Discurso en la Conmemoración
del 27 de noviembre de 1871
27 de noviembre de 1961
Queridos compañeros:
Nos reunimos hoy en esta escalinata, que es como un símbolo de la Universidad,
en esta escalinata de lucha y recuerdo, con el nuevo espíritu de las juventudes
cubanas y con el viejo espíritu de decisión de este pueblo, para
tener un minuto de recuerdo a los mártires inmolados hace noventa años
en La Habana.
Hace tanto tiempo ya, que la figura de aquellos casi niños mártires
se ve empalidecida. Su recuerdo ha quedado sólo como el símbolo
de la bestialidad, pero es bueno recordarlo para que el pueblo tenga presente
siempre lo que le espera si por algún motivo de vacilación, por
alguna catástrofe inimaginable volviera el poder colonial o el poder imperial
a gobernar Cuba.
En aquel año hacía ya tres que se combatía por la libertad.
Ya el pueblo conocía los nombres mil veces gloriosos de Antonio Maceo o
de Máximo Gómez; ya en aquellos tiempos Martí había
precedido a los jóvenes estudiantes en el camino de la cárcel. Por
todos lados la insurrección avanzaba y el pueblo de Cuba luchaba con ardor
por su libertad.
Los Voluntarios, que fueron la primera versión de los «Tigres» de Masferrer,
quizás corregida y aumentada, eran los dueños de La Habana y los
dueños de todas las plazas fuertes donde el poder colonial podía
estar seguro. Y en aquellos tiempos necesitaban ensañarse con alguien en
la ciudad; necesitaban demostrar el poder de aniquilamiento que tenía la
colonia española.
Y aquellos «bravos» Voluntarios, que asesinaban niños, que mataban negros
cazándolos como fieras, buscaron estudiantes, todos ellos cubanos, muchos
hijos de españoles, para demostrar su odio contra todo lo que era este
país.
Todo el incidente comenzó porque un profesor faltó a sus clases
y algunos muchachos empezaron a jugar arriba del carro fúnebre que llevaba
algunos cadáveres al necrocomio. Eso sucede y ha sucedido entre estudiantes
y entre estudiantes de medicina desde que se levantó el velo de la religión
y empezaron los estudiantes a trabajar directamente con cadáveres humanos.
La juventud no se doblega ante la muerte y juega con ella; es irrespetuoso, es
cierto, pero todos ustedes, los que hayan iniciado la carrera de medicina, conocen
que eso es así.
Parece que uno de los estudiantes, al pasar, arrancó una flor del cementerio.
Esos fueron los delitos cometidos tres o cuatro días antes del 27 de noviembre
de aquel año.
El día 26 se presentó un capitán español, y ante la
presencia del profesor llevó presos a todos los alumnos; a todos menos
a uno, menos a uno que se llamaba Smith y era norteamericano, porque ya desde
aquella época los norteamericanos sabían mandar en los territorios
poblados por gente «inferior». Después se liberó a otro, porque
era peninsular y Voluntario. Todos los demás fueron a parar a la «jaula»,
como se llamaba la cárcel, el calabozo.
Apenas en un día y medio se perpetró todo el horror jurídico
de aquella farsa y fueron condenados dos veces los estudiantes. La primera vez,
condenados por profanar una tumba, la tumba de un «ilustre Voluntario luchador
contra la insurrección», pero que además de todo eso constituía
una acusación falsa. Por esta acusación, el código de aquella
época condenaba a unos cuantos días de cárcel y unos cuantos
días de multa. A pesar de todo, el primer tribunal condenó a los
estudiantes a esa pequeña pena, pero los Voluntarios –es decir, los Tigres–
exigieron más. Se amotinaron; hubo motines de las bestias pidiendo sangre
humana.
Y no solamente se cobró en esos días la sangre de los estudiantes
fusilados. Como noticia intrascendente que aún durante nuestros días
queda bastante relegada, porque no tenía importancia para nadie, figura
en las actas el hallazgo de cinco cadáveres de negros muerto a bayonetazos
y tiros. Pero de que había fuerza ya en el pueblo, de que ya no se podía
matar impunemente, dan testimonio el que también hubiera algunos heridos
por parte de la canalla española de esa época.
Los Voluntarios exigieron más y se hizo un nuevo juicio. Y en este nuevo
juicio hubo cinco condenados a muerte. Uno, el muchacho que había recogido
la flor y que lo confesó; cuatro más que habían subido al
vagón de los cadáveres. Pero el pacto secreto era de ocho, y entonces
tres estudiantes más fueron sorteados, y así se hizo el número
de ocho.
Yo les voy a leer un párrafo de un folleto donde Valdés Domínguez,
el gran amigo de Martí, al que le tocaron seis años de cárcel
en este mismo juicio, escribiera después:
- «Véase ahora cómo el Consejo designó a los que debían
sufrir las penas. En primer lugar, ocho debían fusilarse. Alonso Alvarez
de la Campa mereció primeramente la sentencia: había cogido
una flor en el cementerio, lo había confesado así; Anacleto
Bermúdez, José de Marcos Medina, Angel Laborde y Pascual Rodríguez
siguieron en el decreto de los jueces a Alvarez de la Campa: habían
jugado en el carro, lo habían declarado así, se habían
ratificado en su declaración.
- Pero faltaban tres. Se sortearon y el azar respondió a aquella acusación
espantosa con los nombres de Carlos Augusto de la Torre, Carlos Verdugo, y
Eladio González. La suerte señaló el nombre de Carlos
Verdugo y el Consejo sabía no sólo que no había estado
en San Dionisio el día 23 –que es el día del cementerio, del
episodio de los carros–, porque Verdugo lo había dicho así y
todas las declaraciones lo decían, sino que había llegado de
Matanzas, pocos minutos antes de prenderlos el día 25.
- ¿Habrá aún quién se atreva a afirmar que aquel Consejo
fue legal? Yo no quiero tener nunca todo el valor que es necesario para tanto.
Quedábamos aún 35, poco se discutió para fijar nuestras
penas, 12 fuimos sentenciados a 6 años de presidio, 19 a 4 años,
y los cuatro restantes –dos peninsulares y dos demasiado niños– a seis
meses de encierro menor.»
Este fue el resultado final del juicio en que se pedía sangre de cubanos,
y esa es la significación que tenían estos ocho compañeros
estudiantes, ser sangre de cubanos inmolada para demostrar el poderío español,
el poderío de la metrópoli española, el poderío de
la colonia, el poderío de la raza superior sobre las razas aborígenes
o menos puras por la mezcla o por el clima quizás.
Y aquellos jóvenes no eran culpables de nada, no se les puede llamar exactamente
héroes, sino, más bien, mártires. Eran estudiantes acomodados,
porque en aquella época los estudiantes tenían que ser de familias
acomodadas; sus padres eran españoles. El padre de Alvarez de la Campa
había sido Voluntario, y hasta pocos días antes estaba en las filas
del ejército, luchando contra la rebelión que iba tomando más
fuerza cada día. El único delito era el de ser cubano.
Es cierto que allá en la Universidad empezaba a apuntar el germen de la
rebeldía; es cierto que Martí había sido apresado por mantener
ya las ideas que luego lo llevarán a conducir a nuestro país a su
lucha final contra los enemigos y que lo llevaran a Dos Ríos, pero no había
una resistencia organizada en La Habana, la resistencia del interior, de los campesinos,
de las fuerzas rebeldes que estaban en las montañas y los llanos, dando
batallas al español.
¿Tenían razón o no desde su punto de vista para hacerlo? Yo creo
que sí, que desde su manera de pensar, desde su raciocinio de las bestias
acostumbrados a despreciar la vida humana, tenían razón; había
que matar en germen a aquellos que estaban naciendo. Apuntaron mal, pero si hubieran
muerto a Martí, por ejemplo, ¡qué enorme daño se hubiera
hecho a la Revolución en años posteriores! y nadie lo hubiera sabido.
Y quizás allí fusilaron a algún Martí en ciernes,
fusilaron a algún patriota; de todas maneras, aniquilaron «cachorros de
bandidos», y tenían razón, porque eran muy jóvenes los hombres
que en ese momento estaban luchando contra el poderío español, y
tenían razón, porque los niños de 15 años, cuando
hay de por medio una revolución, no son niños, ¡sino que son soldados
de la Patria! Tenían razón, porque el jefe de los Jóvenes
Rebeldes, el compañero Comandante Joel Iglesias (aplausos), cuando
ingresó en nuestro Ejército Rebelde, pocos días antes del
combate de Uvero, tenía apenas 15 años, y porque 15 años
es una edad donde ya el hombre sabe por qué va a dar la vida, y no tiene
miedo de darla cuando tiene naturalmente dentro de su pecho, un ideal que lo lleva
a inmolarse. Por eso tenían razón, por eso tuvo razón Weyler
y tuvieron razón todos los que trataron de aniquilar a la Revolución,
y aniquilarla, no en la persona sola de sus combatientes, sino en todo el pueblo.
Por eso ellos tienen razón cada vez que desatan un ataque brutal contra
el pueblo, ya sea, aquí, en la época de España; ya fuera,
aquí, en época de Batista, ya fueran las hordas nazis, ya sean los
colonialismos de cualquier tipo, el imperialismo en Puerto Rico; siempre tienen
sus razones para tratar de aniquilar al pueblo, solamente que el pueblo también
tiene razones poderosas y el pueblo aprende con los golpes, porque el imperialismo
es una gran maestro en el fondo, y el pueblo va aprendiendo día a día
a defenderse, va haciéndose más duro, más resistente, más
decidido, aprende que no es tan imponente el tanque del esbirro ni la pistola
del verdugo, que no son valientes los verdugos cuando enfrente hay gente armada
dispuesta a defenderse. Aprende a matar también, y un día aprende
a hacerlo tanto y tan bien ¡que toma el poder! Ese día llegó en
Cuba, en una línea ascendente de las luchas populares que nació
aún antes de este 27 de noviembre que hoy conmemoramos, que nació
aún antes que la guerra del 68, con el mismo espíritu de libertad
que estaba presente en nuestro pueblo cuando los negros cimarrones o los indios
de la época de Hatuey se internaban en las montañas y preferían
morir antes que ser esclavos.
Así, durante años y años, el pueblo fue aprendiendo la difícil
profesión de ser libertadores de sí mismos. Casi aprendieron totalmente
en los finales de la guerra de los 30 años, pero intervino el imperialismo
norteamericano; no querían que se aprendiera del todo la lección,
y durante 50 años, toda clase de abusos cayó una vez más
sobre la República.
Hoy hemos tomado el poder, y es bueno que nos acordemos del porqué de cada
uno de los acontecimientos históricos del pasado. La historia es una gran
maestra. Es bueno que sepamos que nuestro presente no puede convertirse en un
retorno al pasado, porque sería algo terrible para todos nosotros y para
todas las generaciones que nos siguieran.
Es bueno que analicemos cada vez que se pueda qué significó el pasado
para el pueblo, y es bueno que cada vez que estemos delante de cualquier tipo
de dificultad transitoria echemos una mirada al pasado y comparemos no ya el pasado
remoto, de la época del fusilamiento salvaje de los ocho estudiantes, el
pasado de ahora, el que todos ustedes, jóvenes y aún niños,
conocen, el pasado que acabó el 31 de diciembre de 1958 (aplausos)
y que no comparemos con el presente de hoy, con este que vivimos cada día,
con este futuro que estamos construyendo con nuestro trabajo y al cual ustedes
se preparan a darle el empujón final cuando hayan finalizado sus carreras
y hayan ingresado como técnicos de cualquier tipo a cualquier rama de la
producción o de la cultura.
Es bueno que piensen todos ustedes, los compañeros becados, en lo que podían
esperar antes de que llegara la Revolución. Y es bueno que piense el pueblo,
todo el pueblo, cada vez que haya una dificultad, en lo que había antes.
Cada vez que una «cola sea larga», cada vez que falte un producto -porque lo faltará,
y lo seguirá faltando a pesar de todos nuestros esfuerzos-, cada vez que
algo nos salga mal -porque nos seguirán saliendo cosas mal, a pesar de
la buena voluntad que pongamos-, es bueno que siempre pensemos en el pasado. Y
es bueno que siempre pensemos que cada dificultad que nosotros no sepamos vencer,
que cada pequeña dificultad frente a la cual lanzamos nuestro gesto de
disgusto, es una pequeñísima brecha que se abre en nuestro compacto
frente, es bueno que pensemos que aun cuando esa brecha insignificante no ofrece
el más mínimo peligro, si todos se juntan la brecha se agranda y
por allí penetre el enemigo. Y es bueno que recordemos que para construir
nuestro futuro debemos estar siempre todos juntos, que para golpear al enemigo
hay que golpearlo todos juntos, con la fuerza entera de nuestro pueblo, y así
derrotarlo cuantas veces levante la cabeza.
Pero es bueno que recordemos hoy también cuáles son nuestros deberes.
Y ustedes, compañeros, hoy no tienen nada más que un deber: el deber
de estudiar. Con ese deber están pagando todas las deudas que puedan contraer
con la sociedad, con esta sociedad presente, y con todos los héroes que
se inmolaron para hacer posible esta sociedad presente; están pagando la
deuda contraída por todos nosotros con aquellos pobres estudiantes que
fueron a la muerte sin saber bien por qué, con los grandes héroes
que forjaron nuestra nacionalidad durante una treintena de luchas incesantes,
con los héroes estudiantiles de esta época presente, desde Mella
y Trejo, pasando por Echeverría, por Frank País y por la multitud
de jóvenes que ofrendaron su vida en los últimos años de
lucha. Lo han hecho para dignificar esta escalinata, para dignificar esta y todas
las universidades de Cuba, y para hacer posible, precisamente, que se abrieran
sus puertas a todo el mundo, que se abrieran sus puertas, como hoy se abren, al
campesino y al obrero, al blanco o al negro, sin discriminación, a todo
aquel que quiera estudiar para perfeccionarse y quiera perfeccionarse, no para
medrar con sus conocimientos nuevos, sino para ponerlos al servicio de la sociedad,
para saldar esa pequeña deuda que cada uno de nosotros tenemos con la sociedad
que nos cría, que nos viste, y que nos educa.
Ese es el único deber. Y ustedes honran así a todos los compañeros
que todavía tendremos que caer en estas luchas, estudiando cada día
más, perfeccionándose cada día más, pensando también
en cada momento de debilidad que están esperando por ustedes las fábricas
y las escuelas, los talleres de arte, las universidades, que toda Cuba espera
por ustedes, que no se puede perder un minuto, porque todos estamos caminando
hacia el futuro, y el futuro necesita de técnica, necesita de cultura,
necesita de alta conciencia revolucionaria. (Aplausos.)
En una de las múltiples veces en que José Martí se refiriera
al triste episodio de los estudiantes asesinados, escribió unas palabras
que pueden ser como el broche de este nuevo día de recuerdo de este noventa
aniversario del fusilamiento de nuestros compañeros. Dijo Martí
una cosa muy simple y muy bella, como todas las cosas que sabía decir:
*«Nosotros amamos más cada día a nuestros hermanos que murieron.
Nosotros no deseamos paz a sus restos, porque ellos viven en las agitaciones excelsas
de la gloria. Nosotros vertemos hoy una lágrima más a su recuerdo,
y nos inspiramos para llorarlos en su energía y en su valor. ¡Lloren con
nosotros todos los que sientan, sufran con nosotros todos los que aman! ¡Póstrense
de hinojos en la tierra, tiemblen de remordimiento, giman de pavor, todos los
que en aquel tremendo día ayudaron a matar!»
Y eso podemos decir hoy, que no deseamos paz a sus restos, que deseamos también
que puedan vivir a nuestro lado el presente y que puedan fundirse con esta nueva
Cuba, que avanza hacia el porvenir sin miedo a nadie ni a nada, dispuesta a trabajar
cada día con más ahínco, dispuesta a perfeccionarse cada
día con más ahínco, dispuesta a ser cada día más
merecedora de eso que hoy somos para toda América: ¡su faro más
alto, su esperanza más grandes, su ejemplo más perfecto! (Ovación.)
Comisión
para perpetuar la memoria del comandante Ernesto Guevara
Tomado de: Escritos y discursos, tomo 5 , Editorial de Ciencias Sociales,
La Habana 1977
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