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Eduardo Galeano

El emperador del mundo


No había nacido en ella, pero en sus calles dormía y reinaba.

Por impresionar a su reina y señora, se había hecho rey de reyes y señor de señores. Por ella, por promesa de amor, no se había cortado nunca la barba ni el pelo, que le llegaba a los pies. Y por deber de obediencia, cada dos por tres cambiaba de castillo: llevándose a cuestas todo su reino, que cabía en un par de cajas de cartón, se mudaba desde algún banco del Parque del Cristo hasta las escalinatas de la iglesia del Sagrado Corazón, o hasta algún recoveco del muelle de Caballería.

Al servicio de ella, y de sus muchos merecimientos, solía convocar su flota de buques cañoneros y sus ejércitos del alba, del mediodía, del atardecer y de la medianoche. Y por ella inspirado, declaraba guerras, firmaba paces y redactaba proclamas, ante los leones del Paseo del Prado, rodeado por su guardia de alabarderos y algunos súbditos que eran curiosos de paso. Allí, por complacer a la señora de sus desvelos, perdonó públicamente a los guerrilleros de la Sierra Maestra, que le habían copiado la barba.

El Caballero de París, gallego venido de Lugo, nunca aceptó limosnas. Para alimentarse, tenía de sobra con el sol que ella le daba. Y en ella yace, ahora, bajo el suelo del convento de San Francisco, junto a los obispos, los arzobispos, los comendadores y los conquistadores. En ella duerme: en esa dama destartalada y altiva, llamada La Habana, que vela su sueño.

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