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Más pruebas de envolvimiento de EU en golpe venezolano
Al rescate de los conceptos de libertad y democracia

 

Sol Arguedas

Aram Aharonian

Hay mucho que decir acerca de la igualdad como fundamento de la democracia, sobre todo para refutar a los conservadores de siempre que califican de falaz el término cuando no se aplica únicamente en sentido jurídico y consideran demagógica su utilización al definir la democracia.
Libertad

En un excelente y recién publicado libro sobre la globalización, su autor, Alonso Aguilar, dice que los liberales y sobre todo los neoliberales conectan la globalización con la libertad, lo cual –según él– está divorciado de la realidad. Aunque Aguilar tiene razón, no dejan de tenerla también, en cierto modo, liberales y neoliberales. No habría contradicción entre ambas opiniones si consideráramos que la globalización (fenómeno que ha ido adquiriendo asombrosa complejidad en otros ámbitos, además del económico, pero que tuvo o tiene como núcleo la intención de liberar por completo el comercio mundial) ciertamente representaría un gran incremento en el campo de las libertades concretas si no fuera porque también existe divorcio entre su teoría y su práctica, en la coyuntura actual de la evolución del capitalismo. El hecho de que estén realizando la globalización las grandes empresas trasnacionales y al ser éstas los más acabados monopolios que han existido, su condición monopolística niega toda pretensión de libertad en el comercio mundial. La libertad de comercio dentro de la globalización se ha convertido en uno más de los mitos de la retórica neoliberal: no existe en la práctica mundial. Sin embargo, aun si no fuera así y se cumplieran en la realidad los principios liberadores que atribuyen a la globalización los liberales y neoliberales, ésta seguiría siendo sólo una de las libertades parciales, por lo que no deberían identificarla con la totalidad del concepto libertad en su significación filosófica (y todo esto sin discutir por ahora los resultados funestos que ha provocado la globalización neoliberal en los pueblos pobres y en las minorías débiles de la población mundial).
Tampoco debe deducirse de aquella afirmación –mejor dicho, de aquella negación– que la libertad en su acepción totalizadora y abstracta fuera resultado de la suma aritmética de las libertades parciales y concretas. ¿Qué es entonces la libertad y cuáles son las libertades?
Las libertades son siempre para... para expresarse, para comunicarse, para movilizarse, para asociarse con otros, para elegir autoridades que gobiernen, para escoger estilos de vida y métodos educativos y, por supuesto, también para comerciar etcétera. La lista sería nterminable, pero aquí interesa subrayar que en este terreno de las libertades concretas la ideología liberal privilegia, hasta el grado de absolutizarla, la libertad para el juego de la oferta y la demanda, es decir, de las fuerzas del mercado. Cuando liberales y neoliberales de tiempo completo hablan de la libertad –y lo hacen siempre en forma altisonante–, están refiriéndose, lo reconozcan o no, a la libertad del mercado o, en el mejor de los casos, hacen derivar de esta última todas las demás libertades, y todo esto en cuanto a su discurso formal, porque en la práctica –como acabo de comentar– las empresas trasnacionales actuales coartan la plena libertad del comercio mundial y entorpecen el libre juego de las fuerzas del mercado (por algo las empresas trasnacionales han encontrado en el apóstol del liberalismo económico, el monetarista Milton Friedman, un encarnizado enemigo).
En cambio, entre quienes no aceptan la ideología liberal y neoliberal, prevalecen los que comprenden –en forma racional o vagamente intuitiva– que la libertad es algo más profundo, ya que constituye la esencia misma de la condición humana. El motor que puso en marcha la transición del animal hacia su calidad humana fue la necesidad –por imperativos de su evolución– de liberarse de su condición puramente animal; proceso mediante el cual siguió y sigue humanizándose en planos progresivamente más complejos, como son los que vamos estableciendo los contemporáneos –en una continua carrera de relevos– en nuestros respectivos momentos (El término "humanización" no se refiere aquí a ningún valor ético convencional o religioso que califique a los individuos en una escala del bien y del mal, sino a su separación progresiva, durante millones de años, de la naturaleza exclusivamente animal. Para que nadie se confunda: desde este punto de vista, individuos como Adolfo Hitler o George W. Bush son, a pesar de todo, más "humanos" que el hombre de Neanderthal o el de Cro-Magnon).
De este modo la búsqueda de la libertad, es decir, la necesidad de liberarse de sus limitaciones animales primigenias, estuvo ligada indisolublemente a la aparición de la conciencia. De hecho, se trató de fenómenos idénticos durante la evolución: la condición humana empezó a aparecer cuando se adquirió una rudimentaria conciencia y empezó la inacabable marcha hacia la libertad. Por eso, es lícito afirmar que la búsqueda de la libertad, en otras palabras, la búsqueda de la plenitud humana o de un grado cada vez mayor de ella, justifica y da su verdadero sentido a nuestras vidas.
Hay una evidente relación entre las libertades (así, en plural) y la libertad (en singular): las primeras constituyen los caminos que van llevándonos hacia la libertad, aunque sin alcanzarla nunca del todo, en un peregrinaje que no tendrá fin mientras perdure la raza humana, un peregrinaje que ha consistido primero en la hominización –transcurrida en planos meramente biológicos pero decisivos y culturales muy primitivos, aunque trascendentales– y después en la paulatina humanización realizada dentro de culturas cada vez más complejas. Ha sido una prolongada evolución que nos sacó de la absoluta y total unidad con la Naturaleza hasta llevarnos a los espacios de la inteligencia y del espíritu, sin perder por eso los vínculos naturales con nuestra madre común. Por lo contrario, con la aparición del ser humano la naturaleza tomó conciencia de sí misma. En otras palabras, el ser humano se convierte en la autoconciencia de la naturaleza y, aunque sigue siendo naturaleza –porque no ha dejado de ser animal–, es ya naturaleza pensante. Desde entonces, la libertad se realiza en el interior de cada uno de nosotros: es resultado de un peculiar metabolismo elaborado en la conciencia individual bajo estímulos externos, provenientes de la cultura colectiva.
Por lo tanto, la grosera mixtificación que efectúan liberales y neoliberales al confundir o identificar la libertad, en su acepción integral y abstracta, con sólo una de las innumerables –y en este caso apenas supuesta– libertades concretas, es decir, la libertad del comercio mediante el libre juego de las fuerzas del mercado, empobrece lamentablemente el potencial espiritual infinitamente variado que posee el ser humano por el simple hecho de serlo, y esto los tiene sin cuidado porque para la mayoría de ellos toda vida espiritual comienza y acaba dentro de la creencia religiosa que profesan o, dicho de otra manera, derivan toda vida espiritual de sus respectivas religiones (No siempre tales limitaciones son achacables del todo a las religiones en sí; frecuentemente se deben a la pobrísima comprensión que tienen los individuos de ellas o a su retorcida interpretación de las mismas).
Es necesario, pues, rescatar el término libertad de la utilización fraudulenta que efectúan liberales y neoliberales cuando dicen defenderla a toda costa, ya que el contenido del concepto libertad que manejan es, a todas luces, limitado y estrecho: cometen una auténtica usurpación de carácter ideológico (Utilizo los términos "liberales" y "neoliberales" con la significación restringida que se les otorga hoy día, despojado el primero del timbre de nobleza intelectual que tuvo antes de consumarse, en algún momento del desarrollo del capitalismo, el divorcio entre el liberalismo económico y el liberalismo político, con el consiguiente empobrecimiento filosófico e ideológico que sufrieron ambos conceptos).
Democracia
Además de la libertad, los liberales y neoliberales dicen defender la democracia y lo proclaman –no caben dudas– de manera obsesiva y compulsiva. Pero así como acaba de comentarse lo que ellos entienden por libertad, se hará también en relación con la democracia, aunque primero se expondrán algunas ideas propias al respecto.


Por democracia ideal entiendo la dichosa conjunción (identificación) del individuo y de la sociedad –del yo y de los otros en el nosotros–, lo que ocurrirá alguna vez cuando el individuo adquiera la certidumbre de ser la autoconciencia de la sociedad (de una sociedad con vida propia y autónoma y no como suma aritmética de sus individuos). La función suprema de una democracia ideal consistirá, entonces, en ofrecer las condiciones sociales óptimas para que la energía total entrañada en la sociedad fluya en cada individuo y le permita realizarse, personalmente, como ser social.
Al psicólogo francés Henri Wallon debemos la fundamentación científica que nos permite afirmar que "el ser humano se individualiza más profundamente en tanto se socializa más profundamente", de donde se deduce la artificialidad de contraponer el individuo a la sociedad, como lo siguen haciendo liberales y neoliberales (y como en el extremo opuesto lo hizo el comunismo soviético al contraponer el colectivismo al individuo). Como fundamentos de sus respectivas doctrinas e ideologías, ambas tesis son verdaderas caricaturas de episodios y periodos históricos de la evolución social del ser humano en el transcurso de la infancia y la adolescencia de las sociedades en las que se ha desarrollado; pero hoy los contemporáneos estamos en general bien pertrechados intelectual, espiritual, científica y tecnológicamente para poder visualizar –y luchar para conseguirla– una más lograda individualidad mediante una ya bien ganada madurez social.
Dentro de este orden de ideas, cabe criticar la fobia de los liberales contra la gestión pública de la economía en perjuicio –según ellos– de la gestión privada de la misma. Sus argumentos son harto conocidos para no repetirlos aquí, pero hay uno en el que se evidencia de manera particular la tergiversación que cometen con él. Alegan que el Estado social al que ellos acusan de populista anula la creatividad del individuo, dando por resultado la parálisis en el crecimiento de la economía y en el desarrollo de la sociedad y, por lo tanto, defienden ferozmente la iniciativa privada en todos los terrenos, lo cual sería, ciertamente, muy provechoso si no fuera porque excluyen tajantemente cualquiera gestión pública del Estado por necesaria y útil que fuese (con excepción de aquélla que favorezca a propietarios y empresarios) y, sobre todo, porque en la práctica ellos entienden por "iniciativa privada" –la IP– únicamente el conjunto de las grandes empresas, de los bancos y compañías de seguros, de la bolsa de valores, etcétera, es decir, del gran capital nacional e internacional que determina los destinos de las naciones en nuestros días.
Ya hablamos de la democracia ideal; hablemos ahora de la democracia " realmente existente". Democracia política, democracia social y democracia económica son términos utilizados para describir fenómenos parciales y concretos dentro de la civilización capitalista, mientras la democracia que llamaremos integral y esencial es utópica, ya que constituye una meta ideal por la que han luchado desde muy antiguo –aunque bajo distintas denominaciones– pueblos enteros e individuos iluminados. Las democracias política, social y económica no aparecieron simultáneamente en la historia ni tuvieron desarrollos iguales o equivalentes a pesar de constituir aspectos de un mismo impulso democratizador en las sociedades humanas.
Democracia política
Tendríamos que remontarnos a la Inglaterra del siglo XVII y, desde ahí, todavía rastrear una vieja tradición medieval europea, para encontrar el origen de la democracia político-institucional, desarrollada posteriormente a partir de la división de poderes en el gobierno, de las actividades parlamentarias y de la obediencia a una ley suprema o Constitución política adoptada por numerosas naciones democráticas de hoy.
En cuanto a la democracia político-filosófica, suele aceptarse que surgió durante la modernidad (poniendo aparte la discutible democracia ateniense en la antigua Grecia). Surgió en la Francia del siglo XVIII, en ese hervidero de ideas que provocaron los enciclopedistas durante la Ilustración, en el intenso caldero o crisol en el que se cocinaron notables descubrimientos científicos y enfoques ya racionales en el conocimiento, por predominio del pensamiento filosófico sobre las anteriores versiones teológicas; sorprendentes adelantos tecnológicos y liberación de las artes de sus ataduras y mordazas medievales, que dieron por resultado la maduración de la inteligencia, del espíritu, de la experiencia y de los conocimientos de una buena parte de los individuos en las sociedades más desarrolladas de entonces. Erich Fromm pensaba que en ese paso del medievo a la modernidad –del pensamiento mágico al pensamiento racional– se fincaba la mayoría de edad de la humanidad. No caben dudas de que la democracia, comprendida como concepto totalizador, fue concebida durante esa madurez en la racionalidad humana de la que hablaba Fromm. Tal fue el legado principal que nos brindó la modernidad, herencia que se nos está deshaciendo en las manos en nuestra contemporaneidad posmoderna.
Intrínsecamente unido a la modernidad –como su contenido económico– aparece en la historia el capitalismo. Ciertamente éste niega lo que es el fundamento mismo de la democracia –la igualdad–, ya que fue precisamente en la desigualdad social y económica de los individuos en sus respectivas sociedades en donde se fincó realmente la organización capitalista desde sus comienzos y no en una hipotética igualdad jurídica imaginada durante la modernidad, pero que nunca ha resistido la prueba de la práctica. Sin embargo, eso no justifica el ignorar o minimizar el carácter liberador que tuvo el capitalismo en su origen, al oxigenar el mundo de entonces al que asfixiaba un feudalismo agonizante.
Aunque hoy es el capitalismo el que está asfixiándonos, sería una locura ignorar la realidad capitalista en la que vivimos si pretendieran diseñarse estrategias de lucha al respecto, centrar reflexiones sobre el tema o simplemente soñar con remover y desarraigar, de una vez por todas, la absurda injusticia que preside las sociedades actuales.
La llamada Guerra Fría durante el siglo pasado, no obstante su nombre, calentó posiciones lamentablemente extremas en ambos bandos. En un lado, provocó estúpidas actitudes ultraizquierdistas de desprecio hacia lo que consideraban, peyorativamente, libertades "burguesas", entre las que incluían auténticas conquistas democráticas como son las contiendas electorales y las actividades parlamentarias, además de otros logros conseguidos por la democracia política durante la modernidad (errores tan graves como éste fueron fatales para el socialismo soviético, como lo comprendió, aunque ya era tarde, el presidente Mijaíl Gorbachov).
En el otro lado, también se adoptaron posiciones y actitudes igualmente extremas: privilegiaron la democracia político-institucional –de tradición anglosajona– en su aspecto meramente electoral, al grado de confundirla o identificarla con la totalidad de la democracia integral y hoy la "venden" en todas partes como cualquier otro producto comercial. Con el proverbial mesianismo que los caracteriza, los estadunidenses –en la vanguardia del neoliberalismo– se han autoproclamado máximos campeones de esta democracia sustituta y utilizan el peso y el poderío de su imperio para imponer en el mundo entero su interpretación adulterada de la democracia: una democracia que ha ahondado su corrupción en los días que corren hasta convertirse en caricatura de sí misma.
La frecuente y variada violencia de los métodos con los que imponen, o tratan de imponer, su muy discutible y excluyente democracia político-electoral y el abandono de algunos avances en el campo de las democracias social y económica logrados durante el auge del sindicalismo y del llamado Estado de bienestar, además de la descomposición en la que ha caído aquélla, están acarreando consecuencias cada vez más graves y proclives a convertirse en un auténtico desastre para los propios liberales y neoliberales, aunque peligrosas también para quienes, sin comulgar con el credo liberal, nos encontramos navegando en el mismo barco. La gente está perdiendo fe en la vía electoral y ya no pone su confianza en las instituciones democráticas, con lo cual se pierden instrumentos de defensa contra la evidente manipulación de las conciencias ciudadanas que efectúan los dueños del poder económico y la derecha política, mediante la dócil colaboración que les prestan los medios informativos de propiedad privada, particularmente las televisoras.
Democracia social
No todos los conservadores son tan arrogantes ni han sido tan torpes como parecen serlo en el presente, con honrosas excepciones. En su momento, un aristocrático economista, Sir John Maynard Keynes –a quien nadie atribuiría veleidades socialistas– ofreció soluciones teóricas al capitalismo en una situación crítica tan riesgosa para su supervivencia, a raíz de la gran depresión de los años treinta del siglo pasado, como parece serlo también hoy en las circunstancias actuales. La teoría económica keynesiana, llevada a la práctica de un modo u otro, en diversos grados o en momentos distintos y en países diferentes, no sólo reencauzó el desorientado capitalismo liberal decimonónico de entonces, sino constituyó el núcleo económico a cuyo alrededor se formó el Estado interventor que posteriormente maduró en el Estado social o de bienestar. Y así como lo hicieron los keynesianos entonces, en el presente se han oído importantes voces de alerta ante la amenaza latente de una catástrofe en el capitalismo salvaje actual, si no se le reforma. Personajes claves en la economía y en las finanzas mundiales, como Georges Soros (quien, como máximo especulador financiero, sabe bien de lo que está hablando) o el presidente del Banco Mundial (con la más completa información a su alcance), han formulado declaraciones reconociendo el fracaso de las economías neoliberales y la perentoria necesidad de un golpe de timón que cambie la dirección que llevan. Tales declaraciones resultan sorprendentes, no por sí mismas, ya que su contenido es del conocimiento público desde hace rato, sino por venir de quienes vienen.


Se pensaría que dichos personajes, y muchos otros igualmente alarmados, deberían seguir siendo partidarios a ultranza de un neoliberalismo que ha servido espléndidamente a los intereses de propietarios y empresarios, especialmente de los más ricos y con poder político, como siguen siéndolo quienes, menos sagaces o precariamente informados, continúan empecinándose en defender un modelo que está ahogándose en sus propias contradicciones.
Partiendo de la premisa de que no es el capitalismo propiamente dicho el amenazado, sino su versión más salvaje, es comprensible la paradoja en la que están sumidos los más sensatos entre los hasta ahora paladines del neoliberalismo: aceptan, en franco conflicto ideológico con los principios filosófico-políticos que justifican sus prácticas económicas, la inminencia de unas posibles reformas económicas y sociales que poco antes condenaban terminantemente y juegan con la idea de revivir fórmulas socialdemócratas a las que habían excomulgado desde que Ronald Reagan y Margaret Thatcher abrieran de par en par las puertas del mundo al neoliberalismo. Así se explica la cautela que muestran –por ahora– frente a la incógnita –para ellos y para todos– que representa Luiz Inacio Lula da Silva. Lo ven como una quizá viable solución a la necesidad de reformar el carácter salvaje del neoliberalismo en decadencia, sin caer en los que consideran excesos del Estado de bienestar de los últimos años cincuenta, el decenio de los sesenta y el comienzo de los setenta del siglo pasado y, sin tener qué perder, además, el terreno ganado por la empresa privada al Estado interventor en los últimos veinte años del mismo siglo.
Ojalá la clarividencia que atribuyo a estos neoliberales –a quienes califico como sensatos– triunfara sobre las mentes obtusas de otros correligionarios suyos y encontrara una salida democrática a las dificultades económicas y sociales que enfrentan. Otra salida a su crisis (que realmente no es salida) consiste en endurecer sus políticas económicas y sociales y aferrarse a principios fundamentalistas de su doctrina, como lo están haciendo en Estados Unidos sus dirigentes republicanos ultraconservadores. Hay que llamar a esto último por su verdadero nombre: fascismo, rescatando el término de la especificidad que adquirió en el pasado y otorgándole una significación actualizada. Si hurgáramos hasta el fondo del conflicto presente entre Estados Unidos e Iraq, ¿qué diferencia encontraríamos entre Adolfo Hitler y George W. Bush?
Independientemente de cómo se le juzgue hoy, el llamado por unos Estado benefactor o de bienestar, y por otros Estado social, constituyó el mayor logro conseguido en la práctica capitalista por una teórica democracia social, mediante prestaciones que mitigaron la profunda injusticia que golpea a los trabajadores.
Inspirado en la ideología socialdemócrata, el Estado de bienestar tomó de ésta lo que le permitió convertirse en un verdadero arranque de democracia social: el principio que considera las prestaciones a los trabajadores, y mejor todavía si es a todos los ciudadanos, como un derecho inalienable para ellos y como una obligación que debe cumplir el Estado y, con mayor razón, la sociedad.
Aquel incipiente ejercicio democrático de la igualdad chocó frontalmente con la ideología de liberales y neoliberales, para quienes la desigualdad es parte de las leyes naturales, y las prestaciones sociales –escasas y muy relativas– que conceden a los trabajadores constituyen graciosa donación de los propietarios, motivada por la caridad de sus conciencias cristianas (además del temor a revueltas de ciudadanos desesperados).
No sólo factores ideológicos explican la fiereza con la que liberales y neoliberales acosaron el Estado de bienestar en su momento y con la que siguen persiguiendo en el presente los vestigios del mismo después de su derrota: han desacreditado todo intento de corregir la injusticia social, dándole un tinte malévolo al término "populismo" y satanizándolo al máximo. La historia interna del capitalismo durante los últimos tiempos es un recuento de batallas libradas para orientar el Estado ya fuese hacia políticas favorecedoras de la gestión privada en la economía o, por lo contrario, hacia el predominio de la gestión pública en ella. Con la desaparición del enemigo externo al terminar la Guerra Fría, ocupó el primer plano el vencedor también en la controversia interna, opacada como estuvo por la espectacularidad del conflicto que consideraban mayor, aunque en realidad ambos fueran variantes de la misma amenaza. Al desaparecer el peligro inmediato –el socialismo– cobró relevancia la pugna entre la versión salvaje y la versión reformada y reformista del capitalismo, pugna que se dirime (además de la adopción por las autoridades de medidas persecutorias de violencia visible o soterrada) en contiendas electorales y actividades parlamentarias y que anima, explícita o implícitamente, los debates de analistas y comentaristas políticos de la coyuntura, en las sociedades calificadas como democráticas en nuestra época.
Quienes buscan, desde posiciones políticas de centro izquierda, recobrar la que fue incipiente democracia social, representada en su momento por el Estado de bienestar y reanudar así la tarea de fortalecerla, deben estar muy conscientes de la imposibilidad de repetir aquella experiencia tal como se desarrolló entonces: las circunstancias son hoy muy diferentes. Han ocurrido cambios tan profundos en la historia reciente que cualquier intento de reformar el capitalismo como lo hicieron los socialdemócratas –antes, por supuesto, de que claudicaran a medias ante los neoliberales triunfantes– debe partir de la aceptación de que el capitalismo hoy es distinto del tradicional y, por lo tanto, un nuevo reformismo capitalista ya no puede realizarse mediante un Estado de bienestar simplemente calcado del anterior, aunque se guarden aspiraciones y propósitos idénticos. El reformismo capitalista necesita reconstruirse si pretende levantar de nuevo la bandera de una democracia social, pero a sabiendas de que ésta no puede llegar muy lejos dentro de las estructuras del capitalismo.
Sin embargo, existe una vía para avanzar hacia aquella meta, transitable no sólo para quienes se autoproclaman de centro izquierda. Tal como ya desde 1986 preveía Elmar Alvater, consistiría en trasladar, a la sociedad entera, la tarea que cumplía el Estado de bienestar. Con sus propias palabras: "Contra el ataque conservador a las estructuras y a las dimensiones del Estado social, la izquierda (tradicional y/o nueva) no puede proponer solamente la estrategia de mantener firmes las formas trasmitidas del Estado social. Se trata de desarrollar ideas y proyectos de una forma alternativa de socialización: es decir, de comprender el Estado social más como empresa social que como empresa estatal autoritaria" (cursivas mías).
Hoy, cuando se evidencian cada vez más los cambios que ocurren en los conceptos ya establecidos de Estado y de nación, y cuando es más notoria la importancia mayor de la llamada sociedad civil, es posible reconocer la propuesta de Elmer Alvater en muchos de los propósitos de una izquierda actualizada y en algunas acciones políticas colectivas que discurren ahora por cauces novedosos, no siempre bien comprendidos todavía hasta por gente que presume tener mentalidad progresista (¿Cómo explicar de otra manera la incongruente actitud de diputados y senadores perredistas al votar en favor de una ley sobre la cuestión indígena que llevaba el sello del gobierno conservador de Vicente Fox y que lesionaba seriamente los anteriores acuerdos de San Andrés?).
El Estado, tal como lo habíamos comprendido hasta aquí, está transformando las funciones que le eran habituales hacia unas funciones nuevas exigidas por las particularidades de la globalización. Por su parte, el concepto nación está ahondando sus características básicas, lo cual es más fácilmente comprensible si nos referimos a la diferente significación que ha ido adquiriendo el concepto "nacionalismo" como respuesta al omnipotente y omnipresente fenómeno de la globalización capitalista, un nacionalismo que no es exclusivamente aquél que apoyaba y defendía al Estado nacional (hoy en crisis por las agresiones de las empresas trasnacionales y por los principios ideológicos del neoliberalismo y de la derecha política en el poder), sino un nacionalismo en el que han ido cobrando relevancia los lazos étnicos, religiosos, lingüísticos, tradicionales (en una palabra, culturales). Por lo tanto, hoy es posible comprender mejor el sentido profundo de la afirmación de que México es un Estado multinacional.
La creciente importancia de la sociedad civil, manifestada cotidianamente en la originalidad de las formas de organización espontánea que toma, así como en el fortalecimiento continuo de una opinión pública cada vez menos temerosa, propicia la formación de condiciones favorables para la realización de la propuesta de Alvater. Un Estado social, distinto del Estado de bienestar forjado por el reformismo capitalista anterior y propulsado desde el seno de la sociedad civil, impediría el carácter autoritario que tuvo su antecesor por haber sido impuesto desde instancias políticas y económicas del Estado.
Democracia económica
En un sentido muy general, se encontrarían las primeras raíces de la democracia económica en la aparición misma de la economía capitalista, tomando en cuenta la función liberadora de la sociedad que asumió el capitalismo. De ahí en adelante seguiríamos encontrando antecedentes históricos en el complejo y frecuentemente contradictorio desarrollo del capitalismo, en relación con la democracia económica. Pero son otros los propósitos de este escrito. Aquí, más que la democratización en el plano de la producción capitalista, interesa más fincar el fenómeno democratizador en la distribución, lo cual parece ser más congruente con el espíritu o esencia de la democracia y hablo de la distribución no como parte presuntamente neutral u objetiva de la economía, sino de una distribución expresamente comprometida con los principios de la justicia social, como ocurrió en la teoría, y menos atrevidamente en la práctica, que caracterizó al Estado social o Estado de bienestar a mediados del siglo XX.
Inmediatamente después de esta experiencia reformista, la profunda revolución tecnológica y financiera experimentada por la economía capitalista en el último tercio del siglo pasado no se dirigió precisamente hacia la democratización de la misma. Por lo contrario, el carácter neoliberal adquirido por la trasnacionalización del capitalismo –fenómeno más conocido bajo el nombre de globalización– provocó la más intensa polarización de la riqueza entre los pocos que tienen todo o casi todo y los muchos que no tienen nada o casi nada, dando al traste con los tímidos intentos del reformismo anterior para construir una democracia económica.
En este capítulo de la democracia económica, el panorama ha sido más desolador que en los otros ya comentados; se explica por la poca penetración que ha tenido el reformismo en el campo de la economía capitalista, lo cual es fácil de comprender. El capitalismo dejaría de ser capitalismo cabal si se perdiera y hasta si se debilitara, el predominio sin restricciones del capital sobre el trabajo en el proceso de la producción, y si se privilegiara una equitativa distribución social del ingreso en menoscabo de las ganancias privadas del capital. No se olvide que la economía capitalista fue el núcleo a cuyo alrededor se formó una cultura totalizadora que caracterizó el desenvolvimiento mismo de la civilización occidental en los últimos cinco siglos, que dio por resultado lo que conocemos bajo el nombre de capitalismo en su más amplia significación, es decir, como civilización capitalista. Así, pues, sería imposible establecer una plena democracia económica dentro de sus estructuras intrínsecas sin romper la columna vertebral al capitalismo.


Ciertamente, el sindicalismo en sus mejores épocas alcanzó algunas conquistas que redundaron en mayores ingresos para los trabajadores –por ejemplo aumentos salariales–, pero ellas no afectaron el orden económico propio del sistema. Aunque fueran prestaciones de tipo pecuniario o de otras modalidades económicas, encajaban más bien en los marcos de una democracia social. Otra cosa hubiera ocurrido de haberse llevado a cabo con propiedad el llamado "reparto de utilidades", que, por lo menos entre nosotros, no pasó de ser una broma de mal gusto. Además, en el planteamiento de esta demanda debería haberse trascendido la ventaja individual que se pretendía para transformarla en ventaja colectiva, exigiendo que se invirtiera progresivamente todo el excedente económico en el desarrollo social (lo que atemorizaba a quienes veían en esto el comienzo de algún tipo de socialismo).
No haberlo hecho así constituyó la máxima debilidad del Estado de bienestar, ya que se optó por encauzar buena parte del excedente económico en gastos improductivos –por ejemplo en armas y otros gastos militares o, como está hoy de moda decir, en "seguridad"–, reafirmando de este modo su naturaleza simplemente reformista del capitalismo y negándose a convertirse en puente para una transición gradual y pacífica hacia el socialismo, como soñaron unos y temieron otros.
Un intento más de democratizar en serio la economía capitalista se efectuó también durante esa época dorada del reformismo. Se trató de la demanda de incluir a los trabajadores de las empresas en la "toma de decisiones", con lo cual adquirirían poder para influir en la organización económica, es decir, en determinar la dirección, el sentido, el alcance, los propósitos, etcétera, en la producción de bienes y servicios. Se sobrentiende que en esta modificación de las relaciones sociales en la producción no tuvo ya cabida el obrero tradicional, sino el nuevo tipo de trabajador surgido a causa de las espectaculares innovaciones tecnológicas y los cambios en la organización interna de las empresas, durante la transición hacia la nueva época posindustrial, un trabajador del cual se aprovecha su inteligencia, sus conocimientos y su experiencia y ya no sólo su fuerza física, muscular y nerviosa.
La suerte que corrió esta demanda sindical, que se llevó a la práctica durante los gobiernos socialdemócratas de algunos países muy desarrollados, en Alemania por ejemplo, es la misma suerte que han corrido todas las conquistas de las luchas interminables de los trabajadores para aminorar la injusticia social: han sido borradas o reducidas al mínimo por el neoliberalismo, nombre con el que designamos hoy la versión más brutal del capitalismo salvaje.
Conclusió
Hay mucho que decir acerca de la igualdad como fundamento de la democracia, sobre todo para refutar a los conservadores de siempre que califican de falaz el término cuando no se aplica únicamente en sentido jurídico y consideran demagógica su utilización al definir la democracia.
Aceptando la obligación de reconocer que siempre hay por lo menos un grano de verdad en las opiniones contrarias y para no caer en formulaciones simplistas o ingenuas respecto al concepto igualdad ni concluir con generalidades intrascendentes, invito a reflexionar y debatir sobre el tema, pero a partir de uno de los postulados doctrinales de los viejos izquierdistas derrotados, cuya validez conceptual sigue, a pesar de todo, intacta, y cuya significación conserva todavía su pureza teórica. En referencia a las obligaciones y los derechos recíprocos que se establecerían entre sus ciudadanos y una posible sociedad futura libre de la injusticia que prevalece hoy, dicho principio postula lo siguiente: "De cada quien (exigir) según sus capacidades; a cada quien (ofrecer) según sus necesidades".
En lo que no cabe discusión alguna es en el reconocimiento de la desigualdad (social y económica) como fundamento del sistema capitalista: de no ser así, no existiría el capitalismo. No obstante la contradicción evidente entre desigualdad y democracia, se podría avanzar un buen trecho más en el largo proceso de la construcción de la democracia global, aun sin romper las estructuras capitalistas, aprovechando al máximo las posibilidades que ofrecería una nueva versión actualizada del reformismo, es decir, congruente con las transformaciones que ha sufrido el ya también nuevo capitalismo, pero sin olvidar en ningún momento que una auténtica democracia integral sólo podría florecer en el socialismo (un socialismo enriquecido y depurado por las aleccionadoras experiencias que vivió y sufrió a lo largo del siglo XX).
En este orden de ideas, hago mías las palabras de Mijaíl Gorbachov, palabras que difícilmente encontrarían mayor justificación en otras bocas distintas de la suya, dadas las trágicas circunstancias en las que transcurrió su mandato como presidente de su país. En el libro sobre la perestroika (intento de reformar la economía del comunismo soviético), afirmó lo siguiente: "Así como no puede haber democracia sin socialismo, tampoco habrá socialismo sin democracia".
La autora es investigadora y periodista mexicana. El presente texto es la ponencia presentada en el encuentro Mujeres en la Lucha por la Unidad Latinoamericana, AUNA-México, 12 de marzo de 2003.