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Eduardo Galeano

Viajes
Por Eduardo Galeano

El torero

Rafael Gallo, señor de los ruedos, había cumplido gran faena en la plaza de toros de Albacete y había recibido, en trofeo, las orejas y el rabo.
Mientras se desnudaba de su traje de luces, el diestro decidió:
–Ahora mismo nos volvemos a Sevilla.
El ayudante le explicó que no se podía, que ya era muy tarde:
–Y lo lejos que está Sevilla...
Rafael se irguió. Como si estuviera en plena lidia, y su ayudante fuera toro, mandó:
–¡Quietooooooo!
Hecho un relámpago de furia, puso las cosas en su sitio:
–¿Qué has dicho tú, qué has dicho? Sevilla está donde debe estar. Lo que está lejos es esto.

Los inmigrantes

Una piedra,
un trébol de cuatro hojas,
una flor que ya no tenía olor ni color,
un zapato solo,
un mechón de pelo,
una vieja llave que había perdido su puerta,
una pipa que había perdido su boca,
el nombre de alguien bordado en un 
pañuelo,
el retrato de alguien en marco de óvalo,
una cobija que había sido compartida
y otras cosas y cositas venían envueltas, entre ropas muy gastadas y lavadas, en las valijas de los peregrinos. No era mucho lo que cabía en cada valija, pero en cada valija cabía un mundo. Chueca, destartalada, atada con cordones o mal cerrada por herrajes herrumbrosos, cada valija era como eran todas, pero cada una era igual a ninguna.
Los hombres y las mujeres llegados desde lejos se dejaban llevar, como sus valijas, de fila en fila, y se amontonaban, como sus valijas, esperando. Venían de remotas aldeas perdidas en el mapa de Europa, fugitivos de la miseria y de otros horrores, y al cabo de la larga travesía habían desembarcado en la isla Ellis. Estaban a un paso de la Estatua de la Libertad, que había llegado poco antes que ellos al puerto de Nueva York.
En la isla, funcionaba el colador. Los porteros de la Tierra Prometida interrogaban y clasificaban a los inmigrantes, les escuchaban el corazón y los pulmones, les estudiaban los párpados, las bocas y los dedos de los pies, los pesaban y les medían la presión, la fiebre, la estatura y la inteligencia.
Los exámenes de inteligencia eran un desastre. Muchos de los recién llegados no sabían escribir y no atinaban más que a balbucear palabras incomprensibles, en lenguas desconocidas. Para definir su coeficiencia intelectual, las mujeres debían contestar, entre otras preguntas, cómo se barría una escalera: ¿Se barría hacia arriba, hacia abajo o hacia los costados? Una muchacha polaca respondió:
–Yo no he venido a este país para barrer escaleras.

El piano

Vino desde Europa. Metido en un inmenso cajón, viajó en barco, en tren y despuésen hombros. Fue cargado a pulso, Bolivia adentro: cuarenta peones se abrieron paso a través de las serranías, inventando puentes, escaleras y caminos, con aquella mole encima. Cinco meses llevó el atroz subibaja por barrancos y quebradas, hasta que por fin el piano Steinway llegó, sin un rasguño, a la ciudad de Tarija.
Por entonces, Tarija estaba habitada por catorce mil novecientos cincuenta mandados y cincuenta mandones. En las cumbres, la única dama que no tenía piano era doña Beatriz Arce de Baldiviezo. Un tío preocupado había enviado este regalito, desde París, para que recuperara su color natural y pudiera respirar tranquila la sobrina que vivía roja de envidia y suspirando noche y día. Y no era un piano cualquiera. Aquel Steinway de gran cola lucía, dentro de la tapa, los sellos de los premios que le habían otorgado todos los imperios y reinos de Europa, y sonaba tan gloriosamente que se alzaba solito desde el piso.
Pasaron los años y las gentes, el tiempo y la historia. Tarija creció y todo cambió. Y un día, doña María Nidi Baldiviezo, que había recibido el piano en herencia, salió del consultorio médico sabiendo que estaba enferma de cáncer. De la fortuna familiar ya sólo quedaban el piano y la nostalgia y doña María no tenía otra cosa que vender para pagarse el viaje y el tratamiento en Houston.
Recibió la primera oferta desde Japón. Ella se negó. La segunda propuesta vino desde los Estados Unidos, y ella no la aceptó. El tercer comprador llamó desde Alemania, y ella no hizo caso. Y lo mismo ocurrió con los interesados que acudieron desde Buenos Aires, La Paz y Santa Cruz. La vendedora decía no a los precios altos, a los precios bajos y a los del medio también.
Entonces, doña María reunió a los musiqueros, los teatreros, los imagineros y demás eros de Tarija y les propuso, desde su lecho de enferma:
–Dénme lo que tengan, y se quedan con el Steinway.
Ellos vaciaron los bolsillos, unos pocos billetes arrugados y sucios, y ella dijo:
–Trato hecho.
Doña María se quedó sin viaje y sin tratamiento, pero así se cumplió la voluntad del piano. Aunque el piano había nacido en tierras lejanas, bautizado por las manos de Franz Liszt, era en Tarija donde había encontrado querencia, y queriendo querer quería quedarse allí. Y allí, donde poco después doña María murió, él continúa prestando sus invalorables servicios en las veladas culturales, en las efemérides patrias y en todos los actos cívicos de la localidad.

El destino

Albert Londres había viajado a través del mundo y de las gentes y había escrito veinte libros. Había escuchado y contado historias de locos y desterrados, atletas y malandrines, guerreros y damas de la noche. Había escrito sobre los hervideros de furia de los Balcanes y de Argelia y sobre la trata de negros en Dakar y la trata de blancas en Buenos Aires. Había compartido las aventuras y las desventuras de los soldados en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, los revolucionarios en las barricadas de Rusia y China, los pescadores de perlas en el golfo de Adén y los presos condenados a infierno perpetuo en la cárcel de Cayena.
Albert había escrito mucho y había andado mucho, hasta más allá del horizonte, cuando una noche encontró lo que buscaba sin saber qué buscaba. Los dioses tuvieron la gentileza o cometieron la crueldad de revelarle lo que él había estado esperando, sin saber qué esperaba, durante todos sus años de vida peregrina. Ocurrió en China, y Albert se puso a escribir un libro que ocupó, desde entonces, todas las horas de su vigilia y de su sueño. Escribió sin parar, sin comer ni dormir, para eso había nacido, ése era el primero y el último y el único libro entre todos sus libros: escribió en la tierra y en la mar, empezó a escribir encerrado en su habitación de un hotel de Shanghai y después siguió escribiendo encerrado en su camarote de un barco llamado "Georges Philppar". Durante todos los días y las noches de la navegación, escribió y escribió, hasta que al llegar a las aguas del mar Rojo el barco se incendió y él no tuvo másremedio que salir a cubierta y a los empujones fue metido en el bote salvavidas.
Ya el bote se estaba alejando del naufragio, cuando Albert se golpeó la frente, gritó ¡mi libro! y se echó al agua. Nadando, llegó. Trepó como pudo al barco en llamas y se metió en el fuego, donde su libro ardía.
Y nunca más se supo de ninguno de los dos.