Resto
del Mundo
|
Condición humana, derecho a la rebelión y alternativas post-capitalistas
Santiago Alba Rico
Radio Guiniguada / Rebelión
Jornadas Internacionales "Situación en el mundo del derecho a la Rebelión". Sta. Cruz de Tenerife, 28 y 29 de octubre. Organiza: "Red Canaria por los Derechos Humanos en Colombia". (Audio recogido por Radio Guiniguada y transcrito por Rebelión)
Cuando hablamos de condición humana no hablamos naturalmente de naturaleza
humana. La condición humana consiste precisamente en que esas criaturas que
llamamos seres humanos tengan, al mismo tiempo, un pie en la naturaleza y un pie
en otro sitio que podemos llamar –quizás- humanidad, de manera vaga o borrosa.
Esa humanidad se define básicamente por su carácter limitado. En términos
filosóficos, la humanidad está marcada por el signo de la muerte, por el
carácter finito de la corporeidad, y está marcada también por toda una serie de
facultades igualmente finitas que hemos asociado, mientras ha durado el
Neolítico, recientemente terminado, con ese período histórico o con esa estación
en la cual, diría yo, todavía podemos hablar de condición humana.
Frente a la condición humana, lo que caracteriza al capitalismo -voy a abordar
el tema casi como una aparente paradoja- es una rebelión. Es una rebelión de
hecho. Lo que hace el capitalismo, en efecto, es rebelarse permanentemente
contra los límites de la condición humana; contra los límites que atañen a ese
pie que tenemos posado en la naturaleza y también contra los límites que definen
ese otro pie que tenemos más bien posado en la humanidad, en estas tres
cualidades finitas de las que hablaré a continuación.
Rebelión contra los límites, una locomotora sin freno de emergencia, como
gustaba de repetir Walter Benjamin; lo cierto es que el capitalismo consiste
íntimamente en estar permanentemente superando todos aquellos limites naturales,
éticos, materiales, sociales, culturales, mediante los cuales los seres humanos
han tratado de definir su estancia provisional en esta Tierra.
Se puede hablar, a finales del siglo XX y principios del siglo XXI de una guerra
contra la condición humana por parte de un capitalismo que empieza, como he
escrito en algunos libros, por no reconocer ninguna diferencia entre las cosas
de comer, las cosas de usar y las cosas de mirar, eso que los latinos llamaban
mirabilia, las "maravillas", las cosas dignas de ser miradas.
El capitalismo no reconoce esa diferencia que, de alguna manera, ha
caracterizado a todas las sociedades humanas anteriores, incluso las peores,
incluso las más feroces, incluso las menos justas –y casi ninguna ha sido apenas
justa en los últimos 15 mil años-; en todo caso, todas las sociedades anteriores
a la sociedad capitalista distinguían convencional o culturalmente entre cosas
de comer, cosas de usar y cosas de mirar. Distinguían entre un mendrugo de pan o
una manzana, cuya función básica es la de reproducir los ciclos biológicos, eso
que para los griegos era el infierno mismo, lo apeiron, lo que no tenía
límites, que representaban a través de toda una serie de castigos infligidos en
el Hades a los héroes que habían cometido un "exceso" y a los que se obligaba a
rodar permanentemente dentro de una rueda, a conducir una y otra vez una piedra
hasta la cumbre de una montaña, a tratar infinitamente de alcanzar un alimento
que escapaba al apetito, o llenar inútilmente una vasija sin fondo. Eso es lo
que caracteriza a las cosas de comer. No podemos comer una sola vez, volvemos a
tener hambre. Y cuando tenemos hambre tenemos que encontrar algo que introducir
en nuestro cuerpo, por debajo de los ojos, algo que, por tanto, en la misma
medida en que cumple su función biológica, desaparece de la vista, desaparece
radicalmente de la vista. Digamos que el hambre es una guerra contra la
consistencia de los vegetales, de los cuerpos, de las cosas mismas. Es una
guerra en cuyo comportamiento, en cuyo funcionamiento, podemos leer precisamente
aquello en lo que consisten las guerras. Las guerras alimentan otras guerras,
sirven básicamente para reproducir ese ciclo infernal en el que la vida y la
muerte se suceden a toda velocidad. El hambre es rápida, el hambre es mortal, el
hambre es destructiva y las cosas de comer, por tanto, no resisten frente a
nuestra mirada, no son consistentes, no se las puede apenas analizar, apenas
asir con las manos, porque pasan a formar parte enseguida de nuestro cuerpo.
Las cosas de usar son aquellas que sirven precisamente como mediaciones para
introducir otros efectos en el mundo. Son aquellas cosas mediante las cuales nos
separamos de la naturaleza para volver sobre ella transformándola, desde las
herramientas hasta una silla en la que nos sentamos, que cumplen una función. Lo
que caracteriza a las cosas de usar es que, al mismo tiempo que resisten el
embate del hambre, se sostienen en el mundo más tiempo que las cosas de comer.
Sin embargo, acaban degradándose, porque son corruptibles, y volviendo a la
naturaleza de la que habían sido extraídas mediante el trabajo humano.
Y, finalmente, tenemos las cosas de mirar, las cosas dignas de ser miradas, las
maravillas, las mirabilia. Todos los pueblos de la Tierra, antes del
establecimiento de una sociedad de destrucción generalizada de seres humanos y
de cosas, han dejado al margen de los procesos biológicos de la alimentación y
del uso una serie de objetos privilegiados, que podían ser objetos de culto,
objetos artísticos, objetos estéticos que, como decía Levi Strauss, sólo eran
buenos para pensar, o sólo eran buenos para ser mirados. Desde una catedral
hasta un paisaje, pasando por esas estrellas que titilan azules en el cielo.
Todas estas cosas, en realidad, no son buenas sino para pensar, para mirar, para
mirarlas todos juntos, para hacer ese ejercicio de simbolización sin el cual la
existencia humana no se distinguiría en nada de la de los animales.
Y el capitalismo lo que ha hecho ha sido, de alguna manera, borrar todas las
diferencias entre las cosas de comer, las cosas de usar y las cosas de mirar,
para convertirlas a todas por igual en cosas de comer, en alimentos, en
consumibles. Porque lo que realmente quiere decir consumo es eso, consumo
quiere decir destrucción, y destrucción por el fuego, por el fuego de la
digestión, por el calor ininterrumpido de la digestión. Y plantearse por tanto
hablar en términos elogiosos de una sociedad de consumo, proponer como modelo
habitable para la humanidad una sociedad de consumo, es proponer un modelo de
sociedad de digestión ininterrumpida, de destrucción generalizada. Nos comemos
todas las cosas por igual, ya se trate del pan, las manzanas, las sillas, las
lavadoras, las televisiones, los paisajes, las estrellas y las imágenes de todas
estas cosas también nos las comemos a una velocidad creciente en el marco de eso
que se llama libre mercado o circulación de las mercancías. Y eso quiere decir
que, por primera vez en la historia, el ser humano vive no ya en una sociedad
sin hierro, o en una sociedad sin petróleo, o en una sociedad sin alguna de
estas materias que han servido para definir los distintos períodos por los
cuales ha atravesado la humanidad. Lo que caracteriza por primera vez a la
historia humana es que la sociedad capitalista, y va a parecer una
contradicción, es la primera de la historia sin cosas. La sociedad
capitalista, que se quiere presentar autopublicitariamente como una sociedad de
máxima abundancia, es, sin embargo, la primera sociedad de la historia que no
tiene propiamente cosas. Y no tiene propiamente cosas porque, precisamente, allí
donde toda la actividad posible en el marco de esa sociedad se reduce a la
digestión ininterrumpida, no puede cumplirse ninguna de esas condiciones que
caracterizan a las cosas.
¿Qué es lo que caracteriza a las cosas? Básicamente tres datos: las cosas están
paradas, están quietas, y además sirven para que nos paremos; sirven
precisamente para que les prestemos atención, como ocurría en ese último cuento
que escribió Kafka, "Josefina la cantante", en el que una rata que emitía un
chillido exactamente igual al de todos sus congéneres, de pronto se paraba en
uno de los corredores por los que se precipitaba el pueblo de los ratones,
tratando de cerrar grietas por las que se pudiera colar una amenaza, acumulando
alimentos, imagen perfecta de lo que son los ciclos biológicos de la
reproducción, de lo que son los ciclos del hambre y de la guerra; de pronto
Josefina la cantante se detenía en un rincón y emitía lo que ella creía que era
un bellísimo canto de cantante lírica, que no se distinguía en nada, en
cualquier caso, de los chillidos que emitían todos los ratones, pero que servía
precisamente para que los ratones, incluso poniendo en peligro su existencia, se
parasen. Cuando escuchaban a Josefina la cantante, todos dejaban de hacer lo que
estaban haciendo, incluso poniendo en peligro probablemente la supervivencia del
pueblo de los ratones, para formar un corro en torno al cuerpo de Josefina, que
abombaba el pecho para emitir lo que a ella le parecían coloraturas de bel canto
irresistibles, pero que no eran más que chillidos de ratón. Las cosas sirven
precisamente para detenernos, están paradas; duran lo suficiente como para que
podamos mirarlas; duran lo suficiente como para que resulten interesantes.
Flaubert decía: "Basta mirar una cosa fijamente para que se vuelva interesante".
El problema es, precisamente, que el capitalismo impide mirar fijamente nada. Y
por lo tanto esta primera característica de las cosas, ha quedado abolida por la
propia velocidad de la renovación de las mercancías.
La segunda característica de las cosas es que son archivos materiales de memoria
y manuales de instrucciones. Yo creo que esto es muy importante, el hecho de que
todo objeto manufacturado incluye una historia, nos cuenta el cuento, por
ejemplo, de cómo ha sido hecho. Nos lo puede contar bien o mal. Por eso Marx
hablaba de fetichismo de la mercancía: a veces las cosas nos engañan; nos hacen
creer que han sido hechas en unas determinadas condiciones cuando en realidad
han sido hechas en otras condiciones. Por eso la obligación de un sociólogo,
sobre todo, de un sociólogo marxista, es justamente la de contar bien la
historia de las cosas, la de reproducir su genealogía. Pero nos cuentan una
historia. Todo objeto es un cuento que se puede memorizar. Es algo así como el
pasado delante de nuestros ojos, ese trabajo muerto materializado con
características particulares que lo distinguen de otros objetos en el mundo, que
sirve para determinadas cosas y no para otras, y que, además de contarnos una
historia, incluye algo así como un manual de instrucciones. Si desapareciese la
humanidad, y sólo quedase una silla, y bajasen extraterrestres cuyo cuerpo no
exigiese el uso de sillas, podrían perfectamente reproducir más sillas a partir
de un solo modelo de silla sin necesidad de recurrir a las instrucciones de IKEA.
Una silla, un objeto, es un cuento, una historia que incluye también un manual
de instrucciones.
Alli donde la propia circulación acelerada de las mercancías no nos permite
–remedando una famosa frase de un filósofo griego- "sentarnos dos veces en la
misma silla", porque inmediatamente ha sido sustituida por otra, presuntamente
mejor, de otra marca, de otro color, la propia memoria material de la humanidad
ha sufrido un menoscabo sin precedentes.
Y la tercera característica de las cosas, sin la cual no podemos llamar cosa a
ninguna criatura de este mundo, es precisamente el hecho de que, por mucho que
duren las cosas, por mucho que las reparemos, por muchos parches que les
pongamos, tarde o temprano, las cosas se rompen, y cuando se rompen no se las
puede sustituir o rehacer en ningún mercado. Son cuerpos, los cuerpos son
frágiles, los cuerpos son finitos, los cuerpos son mortales y, tarde o temprano,
se mueren. Y por lo tanto, también los seres humanos somos cosas. Hablaré al
final, en el capítulo de las alternativas postcapitalistas, de lo que significa
el hecho de que los seres humanos también seamos cosas en este sentido, por
mucho que una sociedad fundada básicamente en la rebelión contra los límites,
esté permanentemente generando la ilusión subjetiva de que siempre va a haber
una prótesis que nos va a permitir sobrevivir a un accidente de tráfico, o un
medicamento maravilloso que nos va a salvar in extremis de alguna enfermedad
mortal, o alguna crema taumatúrgica que nos va a mantener permanentemente
jóvenes. Envejecemos. Sabemos que envejecer en la sociedad capitalista está
prohibido. Sabemos que, en cualquier caso, la vejez es algo que siempre ha
servido a los seres humanos para tener especial cuidado con las cosas. Y, por
tanto, una sociedad capitalista que consiste en reproducir, cada vez más
aceleradamente, las mercancías, generando la ilusión de inmortalidad, es una
sociedad sin cosas.
Que vivamos en una sociedad sin cosas significa –y por eso hablaba de una
agresión sin precedentes contra la condición humana-, hablar de un mundo sin
cosas es hablar de un mundo sin mundo, es hablar de un mundo sin seres humanos
propiamente dichos. Los seres humanos han sido privados de las tres facultades
que caracterizaban su estancia en este mundo durante los últimos quince mil
años, es decir, una razón finita, una imaginación finita y una memoria finita.
Colapsadas esas tres facultades, podemos decir que estamos viviendo ya en algo
así como una condición post-humana. Habrá que preguntarse si es mejor o si es
peor. Pero a mí no me cabe la menor duda de que estamos cruzando el umbral hacia
una condición post-humana, en el sentido en que hemos podido definir a la
humanidad durante al menos quince mil años.
El capitalismo como rebelión contra los límites es, por lo tanto, una maquinaria
destructiva de las tres facultades que han caracterizado al ser humano, a la
condición humana. Podemos hablar de un naufragio del ser humano, de un naufragio
antropológico sin precedentes del ser humano. El colapso de estas tres
facultades hace que cada vez sea más difícil analizar el mundo en el que vivimos
mediante eso que hemos llamado razón, que es un recorrido vertical de lo
particular a lo universal; hace que sea cada vez más difícil recordar con el
cuerpo, que es lo que llamamos imaginación, el dolor de los otros; y hace que
sea cada vez más difícil el conservar suficiente memoria como para contarnos a
nosotros mismos cómo se producen las cosas, quién las produce, dónde las produce
y con qué coste se producen.
Por lo tanto, sin razón, sin memoria y sin imaginación, no se trata ya de que a
través de manipulaciones se nos ofrezca un mundo falseado en el que no nos
reconocemos, o frente al cual nos mostramos indiferentes. Podemos decir que,
colapsadas estas tres facultades, vivimos en un mundo antropológico post-humano,
en el que la solidaridad ha sido radicalmente imposibilitada, en el que la
producción de símbolos ha sido radicalmente imposibilitada y en el que vivimos
por tanto en una náufraga deriva, en la que es casi estructuralmente imposible
organizar o articular alternativas o resistencias colectivas.
Dejamos aquí lo que se refiere a la condición humana para pasar a definir lo que
yo entiendo por el derecho a la rebelión. Y aquí se conjugan dos elementos,
derecho y rebelión, que convendría explicar bien, porque en general en la
tradición marxista se entiende que el derecho es algo así como un epifenómeno
burgués de un determinado régimen de producción, de manera que rebelarse
implicaría, de alguna manera, rebelarse contra el derecho. Yo creo que esta es
una gravísima equivocación.
Creo que si el capitalismo consiste en una rebelión contra los límites, el
derecho consiste en una rebelión contra la rebelión capitalista, es decir, en
una tentativa, siempre, al menos desde hace dos mil quinientos años, en una
tentativa de establecer límites allí donde precisamente se invoca algo así como
una ley de la naturaleza, que tiene mucho que ver con el hambre, con la guerra y
con el comportamiento íntimo del capitalismo, de todos los regímenes de
producción material sin duda el más natural, porque es precisamente el
que más recuerda a la reproducción de los ciclos biológicos; es el que más
claramente reduce todos sus recursos a la monda reproducción de los ciclos
biológicos, del infierno griego. Es el más natural de los regímenes de
producción porque precisamente es el menos humano de todos ellos. Es el que
mejor copia los comportamientos que identificamos con la reproducción de los
puros ciclos biológicos.
Y, por lo tanto, diría yo que el derecho a la rebelión es el derecho
precisamente a oponerse a la ley de la naturaleza para establecer límites que
propiamente podamos llamar derecho. Yo creo que es importante recordar en
términos históricos uno de los puntos donde empieza esta aventura. No es el
único, porque en otras sociedades, en otras culturas ha empezado desde otro
lado, se ha empezado a pensar esto por otras vías, en otras condiciones, pero
digamos que nuestro punto de origen está en la antigua Grecia. Y es importante
recordar cómo interpretaba, en un famoso diálogo de Platón, Calicles frente a
Sócrates el término de ley.
Calicles dice: "Según yo creo, la naturaleza misma demuestra que es justo que el
fuerte tenga más que el débil, y el poderoso más que el que no lo es. Y lo
demuestra que es así en todas partes, tanto en los animales como en todas las
ciudades y razas humanas, el hecho de que de este modo se juzga lo justo: que el
fuerte domine al débil y posea más. En efecto, ¿en qué clase de justicia se
fundó Jerjes para hacer la guerra a Grecia, o su padre a los escitas e
igualmente otros infinitos casos que se podrían citar? Sin embargo, a mi juicio,
estos obran con arreglo a la ley de la naturaleza. Sin duda, no con arreglo a
esta ley que nosotros establecemos, por la que modelamos a los mejores y más
fuertes de nosotros, domándolos desde pequeños como a leones, y por medio de
encantos y hechizos los esclavizamos, diciéndoles que es preciso poseer lo mismo
que los demás y que esto es lo bello y lo justo".
Como vemos es una respuesta clara a Sócrates. Sócrates había alzado la mano
contra esta lógica en una asamblea diciendo que siempre es mejor sufrir una
injusticia que cometerla. Y había pretendido demostrar que lo justo y lo bello
coincidía en un punto donde, precisamente, los seres humanos, allí donde están
tranquilos, se prohibían a sí mismos tomar ciertas decisiones. Y que la libertad
consistía precisamente en prohibirse a sí mismos tomar ciertas decisiones.
Me explico: esto tiene que ver con los procesos constituyentes, con las
constituciones y con las verdaderas leyes. Luego están las falsas leyes,
mediante las cuales, en efecto, los leones devoran a los corderos.
Pensemos en un famoso episodio de la Guerra del Peloponeso que nos cuenta
Tucídides, en el que los atenienses se reúnen en asamblea democrática para
decidir si deben ejecutar a todos los habitantes de la ciudad de Mitilene, que
había luchado al lado de Esparta, y esclavizar a sus mujeres y a sus niños. Yo
no sé si alguien puede considerar una decisión democrática aquella que consiste
en pasar a cuchillo a hombres y esclavizar a mujeres y niños. Y, sin embargo,
era una asamblea en la que todos podían levantar la mano y tomar una decisión. Y
cuando en esta discusión toma la palabra uno u otro de los defensores de cada
una de estas posiciones, lo hacen en nombre de lo conveniente para
Atenas.
¿Qué es más conveniente para Atenas? ¿Qué pasemos a cuchillo a todos los hombres
y esclavicemos a todas las mujeres y niños o que les perdonemos la vida y
tratemos de convertirlos en aliados, o solamente los convirtamos en esclavos? En
todo caso, el concepto era este de conveniente. Y es ahí, en esa época,
cuando Sócrates levanta la mano para decir: no se trata de pensar qué es lo
conveniente, sino lo justo.
Y lo justo es precisamente algo que los seres humanos han decidido ya en
condiciones que no pueden ser las de la guerra. En la guerra decidimos cosas que
no son justas. Por eso no conviene dar la voz a las víctimas; por eso,
naturalmente, el derecho consiste básicamente en no dejar que las víctimas se
tomen la justicia por su mano. En que además la víctima no decida qué es lo
justo y qué es lo injusto, porque probablemente no va a decidir bien.
¿En qué consiste precisamente eso que llamamos derecho? Yo creo que consiste en
haber tomado ya siempre ciertas decisiones mediante las cuales, libremente, nos
prohibimos ciertas cosas. Por ejemplo, nos prohibimos pasar a cuchillo a
poblaciones enemigas; nos prohibimos esclavizar a otros seres humanos; nos
prohibimos la tortura; nos prohibimos toda una serie de comportamientos que, en
efecto, erosionarían la propia condición humana.
¿En qué consiste el capitalismo? El capitalismo consiste, como he dicho en la
primera parte de mi intervención, en un permanente proceso constituyente. Un
permanente proceso constituyente es un permanente proceso destituyente. Y en un
proceso destituyente, siempre en rebelión contra los límites, es muy necesario
establecer límites. Y el establecimiento de esos límites pasa por el hecho de
que en una constitución, por ejemplo, nos prohibamos ciertas cosas. Nos
prohibamos esencialmente el canibalismo, el comernos los unos a los otros.
El capitalismo es absolutamente incapaz de ponerse límites a sí mismo, y por eso
el capitalismo es incompatible con el derecho; con esa combinación de democracia
y de derecho que llamamos Estado de derecho. La ley de la naturaleza, la ley de
la guerra, la ley del hambre, la ley de los procesos permanentemente
destituyentes es incompatible con el establecimiento de eso que los corderos
reclaman a los leones, de eso que los débiles exigen a los fuertes.
Y yo creo que es muy importante entender eso que nos explica indirectamente
Calicles, en disputa con Sócrates; es decir, el hecho de que, en efecto, el
derecho es algo que han hecho los débiles para que no se los coman los fuertes,
que el derecho es algo que han hecho los corderos para que no los devoren los
leones.
Naturalmente sabemos que vivimos en un mundo muy duro en el que casi siempre ha
ocurrido esto –bajo el capitalismo, por razones particulares-, en el que esos
límites no limitan nada o casi nada, se convierten en puros flatus vocis,
en puras fórmulas verbales, en instituciones ineficaces, incapaces de imponer
esos límites a los leones, de imponer esos límites a los poderosos.
En cualquier caso, conviene recordar una y otra vez que no se trata de rebelarse
contra el derecho, sino de reconocer más bien que la rebelión es la fuente de
todo derecho. La rebelión contra la naturaleza, la rebelión contra los leones,
la rebelión contra los poderosos, es la fuente de todo derecho. Y si finalmente
los poderosos no cumplen las leyes, no se ajustan a los límites que les han
impuesto los débiles rebelión tras rebelión, eso no debe impedirnos reconocer
que esas leyes, esos derechos, no los ha producido el león. Los hemos producido
nosotros, en rebelión contra los leones. En rebeliones sangrientas, que han
costado muchas vidas humanas a lo largo de los siglos. No es verdad que el
derecho al voto sea un instrumento de dominio de la burguesía. Lo cierto es que
el derecho al voto se lo ganaron los revolucionarios franceses con las armas en
la mano, y no fue una concesión que hicieron los poderosos a los débiles. Fue
más bien todo lo contrario: fueron los débiles armados los que hicieron esa
concesión a los poderosos.
Y lo que hay que recordar siempre es que detrás de un derecho, de una verdadera
ley, hay un pueblo virtualmente armado. Y si no lo hay, no es una verdadera ley
y no es verdadero derecho.
Yo creo que eso es fundamental recordarlo. Yo estoy enteramente de acuerdo con
una gran historiadora francesa, Florence Gautier, que es quizá la mejor
conocedora de Robespierre y de su legado. Como sabéis, Robespierre en la
Constitución de 1793 fue mucho más lejos que las frases que hemos leído en esta
sala tomadas del Preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos.
Porque no se limitó a reconocer que en un caso extremo se tenía el derecho a la
rebelión. Robespierre, en el año 1793, en esa maravillosa constitución que nunca
entró en vigor porque Thermidor se lo impidió, decía cosas como esta:
"Toda ley que viola los derechos imprescriptibles del hombre es esencialmente
injusta y tiránica. No es de ningún modo una ley".
Yo creo que esto es muy importante, para no equivocar ley con derecho, para no
equivocar lo que es una manipulación del derecho interesada por parte de los
leones con lo que es verdaderamente una ley. En esto, además, Robespierre es
enteramente ilustrado. Kant lo demuestra en páginas bellísimas, demuestra cómo
solamente las leyes que cumplen ciertas condiciones formales son verdaderamente
leyes.
Dice por tanto que una ley que viola los derechos imprescriptibles del hombre no
es de ningún modo una ley. Y dice también:
"La resistencia a la opresión es la consecuencia de los demás derechos del
hombre y del ciudadano. Hay opresión contra el cuerpo social cuando uno solo de
sus miembros es oprimido; hay opresión contra cada uno de los miembros del
cuerpo social cuando el cuerpo social es oprimido. Cuando el gobierno viola los
derechos del pueblo, la insurrección es para el pueblo y para cada porción del
pueblo el más indispensable de los deberes". No dice el más indispensable de los
derechos; dice de los deberes. Es un imperativo, un imperativo casi moral, como
el de Kant. Allí donde las leyes no son leyes, donde las leyes violan los
derechos imprescriptibles del ser humano, la rebelión no es un derecho, sino un
deber.
Y como me queda muy poco tiempo y quería decir algo acerca del último punto del
que me correspondía hablar, el relativo a las alternativas post-capitalistas,
resumiré muy rápidamente.
Como he escrito otras veces, teniendo en cuenta las características de este
capitalismo en permanente rebelión contra los límites, una sociedad
post-capitalista debe surgir de un triple impulso: debe ser un impulso
revolucionario en lo económico; reformista en lo institucional y conservador en
lo antropológico. Muy brevemente, haré algunas indicaciones de qué entiendo por
cada una de estas cosas.
Con el primer punto creo que estamos todos de acuerdo, y tal como he definido el
capitalismo muy rápidamente, como ese tren desbocado sin freno de emergencia, el
capitalismo no es reformable. El capitalismo no admite reformas. Precisamente
porque es una revolución permanente, porque es un proceso constituyente-destituyente
ininterrumpido en el que lo originario ontológicamente es siempre el residuo, el
cadáver, la destrucción. Y, por lo tanto, la única forma de establecer
precisamente un mundo , una sociedad, unas instituciones reformables, es la de
radicalmente transformar el capitalismo en otra cosa. El capitalismo, por mucho
que nos pretendan engañar, no puede reformarse a sí mismo; solamente puede
afirmarse a sí mismo a escala ampliada y, por lo tanto, con una escala de
destrucción siempre mayor.
Precisamente, una sociedad que se ha librado ya del tren desbocado sin freno de
emergencia a través de una revolución económica, es por primera vez una sociedad
en la que las instituciones pueden ser el resultado de decisiones libres,
tomadas en condiciones de tranquilidad, al margen de la guerra, al margen de la
necesidad de la reproducción de los ciclos biológicos y en la que, por tanto, yo
creo que debemos salvar gran parte del bagaje que muchos marxistas llaman
derecho burgués. Yo creo que no hay más alternativa al derecho que el
no-derecho; creo que no hay más alternativa al habeas corpus que la tortura y la
indefensión; creo que no hay más alternativa a la división de poderes, no
importa cuántos sean estos –porque en la constitución bolivariana hay más de
tres y podemos inventar muchos más- que la voluntad schmidtiana que domina
soberanamente el mundo decidiendo sobre la vida y la muerte de los seres
humanos. Por lo tanto, lo que hay que hacer es recuperar ese legado que ha
nacido en condiciones burguesas, como el teorema de Pitágoras nace en
condiciones esclavistas, para que, por primera vez, sea de aplicación universal
y real, en un marco en el que, también por primera vez, estas instituciones sean
reformables. Porque lo que caracteriza a las instituciones, como a las cosas de
usar, es que su vida no es eterna.
Digamos que los comunistas, los marxistas, debemos dedicarnos a interpretar o
intervenir en el mundo de tal manera que nos situemos permanentemente entre el
peligro de la biología, que es el del capitalismo, y el peligro de la
arqueología, el peligro del anquilosamiento o fosilización de las instituciones,
que originalmente pueden ser liberadoras pero que pueden tornarse represivas. Y,
por lo tanto, estas instituciones deben ser objeto de reforma allí donde estén
en peligro de fosilizarse. Por lo tanto, insisto, el impulso emancipatorio debe
ser institucionalmente reformista.
Y, finalmente, debe ser conservador en lo antropológico. Hemos empezado por
describir un mundo que, bajo el embate del capitalismo, se deshacía de estas
tres facultades finitas que habían caracterizado la estancia del ser humano en
el mundo, la estancia del ser humano en sociedad, y sabemos hoy mejor que en
tiempos de Marx, que en su rebelión contra los límites, uno de los límites que
primero cuestiona y que ahora mismo está más claramente cuestionado es el límite
precisamente natural. El límite impuesto por la finitud, no ya de los cuerpos
humanos, sino de la fuente de todos los bienes, que es la naturaleza. Hay que
recordar que Marx, que no vivía en una sociedad en la que hubiera un grado de
destrucción ecológica como el que conocemos hoy, recordaba en su Crítica al
Programa de Gotha que la fuente de toda riqueza no es el trabajo, sino la
naturaleza. La naturaleza en estos momentos está amenazada como nunca, entre
otras razones porque hemos olvidado, como decía al principio, que somos seres
mortales que dependemos de una naturaleza que, paradójicamente, ha acabado por
depender de nosotros.
Conservadores antropológicos quiere decir, por tanto, conservadores de ese
límite que nos impone la naturaleza, pero quiere decir también conservadores de
los cuerpos, que se caracterizan por ser frágiles.
Esto quiere decir que la Ilustración, que yo siempre he defendido, debe
considerar dos aspectos: uno, el hecho de que somos sujetos de razón; y el otro,
el hecho de que la razón no se proporciona sus propios contenidos. Uno de los
contenidos con los que limita la razón es, precisamente, el hecho de que somos
cuerpos, el hecho de que nos vamos a morir. Y, por tanto, la necesidad de
cuidarse recíprocamente. Somos sujetos de razón y somos objeto de cuidado.
En este sentido, una sociedad post-capitalista tiene que articular todas las
instituciones y mecanismos que garanticen que los cuerpos van a ser objeto de
cuidado. Esto naturalmente implica una revolución económica que, al mismo tiempo
que garantiza ciertos servicios públicos, en términos de educación, de sanidad,
etc, garantiza también un universo antropológico en el que los seres humanos
podamos mirarnos los unos a los otros, discutir como sujetos de razón, pero
cuidarnos también como frágiles objetos de cuidados.
Muchas gracias..
INTERVENCIÓN DURANTE EL DEBATE Y TRAS EL TURNO DE PREGUNTAS:
No estoy diciendo que a través de reformas institucionales en el actual marco
jurídico se pueda hacer esa revolución económica. He dicho más bien todo lo
contrario. Que la revolución económica es la condición para establecer un marco
jurídico reformable. He dicho que el capitalismo es irreformable y que, por lo
tanto, sólo una revolución económica, puede darnos acceso, franquearnos, un
marco jurídico reformable, donde habrá –por supuesto- espacio para esa
creatividad a la que se refería el último compañero en intervenir. A partir de
un presupuesto que, en todo caso, a mí me parece importante señalar: no creo que
se hayan inventado alternativas al Derecho, salvo el no-Derecho. No hay un más
allá del Derecho. Hay muchas formas de concebir una verdadera ley, que se ajuste
a lo que entendemos como justicia, y creo que hay ya buenos inventos. La rueda
es un buen invento; el arado es un buen invento; y creo que el habeas corpus es
un buen invento, creo que la separación de poderes es un buen invento, y me
pregunto por qué tenemos que renunciar a un legado que es aprovechable una vez
nos desembaracemos de esa maquinaria que está permanentemente haciendo puré
todas las diferencias.
Hay algo que me parece muy interesante en lo que ha dicho el compañero, y es
precisamente aquello que, de alguna manera, determina que el capitalismo no sea
reformable. Es el hecho de que lo que lo hace incompatible con la democracia es
precisamente la libertad. He tratado de explicar durante mi intervención que la
democracia y el Estado de Derecho consiste precisamente en haber tomado ya
ciertas decisiones, en haberse prohibido libremente ciertas cosas que son
recogidas en constituciones, en leyes, etc. La escritura es un gran avance de la
humanidad. Yo no creo que debamos retroceder de la escritura; no creo que haya
un más allá jurídico de la escritura. Precisamente, el paso en la evolución
humana de la arbitrariedad a la ley tiene que ver con el conocimiento de la
escritura. Cuando las leyes son recogidas por escrito se vuelven públicas y, por
lo tanto, de alguna manera, se vuelven vinculantes también para el poder.
Lo que me parece que convierte en irreformable el capitalismo es precisamente
que se reproduce a fuerza de aumentar las libertades y no de reprimirlas. Tú has
puesto un ejemplo extraordinario. Una Constitución como la española, que al
mismo tiempo que reconoce toda una serie de derechos, los invalida añadiendo uno
más: basta que tú añadas el derecho a que nos comamos los unos a los otros para
que el derecho a conservar el cuerpo, el derecho a la alimentación, el derecho a
los cuidados quede enteramente invalidado. El problema del capitalismo –y por
eso, además, no sólo se confunde con la naturaleza, sino que se propone a sí
mismo en términos de libertad superior- es el de esa libertad de la que hablaba
Karl Polanyi en 1948, la libertad de explotar a los otros, la libertad de
impedir que los otros disfruten de cuidados médicos, la libertad para obtener
ganancias desmesuradas sin prestar un servicio a la comunidad, la libertad para
impedir que las innovaciones tecnológicas sean usadas con una finalidad pública
o la libertad para beneficiarse de las calamidades y las catástrofes para
obtener una ventaja privada. Basta, en efecto, con añadir una libertad más
en esa constitución en la que nos hemos prohibido ciertas cosas para que de
pronto todos los derechos que esa misma constitución reconoce queden
invalidados. No puedes reconocer el derecho a la vivienda o a la sanidad o a la
educación y, al mismo tiempo, reconocer el derecho de los empresarios a
privatizar todas aquellas cosas que una vez privatizadas dejan de ser derechos,
dejan de ser bienes de acceso común.
Insisto, creo que es muy importante no tirar el bebé con la bañera. Es necesario
cambiar los fundamentos económicos sobre los que se basa esta sociedad para
establecer un marco jurídico reformable. Y entretanto -yo creo que lo ha
explicado muy bien Enrique Santiago- lo que ha habido a lo largo de la historia
han sido luchas muy fuertes también en el ámbito jurídico. Yo se lo agradezco
profundamente, porque creo que son intervenciones como las de Enrique las que
nos ayudan a proveernos de instrumentos para defendernos en este contexto
social. Lo que ha explicado es cómo, de pronto, frente a ese Derecho
Internacional Humanitario, los leones empiezan a modificar o a introducir
legislaciones que conculcan el DIH. Hay una lucha, hay un combate. Todos esos
derechos originados en la fuente soberana de la rebelión son, naturalmente,
cuestionados no solamente a través de bombardeos, como hemos visto en Libia, en
Afganistán, en Iraq, sino también a través de dispositivos legales que,
precisamente, desmienten o invalidan los derechos adquiridos por la humanidad en
una larga lucha que ha costado muchos sacrificios.
Respecto del 15-M, de la misma manera que para mi fue una enorme y esperanzadora
sorpresa lo que ocurrió, a partir del 17 de diciembre del año 2010, primero en
Túnez, luego en Egipto, luego un poco por todo el mundo árabe, también lo ha
sido el 15-M. Sobre todo, por un motivo. Yo creo que lo que descubre el 15-M a
los ojos de una cierta izquierda de formación clásica (yo no soy militante, pero
en estos momentos podría estar militando perfectamente en dos o tres partidos en
cuyas señas de identidad me reconozco) es que todos nuestros análisis en
términos de contradicción definitiva entre condiciones objetivas (en medio de
una crisis salvaje que va haciendo retroceder cada vez más derechos laborales y
derechos políticos adquiridos a lo largo de décadas, de siglos de luchas), es
que nuestros análisis, digo, en torno a la contradicción entre esas condiciones
objetivas y una subjetividad que parecía, después de la II Guerra Mundial,
definitivamente formateada a partir de lo que Pasolini llamaba en los años 70 el
hedonismo de masas, el acceso fácil a mercancías baratas, la televisión, las
nuevas tecnologías, etc., no eran del todo acertados. De pronto, el 15-M lo que
descubre es que, de la misma manera que no se puede reprimir permanentemente a
un pueblo, tampoco se le puede sobornar permanentemente. Y que había ahí debajo,
como el doble fondo en los sombreros de los prestidigitadores, una subjetividad
escondida cuyo malestar ha estallado, eso sí, en las condiciones prefijadas por
lo que ha sido la historia del estado español en los últimos años. Es decir, en
condiciones en las que sólo se puede expresar una enorme desconfianza hacia los
partidos existentes, hacia las instituciones, etc. Creo que el 15-M tiene un
gran poder deslegitimador pero, de momento, es incapaz de construir
contra-hegemonía. Habrá que buscar alguna estrategia, porque, lo que está claro,
tal y como ha explicado Enrique Santiago, es que la confrontación es inevitable,
y tenemos que prepararnos para esa confrontación. En todo caso, lo que yo no
haría, en nombre de una desconfianza que yo creo que está bien fundamentada
frente a estas instituciones y esos partidos, es desconfiar de algunos
mecanismos que hemos conquistado y que tienen que ver con la democracia.
La verdadera potencia del 15-M, como la verdadera potencia de las revoluciones
árabes, es el hecho de que precisamente en el momento en que la democracia
retrocede, se desprestigia, se viola o se erosiona en todo el mundo; allí donde
cada vez se pueden permitir menos democracia las potencias capitalistas en los
propios centros desarrollados capitalistas, de pronto hay movimientos populares
que lo que hacen es convertir la democracia en un concepto verdaderamente
subversivo, cargado con una potencia subversiva inimaginable, porque lo que hace
es precisamente desacreditar y deslegitimar instituciones detrás de las cuales
está quien verdaderamente gobierna, como confesaba hace poco en la BBC un broker
de la City londinense, Alessio Rastani, quien se felicitaba de que la crisis le
estuviera dando tantas oportunidades para ganar más dinero que nunca y recordaba
quiénes gobiernan realmente, que no son los gobiernos, sino Goldmann Sachs, los
mercados financieros, las agencias financieras, etc.
Yo creo que en estos momentos el término democracia para un comunista tiene un
valor como no había tenido nunca a lo largo de la historia. Creo que es el
momento precisamente de considerar desde el comunismo que la democracia como
concepto puede ser el motor de una transformación y no un efecto colateral
deseable que, en lo que ha sido la tradición de las últimas décadas, finalmente
casi nunca llega a producirse.
Y llegamos finalmente a lo más complicado, porque sabéis que yo he sido de
alguna manera el causante o el detonante de una polémica que me ha hecho sufrir
muchísimo sobre Libia, la OTAN, etc. en la que, muchas veces con menos buena fe
de la que yo hubiera deseado, se han malinterpretado intencionadamente mis
palabras.
Creo que Enrique Santiago ha dicho una cosa muy importante, que describe
perfectamente lo que yo he querido expresar en mis artículos: cómo el derecho
sacrosanto a la rebelión contra un tirano homicida ha sido utilizado por un
aparato criminal de guerra al servicio de las multinacionales capitalistas; pero
en un contexto, en cualquier caso, distinto al de otras intervenciones de la
OTAN. Lo que no podemos hacer es creernos que siempre pasan las mismas cosas y
de la misma manera.
En cuanto a las alianzas a las que se refiere Carlos Alberto Ruiz, en este caso
se trata, sí, del abrazo del oso. Todo lo que toca la OTAN lo envenena. Vemos en
qué se está convirtiendo ya el CNT; hemos asistido al linchamiento ignominioso
de Gadafi, que espero que conduzca a sus autores -que son no solamente los
ejecutores directos en Sirte, sino obviamente, todos aquellos que la han apoyado
con bombardeos y declaraciones- ante un tribunal. Y si no, como hay pocas
esperanzas de que sean juzgados, habrá que hacer como estamos haciendo en el
caso de José Couso y en otros, habrá que presionar para que así ocurra.
Pero me parece que hay algo que no hemos acabado de comprender. No vivimos ya en
el mundo en el que vivíamos hace 10 meses. La OTAN no es una instancia de poder
homogénea. Hay nuevos actores regionales, como Arabia Saudí, como Qatar, como
Turquía. Estados Unidos ha tenido un papel muy periférico en la intervención de
la OTAN en Libia, mientras que ha habido otros actores que han aprovechado, como
Sarkozy, para re-prestigiarse en una zona del mundo muy convulsa donde había
perdido todo su prestigio después de haber apoyado a Mubarak y a Ben Alí hasta
el final. Donde además hay toda una tentativa clara, no solamente de apropiarse
de recursos energéticos que ya tenían, sino también de meter una cabeza de
puente o una punta de lanza entre Egipto y Túnez, dos países que están haciendo
procesos de cambio importantísimos a nivel regional: no podemos separar lo que
está ocurriendo en Libia de lo que está ocurriendo en todo el mundo árabe.
No se trata tanto de negar que esas alianzas tengan sus efectos. Se trata
sencillamente en estos momentos de describir toda una serie de hechos que se dan
de patadas entre sí y con los que tenemos que vivir muy incómodamente. Yo en ese
artículo que produjo tanta polémica enumeraba algunos. Y creo que hay que
enumerarlos todos. No podemos partir de uno solo para negar todos los demás. Hay
que decir que hubo una revuelta popular, que está perfectamente documentada; que
Gadafi era un sangriento dictador y también está perfectamente documentado; que
la OTAN es una maquinaria infernal de crimen y guerra, lo que también está
perfectamente documentado; que esa revuelta popular fue inmediatamente
infiltrada por oportunistas del antiguo régimen, por liberales que volvieron de
Estados Unidos, y luego también por islamistas entrenados en Afganistán, que
fueron los que dieron un poco de disciplina militar a un montón de jóvenes que
aprendieron a usar las armas sobre la marcha, en condiciones dificilísimas. Y
que, además, se olvida que ha habido, por ejemplo, una intervención
importantísima de los bereberes de Nafusra, que constituyen el 10% de Libia y
que son los que decidieron realmente la batalla de Trípoli. Con todo esto
tenemos que vivir. ¿Y qué hacemos? ¿Negar que la alianza con la OTAN envenena
todos estos procesos muy probablemente? ¿O negar que hubo una revuelta popular?
¿O negar que Gadafi era un sangriento dictador? Yo creo que tenemos que tratar
de pensar qué hacemos con todo eso a partir de ahora.
Y a partir de ahora – el 31 de octubre acabó la misión de la OTAN- nos
encontramos con una serie de países en el norte de África implicados en procesos
de cambio importantes, procesos que están siendo, de una manera u otra, todos
ellos cooptados, secuestrados o gestionados ya por las potencias occidentales, y
lo que habrá que hacer es, precisamente, apoyar a nuestros afines sobre el
terreno, que los hay: a la izquierda tunecina, a la izquierda egipcia, y a los
rebeldes que en Libia dejen clara su posición contraria a un tutelaje
occidental. Apoyarlos con todas nuestras fuerzas para que no se apoderen del
norte de África y no se apoderen de estos procesos de cambio que creo tienen una
relevancia internacional que desde Europa y desde América Latina a veces no se
han visto en toda su profundidad.