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Nuestro Planeta

La contaminación transgénica como negocio

Silvia Ribeiro
La Jornada

El 6 de marzo, el gobierno mexicano anunció que consideraba terminado (en todos los sentidos de la palabra) el marco legal de bioseguridad en México, abriendo las puertas a la experimentación con maíz transgénico. Un delito histórico, que marca la decisión del gobierno de enajenar y colocar en alto riesgo el patrimonio genético alimentario más importante del país.
Los funcionarios eliminaron de facto el establecimiento de un Régimen Especial de Protección al Maíz, al que están obligados por la Ley de Bioseguridad y Organismos Genéticamente Modificados, incorporando en su lugar unos cuantos párrafos en el reglamento de dicha ley. Como lo han argumentado sólidamente especialistas en la materia, esta medida viola la ley en varios puntos. (Alejandro Nadal, Maíz transgénico, funcionarios delincuentes, La Jornada, 11/3/2009).
Obviando la ilegalidad, los funcionarios argumentan que esta apertura es necesaria porque el maíz transgénico aumentaría la producción y además, no pondrá en riesgo las zonas que definan como centro de origen del maíz. Se trata solamente de experimentos, puntualizan, que serán evaluados antes de autorizar plantaciones comerciales.
Son argumentos falsos, empezando porque todo México es centro de origen y diversidad del maíz, entonces no debería haber maíz transgénico en ninguna parte. Pero fundamentalmente, ocultan la discusión sobre el punto nodal de los transgénicos. Todos los transgénicos están patentados y son propiedad de 6 transnacionales. Monsanto controla el 86 por ciento de éstos, y con Syngenta y DuPont-Pioneer, cerca del 95 por ciento. Un grado de concentración corporativa sin precedentes en la historia de la agricultura y la alimentación. Cuando hablamos de transgénicos, el punto de partida es la entrega de la soberanía alimentaria, dándoles la llave de toda la red alimentaria a unas pocas trasnacionales.
La falacia de que los transgénicos aumentan la producción, no se sostiene en las estadísticas oficiales de Estados Unidos, el mayor productor mundial de transgénicos. En promedio, los transgénicos han bajado los rendimientos. En el caso del maíz, la producción ha sido igual o casi imperceptiblemente mayor, pero como las semillas transgénicas son más caras, el productor siempre pierde, porque el supuesto aumento no compensa nunca el gasto. Las empresas arguyen que si fuera así, no seguirían plantando. La realidad, también basada en informes de la Secretaría de Agricultura de Estados Unidos, es que no pueden hacer otra cosa. Los agricultores han perdido sus semillas, y las mismas empresas de transgénicos controlan también el resto de las variedades no transgénicas. Aún cuando esas produzcan más, no las multiplican para la venta en suficiente cantidad, porque quieren vender transgénicos. La razón: son más caros, están patentados, la contaminación es inevitable (por viento, insectos o cadenas de distribución), y es detectable al tener genes extraños al maíz. Así pueden demandar a las víctimas de la contaminación por uso indebido de patente, una ganancia extra, y obligan a todos a comprarles semillas cada estación.
El argumento de que sólo es experimentación, es penosamente falso. Aún si los criterios de experimentación fueran muy estrictos (que no lo son), por ejemplo plantar en confinamiento o con muy extensas áreas de aislamiento, barreras de viento, retirar la espiga antes de polinizar, etc., ninguno de estos criterios se mantendrán en la siembra comercial. Los productores nunca repetirán esos criterios –son complicados, aumenta más los costos y el trabajo– y además la ley de bioseguridad no prevé ni avisar a los vecinos ni ninguna sanción real a quienes contaminen. Por lo tanto, llamarle experimental no es más que un eufemismo para la posterior plantación comercial sin ningún control.
Pero además, estamos en México, centro de origen del maíz, donde siguen viviendo en sus comunidades, millones de los campesinos que crearon la enorme riqueza y diversidad genética del cultivo, para bien de toda la humanidad. A la condena de dependencia económica y alimentaria, se suma la condena de la contaminación de la biodiversidad y del maíz campesino. Un hecho inherente a los transgénicos, comprobado en México y muchos otros países. Una vez en campo, el viento y los insectos no diferencian si es experimental o si no debieran polinizar otra planta: la contaminación es inevitable. Justamente al contrario de las cínicas declaraciones de Agrobio, agrupación de las multinacionales, de que Los activistas querían decidir por todos los agricultores mexicanos al rechazar la experimentación (Diego Cevallos, IPS 11/03/09), los transgénicos son los cultivos más imperialistas de la historia. Cualquier plantación de maíz transgénico, condena a corto o largo plazo, a todos los demás a la contaminación.
La absurda respuesta de los funcionarios gubernamentales es que también eso será un negocio: florecerán las empresas de detección –que públicas o no, para funcionar ¡deben pagar a las trasnacionales de transgénicos para usar sus genes!
Tanta falsedad contrasta con la sencilla verdad de los campesinos: tienen 10 mil años de experiencia en la creación y la resistencia y no piensan someterse a esta condena.
*Investigadora del Grupo ETC
 http://www.jornada.unam.mx/2009/03/14/index.php?section=opinion&article=019a1eco

Fuente: lafogata.org