en nuestras mentes con la lucha por la revolución social: o triunfaban ambas o no triunfaba ninguna.

Aquel análisis presentaba varias ventajas. Una era su extrema simplicidad: cabía exponerlo en dos patadas, lo que facilitaba considerablemente las tareas de proselitismo entre gente con ganas de respuestas tajantes y unívocas. Otra era su indiscutible radicalismo. Resultaba muy atractivo para los militantes instruidos en los manuales editados por la III Internacional y la Academia de Ciencias de la URSS, hartos de las consignas romas que difundía la dirección del Partido Comunista de España, controlada por Santiago Carrillo. Conforme al análisis de los carrillistas, el régimen de Franco no representaba los intereses del bloque social dominante, incluyendo el nutrido aparato del Estado, y los planes estratégicos de los EEUU para Europa y el Mediterráneo. Era expresión de los vaivenes decadentes de una reducidísima camarilla, compuesta por la familia del propio Franco y un puñado de generalotes trasnochados, sin apenas influencia en las propias Fuerzas Armadas. De acuerdo con ese supuesto análisis, la dirección del PCE sostenía que todo lo que se requería para provocar el fin del franquismo era, por así decirlo, un empujón (una huelga general, tal vez).

Ese análisis, que la jefatura del PCE repitió machaconamente desde los años cuarenta, no era sólo erróneo, sino también ideológicamente nefasto, porque no preparaba a los militantes para encarar lo que en realidad tenían enfrente: una dictadura muy instalada, capaz de recurrir a los métodos más brutales y respaldada por un consenso social tal vez no muy sólido, pero bastante amplio, salvo en Euskadi y Cataluña. Aquella gente no estaba aislada, ni a escala internacional ni a escala local. De hecho, nosotros estábamos mucho más aislados.

Pero que el modo de ver la realidad española propio de Carrillo fuera tan inexacto como inconveniente no hacía más científico el nuestro, y los sucesos de Portugal nos pusieron de bruces ante esa realidad: los regímenes dictatoriales ibéricos (el salazarismo y el franquismo), que habían encajado muy bien con los intereses de los promotores occidentales de la Guerra Fría, empezaban a representar un estorbo para las propias clases dominantes, al menos en sus formas más arcaicas. La dictadura portuguesa cayó antes por el efecto corrosivo de las guerras coloniales, insostenibles, pero el hecho de que España no soportara un fenómeno de esa naturaleza no nos autorizaba a cerrar los ojos a la evidencia: una dictadura así podía caer sin que eso fuera resultado de un alzamiento armado de la población y sin que tal cosa significara un cambio radical en las estructuras socio-económicas del país.

Los sucesos de abril de 1974 tuvieron un efecto extraordinariamente positivo sobre los análisis de una izquierda radical que tuvo que empezar a pensar más y mejor, tratando de combinar la firmeza en el empeño por transformar la sociedad y la capacidad para seguir los complejos meandros de la Historia, muy poco respetuosa con los dogmas y muy dada a dejar a los dogmáticos con dos palmos de narices.

Desde entonces –30 años ya– algunos hemos vivido con esa obsesión constante: cómo ver la realidad sin afeites, crudamente... y cómo no rendirse a ella.

Es posible que no hayamos logrado plenamente ninguna de las dos cosas. Pero no nos importa seguir intentándolo. Tampoco tenemos nada mucho mejor que hacer.