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Latinoamérica

Ana María Lozano Riveros, de la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz
Once años conviviendo con las comunidades de resistencia

Ricardo Ferrer
Diagonal

Con su morral al hombro, Ana María Lozano pasa sus días recorriendo comunidades indígenas que, cercanas a la frontera con Panamá, viven acosadas por los actores armados del conflicto colombiano.

Ana María Lozano Riveros es pedagoga y defensora de los derechos humanos en Colombia, un país cafetero, pero con la democracia más descafeinada del mundo. Su labor en las comunidades rurales es en extremo difícil: la ‘democracia’ colombiana carece de justicia real, no existe distribución de la riqueza y ninguna autoridad garantiza ni la vida ni la seguridad de los pobladores, sobre todo si se trata de indígenas, campesinos, afrodescendientes o líderes comunitarios.

Para cumplir su tarea, Ana María Lozano convive con las poblaciones que resisten, que afirman sus derechos. Monitorizando el acompañamiento que realizan sus compañeros en 13 regiones de intenso conflicto armado, Lozano frecuenta las zonas humanitarias y las zonas de biodiversidad del Bajo Atrato y el Urabá antioqueño. Esta mujer todoterreno, vinculada a la Comisión de Justicia y Paz desde hace once años, recorre comunidades que se encuentran en la frontera con Panamá con su morral a cuestas.

Las zonas humanitarias se crearon por primera vez en 2001 en Cacarica, territorio afrocolombiano, como mecanismo de autoprotección, para evitar el desplazamiento forzado y la consumación de crímenes, en particular de militares y paramilitares. Allí, al lado de sus compañeras y compañeros, que pasan 365 días del año al lado de las familias en estos espacios de protección, cruza territorios que están siendo disputados militarmente entre escuadrones de la muerte del Ejército y la guerrilla, pero que están siendo apropiados por empresarios palmeros, bananeros, ganaderos, extractores forestales y mineros, protegidos militarmente por las fuerzas estatales y paraestatales. Esto ha implicado amenazas y presiones diarias, entre ellas falsas acusaciones judiciales contra ella y contra todos sus compañeros de la organización.

Las comunidades de resistencia en Colombia tienen claro que su lucha es de largo plazo. Buscan una transformación de la realidad en una democracia real, y eso significa la defensa incondicional de los derechos humanos.

Cuatro millones de desplazados

Los desplazados en Colombia alcanzan la cifra de cuatro millones según ACNUR, siendo el segundo país del mundo en número de personas desplazadas. Ante esa realidad, la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz ha optado por acompañar el regreso de estas comunidades a los territorios y desarrollar junto con ellas todos sus potenciales para sobrevivir con dignidad en medio del conflicto armado, protegiendo los territorios ante la voracidad y barbarie empresarial, que no duda en usar las armas y un derecho tergiversado para legalizar el despojo.

Datos recientes confirman que en los últimos doce años Colombia ha parido 30.000 desaparecidos. Algunos son de estas tierras donde hoy, quienes transitan en la memoria de tantas vidas humanas segadas proyectan microdemocracias locales, modelos de economía sostenible, modos de dignificación ante la imposibilidad de una democracia que respete los derechos humanos. Los habitantes resistentes se han dotado de unas normas de convivencia y han firmado compromisos colectivos entre los que destaca la negativa a participar en la guerra: no dan apoyo a ningún actor armado, pero afirman su derecho a la justicia. Las empresas mineras quieren explotar las riquezas del subsuelo, simulando una consulta a los habitantes que ocupan ancestralmente el territorio de manera legítima y colectiva, con la aceptación de las autoridades de Colombia, que validan el mecanismo fraudulento como verdadero. A esa pretensión, afrocolombianos e indígenas de Curvarado y Murindo se oponen a través de actos democráticos, participativos y populares.

La Comisión Intereclesial de Justicia y Paz acompaña procesos de resistencia similares en diferentes poblaciones de los departamentos El Meta, Putumayo y Cauca, en pleno corazón del Plan Colombia en su fase II, y en El Valle. Allí continúan observando y denunciando lo que se quiere negar, la existencia del paramilitarismo, los intereses del capital que destruye la vida de miles de seres humanos y ecosistemas. Allí está la vida cotidiana de Ana María Lozano. Acompañando la dignificación de los pueblos. Allí se encuentra su opción personal y la de su organización, que mantiene la lucha por los derechos humanos.

Fuente: lafogata.org