Guerra y población
campesina
[Lunes de Revolución,
26 de julio de 1959.]
El vivir continuado en estado de guerra crea en
la conciencia del pueblo una actitud mental para adaptarse a ese fenómeno
nuevo. Es un largo y doloroso proceso de adaptación del individuo para
poder resistir la amarga experiencia que amenaza su tranquilidad. La Sierra
Maestra y otras nuevas zonas liberadas han debido pasar también por esta
amarga experiencia.
La situación campesina en las zonas agrestes
de la serranía era sencillamente espantosa. El colono, venido de lejanas
regiones con afanes de liberación, había doblado las espaldas
sobre las tumbas nuevas que arrancaba su sustento, con mil sacrificios, había
hecho nacer las matas de café de las lomas empinadas donde es un sacrificio
el tránsito a lo nuevo; todo con su sudor individual respondiendo al
afán secular del hombre por ser dueño de su pedazo de tierra;
trabajando con amor infinito ese risco hostil al que trataba como una parte
de sí mismo. De pronto, cuando las matas de café empezaban a florearse
con el grano que era su esperanza, aparecía un nuevo dueño de
esas tierras. Era una compañía extranjera; un geófago local
o algún aprovechado especulador inventaba la deuda necesaria. Los caciques
políticos, los jefes de puesto trabajaban como empleados de la compañía
o el geófago apresando o asesinando cualquier campesino demasiado rebelde
a las arbitrariedades. Ese panorama de derrota y desolación fue el que
encontramos para unirlo a la derrota, producto de nuestra inexperiencia, en
la Alegría de Pío (nuestro único revés en esta larga
campaña, nuestra cruenta lección de lucha guerrillera). El campesinado
vio en aquellos hombres macilentos cuya barba, ahora legendaria, empezaba a
aflorar, un compañero de infortunio, un nuevo golpeado por las fuerzas
represivas, y nos dio su ayuda espontánea y desinteresada, sin esperar
nada de los vencidos.
Pasaron los días y nuestra pequeña
tropa de ya aguerridos soldados mantuvo los triunfos de La Plata y Palma Mocha.
El régimen reaccionó con toda su brutalidad y el asesinato campesino
se hizo en masa. El terror se desató sobre los valles agrestes de la
Sierra Maestra y los campesinos retrajeron su ayuda; una barrera de mutua desconfianza
asomaba entre ellos y los guerrilleros; aquéllos por el miedo a la represalia,
éstos por temor al chivatazo de los timoratos. Nuestra política,
no obstante, fue justa y comprensiva y la población guajira inició
su viraje de retorno a nuestra causa.
La dictadura, en su desesperación y en su
crimen, ordenó la reconcentración de las miles de familias guajiras
de la Sierra Maestra a las ciudades.
Los hombres más fuertes y decididos, casi
todos los jóvenes, prefirieron la libertad y la guerra a la esclavitud
y la ciudad. Largas caravanas de mujeres, niños y ancianos peregrinaron
por los caminos serpenteantes donde habían nacido, bajaron al llano y
fueron arrinconados en las afueras de las ciudades. Por segunda vez Cuba vivía
la página más criminal de su historia: la reconcentración.
Primero lo ordenó Weyler, el sanguinario espadón de la España
colonial; ahora lo mandaba Fulgencio Batista, el peor de los traidores y de
los asesinos que ha conocido América. El hambre, la miseria, las enfermedades,
las epidemias y la muerte, diezmaron a los campesinos reconcentrados por la
tiranía; allí murieron niños por falta de atención
médica y de alimentación, cuando a unos pasos de ellos estaban
los recursos que pudieron salvar sus vidas. La protesta indignada del pueblo
cubano, el escándalo internacional y la impotencia de la dictadura en
derrotar a los rebeldes, obligaron al tirano a suspender la reconcentración
de las familias campesinas de la Sierra Maestra. Y otra vez volvieron a las
tierras donde habían nacido, miserables, enfermos y diezmados, los campesinos
de la Sierra. Si antes habían sufrido los bombardeos de la dictadura,
la quema de su bohío y el asesinato en masa, ahora habían conocido
la inhumanidad y barbarie de un régimen que los trató peor que
la España colonial a los cubanos de la guerra independentista. Batista
había superado a Weyler.
Los campesinos volvieron con una decisión
inquebrantable de luchar hasta vencer o morir, rebeldes hasta la muerte o la
libertad.
Nuestra pequeña guerrilla de extracción
ciudadana empezó a colorearse de sombreros de yarey; el pueblo perdía
el miedo, se decidía a la lucha, tomaba decididamente el camino de su
redención. En este cambio coincidía nuestra política hacia
el campesinado y nuestros triunfos militares que nos mostraba ya como una fuerza
imbatible en la Sierra Maestra.
Puestos en la disyuntiva, todos los campesinos eligieron
el camino de la Revolución. El cambio de carácter de que hablábamos
antes se mostraba ahora en toda su plenitud: la guerra era un hecho, doloroso
sí, pero transitorio; la guerra era un estado definitivo dentro del cual
el individuo debía adaptarse para subsistir. Cuando la población
campesina lo comprendió, inició las tareas para afrontar las circunstancias
adversas que se presentarían.
Los campesinos volvieron a sus conucos abandonados,
suspendieron el sacrificio de sus animales guardándolos para épocas
peores y se adaptaron también a los ametrallamientos salvajes, creando
cada familia su propio refugio individual.
Se habituaron también a las periódicas
fugas de las zonas de guerra, con familias, ganado y enseres, dejando al enemigo
sólo el bohío para que cebaran su odio convirtiéndolo en
cenizas. Se habituaron a la reconstrucción sobre las ruinas humeantes
de su antigua vivienda, sin quejas, sólo con odio concentrado y voluntad
de vencer.
Cuando se inició el reparto de reses para
luchar contra el cerco alimenticio de la dictadura, cuidaron sus animales con
amorosa solicitud y trabajaron en grupos, estableciendo de hecho cooperativas
para trasladar el ganado a lugar seguro, donando también sus potreros,
y sus animales de carga al esfuerzo común.
En un nuevo milagro de la Revolución, el
individualista acérrimo que cuidaba celosamente los límites de
su propiedad y de su derecho propio, se unía, por imposición de
la guerra, al gran esfuerzo común de la lucha. Pero hay un milagro más
grande. Es el reencuentro del campesino cubano con su alegría habitual,
dentro de las zonas liberadas. Quien ha sido testigo de los apocados cuchicheos
con que nuestras fuerzas eran recibidas en cada casa campesina, nota con orgullo
el clamor despreocupado, la carcajada alegre del nuevo habitante de la Sierra.
Ese es el reflejo de la seguridad en sí mismo que la conciencia de su
propia fuerza ha dado a los habitantes de nuestra porción liberada. Esa
es nuestra tarea futura: hacer retornar al pueblo de Cuba el concepto de su
propia fuerza, de la seguridad absoluta en que sus derechos individuales, respaldados
por la Constitución, son su mayor tesoro. Más aún que el
vuelo de las campanas, anunciará la liberación el retorno de la
antigua carcajada alegre, de despreocupada seguridad que hoy ha perdido el pueblo
cubano.
Tomado de Escritos y discursos,
tomo 1, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana 1972
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