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Argentina, la lucha continua....

No hay que bajar la edad de punibilidad

Gustavo L. Vitale
RIONEGRO ON LINE

La llamada "ley" de facto 22.278 de 1980, conocida como "régimen penal de la minoridad", debe ser derogada indefectiblemente y sustituida por otra que responda a una concepción diametralmente opuesta. La razón de ser de tan necesaria reforma legal es bien clara: el régimen de dicha norma es inconstitucional por cuanto habilita la imposición de penas para niños que no han cometido delito alguno y a los que ni siquiera se les atribuye la comisión de alguno de ellos.

Es que tal normativa les acuerda a los "jueces de menores" poderes amplísimos sobre los niños. Son tales jueces los que (en nombre de una pretendida y engañosa "tutela") pueden hacer con los niños lo que se les ocurra, pero (¡eso sí!) lo que hagan lo harán siempre ¡para "protegerlos"! Con ese falso discurso, pueden entregar a los niños a sus padres, darlos a otra familia o grupo de contención o, entre otras medidas, ordenar su "internación" en un "hogar" del que no pueden salir por propia voluntad. Pero, lo que es peor, tendrán la venia para hacerlo no sólo cuando cometan delitos, sino también cuando resulten sospechosos de haberlo hecho y, aunque parezca mentira, también cuando (sin ocurrir nada de lo anterior) simplemente tengan "problemas de conducta", cuando se encuentren "abandonados" o en "peligro material o moral" (por ejemplo cuando andan en la calle) e, inclusive, cuando son víctimas de delitos (por ejemplo cuando se trata de un niño violado). Para entender la razón por la cual esto constituye una irracionalidad, basta pensar en que ningún adulto víctima de delito soportaría que lo encerraran por ser víctima y, encima, que lo hicieran con un discurso hipócritamente "protector" ("te encerramos para cuidarte; para que no te vuelvan a violar" (¿?). Sobre esto puede consultarse el texto de los artículos 1, segundo y cuarto párrafos y 2, último párrafo, 3 inc. a y 3 bis, primer párrafo, de la llamada "ley" 22.278.

Esas facultades de imponer penas sin delito hubieran sido declaradas inconstitucionales, sin duda alguna, si se hubieran referido a personas adultas. Si ello en general no ha ocurrido fue, básicamente, porque a los niños -por mucho tiempo- se los consideró como algo menos que personas, desconociéndose olímpicamente sus derechos (aunque todo se lo vistió con el engañoso ropaje de un derecho "tutelar" -mientras en el discurso se dice que se los "protege", en la realidad se ignoran sus derechos más elementales-).

Por esas razones es necesario sancionar una nueva ley nacional que regule la situación penal de los niños y que, para el ámbito nacional, establezca un juicio justo contra los niños acusados de cometer delitos (el que ya existe en nuestra provincia y que se encuentra regulado por la ley 2.302 de Protección Integral de los Derechos del Niño). En los dos ámbitos (el penal y el procesal penal) la legislación de niños debe ser menos rigurosa que la que se aplica a los adultos, debiendo reconocer a los niños más derechos (y nunca menos) que los que se les reconocen a las personas mayores, precisamente por tratarse de personas en formación, con un grado de madurez mucho menor que la adultez (lo que hace que se encuentren, en tal sentido, en inferioridad de condiciones que los mayores y que necesiten, por ello, más protección real de sus derechos).

Es cierto, entonces, que ese aspecto de la "ley" 22.278 debe ser eliminado cuanto antes, porque permite que se encarcelen o internen niños de cualquier edad en las diferentes situaciones ya señaladas, que pueden incluso no vincularse con la comisión de delitos.

Eso es verdad. Pero ¡cuidado! Ello no habilita al Estado a crear un régimen penal (ni siquiera parcialmente) más riguroso que el que hoy rige a nivel nacional y en muchas provincias (como en la del Neuquén), dejando de lado la necesaria progresividad en materia de derechos y la correlativa prohibición de regresividad. Ninguna ley puede dejar de brindarles a los niños el trato especial y más benigno que ellos merecen en relación con los adultos (aunque esa ley mejore la situación nacional, mientras empeora la de varias provincias). Esto surge, por un lado, del principio constitucional de igualdad ante la ley (igual trato en iguales circunstancias y distinto trato en situaciones desiguales). Por otra parte, la propia Convención Internacional sobre Derechos del Niño requiere para ellos una protección especial (mayor que la que debe brindarse a los adultos), debiendo establecerse una edad mínima antes de la cual se presumirá que no tienen capacidad para infringir las leyes penales. Esa edad ya está fijada en la Argentina en 16 años. Si en virtud de una norma de la época más represiva la edad a partir de la cual se es punible se fijó en 16 años, entonces no sería legítimo -en plena democracia- bajar esa edad para inyectar más cuotas de violencia que las que, incluso, se admitía en la mencionada dictadura. Es más, en la "ley" 22.278 los niños sólo pueden ser penalizados luego de ser declarados responsables para la ley penal, cumplidos los 18 años y después de haber sido sometidos a determinado "tratamiento tutelar" (permitiéndose reducir la pena de un tercio a la mitad de la sanción legal) y siempre que la penalización no resulte luego innecesaria, caso este último en el cual corresponde su absolución. Este contenido de la "ley" de facto debe también mejorarse (acordando más derechos a los niños frente al poder penal) y no represivizarse aun más. Entre tantos aspectos, deben establecerse penas menores para los niños que delinquen, prohibiéndose los establecimientos de estructura carcelaria, fijándose máximos temporales para las penas, permitiendo que se cumplan a través de diversas medidas alternativas, debiendo mantenerse la necesidad de absolución cuando -a pesar de la declaración de responsabilidad- luego no resulte necesaria la imposición de una pena (porque, por ejemplo, el niño ha tenido una actitud de vida constructiva en relación con la cual la pena podría servir para obstaculizar el progreso alcanzado en los años siguientes al de la comisión del delito -el cual es propio de una etapa muy vulnerable de su vida-). Bajar la edad de punibilidad importaría una regresión en materia de derechos del niño, que haría que éstos sean tratados como los adultos que delinquen (es decir, cada vez con mayor represividad -para lo cual basta pensar en el aumento de las penas que, paradójicamente, se produjo en los períodos constitucionales de gobierno [¡llegando el máximo de la prisión a nada menos que 50 años!], en lugar de diversificar cada vez más las respuestas institucionales no punitivas y más útiles para enfrentar conflictos humanos-).

Claro que la nación debe dictar también una ley procesal penal para ellos adecuada a la Convención Internacional sobre Derechos del Niño, como Neuquén ya tiene su ley de Protección Integral de los Derechos del Niño (la 2.302). Esta última, como parte de un verdadero programa protector de los derechos de los menores, establece un juicio previo a la imposición de una pena, en el cual el niño -tratado como un ser humano y no como un objeto "disponible"- tiene sus derechos: a tener un defensor para contestar la imputación del fiscal, a permanecer libre mientras no se pruebe que ha cometido un delito y que la pena resulta estrictamente necesaria -por medio de una sentencia firme de condena y de necesidad de pena-, a producir pruebas para probar su inocencia, a recurrir un fallo en su contra, etc.

De ningún modo es admisible que la nueva ley que se dicte a nivel nacional, con el objetivo de eliminar la normativa de facto, termine aumentando (en todo o en parte) las cuotas de represividad del aparato estatal en contra de los niños. La "ley" de facto hay que derogarla, entonces, pero para hacer una más humana y no para superar su irracionalidad bajando la edad de punibilidad, como inexplicablemente parecen querer hoy los exponentes de posiciones ideológicas incluso antagónicas.

Al bajar la edad de punibilidad, los niños de 14 ó 15 años podrían ser encarcelados -con el nombre que se quiera y por el tiempo que fuera- en lugar de prohibirse terminantemente su encarcelamiento o internación, disponiéndose la necesaria desjudicialización de las cuestiones no jurídicas y de la cuestión delictiva anterior al cumplimiento de la actual edad mínima de punibilidad. Todo ello debe pertenecer a la órbita de las políticas públicas de educación, vivienda, salud, alimentación, etc., como un modo de lograr en términos más reales un mundo mejor (como viene sucediendo hoy en diversos ámbitos provinciales y como podría comenzar a ocurrir en el ámbito nacional si se humanizara la legislación penal de niños sin incurrir en la contradicción de querer hacerlo disminuyendo la edad de punibilidad). Es cierto que el aumento de la violencia estatal al que daría lugar la baja de la edad podría ser neutralizado -en parte- a través del establecimiento de garantías a favor de los niños imputados de delito o condenados por su comisión, pero siempre quedará un plus de represión inadmisible: el encierro forzoso de chicos tan pequeños en las penosas cárceles (o "institutos") de nuestro país. ¿Qué pasará más adelante con los chicos de 13, 12, 11, 10, 9 o aún más pequeños que cometan un ilícito dándose cuenta, de algún modo, del sentido de sus actos? ¿Habrá que abrir las cárceles -o "institutos"- también para ellos? No es éste, claro, un modo de cumplir con el "interés superior del niño", que manda a respetar la Convención Internacional, como pauta orientativa de las decisiones estatales, precisamente porque la baja de la edad avasalla uno de sus derechos más preciados: su libertad ambulatoria. Otra vez estamos frente a un viejo dilema: el divorcio entre el discurso y lo que se esconde detrás. ¿Bajar la edad para "proteger" a los niños? Ése no es -de ninguna manera- un modo de tratar a "los chicos primero".

Gustavo L. Vitale es profesor titular de Derecho Penal de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional del Comahue.

Fuente: lafogata.org