La Izquierda debate
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La lucidez del converso
Higinio Polo
El Viejo Topo
El converso se mira en el espejo de la lucidez. En nuestros días, aunque tenga
un origen religioso, el término "converso" identifica también a los
profesionales del oportunismo político que han cambiado de ideología, no a
consecuencia de la evolución personal y de la experiencia, sino del cálculo. Ese
fenómeno es persistente a lo largo de la historia, y no deja de resultar irónico
que, siglos atrás, los llamados cristianos viejos denominaran marranos a los
judíos que se convertían al nazareno, en transparente alusión al cerdo
prohibido, y que después adquirió significados personales por el rechazo y la
envidia del pueblo cristino a la riqueza de algunos judíos. Esos reconvertidos
creyentes desarrollaron un celo excesivo en defensa de su nueva religión,
actitud que hemos dado en calificar como la fe del converso, y cuyo ejecutor más
célebre tal vez sea Torquemada. Es una actitud, que vemos hoy repetida en muchos
antiguos izquierdistas que han abrazado las más cálidas orillas del capitalismo
realmente existente, basada en el realismo, y, sobre todo, en la lucidez.
No es nada nuevo: ha ocurrido muchas veces, y sus protagonistas, esos conversos,
siempre se aproximan al poder. Al final de la guerra civil española, con la
derrota de la República, miles de personas se descubrieron un alma fascista: en
Barcelona, por ejemplo, el fenómeno fue tan significativo que la propia Falange
advertía, diez días después de la caída de la ciudad en manos fascistas, que
sólo permitirían el ingreso en sus filas a quienes hubiesen pertenecido a
Falange, Comunión Tradicionalista, Renovación Española, y grupos afines, desde
antes del 18 de julio de 1936, o bien que hubiesen sido encarcelados por la
República. En Italia, tras la guerra, los fascistas —a los que llamaban tupín,
ratas, por el color de sus camisas— se escondieron en sus madrigueras, pero los
que pudieron salieron de nuevo a las calles, incluso con pañuelos rojos al
cuello, como si hubieran formado parte de la resistencia. Pero esas ratas, eran
unos conversos de ocasión, porque, en general, ese fenómeno se ha dado siempre
hacia la derecha.
En España, algo parecido ocurrió tras el final de la dictadura: los millones de
ciudadanos franquistas (la versión patriótica —de qué patrias no importa— que
mantiene que el franquismo apenas tuvo apoyos, no resiste la prueba de la
investigación empírica) desaparecieron, como por ensalmo. Trucadas las
biografías, muchos descubrieron un alma democrática que tuvieron que reprimir en
el pasado: incluso Juan Carlos de Borbón, que elogiaba sin reparos a Franco, ha
sido presentado después como un decidido partidario de la libertad. Esos
fenómenos de nuestra historia que, en gran parte, están por investigar, resumen
una actitud que, si no es nueva, al menos, continúa sorprendiendo.
De manera que proliferan los conversos, hábiles en justificarse: pensemos en
Talleyrand, exitoso oportunista en todos los regímenes posibles. En Francia ha
habido debates sobre el asunto. También, en Italia. Menos, en España. Entre la
izquierda las revelaciones en el camino de Damasco han sido muy numerosas, y
particularmente significativas después de la desaparición de la URSS. No deja de
ser revelador que esa evolución política, que los conversos presentan como
natural, se dirija casi siempre hacia el territorio de la derecha. Ya se sabe:
quien a los veinte años no es comunista es porque no tiene corazón, y quien lo
es a los cuarenta es porque no tiene cabeza. De modo que todos esos tipos
instalados ahora en la lucidez, nos perdonan la vida: borra todas las huellas
—como recuerda Brecht— y escupe sobre tus compañeros de ayer.
* * *
Cada uno tiene sus propios conversos en la memoria. Entre ellos, tal vez Jacques
Doriot, comunista que acabó como dirigente de la extrema derecha francesa, sea
uno de los ejemplos más desgraciados. Doriot, secretario general de las
Juventudes Comunistas, diputado, fue a China como delegado de la Internacional
Comunista cuando Chang Kai Chek y el Kuomintang organizaban la matanza de
comunistas chinos. Era ambicioso: expulsado del partido comunista, fundó el
Partido Popular (PPF) y se convirtió en colaboracionista de las tropas de
ocupación nazis: combatió con ellas y llegó a fundar la Legión de voluntarios
franceses contra el bolchevismo. Poco antes del final de la guerra, en febrero
de 1945, en una carretera alemana, un bombardeo británico acabó con su vida.
Otro converso notable, cuya vida parece paralela a la de Doriot, es Nicola
Bombacci, que fue secretario general del Partido Socialista Italiano, que
abandonó para ingresar en el Partido Comunista (PCI), del que es expulsado, en
1928, por su colaboración con Mussolini. Amigo del Duce, tuvo también un triste
final: fue fusilado por los partisanos, en abril de 1945, cerca de Como, junto
con miembros del gobierno de la República Social Italiana y de dirigentes del
Partido Fascista. La nómina es amplia: Ignazio Silone -recordado no hace mucho
como rehén del fascismo por oscuras historias familiares-, Dos Passos, Stephen
Spender, Arthur Koestler, y tantos otros, ayer, o, en los últimos años, Vargas
Llosa, por citar intelectuales. E igual ha ocurrido en otras áreas de la
actividad humana. Recuérdese la época de la guerra fría, cuando, en los
apestosos sótanos de la CIA reinaban Nicolás Nabokov, Irving Kristol (como ahora
lo hace su hijo), y otros sujetos de su calaña, para comprar y corromper
intelectuales y personas de relieve, tal y como documenta Stonor Saunders.
En los antiguos países socialistas europeos, encontramos numerosos conversos.
Recordemos algunos casos llamativos. El mismo Boris Yeltsin, muñidor de las
reformas capitalistas y excepcional ejecutor de los deseos norteamericanos,
pertenecía al PCUS y se presentaba como un comunista que pretendía terminar con
la escoria que manchaba el socialismo soviético. El general Dimitri Volkogónov,
que fue director adjunto de propaganda del Ejército Rojo, y que después dejó un
libro sobre Lenin, para cubrir de oprobio al dirigente bolchevique. O Aleksandr
Yakolev, el que fuera ideólogo (¡!) de la perestroika, que hoy está integrado en
un partido de derecha. Y, claro, Yegor Gaidar, Eduard Shevardnadze, el siniestro
Islam Karimov, de Uzbekistán, y tantos otros. O Petre Román y el presidente
Iliescu, en Rumania, y el primer ministro húngaro, Peter Medgyessy, un personaje
que trabajó en el pasado para los servicios de inteligencia húngaros y para la
KGB, y que está hoy satisfecho con el paisaje del capitalismo húngaro. O
Kwasniewki y Miller en Polonia, y Georgi Parvanov, presidente búlgaro. Hay
muchos otros, antiguos miembros de los partidos comunistas en el poder, la
mayoría con la desfachatez suficiente como para hacer responsables a los
actuales comunistas de sus países, que luchan contra mil dificultades (a veces
desde la clandestinidad), de sus propios actos de ayer. Pero el converso no
repara en esos detalles.
Sin embargo, ese fenómeno no es exclusivo de los antiguos países socialistas. Ha
sucedido también en Europa occidental. Sin ánimo de ser exhaustivos: en Italia,
por ejemplo, encontramos a Giuliano Ferrara, un antiguo y relevante miembro del
Partido Comunista Italiano, que es ahora un entusiasta seguidor de Berlusconi y
dirige el diario Il Foglio. Más aún: resulta que este individuo era informador
de la CIA norteamericana desde los años en que los comunistas estaban a un paso
del gobierno en Italia. Ferrara cobraba su traición en dólares norteamericanos.
En ese mismo diario, escribe Adriano Sofri, el principal dirigente de la
organización Lotta Continua, que hace dos décadas clamaba por la revolución y
acusaba a los comunistas italianos de haberse vendido al capitalismo. Y, según
nos contaba no hace mucho el escritor italiano Antonio Tabucchi, el diputado
Bondi, otro antiguo comunista, es ahora portavoz de Forza Italia, el partido de
Berlusconi, además de haberse convertido en un sujeto que anda proponiendo
golpes de Estado blandos para evitar la "infiltración comunista" en las
instituciones del Estado.
Recuerden otros. En Alemania, el abogado Horst Mahler, que había sido miembro
del grupo de la ultraizquierda Fracción del Ejército rojo, es ahora abogado del
partido nazi NPD y uno de los principales teóricos del nuevo nazismo alemán.
Jack Straw, ministro británico, antiguo trotskista, cómplice ahora de Blair y
Bush en la guerra contra Iraq. El primer ministro portugués, Durao Barroso, que
había sido también maoísta, miembro del MRPP, una organización (que acusaba al
PCP de reformismo) con oscuras conexiones con la CIA norteamericana. O Courtois,
viejo maoísta, uno de los autores del Libro negro del comunismo. Robert Ménard,
jefe de Reporteros sin Fronteras, antiguo militante de extrema izquierda, que
ahora milita contra Cuba. En América, puede citarse a Jorge Castañeda, que había
sido comunista y se integró en el gobierno derechista de Fox, como ministro de
Asuntos Exteriores, para destacar en sus ataques a la revolución cubana.
Incluso, al decir de Joaquín Estefanía, la mayoría de los nuevos
neoconservadores de la administración norteamericana de Bush son antiguos
trotskistas reconvertidos a la derecha radical.
Aquí, en España, además de los conversos, muy numerosos, podría hablarse de los
infiltrados de la policía y de la CIA (como en tantos otros países: tampoco es
nuevo). Viene de lejos: recuérdese la infiltración policial en las
organizaciones clandestinas durante la dictadura, o, ya en los años
democráticos, en Herri Batasuna: la policía llegó a tener peones entre sus
máximos dirigentes. Recuérdese, también, la chulería de Martínez Torres, un
antiguo jefe de información de la policía franquista, que llegó a alardear del
topo con que contaba en la dirección del PCE. (Jesús Martínez Torres fue
nombrado, en 1982, responsable de la Comisaría General de Información: era un
hombre del OPUS, notorio torturador de la policía en Zaragoza, en años
franquistas, lo que no impidió que fuera hombre de confianza del ministro
socialista Barrionuevo, junto con otro torturador, el comisario Ballesteros.
¡Quién lo hubiera dicho, el PSOE manteniendo a torturadores franquistas en
cargos de máxima responsabilidad! Hay que decir, en honor a la verdad, que Juan
Alberto Belloch, ministro de Interior y Justicia con Felipe González, forzó la
dimisión de Jesús Martínez Torres, comisario general de Información, entre
otros. Pero esa es otra historia.)
Tenemos otros conversos, más pulcros: el periodista César Alonso de los Ríos,
antiguo comunista; después, socialista con Solana; ahora, periodista del ABC y
votante del PP, muñidor de España, a la que, según él, sólo puede salvar la
derecha. O el valenciano Rafael Blasco, un antiguo miembro del FRAP, y más tarde
del PSOE, que ahora es uno de los ideólogos del Partido Popular. O Ramón Tamames,
un olvidado político que pasó del Partido Comunista a la derecha. O Fernando
García de Cortázar, Eugenio Trias, y algún catalán que prefiero no nombrar. Y
Jon Juaristi, Mikel Azurmendi, Pilar del Castillo, (antigua miembro de Bandera
Roja), Josep Piqué o la misma Celia Villalobos, también militante en la
ultraizquierda. Por no hablar de Jiménez Losantos, de Gabriel Albiac, que
también han hecho el tránsito desde el comunismo hasta el liberalismo; de la
impecable Rosa Montero, agradecida colaboradora de las campañas contra Cuba. O
de ese periodista llamado Pío Moa, antiguo miembro de los GRAPO, que ahora ha
recalado en el neoliberalismo, aunque, a juzgar por lo que dice, parece que lo
haya hecho en la tumba del franquismo. También, algunas figuras menores, aunque
hayan llegado a ministros; o ese personaje al que ya nadie recuerda, José María
Mohedano, que pasó de abogado laboralista, miembro del Partido Comunista de
España, a defender empresarios. Tuvo premio: una asociación madrileña le otorgó
el galardón de tonto contemporáneo. Y Miguel Boyer, uno de los principales
dirigentes del PSOE, próximo ahora al PP y colaborador de la Fundación para el
Análisis y los Estudios Sociales (FAES, la fundación del PP), aunque, tras la
derrota electoral de Aznar y Rajoy, comienza a tomar distancias con la derecha.
En fin. Ya me disculpará el lector que no sea exhaustivo: el espacio es
limitado.
Tal vez, para mí, el converso más cínico sea Joaquín Villalobos. Merece unas
líneas: Villalobos, que fue en su día uno de los comandantes guerrilleros en El
Salvador, se ha convertido hoy en analista y asesor del presidente Uribe, en
Colombia, y en apreciado colaborador de la prensa internacional, que, como es
sabido, está abierta a la contribución de voces críticas con el capitalismo. En
1975, Villalobos ordenó que el poeta Roque Dalton fuese asesinado. Dalton era un
relevante intelectual de América Latina: tenía 40 años cuando lo mataron,
¡acusado por Villalobos de ser agente de la CIA!, y su cuerpo fue devorado por
los perros. A partir de 1992, Villalobos fundó el Partido Democrático y se
convirtió en un pragmático, criticando con dureza a sus antiguos camaradas del
Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional. Hoy es un ¡asesor de
conflictos!, que aconseja a Uribe, ese presidente colombiano tan amigo de los
paramilitares y que tiene oscuras relaciones con el mundo de los
narcotraficantes.
* * *
Uno de los lugares comunes de los últimos años ha sido referirse a los miembros
de los partidos comunistas de los antiguos países socialistas europeos como
ejemplo de esa mutación ideológica, aunque es claro que no puede achacarse a los
comunistas de hoy la actuación de esos oportunistas y conversos. La ejemplaridad
de los hechos no está principalmente en quién los protagoniza, sino en nombre de
quién y de qué se hacen. Por eso, es una deshonestidad intelectual evidente
achacar a los comunistas los desastres de la transición al capitalismo, por
mucho que hayan estado protagonizados por conversos como Yeltsin o Putin. El
procedimiento para hacer eso es sencillo: basta señalar que algunos de los
antiguos comunistas han aplicado la política que ha traído los desastres
actuales. Sin embargo, con las reformas liberales, esos sujetos no actuaban en
nombre del comunismo, sino del capitalismo. ¿Podríamos acusar a los socialistas
italianos por la ejecutoria de Mussolini, basándonos en el hecho de que había
sido miembro del partido socialista? ¿Podría acusarse a nuestros dignos
anarquistas de hoy del oportunismo de quienes pactaron en la postguerra española
con los jerarcas del sindicalismo fascista? ¿O, en un disparate mayor, acusar a
los jóvenes o a los pintores por el nazismo, porque Hitler también, en su
momento, fue pintor y joven?
En España, no deja de ser curioso que personajes como Javier Pradera, (y otros,
alguno tan desvergonzado como Carlos Semprún Maura), ellos mismos militantes en
años stalinistas, acusen a los comunistas de hoy de sus propios excesos de ayer,
de manera que, maravilla de maravillas, ¡endosan a otros lo que ellos hicieron
en el pasado, y, además, les piden responsabilidades históricas! Es razonable:
en los inicios de su trayectoria de conversos, trataban de hacerse perdonar sus
pecados de ayer; ahora, cuando ya no necesitan recurrir a ese expediente, siguen
intentando borrar las huellas por el procedimiento de señalar a otros.
Así que la lucidez del converso radica en su adaptación a la realidad, en su
radical comprensión del momento histórico, en su peculiar olfato para saber
dónde está el caballo ganador. El converso entona siempre una especie de
doxología del poder, enseña la codicia por el oro, despedaza y atrapa al mundo
en las redes de su voluntad, y sigue al olvidado Stirner en la consagración del
yo como único criterio de valor. Es hábil, y desvergonzado. Sonríe con
suficiencia cuando recuerda los excesos de su pasado, seguro de que, hoy, debe
"tocar de peus a terra", aunque sepa que, en realidad, los tiene atados a las
estacas del poder, y reparte absoluciones y condenas desde una sabiduría que
está por encima del sombrío futuro que sospecha en sus camaradas de ayer.
La ejemplaridad de la figura del converso está en su propia trayectoria, y su
lucidez nace del atento examen de la realidad, del desciframiento preciso del
mundo. Busca el éxito, el placer, la admiración ajena, y nada mejor para ello
que asociarse con los grandes del mundo, con quienes disponen de los resortes
del dinero y del poder. Enredado en el narcisismo estéril, cree ver en el
usufructo de las ventajas del capital el destino reservado a la verdadera
inteligencia. Aunque, a veces, se equivocan: algunos de los que se aproximaron
al PP en los últimos tiempos, seguros de la victoria del partido de Aznar y
Rajoy, se encuentran ahora con el paso cambiado. No hay problema: siempre se
puede cambiar de nuevo, apelando a la reflexión personal, a la evolución del
mundo, a una mayor comprensión de los acontecimientos.
Es sabido que el converso tiende al extremismo, que alardea de su nueva fe,
demoniza a sus antiguos compañeros, pero no lo hace por especial maldad, sino
por necesidad, por discernimiento: quiere, así, hacerse perdonar sus orígenes.
La mayoría, lo consigue. Y, pese a que Lukács nos hablase de la inclinación de
la burguesía al nihilismo, estos conversos —en general, agradecidos compañeros
del capital— tienen una clara vocación por el poder y una arraigada creencia en
el dinero. Están más cerca de aquella reflexión de Milan Kundera en la que
atacaba al "hombre de convicciones", porque creen saber que las convicciones son
los harapos de los perdedores.
Cuando le entrega el reloj del abuelo, su padre le dice a Quentin -un personaje
de El sonido y la furia- : "Te lo doy, no para que recuerdes el tiempo, sino
para que consigas olvidarlo." Quiere olvidar su pasado, querría borrarlo: esa es
la lucidez del converso. Sabio catador de la vida, abomina de la honradez (¿qué
es la honradez?), y, aunque muchos han sido comprados por el dinero sucio del
poder, colaborando con repugnantes empresas políticas, compone la figura para
mostrar su importancia personal y su dignidad de ser relevante de su época. Si
tomáramos las tres categorías de tiempo que estableció Berdiaev, veríamos que,
mientras los místicos perdidos en el mundo siguen pensando en el tiempo cósmico,
y la izquierda real sigue conjugando los ritmos del tiempo histórico, el
converso cree a pies juntillas en el tiempo existencial: el suyo propio. El
converso, sabe que se ha rendido ante el poder, como Judas Iscariote, (aunque
huya de tragedias: no quiere acabar como el personaje evangélico) y tiene, a
veces, matices de Gobseck (ay, el dinero), admira la gloria y el brillo mundano
de Gatsby, y, con frecuencia, se comporta como un epígono de Verdurin ante la
cultura, y sataniza —como un ridículo predicador a lo fray Gerundio de Campazas—
a sus camaradas de ayer, pobres seguidores de la izquierda que permanece. Pobre
converso: teme la insignificancia, y se abandona a veces a la melancolía, sin
saber que tiene ante sí un horizonte agónico, porque ya está muerto.