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Argentina, la lucha continua....

 

Cómo se hizo de derecha o rebelde la cultura feminista

por Francesca Gargallo

El estudio de la filosofía latinoamericana y la práctica reflexiva en el feminismo del continente –en sus ideas y en sus acciones-, me han llevado siempre a la necesidad de una crítica del sistema jerárquico. El conjunto de reglas que entrelazan racionalmente la idea de una superioridad con una idea de inferioridad es colonial y, en el caso de las mujeres, patriarcal. Lo colonial y lo patriarcal en América Latina se suman, transformándose uno al otro y generando una opresión múltiple, a la que las mujeres deben enfrentarse con reflexiones que surgen del deseo de dar voz a la multiplicidad de sujetos despertado por la acción de un movimiento -el feminismo-, que sin lugar a dudas es internacional, y que se sustenta con diferentes cuerpos, diferentes percepciones del propio lugar en el mundo, diferentes identidades sexuales, juegos de poder político diferentes y diferentes relaciones con la norma.

    Diferentes, es decir positivamente enfrentadas a historias y conocimientos que no son idénticos, y que construyen esos horizontes de significación con que organizamos nuestras experiencias. Recordemos que en el mundo cotidiano, no abstracto, lo que nos constituye como humanas es la experiencia de la alteridad. Si vemos lo otro como jerárquicamente ubicado frente a nosotras, no es porque lo sea en sí, sino porque los residuos coloniales y patriarcales de nuestra cultura así nos lo hacen ver. Eso es, si vemos como bella, capaz, preparada una persona sólo porque es rubia, o si aceptamos acríticamente una categoría explicativa sólo porque nos viene de un mundo cultural dominante, actuamos en una jerarquía que no se entiende a sí misma como alteridad -donde hay otros con respecto a la totalidad-, sino en un ordenamiento del otro generalizado como inferior o superior.

    En muchas ocasiones, se han cuestionado los estudios latinoamericanos porque su sujeto-objeto de estudio no es un espacio de racionalidad valorativa, sino “tan sólo” un lugar geográfico. Esta ubicación en una especie de territorio ajeno a lo universal, América Latina la comparte con el conjunto de las mujeres. Lo universal es un valor que se transmite desde el lugar del poder, que a su vez se representa como válido para todas y todos, mediante una identificación del yo racional con la conciencia de un sujeto masculino que se autorrepresenta. Para confirmar esta evidencia bastaría pensar que si América Latina es un lugar geográfico, también Occidente lo es; de hecho, es occidental esa parte del mundo que se ubica al oeste del meridiano de Greenwich. En Europa sólo Gran Bretaña y España son occidentales, desde este “científico” punto de vista.

    Asimismo,  Latinoamérica contiene la mayoría de América, pero en el lenguaje común de los medios de comunicación masiva el continente se identifica con un solo país: los Estados Unidos. De igual manera, las mujeres somos el cincuenta y dos por ciento de la población mundial, pero el director de la oficina cultural de un país europeo, el señor Petacco, invitado a la presentación de un libro titulado Ideas feministas latinoamericanas, afirmó que no era un libro de filosofía sino tan sólo una visión parcial, incompleta, de la historia del pensamiento latinoamericano porque no tomaba en cuenta su verdadera producción, la masculina. Frente a semejante actitud de identificación de una parte con el todo, no me sorprende que la mexicana Carmen Trueba deba iniciar sus conferencias sobre la filosofía de las mujeres recordando al auditorio que la existencia de filósofas es un hecho histórico, y que su actividad racional y crítica se inserta en una tradición.

    Tradición. En América Latina y entre las mujeres ésta es doble: tradición de aceptación sumisa del control y la opresión heredada del colonialismo, y tradición de rebelión, enfrentamiento a las imposiciones y liberación. El problema estriba en no volverlas espejo una de la otra.

Cuando ponemos el acento en los valores masculinos, las mujeres actuamos como esa parte de la población de América Latina que se identifica con los valores de una cultura construida desde el colonialismo, y que ha sobrevivido como estructura que se resiste al cambio. Por el contrario, el feminismo ha significado en el tiempo de la humanidad, en su historia, un quiebre fundamental, tanto como la descolonización para la sociedad capitalista. De ahí que constantemente, se presentan intentos desde el poder para mediatizar el esfuerzo transformador y antijerárquico de las mujeres que denuncian su marginalidad como una suma de acciones de opresión. En América latina es imposible señalar la feminización de la pobreza sin evidenciar que ésta se suma a su latinización y negrización como polos aislados de un proceso que, en el otro extremo, tiene la masculinización, concentración y blanquización de la riqueza.

    ¿Cómo analizar, entonces, el feminismo latinoamericano? Creo que desde tres niveles de reflexión: a) la teoría política que ha generado, b) su historia[1], y c) retomando sin miedo el análisis de la compleja identidad de las mujeres que lo conforman.

    Primeramente, el feminismo, o si preferimos las corrientes feministas latinoamericanas, tienen todas una relación directa con la práctica y la reflexión políticas. Las luchas sufragistas y por la emancipación de las mujeres que se dieron desde Argentina hasta México, a finales del siglo XIX y principios del XX, se entrelazaron siempre con reivindicaciones de los derechos a la educación, a la participación social, a la resistencia a las invasiones estadounidenses (Cuba, Puerto Rico, Panamá, México) y a la denuncia de la pobreza de la población indígena y negra. A mediados del siglo XX, el neofeminismo o movimiento de liberación de las mujeres implicó desandar los caminos que ubicaban la interioridad de las mujeres en contraposición con su exterioridad, es decir que identificaban la reflexión subjetiva de las mujeres con su vida íntima relegada al espacio de lo doméstico y divorciada de las reivindicaciones de igualdad y participación político-social.

    El conflicto que, a principios del siglo XXI, plantean las políticas públicas a las mujeres latinoamericanas estriba en que vuelven a enajenar las subjetividades femeninas, con su particular experiencia de la alteridad, al empujarlas a la mediación con un poder que las ve sólo como objetos de su interés.

    Sin restarle ninguna importancia al fundamental trabajo de impulsar cambios en la vida cotidiana de las mujeres a través del logro de sus derechos laborales, políticos, sociales y a la libertad y a la integridad física y moral, en una condición equitativa de igualdad con los hombres, es necesario invalidar la identificación de las políticas públicas con la política de las mujeres. Las primeras son una manifestación del sistema que, por su propia, totalitaria, seguridad en sí mismo, dificulta la autonomía de los sujetos femeninos pensantes y actuantes, aunque les otorgue mejoras en su condición de “oprimidas”, “víctimas”, o como se les quiera llamar a las personas que el mismo sistema crea para que no tengan ni poder ni capacidad de criticarlo. La política de las mujeres, por el contrario, es la manifestación de esa autonomía.

    En la historia del feminismo latinoamericano, la definición de autonomía del sujeto femenino ha implicado confrontaciones múltiples. En un principio se manifestó en la práctica de la superación de la doble militancia (debido a la escisión de las lealtades entre ser una mujer de un partido o una organización política y una feminista en diálogo con otras mujeres); en la década de 1990 se ubicó en la autonomía económica de las agencias de financiamiento y la autonomía de los proyectos de gobierno e internacionales, lo cual provocó una ruptura entre las diferentes visiones del quehacer feminista.[2]

    Dolorosamente, y retomando la dicotomía entre lo masculino y lo femenino, lo público y lo privado, que siempre otorgan el lugar de lo superior al primer término del binomio y el lugar de lo inferior al segundo, en América Latina se empezó a dicotomizar el feminismo: era autónomo e institucional, o institucional y autónomo, según el lugar político de la enunciadora. Para las feministas que se definían autónomas, la institucionalización del movimiento equivalía a una domesticación del potencial de cambio social del feminismo mismo. Para las institucionales, la autonomía de las demás feministas era un rasgo de utopismo ucrónico que imposibilitaba alcanzar cambios posibles en la condición femenina.

    Los aportes de una feminista autónoma como Margarita Pisano al análisis del conflicto constitutivo de la identidad mestiza de las latinoamericanas -identidad que no termina de desconstruir el lugar de lo necesario y deseable de la parte blanca y occidentalizadora de la mestiza en contra de su subyugada e invisibilizada parte amerindia o negra- fueron relegados porque provenían de una feminista que denunciaba la imposición de la dependencia de una razón instrumental y utilitarista en el manejo de los fondos para las mujeres. ¿Era ético, se preguntaba, aceptar dinero de las mismas financiadoras que veinte años antes habían promovido la esterilización de las indígenas en Perú, Ecuador y Guatemala, y de las negras en Dominicana y Brasil? La autonomía del sujeto feminista era, para Pisano, la de un sujeto que se enfrentaba al totalitarismo del sistema, portador de un concepto de ciencia, de raza y de superioridad que tiene que ver con el patriarcado tanto como con el colonialismo.[3]

    Por la misma época, un nuevo conflicto dicotómico se presentó en el seno del feminismo autónomo. Las lesbianas feministas que lo integraban empezaron a cuestionar a las feministas heterosexuales sobre si es posible la radicalidad feminista sin modificar el lugar que el ejercicio de la sexualidad tiene en la construcción de las identidades feministas. Siendo la heterosexualidad la norma esencializante y excluyente que naturaliza las identidades femeninas y masculinas para legitimar la sujeción de los primeros cuerpos por los segundos[4], las feministas lesbianas exigían de las heterosexuales estar alerta contra la tentación de una heterosexualidad totalizadora de la experiencia de las mujeres. No obstante, la crítica que las heterosexuales llevaban a cabo de su lugar en el ordenamiento de las sexualidades según el poder nunca fue suficiente para la mayoría de las feministas lesbianas, lo cual provocó una tendencia a considerar a todas las heterosexuales como posibles “institucionales” y considerarse, por ser lesbianas, como más radicales. Lo falso y esencialista de este planteamiento salta a la vista ahora que en México se está llevando a cabo un encuentro lésbico excluyente de todas las posiciones no rígidamente institucionalizadas, donde las organizadoras definen de antemano quién puede participar y quién no y de qué forma.

    El problema del malestar que se ha instalado entre las feministas heterosexuales para con las feministas lesbianas, ambas radicales, merece ser analizado. El feminismo autónomo siempre ha planteado que se es feminista por preferir el diálogo y el crecimiento político con otras mujeres, y que ello nada tiene que ver con la confrontación, la aceptación o la enemistad masculinas. Esta preferencia de interlocución con las mujeres es en sí una preferencia homosexual, aunque no es necesariamente homoerótica. Por ello, las heterosexuales no tienen en el centro de su identidad feminista el ejercicio de su sexualidad, sino la construcción social, cultural y simbólica de su ser mujeres entre sí; mientras el núcleo de la identidad lésbica es el ejercicio de la sexualidad y el enamoramiento por otras mujeres. La identidad feminista de las lesbianas es atravesada por su identidad de mujeres que aman a otras mujeres, mientras la identidad feminista de las heterosexuales está generalmente conformada alrededor de los aspectos político, amistoso, creativo de la vida. Para las heterosexuales su heterosexualidad no es un espacio de lucha o de reivindicación; la pueden cuestionar, por momentos la viven como una molestia, pero no es central para su reflexión. Para las lesbianas el ejercicio de su sexualidad, y la necesidad de reivindicar su derecho al amor por otra mujer, es la clave para analizar la situación de las mujeres en un mundo estructurado por un sistema heterocentrado, explotador de la capacidad reproductiva de las mujeres, y organizador de una norma de exclusión de las mujeres del poder (norma capaz de adaptarse al cambio de la coyuntura).

    Esta dicotomización es un proceso de control del potencial rebelde de las mujeres unidas, que descansa sobre una falacia. Conozco feministas lesbianas radicales que afirman que su identidad feminista no descansa en su identidad lésbica, sino que se ubica en un espacio de simpatía –sentir con- otras mujeres y de reivindicación de una justicia que contempla la diferencia. Asimismo, hay feministas radicales que cuestionan su heterosexualidad, viven por ello experiencias de bisexualidad, y analizan su deseo críticamente, sin experimentar una imposibilidad de entendimiento con otras mujeres tan sólo porque no las desean homoeróticamente.

    ¿Qué es, pues, lo que conforma una identidad feminista?, ¿cuántos elementos confluyen en ella?, ¿se mantiene inalterada a lo largo de la experiencia vital de una feminista? Estas y más preguntas van a quedar para una sucesiva reflexión. No obstante, son urgentes. El afán de controlar al feminismo responde al terror que experimenta el sistema social global y heterocentrado, sistema que une los elementos del colonialismo económico a la sujeción de los cuerpos femeninos y feminizados (de gays, de presos políticos, de personas en condición de indefensión), cuando se ve amenazado por la denuncia de las lógicas dicotómicas.


* Artículo publicado en el n. 54 de La Guillotina, primavera de 2005, México, D.F.

[1]  Cfr. para los dos primeros puntos: Francesca Gargallo, Ideas feministas latinoamericanas, Universidad de la Ciudad de México, México, D.F., 2004.

[2] Cfr. Amalia Fischer P., “Producción de tecnocultura de género: mujeres y capitalismo mundial integrado”, en Hojas de Warmi, n. 10. , año 1999, Universitat de Barcelona, pp. 11-27.

[3]  Margarita Pisano, Deseos de cambio o ¿el cambio de los deseos?, Sandra Lidid Editora, Santiago de Chile, 1995.

[4] Beatriz Preciado, Manifiesto contrasexual, Opera Prima, Madrid, 2002, p. 10.

: Francesca GARGALLO, “Cómo se hizo de derecha o rebelde la cultura feminista”, en La Guillotina, Ciudad de México, n. 54, primavera de 2005.

 

Fuente: lafogata.org