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La relación entre la historia social y la
política en Chile
Sergio Grez Toso
Lista Poder Popular
Introducción
Las formas de reconstruir y escribir la historia pueden ser tan variadas como lo
son intelectual y personalmente los historiadores. Aún dentro de lo que se
considera una misma escuela o corriente historiográfica suelen presentarse
diferencias substantivas en la forma de abordar temáticas cercanas o similares.
En el presente artículo expondré de manera concisa dos entradas distintas al
estudio de los sectores populares chilenos del siglo XIX. Para ello tomaré como
base el libro de Gabriel Salazar Labradores, peones y proletarios. Formación
y crisis de la sociedad popular chilena del siglo XIX [1],
y mi propia obra, De la "regeneración del pueblo" a la huelga general.
Génesis y evolución histórica del movimiento popular en Chile (1810-1890)
[2]. No reseñaré estos textos ni daré cuenta de
todos sus aspectos. Sólo me centraré en la relación entre la historia social y
la política que explícita o implícitamente aparece en ambos libros a fin de
responder a la interrogante: ¿cómo escribir la historia de los sectores
populares? Más precisamente: ¿con o sin la política incluida?
Complementariamente me referiré a otros escritos que pueden servir para aclarar
más las posiciones.
La historiografía "marxista clásica" chilena y su relación con la política
La "revolución historiográfica" de los Anales franceses tuvo un eco universal en
la disciplina de la historia, ampliando de manera muy positiva su campo de
observación. Pero la lucha contra la vieja historia (narrativa, episódica y
estrechamente "política") emprendida por esta nueva Escuela engendró una
historia esencialmente estructuralista, centrada en factores de muy larga
duración como la geografía, el clima y las mentalidades (esas "prisiones de
larga duración" según la definición de Fernand Braudel), que no cambian o que
cambian muy lentamente. Bajo estos poderosos influjos, la historiografía pasó
casi sin contrapeso de las personas a las estructuras; de las voluntades y
conciencias a los factores determinantes; de lo superficial, agitado, móvil,
consciente y apasionado, a lo profundo, a los cauces de lentas aguas
subterráneas, frente a los cuales casi no cuentan las voluntades y las acciones
de los individuos.
La historiografía se enriqueció con la incorporación de la economía, las
mentalidades, la demografía, las estructuras y clases sociales. Pero también se
empobreció, especialmente durante la segunda generación de la Escuela de los
Anales, aquella que encabezó Braudel, porque se hizo apolítica, pesada, lenta (a
veces lentísima), ajena a las voluntades de los actores sociales, a sus
pasiones, anhelos, reflexiones y luchas. La historia tendió a prescindir de los
sujetos y la política -considerada como movimiento de aguas superficiales- pasó
a segundo o a tercer plano. O como diría Jacques Le Goff, al referirse a la
principal obra de Braudel, la política pasó de ser la "espina dorsal" de la
historia a simple apéndice atrofiado[3].
En convergencia con la influencia de la Escuela de los Anales, el marxismo
estructuralista (de exagerado énfasis en los modos y relaciones de producción)
consideró la política como una mera superestructura en contraste con la gran
importancia que le dio Marx en sus trabajos históricos[4].
El desprecio por la historia política quedó sellado por este doble movimiento de
tenazas estructuralistas.Sin embargo, desde fines de la década de 1970, en las
filas de la "tercera generación" de la propia Escuela de los Anales empezó a
producirse una triple reacción, expresada -según Peter Burke- en la constitución
de un "giro antropológico", la revalorización de la dimensión política de la
historia y de la narración como soporte esencial de su construcción
epistemológica[5].
El ascendiente de los grandes centros mundiales de la producción teórica
historiográfica en Chile ha llegado algo tardíamente y a menudo muy mediatizado
por el contexto histórico nacional. Tal vez por esa razón el eco de la Escuela
de los Anales fue insignificante antes de la década de 1950 y la historia social
siguió un curso espontáneo empujado por eclécticas influencias. Curiosamente,
este "atraso" impidió que la historiografía chilena sobre los sectores populares
siguiera la criticable tendencia a evacuar la política de su campo de
observaciones.
El estudio de los movimientos populares en Chile cobró fuerza a partir de los
trabajos realizados durante las décadas de 1950, 1960 e inicios de la de 1970
por los historiadores "marxistas clásicos" Julio César Jobet, Marcelo Segall,
Hernán Ramírez Necochea, Jorge Barría Serón, Fernando Ortiz Letelier, Luis
Vitale y Enrique Reyes[6]. A pesar de sus diferencias y
disputas, estos historiadores tuvieron como común denominador su reconocimiento
explícito de la teoría marxista como marco teórico y fuente inspiradora de su
quehacer intelectual, además de un compromiso militante con el proceso de
cambios sociales propiciado por distintas vertientes de la izquierda chilena.
Todos ellos otorgaron un lugar central al proletariado minero e industrial, de
acuerdo al postulado de Marx que veía en este sujeto social la única clase
verdaderamente revolucionaria de la sociedad capitalista. Tal vez quien expresó
con mayor fuerza (y rigidez) este planteamiento fue Hernán Ramírez Necochea, al
sostener que "el proletariado es en Chile -lo mismo que en todo el mundo- la
clase a la que pertenece el porvenir"[7]. En
consecuencia, el centro de atención de su Historia del movimiento obrero en
Chile estuvo puesto en las condiciones estructurales (económicas) que
posibilitaron el nacimiento y desarrollo del proletariado y en los factores
-esencialmente ideológicos- que contribuyeron a la formación de su conciencia de
clase. Poco antes que Ramírez, Julio César Jobet en Recabarren. Los orígenes
del movimiento obrero y del socialismo chileno, se abocó a demostrar la
progresiva maduración de la conciencia de los trabajadores hasta llegar a la
"fórmula revolucionaria" -la conjunción entre el sindicato y el partido- para
alcanzar su propia emancipación[8]. Marcelo Segall otorgó
mayor importancia a otros actores sociales populares.
Si bien en su libro Desarrollo del capitalismo en Chile. Cinco ensayos
dialécticos, referido al período 1848-1900, la mirada estuvo puesta
principalmente en el artesanado y en el naciente proletariado[9],
en un trabajo posterior sobre "Las luchas de clases en las primeras décadas de
la República de Chile, 1810-1846" amplió sus observaciones hacia otros actores
populares y otras formas de descontento y protesta social como el robo de
minerales y el bandolerismo, dando siempre gran importancia a las luchas
políticas[10]. La generación siguiente de historiadores
"marxistas clásicos" (Barría, Ortiz, Vitale y Reyes) continuó la senda trazada
por sus predecesores de la década del 50. Con variantes de menor importancia,
todos se concentraron en el proletariado (maduro o en vías de maduración) en una
vía evolutiva desde las mutuales a los sindicatos y desde los gérmenes de
conciencia social a la conciencia de clase. Aunque Barría, por ejemplo, declaró
explícitamente que su objeto de estudio era la "clase trabajadora organizada"
(lo que incluía a los campesinos y a los empleados), su obra historiográfica
estuvo condicionada por la misma idea rectora que sus predecesores, esto es, que
"la clase obrera es la que experimenta con mayor intensidad la explotación de la
sociedad capitalista y que representa por eso, objetivamente, el núcleo central
del movimiento de los trabajadores"[11].
Como se ha sostenido más arriba, estos historiadores siempre consideraron la
dimensión política de los movimientos sociales, preocupándose muy
especialmente por mostrar lo que en su concepto había sido el proceso de
formación de una conciencia de clase que pasaba, según un proceso evolutivo más
o menos lineal, desde las expresiones primarias de descontento social, a las
mutuales, los sindicatos y los partidos políticos de la clase trabajadora. En
ese marco, las luchas políticas tuvieron un lugar importante en las obras de
Segall, Jobet, Ramírez, Vitale y otros representantes de esta corriente. Estos
autores han sido objeto de muchas críticas, entre ellas: el carácter
eminentemente ensayístico de varias de sus obras (Jobet, Segall y Ramírez); la
poca profundidad de sus investigaciones; carencias metodológicas como la
ausencia de referencias a las fuentes de las cuales tomaron sus informaciones
(especialmente Segall); sus aprioris ideológicos que actuaban como camisas de
fuerza haciendo entrar, de grado o de fuerza, las evidencias históricas en
esquemas previamente establecidos (particularmente Ramírez); la substitución del
análisis concreto de las situaciones concretas por juicios políticos (sobre todo
Segall, Ramírez y Vitale), su visión teleológica y lineal de la historia
(especialmente Ramírez Necochea y Barría), etc.[12]. No
obstante la justeza de estas críticas, es innegable que para ellos la historia
social fue siempre una historia con la política incluida, de acuerdo con sus
compromisos militantes y ciudadanos en el contexto de una época marcada por el
signo del cambio social y la revolución.
"Nueva historia", nuevas perspectivas, enfoques diferentes
El quiebre político e ideológico representado por el golpe de Estado de 1973
acarreó consecuencias que han sido bastante analizadas en el campo de la
historiografía nacional[13]. Desde comienzos de la
década de los 80 comenzó a emerger una nueva generación de historiadores
sociales conocida como la "nueva historia" o la "historiografía social popular"
que rompió con el estructuralismo de los años 60 y 70 y apostó fuertemente por
la reposición del sujeto (o de los sujetos colectivos) en la historia. Según lo
observado por Jorge Rojas, la derrota política representada por el golpe
militar, la efervescencia popular de los 80 y las transformaciones profundas que
se consolidaron durante los 90 dejaron su huella en la producción
historiográfica de las últimas décadas. "El escepticismo en torno al
esencialismo revolucionario que se le atribuía a la clase trabajadora, o bien la
desconfianza respecto de las posibilidades mismas o el carácter del cambio
revolucionario han hecho variar los énfasis de la investigación".
También han influido en estos cambios la crítica a los reductivismos ideológicos
que atentaban contra el rigor científico de los estudios y las influencias que
han ejercido diferentes escuelas historiográficas (especialmente europeas) sobre
los investigadores nacionales. En el plano de la historia laboral, sostiene
Rojas, es notorio el prestigio de historiadores como Edward P. Thompson, Eric
Hobsbawm y George Rudé, en contraste con la escasa influencia de la Escuela de
los Anales con poca tradición en estos temas[14].
Compartiendo este análisis, cabe agregar que el ascendiente de la Escuela de los
Anales se ha hecho sentir -de manera indirecta y sutil- en la historiografía del
"pueblo llano" bajo la forma de una historia con la política excluida. El
rechazo a la "interpretación alucinantemente política" de los procesos
históricos[15], ha llevado a algunos historiadores
sociales a postular (sino en la teoría, al menos en los hechos) una historia de
"los de abajo" vaciada de su acción política. La puesta en relieve de otros
sujetos históricos como el peonaje, los vagabundos y marginales de todo tipo ha
redundado en la reconstrucción de historias predominantemente "culturalistas" en
las que frecuentemente estos sujetos aparecen como objetos de las
políticas de la elite, pero raramente, como actores de la política porque en
ciertos momentos históricos carecían de estas capacidades o porque, desde que su
propia transformación social y cultural hizo de ellos hombres plenamente
políticos, dejaron de ser atractivos para aquellos investigadores que valoraban
su "ser natural". De la apología al racionalismo, la modernidad, las ideologías
de redención social, los proyectos y vanguardias políticas, se ha pasado casi
sin matices a la valorización de la "barbarie", lo espontáneo, pre-moderno,
irracional y sensual.
Una historia rigurosamente "económica y social"
Labradores, peones y proletarios, de Gabriel Salazar, tiene como actor
central al peonaje decimonónico, un sujeto casi "invisible" en la historia de
Chile hasta la aparición de este libro (1985). Esta obra de referencia obligada
de nuestra historiografía social aborda una gran cantidad de aspectos de la vida
de la sociedad popular chilena: su formación (desde la época colonial) y crisis
durante el siglo XIX, los mecanismos mediante los cuales la clase dirigente
aseguraba su dominación, la cotidianeidad, las diversiones y la mentalidad del
"bajo pueblo", algunos aspectos de sus condiciones de vida, las relaciones entre
hombres y mujeres, etc. Salazar realiza una incursión por variados elementos
económicos, culturales y sicológicos de la vida del "pueblo llano". Su supuesto
teórico y metodológico reposa en la convicción de que a la sociedad popular es
preciso estudiarla tal como es "naturalmente", en los espacios donde vive y se
reproduce. Por eso el autor ha prescindido de la dimensión política del accionar
histórico del mundo popular:
"[...] no se hace 'técnicamente' necesario desgarrar al 'pueblo', definiéndolo
por facetas, dividiéndolo entre un hombre doméstico y otro político, entre uno
conciente y otro inconsciente, entre un pueblo organizado y otro desorganizado,
entre un proletariado industrial y una masa marginal, o entre la vanguardia y la
clase. La auto-liberación no requiere de una desintegración social, sino de lo
contrario. La historicidad del pueblo no se acelera dividiendo las masas
populares, sino sumándolas y, sobre todo, potenciándolas. Porque cuando el
hombre de pueblo actúa históricamente, es decir, en línea directa hacia su
humanización solidaria, no moviliza una sino todas las facetas de su ser social.
La potenciación del sujeto histórico popular tiene lugar en el ámbito de su
propia cotidianeidad, ya que la humanización de la sociedad está regida por la
validación permanente de sus formas convivenciales de paz, aun dentro del campo
marginal de las negaciones.
Son esas las ideas generales que definen la orientación teórica de este estudio
sobre la sociedad popular chilena del siglo XIX. Ellas explican por qué no está
centrado ni en el proceso de explotación del trabajo, ni en la opresión
institucional de los desposeídos, ni en la lucha revolucionaria del
proletariado. Aunque esos problemas son examinados cuando corresponde, ello se
hace en la perspectiva de la 'sociedad' popular en desarrollo. El esfuerzo se ha
concentrado en la observación de los hechos y procesos desde la perspectiva del
pueblo 'en tanto que tal'. No se intenta refutar las perspectivas que focalizan
el 'desarrollo del capitalismo en Chile' o los progresos revolucionarios del
'movimiento obrero'. Más bien, lo que se pretende es trabajar una perspectiva
complementaria que, al día de hoy, parece ser indispensable[16]".
En este libro no están las luchas políticas, económicas o ideológicas de "los de
abajo". Conscientemente, Salazar dejó de lado la intervención popular en las
elecciones, asambleas, guerras civiles, elecciones y partidos políticos,
participación muy real en ese siglo (aunque a menudo subordinada a las elites).
Tampoco mencionó las organizaciones, ni las ideologías y postulados políticos en
que se apoyaron los trabajadores para construir sus proyectos y conquistar sus
reivindicaciones; sólo tangencialmente aparecen algunas de sus peticiones
colectivas frente a las autoridades y los patrones. La dimensión movimientista y
política del "pueblo llano" no es considerada en Labradores, peones y
proletarios.
Este enfoque rompió novedosamente con la historiografía marxista clásica que
había puesto énfasis en la explotación económica capitalista y en los aspectos
reivindicativos, organizacionales y políticos recién mencionados. Pero al
emprender dicho camino, la política quedó circunscrita a las leyes, decretos,
disposiciones administrativas, cavilaciones y medidas de todo tipo adoptadas por
las clases dirigentes para contener, controlar y dominar al "bajo pueblo". La
resistencia popular a la proletarización y a la subordinación se expresan en
esta obra bajo las formas de "rebeldías primitivas" (como la huída, el
nomadismo, el bandidaje, la "cangalla" minera, los desacatos individuales, etc.)
o mediante el desarrollo de la "empresarialidad" popular (en la agricultura, la
minería, el comercio y las artesanías). Los sujetos populares de esta historia
son sujetos sin proyección política, y no por culpa del historiador que los
rescató del olvido sino porque, objetivamente, los peones decimonónicos no
poseían esa capacidad. En todo caso, lo que para otros podría ser carencia, para
Salazar tiene contornos de virtud. En un texto posterior, este historiador ha
reiterado su defensa de las potencialidades de la peonización:
"¿Qué importa [que los peones] no hayan desarrollado un discurso político
general, unificado y coherente? ¿Qué importa que no hayan formado una
organización para fines electorales y parlamentarios? ¿Qué importa que no hayan
puesto por escrito sus memorias, sus cabildeos marginales, sus desenfrenos
regados de alcohol, la camaradería y el sexo? Su historicidad estuvo siempre
allí, a todo lo largo del siglo XIX, estorbando en todo el territorio, sin dejar
dormir tranquilo a ningún oligarca demasiado millonario. La historicidad de los
rotos fue, durante ese siglo, un 'poder' social y cultural agazapado,
presto a saltar no sólo sobre los tesoros mercantiles sino también sobre la
yugular de la Cultura y el Estado[17]".
Es evidente que después de Labradores... y de otras obras posteriores, la
historicidad del peonaje decimonónico no puede ser puesta en duda. Tampoco
debería causar polémica la afirmación de Salazar referida al "proyecto vital,
rebeldía y camaradería" de esos peones. Sin embargo, cabe preguntarse si los
proyectos individuales de vida, la camaradería y la rebeldía peonal (aún
suponiendo que esta fue masiva, permanente y no matizada por actitudes y
estrategias de acomodo y subordinación) constituyen por si solas expresiones
políticas[18]. Más aún cuando el mismo historiador
reconoce a reglón seguido, que el "bajo pueblo" (que en este caso es sinónimo de
peonaje) "no pudo, no supo, ni logró transformar ese
'capital social' en un discurso público de legitimación y en un sistema político
de dominación o de integración nacional de nivel superior"[19].
Salazar agrega que el "bajo pueblo" debió haberse jugado por esa transformación
si quería cambiar estructuralmente su situación de marginalidad, explotación y
dominación en que se hallaba, pero que no necesitaba apostar por esa alternativa
si su proyecto de vida y de rebeldía le bastaban o podía aceptarlos como
fines en si mismos. La vida rebelde en si contendría recompensas sensuales
lo suficientemente grandes como para no aspirar a la politización plena y
continuar, en cambio, una rebeldía que de acuerdo con esa opción debiera ser
eterna[20], según se deduce del planteamiento de Salazar
y de su concepción microfísica y descentralizada del poder (difuso y disperso en
la sociedad y no centralizado en el Estado como cristalización de la hegemonía
de la clase dominante)[21].
No cabe duda que cada historiador tiene el derecho a privilegiar los sujetos que
desee, pero es evidente que los peones decimonónicos, no ofrecen la posibilidad
de incorporar la política a su historia salvo como receptores (más o
menos sumisos o rebeldes según las circunstancias) de las decisiones y de las
acciones de las clases dirigentes. La historia que tenga al peonaje como
protagonista central podrá considerar -como efectivamente lo hace Salazar- lo
político, esto es, un campo globalizador y multifacético abierto a todos los
aspectos de gestión de lo real y de las relaciones de poder, pero no la
política (de "los de abajo"), actividad específica y -aparentemente- bien
delimitada[22]. La historia de los sectores populares
con la política incluida exige privilegiar otros actores, sujetos con
capacidad para proyectarse más o menos conscientemente en el plano de la defensa
de sus intereses y entrar organizadamente en el juego de las relaciones de
poder. O, en su defecto, seguir investigando el devenir de vastos ramales del
peonaje hasta su transformación en proletariado y con ello la reconfiguración de
sus identidades y su proceso de politización e incorporación a las luchas
políticas[23].
Una historia de los sectores populares con la política incluida
En el contexto del siglo XIX esta historia requiere de actores que por su
inserción en ciertas actividades económicas (predominantemente urbanas y
sedentarias), su acceso a algunos elementos de la cultura ilustrada y su
praxis histórica vinculada a los conflictos políticos, estuvieron en
condiciones de formarse como sujetos con clara vocación política. Durante ese
siglo sólo el artesanado y algunos gremios de obreros calificados urbanos
tuvieron estas características. Para descubrir e identificar a estos sujetos no
basta con analizarlos desde un punto de vista estructural (cuantificarlos y
caracterizarlos, mostrar su inserción en la estructura social del país y en el
aparato productivo, analizar sus condiciones de vida y de trabajo, etc.).
También es imprescindible esbozar sus relaciones con otras clases o sectores
sociales. Sin descuidar esos factores, en De la "regeneración del pueblo" a
la huelga general y en otros trabajos posteriores he centrado la mirada en
su praxis asociativa, reivindicativa y política.
Mi apuesta permanente ha sido la historia social con la política incluida.
Por ello, al estudiar los movimientos populares he procurado dar cuenta de la
relación compleja y dinámica entre lo político (y la política) y lo social,
considerando no sólo los "desencuentros" entre la política y lo social que son
frecuentes en el mundo popular, sino también, y muy especialmente, las
relaciones entre lo social y la política. Como supuesto teórico y metodológico
rechazo la dicotomía maniquea de lo social versus lo político (o la
política), así como la tentación de buscar refugio en el terreno supuestamente
inmaculado de lo social popular:
"En un país como Chile, en el que el Estado nacional se consolidó de manera
relativamente rápida y donde la hegemonía de la oligarquía se tradujo con
similar celeridad en la adopción de un sistema político, al menos formalmente
"europeo" (partidos ideológicos, parlamento, debilidad o ausencia de caudillismo
militar, etc.), la historia del movimiento popular es necesariamente política o,
mejor dicho, esta historia está fuertemente marcada por los vaivenes de las
luchas políticas[24]".
Doy por sentado que la historia social tiene una dimensión política, que la
política no es un simple reflejo de otras esferas (como la economía o la
cultura) sino que goza de cierta autonomía y que tiene lógicas y tiempos que le
son propios. Una parte de mi opción como historiador consiste en hacer una
historia social de la política, descubrir las condicionantes de la
política por lo social y, a la vez, desentrañar las influencias de la política
sobre lo social. ¿Cuáles son los caminos y las formas de incorporación de los
trabajadores a las luchas políticas?, ¿cuáles han sido las relaciones entre las
opciones políticas populares y sus reivindicaciones?, son algunas de las
preguntas que han guiado mis investigaciones.
Por eso mi historia sobre los movimientos populares comprende tanto sus
movimientos reivindicativos económicos, las formas de asociatividad popular, el
ethos colectivo, la lenta configuración de las identidades populares
movimientistas, pero también la participación de los trabajadores en política
(clubes, partidos, asambleas, elecciones, guerras civiles, etc.) y la
imbricación entre lo social reivindicativo y la política (como, por ejemplo,
aquellas reivindicaciones que incidieron directamente en la formación de
representaciones o vanguardias políticas: Partido Democrático, Partido Obrero
Socialista y otros). También he intentado considerar la forma como las
ideologías políticas pesaron en la constitución de identidades sociales y
políticas populares (artesanales y obreras) que modelaron o reformaron las
identidades "naturales" (concepto a mi juicio muy cuestionable) que existían en
la sociedad popular. Un ejemplo de este entrelazamiento de lo social y lo
político y de sus repercusiones en las identidades de ciertos segmentos de los
trabajadores de la segunda mitad del siglo XIX es el que he detectado a través
de la corriente liberal popular:
"El fenómeno político más importante en el mundo de los trabajadores durante las
décadas de 1860 y 1870 fue el perfilamiento de una corriente de liberalismo
popular.
Sus raíces arrancaban de experiencias anteriores: de la Sociedad de la
Igualdad, de la participación popular en las guerras civiles de 1851 y 1859,
de movilizaciones más lejanas como las de 1845-1846 en torno a la acción del "Quebradino"
Ramos y sus partidarios y, seguramente, de vivencias aún más pretéritas. El
gradual surgimiento de esta tendencia política se entroncaba también con la
reiterada formulación de viejas reivindicaciones de las masas laboriosas,
demandas presentes desde los primeros años de la vida republicana:
proteccionismo para la industria nacional y reforma o abolición del servicio en
la Guardia Nacional, por citar las más frecuentes. Durante las décadas de 1860 y
1870 esta sensibilidad política tomó cuerpo. Una serie de experiencias
colectivas, tanto sociales como políticas, afirmaron su perfil; el desarrollo
del movimiento asociativo de artesanos y obreros se vinculó con movilizaciones
políticas y sociopolíticas, especialmente durante los años setenta: las campañas
presidenciales de Urmeneta y Vicuña Mackenna, la campaña proteccionista y la
constitución de instancias de participación política popular como la Sociedad
Escuela Republicana y el Partido Republicano. La extensión del
derecho a sufragio a partir de la reforma electoral de 1874 amplificó el
fenómeno. La imbricación entre lo social y lo político se hizo más estrecha como
queda en evidencia en [...] [un cuadro] que muestra la trayectoria de casi medio
centenar de dirigentes del movimiento popular entre los años 1875 y 1879[25]".
Rescatar la clave política en la constitución de las identidades populares no
significa desdeñar otras dimensiones (como las "estrictamente sociales") sino
buscar los nexos entre la estructura y la cultura para tratar de comprender la
naturaleza de los actores sociales en términos de procesos de larga duración de
acumulación de experiencias y construcción de tradiciones. Incorporar a la
historia la dimensión política de la vida de la gente del pueblo significa
intentar explicar -como lo hizo E.P. Thompson respecto de la clase obrera en
Inglaterra- la manera como una clase o conglomerado social se construye a si
mismo a través de sus anhelos, peticiones, luchas, instituciones, propuestas y
proyectos ya que "la formación de la clase obrera [como cualquier otra clase
social] es un hecho de historia política y cultural tanto como económica"[26].
Incorporar la política a la historia social implica tratar tanto lo
coyuntural como la larga duración (cincuenta, cien o más años), para
esclarecer cómo a través de la reiteración de ciertas reivindicaciones sociales,
prácticas y modos de hacer política se constituyen identidades, hábitos y
cultura política populares. Así es posible determinar, por ejemplo, que la
cultura política electoralista y reformista prevaleciente hasta el día de hoy en
el pueblo chileno hunde sus raíces en el primer siglo de vida republicana, en el
eco que alcanzaron en "los de abajo" las contiendas políticas entre los bandos
de la elite y en la incorporación de los trabajadores a esas luchas para
defender sus propios intereses. Esta aproximación a la historia también nos
permite descubrir que el peticionismo obrero y popular del siglo XX
(esencialmente salarial y laboral) encuentra su origen en el peticionismo
artesanal del siglo XIX (centrado en la exigencia de proteccionismo para la
industria nacional y reforma o abolición del servicio en la Guardia Nacional).
El núcleo del tránsito del "movimiento por la regeneración del pueblo" al
"movimiento por la emancipación de los trabajadores" a comienzos del siglo XX se
halla, precisamente, en el paso de uno a otro tipo de peticionismo y cultura
política. De un peticionismo y una cultura política de raigambre eminentemente
artesanal, reformista y liberal a otro de sesgo obrero, redentorista y radical
(anarquista, socialista y comunista)[27].
De este modo la política se relaciona estrechamente con lo social (y lo
económico) ya que los cambios en la adscripción política de los sectores
populares aparecen vinculados a las mutaciones económicas (desarrollo del
capitalismo y de la industria), a la llegada de las ideologías de redención
social (socialismo y anarquismo) y a la acumulación de experiencias
sociales y políticas del mundo popular. La política no queda entonces relegada
al "tiempo corto" ni a la lucha de partidos sino a la larga gestación de la
cultura política de los trabajadores, producto no tanto de las ideologías
aportadas "desde fuera" por las vanguardias sino de las experiencias de
los actores sociales.
En un sentido amplio los sectores populares son, simultáneamente, objetos
y sujetos de la política. Lo son porque a pesar de que muchos de sus
componentes no hacían política consciente (o creían no hacerla), estaban
insertos en un sistema de dominación y respondieron a su incomodidad existencial
trazando estrategias socio-políticas para mejorar su posición social. Esto
significa que si mis sujetos históricos privilegiados son los trabajadores -o
más precisamente aquellos segmentos del mundo popular con capacidades de
liderazgo y construcción de alternativas socio-políticas-, mi historia no es
exclusivamente una "historia de los de abajo", ya que no se puede estudiar
separadamente a una parte de la sociedad sin considerar el conjunto. Es
necesario entrar a la historia "desde abajo", pero también "desde arriba" para
hacer historia de la sociedad en su conjunto ya que como sostiene Hobsbawm "una
historia que esté concebida sólo para los judíos (o los afroamericanos, o
los griegos, o las mujeres, o los proletarios, o los homosexuales) no puede ser
historia buena, aunque puede ser reconfortante para quienes la cultiven"[28].
¿Cómo hacen política los sectores populares?, ¿cómo responden a las políticas
del Estado y de las clases dominantes?, son algunas de las preguntas que es
necesario plantearse para iniciar la investigación y la reflexión sobre estos
temas. También habría que interrogarse -como lo hizo Hilda Sábato respecto de
Buenos Aires de la segunda mitad del siglo XIX- "sobre la relación entre los
pocos que gobiernan y los muchos que son gobernados y los vínculos políticos que
se establecen en un lugar y en un momento específico"[29].
Desde esta perspectiva, la política lejos de ser algo despreciable ("historia
superficial") se convierte en un núcleo duro insustituible de la
historia. Lo cual no significa que los ritmos de la historia política
(estrictamente política) sean los mismos que los de la historia social
(estrictamente social). A veces coinciden, pero la mayor parte del tiempo
difieren. Y esta autonomía del tiempo político obliga en ocasiones a
abordarlos por separado (en secciones o capítulos de libro o artículos
específicos). Pero en otras oportunidades es preciso darles un tratamiento
conjunto, cuando convergen lo social y lo político. De este modo he tratado, por
ejemplo, el nacimiento del Partido Democrático (1887), en tanto fruto de una
convergencia política entre un numeroso grupo de dirigentes sociales populares
(especialmente mutualistas) y entre éstos y algunos jóvenes intelectuales
escindidos del Partido Radical.
Algo parecido hice al estudiar las campañas de masas dirigidas por este partido
entre 1888 y 1890 (por la rebaja de los pasajes de los tranvías, por la
abolición del impuesto al ganado argentino, contra el servicio en la Guardia
Nacional y otras) o al abordar el desencuentro entre el Partido Democrático y
los huelguistas de 1890, como una manifestación del desencuentro entre la vieja
vanguardia social de artesanos y obreros calificados que animó el movimiento
decimonónico por la "regeneración del pueblo", y la emergente nueva vanguardia
social (en torno a la naciente clase obrera industrial y minera) que
constituiría el movimiento por la "emancipación de los trabajadores" que
ocuparía el lugar central en la historia popular del siglo XX.
Conclusión
Luego de este breve recorrido por dos aproximaciones al estudio de los sectores
populares, me parece importante recalcar que es dable y necesario superar la
dicotomía de lo social versus lo político para poder aprehender de
manera más nítida la constitución de los sujetos históricos populares. Sin
reducir lo social o los movimientos sociales a sus manifestaciones y
representaciones políticas, la política y lo político pueden ser el campo por
excelencia en el que sujetos colectivos que sólo han tenido existencia
sociológica (como el artesanado del siglo XIX o la clase obrera de comienzos del
siglo XX), devienen sujetos históricos en búsqueda de identidad y
autonomía. Esto es posible porque la política no es sólo ni principalmente el
terreno contaminado por las influencias de la elite y del Estado; la política es
por antonomasia un campo privilegiado de decantación y defensa de los intereses
de las clases y grupos sociales. Desde esta perspectiva, sin constituirse en la
columna vertebral de la historia, la política se transforma en un núcleo
enriquecedor de la historia social, apuntando a que ésta sea el área
historiográfica que más se acerque a la utopía normativa de la "historia total".
En el contexto actual de la llamada "crisis de los grandes relatos" y de la
arremetida de las posiciones que tienden a borrar las fronteras de la disciplina
de la historia, haciendo de ella una mera técnica literaria o un género
puramente ensayístico, es importante afirmar que si la historia tiene -como
creo- un sentido (o sentidos) que es posible desentrañar, lo político y la
política son elementos vitales para que la historiografía no sea una simple
performance intelectual y contribuya a hacer más inteligible el devenir de
las sociedades humanas.
BIBLIOGRAFÍA
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[1] Salazar (1985).
[2] Grez (1998 a).
[3] Un amplio desarrollo de estos temas se encuentra -entre
otros- en Cardoso y Pérez Brignoli (1976: 19-57); Casanova (1991); Bourdé y
Martín (1989: 215-243); Burke (1999); Déloye (1997: 13 y 14); Chesneaux (1976:
129).
[4] Una célebre crítica a estas posiciones fue la que
formuló desde el marxismo Thompson (1981).
[5] Burke (1999). Sobre el retorno a la historia
política, véase también: Lévèque (1986: 515-522); Balmade (1990: 363-389);
Déloye (1997: 15-20).
[6] Un análisis de las obras de estos precursores de la
historiografía de los sectores populares en Rojas (2000: 48-51).
[7] Ramírez (1956: 13).
[8] Jobet (1955).
[9] Segall (1953).
[10] Segall (1962: 175-218).
[11] Barría (1971: 7-9 y 134-136).
[12] Una síntesis de las críticas a la historiografía
marxista tradicional se encuentra en Rojas (2000: 71-73).
[13] Véase, entre otros, Diversos autores (1986: 157-170);
Salazar (1990: 81-94).
[14] Rojas (2000: 63 y 64).
[15] Concepto planteado por Gabriel Salazar como crítica a
las visiones dominantes sobre la guerra civil de 1891. Salazar (1991: 172).
[16] Salazar (1985: 18).
[17] Salazar (2002: 160).
[18] La lectura propuesta por José Bengoa sobre el
comportamiento de los sectores populares rurales nos parece muy sugerente y
convincente. Según este autor, los campesinos chilenos optaron por dos
estrategias diferentes. La "subordinación ascética", protagonizada por los
inquilinos, quienes a cambio de ciertas granjerías, seguridad y protección de
sus patrones y con la esperanza de lograr algún ascenso dentro de las haciendas,
aceptaban la servidumbre. Los peones gañanes habrían preferido, en cambio, una
estrategia de "subordinación sensual", realizada a través de la vida nómade y
libre, llena de placeres sensuales (como el juego, las borracheras y la
prostitución) pero subordinación, en fin de cuentas, puesto que sus desacatos y
trasgresiones no ponían en cuestión el orden social. Bengoa (1988).
[19] Salazar (2002: 160). Cursivas en el original.
[20] Salazar (2002: 160 y 161). Cursivas en el original.
Una crítica de las concepciones microfísicas del poder y sus implicaciones
políticas respecto de los movimientos sociales en Saldomando (1989: 85-106).
[22] La distinción entre lo político y la
política ha sido tomada de Balmade (1990: 372).
[23] Trabajo realizado parcialmente por algunos autores.
Véase: Pinto (1998) y Grez (2000: 141-225).
[24] Grez (1998 a: 34).
[25] Grez (1998 a: 521). Cursivas en el original.
[26] Thompson (1989: tomo I, 203). Las cursivas son
nuestras.
[27] Un extenso desarrollo de estos temas en Grez (2000) y
Grez (1998 a).
[28] Hobsbawm (2002: 276).
[29] Sábato (1998: 9).