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Heinz Dieterich Steffan

8 de marzo del 2003

La burguesía reparte el mundo

Heinz Dieterich Steffan

Por tercera vez en este siglo, la burguesía atlántica reparte el mundo. Londres, Paris, Berlín, Moscú y Washington se disputan las fronteras de la recolonización de Asia Central, Asia Menor y el norte de África. Pelean por el botín que ha dejado la potencia vencida de la Tercera Guerra Mundial, la Unión Soviética.

El conflicto, cuyo epicentro son el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (ONU) y la opinión pública mundial, gira en torno a dos aspectos fundamentales: a) la derrota de la Unión Soviética que dejó partes del continente más importante del planeta, Euroasia, desprotegidas ante las potencias rivales capitalistas y, b) el anacrónico intento del nuevo eje fascista Washington-Londres-Tel Aviv ---con su comparsería neofranquista en Madrid y neomussoliniana en Roma--- de monopolizar esas nuevas colonias de manera unilateral para sí, excluyendo a los demás tiburones del capital global.

El efecto estimulante de dejar una región tan rica en recursos como el Medio Oriente desprotegida ante esos rivales capitalistas, no requiere mayor explicación. Es comparable a la repentina aparición de un voluminoso hueso ante una jauría de perros famélicos. Inevitablemente, hará estallar una pelea entre los caninos más fuertes por el apetitoso bocadillo, regida por la ley del colmillo y la amenaza de exterminio del otro.

En cuanto a la segunda razón, la metodología de la operación neocolonial intentada por la Casa Blanca, es tan anacrónica, como lo fue la de Hitler en 1939. Un frío cálculo de la correlación de fuerzas económicas, demográficas y militares hubiera enseñado a los estrategas nazis, que una nación de 80 millones de personas en el corazón de Europa jamás tendría el poder suficiente para sustituir el sistema regional de equilibrio de poderes ---en vigor desde 1648--- por una dominación unilateral en beneficio de los intereses de su élite.

Y el mismo cálculo hecho por los planificadores estadounidenses, tendría el mismo evidente resultado: que una nación de apenas 280 millones de personas nunca tendrá el poder suficiente para convertir un sistema multipolar de 6.5 mil millones de personas en un protectorado de explotación maquiladora, controlado por su clase dominante.

En este contexto, la genocida doctrina del golpe nuclear preventivo, estipulada por los nuevos nazis en la Casa Blanca, revela más su debilidad que su fuerza. Sus armas termonucleares son temibles, pero ¿para qué les sirvan frente a Rusia, China, el bloque franco-alemán o, inclusive, India?

En su pensamiento de positivismo vulgar y de ahistoricismo lineal, las cabezas vacías de los nuevos nazis confunden el poder abstracto de sus cabezas nucleares ---que les permitiría destruir a cualquier nación múltiples veces--- con su capacidad real de sometimiento. El fetichismo del poder militar, al igual que el fetichismo del poder económico y religioso, no les permite comprender que el poder real no está en el artefacto bélico, ni en el billete de papel impreso, ni en el trozo de madera trabajado en forma de cruz, sino en las relaciones sociales de las cuales emanan.

La arrolladora pujanza de los imperios siempre ha descansado sobre la trilogía de su fuerza económica, militar y cultural. Bush y su equipo de fetichistas incultos, han despilfarrado la fuerza económica que habían heredado del gobierno de Clinton. De un superávit fiscal del año 2002, han pasado este año fiscal a un déficit de 400 mil millones de dólares; tienen un dólar devaluado en alrededor del 15% frente a su competencia monetaria imperial, el Euro; un déficit comercial record de 435,2 mil millones de dólares para 2002, y el virtual quiebre fiscal de una serie de estados y ciudades con recortes generalizados en los servicios de educación y sociales.

En lo cultural, la barbarie de la pena de muerte, del sabotaje a la Corte Penal Internacional en La Haya, al Tratado contra las minas terrestres, al Tratado ecológico de Kyoto, el robo de las elecciones presidenciales por George W. Bush en contubernio con su hermano-gobernador en La Florida, la legalización de este robo por la Corte Suprema de Justicia en Washington, la corrupción endémica en las grandes corporaciones del país (Enron), la descarada naturaleza plutocrática de su sistema político, la constante violación de los derechos de los pueblos y el cínico desconocimiento de la voluntad y del derecho internacional ---como las condenas de la Asamblea General de las Naciones Unidas (ONU) al bloqueo de Cuba---, sus alianzas con los peores violadores de los derechos humanos, como el gobierno de Ariel Sharon en Israel, todo esto ha mermado la autoridad moral del imperio y lo ha dejado reducido a un solo poder: el militar.

El ocaso del imperio estadounidense y del nuevo fascismo, en una medida impensable todavía hace seis semanas, es comparable al ocaso del fascismo histórico europeo. Benito Mussolini disfrutaba de considerables simpatías entre los políticos occidentales, notablemente de Sir Winston Churchill, y el keynesianismo militar de Hitler fue visto con buenos ojos por los ejecutivos de muchas transnacionales estadounidenses a quienes les gustaba la prohibición de sindicatos y partidos obreros. Pero esa solidaridad de clase desapareció, cuando desconocieron las reglas del juego, tratando de imponer sus propias normas sin consenso de los demás.

Todos los grandes Estados capitalistas son antiéticos y criminales, porque todos participan en la explotación y represión del Tercer Mundo. Sin embargo, aun dentro de la mafia hay reglas que tienen que respetarse. Y si algún capo trata de convertirse en capo di capi, sin el consentimiento de los demás, destruye el sistema y se convierte en enemigo de todos. Esta es la situación de Estados Unidos bajo el triunvirato de Bush, Cheney y Rumsfeld.

Vladimir P. Lukin, segundo vocero del Parlamento ruso, lo ha expresado con precisión, en una entrevista: "¿Usted conoce la diferencia entre un policía y un gangster? El policía cumple con reglas que son elaboradas, no por el policía, sino por una determinada comunidad democrática, aceptada por todos. Un gangster implementa sus propias reglas."

Cuando el gangster es un Estado, se trata de un Estado gangsteril. Este es el hecho que ha generado la insólita coalición mundial antigangsteril entre Francia, Alemania, Rusia, China, el Vaticano y la sociedad civil mundial. Henry Kissinger, uno de los protagonistas históricos de este Estado gangsteril, ha amenazado a la coalición, diciendo que: "Si (esta resistencia) sigue así, terminaremos en un tipo de juego de equilibrio de poder decimonónico, en el cual no es autoevidente que Estados Unidos perderá".

Con el debido respeto, Mr. Kissinger, sí es autoevidente que Estados Unidos perderá. Porque la noción de que un Estado gangsteril de 280 millones, muchos de ellos ciudadanos decentes, pueda imponer su ley a 6.5 mil millones de ciudadanos globales, es criminalmente pueril. No menos pueril, que el reino de mil años de Adolf Hitler. Y terminará igual.