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Derrota del Nazi-Fascismo



Coletillas al Margen
Derrota del fascismo y surgimiento del neofascismo

Carlos Angulo Rivas

Con el ingreso de las tropas soviéticas a Berlín en mayo de 1945 celebramos al presente el sesenta aniversario del triunfo de las fuerzas aliadas en la Segunda Guerra Mundial. La gran victoria sobre el eje Berlín-Roma-Tokio constituyó el respiro más grande de la humanidad amenazada por el fascismo en sus diversas variantes, cuya hegemonía en aquel tiempo perteneció al Tercer Reich alemán. Los jerarcas nazis de la nefasta organización criminal de Adolfo Hitler fueron derrotados, las huestes de Benito Mussolini
desaparecieron del escenario político y los impulsos imperiales de los japoneses sucumbieron meses después en el criminal e inexcusable bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaki. La búsqueda de una nueva racionalidad del mundo contemporáneo se impuso tras los horrores de una guerra que dejó entre cuarenta a cincuenta millones de personas muertas y el insano exterminio de millones de judíos en el infierno del holocausto. Luego de este período volvió, pues, la cordura y la lógica impuesta por todos los estados a través de la creación de las Naciones Unidas y posteriormente de la Declaración Universal de los Derechos Humanos como ley internacional. Sin embargo, por obligación debemos hacer un cabal examen de conciencia para observar si con la victoria aliada se produjo, categóricamente, el final del fascismo como la doctrina más peligrosa, amenazadora, perversa y cruel de la humanidad. ¿Fue realmente ese desenlace -derrota del fascismo- parte de la victoria aliada en la segunda guerra mundial?
Hagamos un poco de historia observando el fenómeno fascista europeo, el mismo que abandonó la Sociedad de las Naciones, el organismo internacional rector de entonces, con la finalidad de no rendir cuentas a nadie y tener el camino libre para sus agresiones y la guerra. Recordemos que tanto los movimientos fascistas en Italia y Alemania fueron sustentados por organizaciones de masas de origen desclasado y por la pequeña burguesía atontada, ganada por el nacionalismo exacerbado de los líderes que luego se
aliaron a los grandes monopolios industriales y a las finanzas del gran capital. De esta suerte, sobre la victoria popular de las masas del fascismo, se constituyó la feroz dictadura del gran capital financiero que tomó directamente en sus manos todas las instituciones del Estado y sus poderes ejecutivos, judiciales, administrativos, militares, cooperativos, educativos, universitarios, sindicales y mediáticos de la prensa y propaganda. En este terreno, la fundación del Estado corporativo se ocupó de regimentar la participación de las masas populares, quedando ésta atrapada en el tejido diseñado para la anulación de su independencia y autonomía.
Siempre hablamos de dos guerras mundiales en el mundo moderno, la primera y la segunda, en tanto los grandes poderes se vieron involucrados en el conflicto; pero históricamente en los siglos pasados han habido guerras de la misma índole como la guerra de los treinta años (1618-1648); la de los siete años (1756-1763) y por último las guerras napoleónicas de conquista del mundo de 1792 hasta 1814; y en todas ellas el factor principal ha sido el logro del poder omnímodo y el sometimiento de los pueblos. Con el avance de la tecnología y la modernización de la vida se desarrollaron también
nuevas tendencias de dominio absoluto impuestas por la maquinaria bélica de los más poderosos. Y después de la primera guerra mundial aparece en Italia y Alemania el fascismo como una ideología capaz de llevar a cabo políticas unilaterales capaces de hacer arrodillar a los demás Estados. En los estados fascistas se desarrolló la dictadura más férrea del capital financiero en alianza con los movimientos de masas; la exacerbación de las masas en el sentido nacionalista de someter a los estados "enemigos" como la única manera de satisfacer las necesidades de ellas mismas, venciendo el sentimiento de desesperación, avaló este tipo de dictadura basada en la
maquinaria militar y el estado mayor.
Y si bien la victoria de lo que significó la segunda guerra mundial debe celebrarse con todo esplendor, el proceso histórico seguido por el capital financiero y sus intereses imperiales no terminó con el fin de esta guerra, porque las guerras no pueden cambiar la esencia de un proceso propio del capitalismo en su voraz desarrollo. En otras palabras, el distinguible proceso del desarrollo capitalista convertido en fascismo se paralizó momentáneamente, se retrasó unos años, pero corporativamente subsiste en nuestra época con la misma fuerza arrolladora y con la misma eficacia de someter a los países más pobres del mundo. Superadas en parte las contradicciones interrelacionadas del gran capital financiero y la competencia monopólica de las empresas transnacionales, vía la globalización, la facilitación del fascismo como ideología política, como factor ideológico de control de las masas, es más que evidente en la superpotencia hegemónica, Estados Unidos, puesto que el equilibrio de poderes que significó la existencia de la Unión Soviética fue eliminado con la caída del muro de Berlín.
Entre la primera y segunda guerra mundial pasaron casi 22 años, período bastante corto en la referencia histórica de este tipo de conflictos donde se producen alianzas de poder que nada tienen que ver con los costos humanos y financieros que estos representan. Hoy cantamos la victoria de que en sesenta años no haya habido otra guerra mundial; sin embargo el fantasma de la guerra nunca fue despejado del escenario político mundial, menos durante la guerra fría, donde los superpoderes estuvieron involucrados sin llegar al conflicto bélico entre ellos; allí tenemos la guerra de Corea, la guerra de Vietnam, la invasión a Hungría, la de Checoslovaquia, la amenaza contra Cuba, las guerras civiles en África y las feroces dictaduras militares del imperio en Latino América. La explicación -a la no guerra- puede estar en el temor de la humanidad a un desenlace nuclear de inimaginables proporciones; pero ello, en la dinámica actual de la desproporcionada capacidad bélica de Estados Unidos y sobre todo en la defensa de los intereses corporativos monopólicos de la llamada globalización, nos lleva a pensar en la
posibilidad no remota de un nuevo conflicto mundial; sobre todo si los intereses del nuevo reparto del mundo no se mantienen en "feliz" acuerdo para las potencias industriales, en agravio y extorsión de los países pobres. Y si bien la ley internacional, supervisada por la Naciones Unidas, prohíbe y condena como ilegal a las guerras de agresión basadas en la supremacía militar, económica y política, nada asegura que el capitalismo en desarrollo imparable, en la visión enajenada de despojar a los más pobres
del planeta de su derecho a la vida, nos ponga en la puerta de una tercera guerra mundial.
Estemos muy claros que el fascismo como la dictadura más tenaz y ambiciosa del capitalismo no ha sido desterrado, por el contrario está reforzado en la sintonía de una nueva concepción, mucho más peligrosa que la anterior. El fascismo, despojado de la necesidad del apoyo popular masivo, para sus propósitos de conquista se ha rejuvenecido en la pronta adquisición de un modelo "democrático" sustentado en elecciones periódicas dominadas por completo por el aparato administrativo, militar, ideológico, mediático, educativo e ideológico del Estado corporativo. No escapa al mínimo criterio individual que la democracia y la pregonada libertad en la mayoría de los
países del mundo están atenazadas, oprimidas y manejadas por el régimen legal de la estricta norma de carácter marcial, castrense y policial. De esta forma lo más importante para los grupos de poder económico es la conquista política del Estado, en donde los intereses del capitalismo corporativo monopólico mundial, hoy globalizado, van a ser defendidos con toda rigidez e inflexibilidad. El ejemplo más claro en esta dirección es el
de la administración de George W. Bush y la creación de las nuevas teorías del eje del demonio contra el terrorismo internacional; la política unilateral similar a la de Hitler pasándose por el aro a las Naciones Unidas; la inventiva de mentiras propagandísticas como las "armas de destrucción masiva" a fin de justificar la invasión a Irak para apropiarse de las reservas mundiales del petróleo; las amenazas a través de las
"guerras preventivas"contra países escogidos; la negativa al desarme nuclear; la violación de los tratados de preservación del medio ambiente; el chantaje económico y político a las naciones pobres a fin de mantener la hegemonía en el curso de la política internacional; apoyo militar y económico a los estados fascistas de Israel y Colombia, alianza estrecha con el absolutismo real de Arabia Saudita; violación del fundamental derecho a la vida por acaparamiento de recursos y fomento de la pobreza absoluta en el mundo. Todo aquello, qué duda cabe, constituye el desarrollo del fascismo en su nueva fase que podríamos llamar del neofascismo o el fascismo "democrático."
Este modelo neofascista es casi una copia fiel del gobierno del Clero católico y sus feligreses, basado en las encíclicas papales ultramontanas y el principio de la dictadura absoluta. La infalibilidad del Papa es comparable con la visión del inquilino de la Casa Blanca en su afán de soberanía global. El mandato universal quiere ser impuesto por Bush y la seudo democracia de su modelo administrativo-militar, como un movimiento político ideológico único, en cooperación con los gobiernos afines que fomenten el estado corporativo contra la amenaza del "terrorismo," hoy en día en reemplazo de la amenaza del "comunismo" internacional, quiere ser exportado como el mejor producto político. Existe así una analogía estructurada, una especie de confluencia entre el estado corporativo de El Vaticano y el sistema autoritario por ejemplo de Franco, Mussolini, Hitler, y en el presente de George W. Bush. El orden impuesto por el Vaticano y la
jerarquía eclesiástica, los sacerdotes y los operarios sobre los feligreses de todo el mundo, cuya autoridad se origina en el Sumo Pontífice (los decretos dictatoriales de las encíclicas), pretende ser impuesto por el gobierno de Washington mediante el fascismo "democrático" o el "neofascismo" de nuestros días. La obediencia religiosa a la dictadura de El Vaticano, sin dudas ni murmuraciones, quiere ser trasladada a la política. No olvidemos que el papa Pío XII, monseñor Pacelli, fue un gran aliado de Hitler durante la segunda guerra mundial y no sería extraño que el retrógrado Benedicto XVI jugara el mismo papel en la pretensión de Bush de dominar el mundo por las buenas o por las malas.
Carlos Angulo Rivas
reppam@sympatico.ca